Read La gesta del marrano Online
Authors: Marcos Aguinis
Esa tarde vuelve a elevarse la tranca y girar la llave. Cruje la puerta e ingresa el alcaide con un negro cubriéndole las espaldas.
—¿Qué sucede?
Duda si solicitado a quemarropa. Han transcurrido jornadas de pesado silencio. Ha recitado de memoria libros enteros de la Biblia y evocado una buena parte de su biblioteca. Lo ha hecho demasiado de prisa para que no lo sofoque la soledad. El alcaide es imperturbablemente hosco y lo mira con reproche. Su función de carcelero, sin embargo, le obliga a responder los llamados. Parece más petiso y barrigón que la primera vez.
—Necesito hablar con los inquisidores.
—¿Otra audiencia? —se extraña.
A los pocos días le ordenan vestir el sayal frailesco, engrillan sus extremidades y lo conducen al sombrío salón. Uno de los inquisidores indica al secretario que anote el carácter voluntario de la audiencia. Después clavan sus pupilas en Francisco, que ha ensayado su discurso, quiere conmoverles el alma, sacados de su hostilidad de granito. Es menos que David y ellos son más que Goliat; no pretende vencerlos, sino humanizados.
—Soy judío por dentro y por fuera —les dice con transparencia suicida—, antes sólo por dentro. Seguramente ustedes aprecian mi decisión de no ocultarme tras una máscara —calla unos segundos, evalúa el calibre de las palabras que pronunciará ahora—. Al decir la verdad he puesto en riesgo mi vida, tal vez ya me he condenado a morir, pero siento una profunda tranquilidad interior. Sólo quien ha tenido que sobrellevar una identidad doble y ocultar durante años, con miedo y vergüenza, la que considera auténtica, sabe cuánto se sufre. No sólo es una carga sino un garfio que muerde hasta en los sueños.
—Es malo mentir, por cierto —dice Juan de Mañozca en tono helado—. Y peor cuando se miente por ocultar la apostasía.
A Francisco le brillan los ojos como si la dureza del inquisidor le hiciera saltar lágrimas.
—No he mentido para ocultar la apostasía, sino para ocultar mi fe —eleva involuntariamente la voz—. Para ocultar a mis antepasados, mi corazón, para ocultarme a mí mismo como si yo y mis sentimientos y mis convicciones y mis preferencias nada valiesen.
—No valen en la medida en que se oponen a la verdad.
—¿La verdad? —repite Francisco. Resuena en el salón un leve eco; aprieta los labios para no desbarrancarse en argumentos que rebotarían en los oídos del Tribunal.
—¿Para qué pidió esta audiencia? —reclama Gaitán—. No ha confesado nada nuevo.
—Deseaba hacerles notar que no he asumido mi identidad judía en forma ligera, sino con profunda convicción. Durante años he devanado mi conciencia y no he hallado otro camino compatible con la moral —hace una larga pausa.
Los inquisidores dan señales de impaciencia.
—Para ser judío pleno —sigue Francisco con valor— es necesario atravesar una prueba muy dolorosa que fijaron Dios y Abraham en su pacto. El capítulo XVII del Génesis lo establece claramente. ¿Lo recuerdan? —Francisco entorna los párpados y recita—: «Guardaréis mi Alianza tú y tu descendencia en el transcurso de las generaciones; todo varón entre vosotros será circuncidado y ésta será la señal de la Alianza entre mí y vosotros. Así estará marcada mi Alianza en vuestra carne como una Alianza perpetua»... —abre lentamente los ojos—. Les digo esto respetuosamente para que abandonen el concepto de que he traicionado por capricho o irresponsabilidad una fe (en la que ya no creo, por más fuerza que haga) y me divierto con otra. Para dar un paso tan riesgoso he tenido que soportar el fuego de las dudas, despreciar peligros y sacrificar ventajas sin fin. He tenido que lastimar mi propia carne, hundirme el bisturí y proseguir con las tijeras. He cumplido con lo que Dios me dicta desde el fondo del alma. La fe de mis padres no es menos exigente que la de Cristo: también ordena ayunos y aflicciones. Pero me pone en vibrante contacto con el Eterno y me hace sentir digno. Es por eso que hablé con mi hermana Isabel, sólo con mi hermana Isabel, dulce y comprensiva Isabel como fue mi pobre madre, para que se incorporase a la familia que integramos y se remonta hasta los prodigiosos tiempos de la Biblia. Pero en ella dominó el pánico sobre el juicio y no pudo comprender que cuando uno alcanza los mandatos profundos, se alcanza la paz de Dios —hace otra pausa—. Es todo lo que deseaba comunicarles.
Baja la cabeza.
Antonio Castro del Castillo aprieta las manos para mantenerse inmóvil porque lo muerde un retortijón de intestinos. Este hombre defiende sus errores de tal forma que lo conmueve. Mira a Gaitán de soslayo, el imperturbable, el intransigente. Hace unos días volvió a recordarle que un buen inquisidor nunca se arrepentirá de haberse excedido por duro y sí por blando. Se masajea con disimulo el abdomen y reza un avemaría para ordenar sus sentimientos.
