Read La gesta del marrano Online
Authors: Marcos Aguinis
Releí las cinco hojas, corregí algunas frases y las doblé. Estaba satisfecho. Parecía un enamorado que había conseguido verter en un poema la fiebre de su pasión. Salí de mi aposento en busca de mi hermana. La encontré en el patio, aún amarillenta.
—Toma —le tendí los pliegos—: léelos con atención.
Alzó los ojos asustados. No se atrevió a recibir mi carta.
—Es una respuesta meditada —insistí con apariencia de tranquilidad.
Levanté su mano reticente, le abrí los dedos contraídos y los apreté en torno a los papeles.
—Reflexiona sobre lo que te he escrito. Y contéstame, por favor. Tómate tres días.
Sus ojos seguían atribulados. Le tuve lástima. Sufría. Y revelaba mucho miedo. Se alejó con la cabeza gacha, los codos adheridos al cuerpo, empequeñecida. Era como mi madre cuando cayó sobre ella el alud del infortunio. La seguí unos pasos, mi mano en el aire, deseoso de brindarle una caricia. Pero empezó a correr hacia el refugio de su cuarto. Ojalá que se serene —rogué— y lea una y otra vez mis francos conceptos. Ojalá se atreva a dialogar.
Volví a equivocarme. Isabel no estaba en condiciones de razonar con calma. La mera perspectiva de poner en cuestionamiento aquello que estaba consagrado la horrorizaba. No importaba qué le dijese: bastaba intuir mi rebeldía para que la ahorcase el pánico.
Se encerró —me enteré después, cuando era demasiado tarde— y empezó a llorar. Lloró sin consuelo. Entre hipos y mocos abrió mi carta. Leyó las primeras frases y, bruscamente, la abolló. No podía tolerar esas blasfemias. Siguió llorando hasta la hora de la comida. Se lavó la cara, dio una vuelta por el huerto y trató de disimular su aflicción. Entró en la cocina, ordenó a las criadas que fuesen a buscar hortalizas frescas y, cuando estuvo sola, extrajo de su ropa mi larga carta sin leer y la arrojó al fuego. Las llamas retorcieron los pliegos como extremidades de una efigie, se ennegrecieron y dejaron asomar unos puntitos de sangre. Isabel tuvo la alucinante impresión de haber quemado una pezuña de Belcebú.
No fue suficiente. Estaba aturdida. La pesadumbre le mordía el corazón. Yo le había dicho que de ella pendía mi vida o mi muerte. Fue una advertencia real, puse en sus manos mi destino: en sus manos débiles. ¿Por qué lo hice? Pregunta abismal... Era lo mismo que preguntarse ¿por qué Jesús entró en Jerusalén y se mostró públicamente si sabía que los romanos querían prenderlo? ¿Por qué dejó que Judas Iscariote saliera del
Séder de Pésaj
para buscar a los soldados? ¿Hablé con Isabel para que, indirectamente, me arrestara la Inquisición? ¿La empujé a convertirse en mi Judas Iscariote, en ese eslabón trágico que apura la llegada del combate decisivo? ¿Hice esto para que me llevasen ante los actuales Herodes, Caifás y Pilatos a fin de demostrarles que un judío oprimido reproduce mejor a Jesús que todos los inquisidores juntos?
Isabel rezó, dudó, se atormentó. Su saber era una brasa. Le urgía sacársela o dividirla con alguien. Recordaba mi advertencia: «de ti pende mi vida o mi muerte». Yo estaba en los brazos de la muerte —para ella—, y arrastraría a los demás. Salió en busca de Felipa. A mitad de camino se detuvo, se estrujó las manos, suspiró y dio media vuelta. Pero antes de llegar a casa volvió a girar. Al cabo de una hora mis dos hermanas sollozaban juntas porque una inconsolable desgracia había caído nuevamente sobre nuestra familia. Yo había sido contaminado por el veneno atroz.
—¿Qué haremos? —suplicaba Isabel.
Felipa se paseó por la celda desgranando nerviosamente el rosario. Su voz ahogada por las lágrimas, enronquecida, dijo finalmente:
—Hay algo que no puedo eludir.
Isabel la miró temblando.
—Decírselo —anunció Felipa— a mi confesor.
Francisco echa una última mirada a la calle negra de la poderosa Ciudad de los Reyes, representante de una libertad falsa y esquiva.
Cruza el pórtico y desciende a los infiernos.
Sima y cima
Repta un airecillo húmedo y maloliente. Cruzan un salón desolado, se introducen en una galería y descienden cuidadosamente varios escalones. La linterna atrae los pliegues de los muros y techos como si fueran la piel de un monstruo interminable que se mueve, respira, acecha. Tropieza, porque lo traba la cadena que une los grilletes de muñecas y tobillos. Un negro provisto de linterna guía hacia la tenebrosa profundidad. Se pierden en un laberinto. ¿Adónde van? El negro se detiene frente a una hoja de madera, abre un candado y levanta la tranca de hierro. Un oficial aprieta el brazo de Francisco y lo obliga a pasar. Cierra la puerta; por sus rendijas se filtra el temblor residual de la linterna. Francisco queda a oscuras y tantea en el vacío hasta que alcanza los muros de adobe y descubre un poyo. Se desploma agotado.