Mientras conducen a Francisco de regreso a su mazmorra, el alcaide se concentra en la cadena que se enreda en los tobillos y, repentinamente, decide ayudarlo. Los negros se asustan: el pequeño y vigoroso funcionario se inclina y levanta la cadena. Jamás ha brindado esta cortesía a un reo. Avanzan por los húmedos corredores que la antorcha enciende de rojo macabro. El alcaide lo observa con el rabillo del ojo y comete otra irregularidad: le habla.
—He podido escuchar parte de sus declaraciones y no termino de creerle.
Francisco advierte que ha empalidecido.
—¿Qué lo asombra?
El alcaide, como un niño que no consigue romper la fascinación de una historia truculenta, pregunta:
—¿Es verdad que se cortó usted mismo?
—Es verdad.
El alcaide lanza un silbido que superpone admiración y espanto exclama:
—¡Son sanguinarios los judíos!
Francisco levanta sus muñecas ulceradas por los grillos y las mueve ante los ojos del alcaide. Pero el alcaide no las ve: su puño aferra la larga cadena que une los grilletes, menea la cabeza incrédula y repite «¡qué sanguinarios son! ».
Después de escuchar a Francisco los inquisidores acuerdan que Maldonado da Silva es un sujeto hábil cuyo atrevimiento anticipa una prolongada obstinación. No sólo confiesa altivamente, sino que intenta convencer a los jueces (corromperlos). Tiene una diabólica lucidez para construir sofismas que presenta con inocencia tramposa.
Es necesario aplastarlo como a una mosca, sentencia Andrés Juan Gaitán y sus colegas asienten con la debida solemnidad. No se trata únicamente de alguien que ha cambiado una fe por otra como si mudara camisas (de paso intenta igualar el judaísmo muerto con la Iglesia radiante) sino de alguien que escupe atrocidades. El reo no sabe por cierto que el Tribunal ha interrogado a la negra María Martínez, quien lo había recibido en la casa del alcaide apenas llegó a esta ciudad. Esa mujer acusada de hechicería presta —mientras continúa su proceso— un buen servicio a la Inquisición porque no resiste contar las abominaciones que la van a condenar y, de esta forma, estimula el sinceramiento de los cautivos. Su relato sobre las aberraciones que le confió Maldonado da Silva mientras esperaban al alcaide ya engrosan su expediente. Los inquisidores deciden entonces cumplir con la formalidad de convocarlo a una última audiencia para redondear el material acusatorio. Deberán soportar sus ideas abyectas (incluso inducirlo) para encerrado en una trampa sin rajaduras.
Cuarenta días más tarde es otra vez llevado ante los jueces. Su esperanza había empezado a opacar se durante la quietud de las jornadas vacías. Pero esta audiencia lo anima. Su cansancio se desvanece y recuerda el impacto de la última exposición. ¿Qué querrán saber ahora? Ya les he contado mi vida y he reiterado mi identidad. Tal vez me permitirán explicar mejor mis motivaciones. Quizá están empezando a entrever que mi judaísmo no es una agresión. ¿Es posible? —se pregunta—. No —se responde—, no tan rápido.
Quieren saber más. La condición judía los fascina y espanta como un dolor morboso. Les dice que entre ambas religiones existen analogías y diferencias, y que el reconocimiento de las analogías puede llevar a una mayor tolerancia de las diferencias. Pero el Tribunal lo interrumpe para indicarle que sólo interesan las diferencias y, de ellas, los aspectos del cristianismo que molestan a un judío. ¿Oyó bien?: «Aspectos que molestan a un judío.» ¡Qué extraño! ¿Quieren instruirse los inquisidores?, ¿quieren meterse en la piel de un judío para, desde allí, con otra perspectiva, examinar sus propios dogmas? Esto es sorprendente (Francisco no acierta a ver la emboscada). Responde que al judío no le molestan los preceptos del cristianismo: simplemente no los acepta porque transgreden mandamientos: no adorar imágenes, no respetar los sábados. Desde el punto de vista judío el cristianismo realiza una tarea encomiable porque acerca millares de seres al Dios único y ha difundido por todo el orbe Su palabra; es el pensamiento sostenido por muchos sabios y, en especial, por el insigne Maimónides.
Los jueces comprueban que el secretario anota vertiginosamente, pero el reo ha esquivado la trampa. Necesitan hacerlo blasfemar. Entonces le preguntan sobre el crucial tema del Mesías. Francisco mantiene su franqueza.
—Los judíos aún lo esperamos —confiesa sin rodeos— porque no se han cumplido las profecías que describen los tiempos mesiánicos.
Los inquisidores evitan insistir en las características de los tiempos mesiánicos que vislumbran los judíos porque coinciden con el retorno de Cristo y le preguntan:
—Los milagros de Nuestro Señor ¿no son prueba suficiente de su carácter divino?
El reo se dispone a contestar con sinceridad; no advierte que el secretario se pone más tenso porque está a punto de oír la blasfemia que el Tribunal necesita para el cañonazo acusatorio. Francisco supone que los jueces aprecian su frontalidad.
—Los milagros no son suficientes, ni siquiera necesarios para demostrar la presencia de Dios —responde con naturalidad, como si estuviese reflexionando sobre un tema baladí—. Recordemos que el milagro implica violentar las leyes del universo; un milagro refuta y quiebra el orden natural.
—¿No hubo milagros en el Antiguo Testamento? —ironiza Castro del Castillo.
El prisionero repasa mentalmente los prodigios anotados en el Pentateuco y los Profetas.
—Sí, los hubo, claro que sí, pero no para demostrar la existencia de Dios, sino para resolver necesidades extremas —elige unos pocos ejemplos—: se abrió el mar Rojo para salvar a Israel de los ejércitos egipcios, cayó maná del cielo y brotó agua de las piedras para que los recién liberados no murieran de hambre y sed, pero no para que el pueblo creyera. También pueden hacer milagros las personas expertas en magia. Los profetas, por ejemplo, hablaron, persuadieron y recriminaron con la palabra solamente. Quienes reclaman milagros para creer —calla un instante, anonadado por la increíble metamorfosis: él, acusado, ocupa el sitio del acusador; no puede frenar su lengua y dice—: quienes reclaman milagros para creer, indirectamente socavan la ley del Señor.
A Gaitán se le estiran las comisuras de los labios, horrorizado. No obstante, se complace: el reo ha dicho lo suficiente para merecer un castigo atronador. Mañozca agrega un detalle ácido:
—Hemos encontrado entre sus ropas un cuadernillo con las fiestas de Moisés y algunas oraciones.
—Sí —acepta Francisco—. Me las enseñó mi padre.
La audiencia ha concluido. El reo es devuelto a su lóbrega mazmorra. Pasarán otras semanas de sofocante quietud. Entonces, le harán escuchar la acusación.
¿No es signo de locura que un hombre aislado y desvalido pretenda resistir al formidable aparato del Santo Oficio? ¿Cómo puede oponerse a una institución ahíta de cárceles, aparatos de tortura, funcionarios, dinero, prestigio, conexiones públicas, secretos y que controla al resto de todas las demás autoridades? Es la organización más temida del Virreinato, del imperio y de toda la cristiandad. Su objetivo apunta a extirpar sistemáticamente la insubordinación. Está formada por personalidades decididas a llevar su tarea hasta las últimas consecuencias. No mezquina recursos de ninguna naturaleza, sean materiales o espirituales: todos los instrumentos de presión, intriga, calumnia y pánico sirven. El Santo Oficio moviliza cientos de cabezas y millones de brazos, pero tiene un solo cerebro acorazado de insensibilidad. No se conmueve con la desesperación de los hombres porque no está en el lugar de los hombres, sino de Dios. Trabaja sólo para Él. Quien enfrenta al Santo Oficio, enfrenta al Todopoderoso.
Francisco Maldonado da Silva es, pues, un monstruo que reclama derechos que son una ofensa para Dios. Una criatura tan corrompida debe ser humillada prolijamente. Debe ser rebajada hasta que padezca su insolencia; debe ser saqueada para que acceda a la purificación.
La acusación formal contra Maldonado da Silva es una pieza de cincuenta y cinco capítulos en la que han trabajo consultores y abogados del Santo Oficio bajo la supervisión del fiscal y los inquisidores. Han satisfecho a conciencia su deber de construir una catapulta formidable.
Lo convocan al oscuro salón, engrillado como siempre. Después de la lectura general, el secretario procede a repasar punto por punto para que el reo confirme la verdad de su contenido. Se le ordena de nuevo, como es norma, jurar por la cruz, lo cual suena a testarudez en la cápsula meditativa de la prisión. Lamentablemente, el reo es un reptil irracional que aún insiste en prestar juramento por el Dios de Israel.
¿Qué misterioso fluido circula en la sangre de este descarriado que no se alebrona bajo la andanada de cascotes que le arroja la acusación? Acepta todos los capítulos y reconoce todas las imputaciones como si fuesen medallas. ¿Es que tiene la expectativa de recibir un auxilio sobrenatural? Los jueces se estremecen —de indignación, de sorpresa— cuando este endriago no considera suficientes los cincuenta y cinco estampidos, sino que añade otra insolencia: informa que durante la quietud carcelaria compuso en su mente varias oraciones en verso latino y un romance en honor a la ley del Eterno. Les comunica, además, que en el pasado mes de septiembre cumplió con el ayuno de
Iom Kipur
para que le fueran perdonadas sus faltas.
El edificio de la Inquisición reprime un bufido. Esta mosca, esta basura que enviarán a retorcerse en el fuego no da muestras de arrepentimiento. Se le anuncia, sin embargo, que la legalidad del procedimiento impone brindarle una defensa que estará a cargo de abogados.
—¿Quién los designa? —Francisco aún se permite ironizar.