Otra vez solo, pero ahora en la cárcel del Santo Oficio, en sus macabras vísceras. Sabe que lo harán esperar —como en Concepción, en Santiago— para que ablande la resistencia. Apela a los Salmos para darse fuerzas: su enemigo es potente como Belcebú.
Sin embargo, no conoce las irregularidades que se permite el Santo Oficio. No ha transcurrido una hora y vuelve a levantarse la tranca. Se asoma un rostro de bronce con un blandón encendido. ¿Lo llevan a la cámara de torturas? No es el mismo negro de hace un rato, sino una mujer. Se aproxima con cautela y le ilumina el rostro, las muñecas, los tobillos, sin decir palabra. Apoya el blandón en el piso, sale al corredor y vuelve con un cazo de leche tibia. Francisco estudia su rostro tan parecido al de Catalina años atrás y procura entender este gesto.
Bebe y se conforta. La negra se sienta a su lado, destila olor a cocina, a frito.
—Gracias —susurra.
Ella lo mira en silencio. Francisco apunta el mentón hacia la puerta abierta.
—¿Y qué? —la negra se encoge de hombros—. ¿Quiere escapar?
Francisco asiente.
—No podría —emite un abismal suspiro—. Nadie escapa de aquí.
¿Quién es ella?, ¿por qué lo asiste? Le pregunta directamente. Esa mujer no tiene poder alguno. Se llama María Martínez, la han arrestado por hechicería y, para aliviarle la condena que aún no ha fijado el Tribunal, realiza ciertos trabajos en la casa del
alcaide
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. ¿Qué trabajos? ¿Llevar leche tibia a los reos que ingresan?, ¿demostrarles que no vale la pena intentar una fuga aunque permanezcan abiertas las puertas?, ¿sonsacarles información? Dice sin que le pregunten y desenrolla su historia: la mandó arrestar el comisario de La Plata por haberse enamorado de una joven viuda a quien visitaba regularmente (¿a todos les cuenta lo mismo?). El comisario admitió que él mismo la hubiese matado de una puñalada porque era intolerable que una mujer se acostase con otra y que eso era peor que las denuncias por leer en el vino y haber clavado siete alfileres en el corazón de una palomita para que la joven viuda nunca dejase de amarla. Su arresto se efectivizó bajo el cargo de hechicería: los inquisidores prefieren interrogarla sobre los ritos que efectúa para conseguir la ayuda del diablo. También muestra que se introduce un escarbadientes en la nariz para sacarse gotas de sangre que guarda en un pañuelo para mejorar su salud y conseguir que Santa Marta la exima de las torturas. Finalmente cuenta a Francisco que el señor alcaide ha salido por unas horas y le ha encargado recibirlo.
—¿A mí?
—¿No es usted el médico que traen de Chile?
Francisco trata de descifrar el galimatías: después de haber sido arrestado en Concepción y haber pasado por una agotadora serie de amonestaciones, interrogatorios y traslados, ¿lo confían ligeramente a una negra que también está bajo proceso? Había imaginado que bastaba atravesar los muros de esta sombría casona para encontrarse rodeado de oficiales y verdugos, pero hete aquí una laxitud que ni siquiera existe en las prisiones seculares. ¿Hay locura en el Santo Oficio?
La negra le pregunta por su crimen, ¿Crimen? —exclama Francisco—, ninguno. Ella se ríe: todos niegan haber cometido un crimen. Yo no niego la causa de mi arresto —replica—, sólo que no es un crimen. ¿Bigamia? —pregunta María Martínez—, ¿homicidio?, ¿título falso?
—Soy judío.
La negra se pone de pie y sacude su rústico vestido.
—Judío —repite Francisco en tono más alto—. Como mi padre y mi abuelo.
—¿También? ¿Todos?
—Todos.
Se persigna, invoca a Santa Marta, lo mira atónita.
—¿No tiene miedo?
—Sí, tengo miedo, por supuesto que tengo miedo.
—Y ¿por qué lo dice?
—Porque eso soy. Y porque creo en el Dios único, en el Dios de Israel.
Sus ojos grandes y asustados se aproximan con pena; susurra:
—No lo diga así al señor alcaide; lo mandarán a la hoguera.
—¿Sabe, María? He llegado hasta aquí, precisamente, para decirlo. Necesito decirlo.
—¡Shttt...! —le tapa la boca con su mano húmeda y regordeta—. El alcaide puede llegar violento. Si usted dice que es... ¡lo condenará!
Recoge el cazo vacío y el blandón.
—Si llega bueno —aclara— y usted le dice que es...
eso
, ¡también lo condenará! ¡No lo diga!
Francisco menea la cabeza, mueve las engrilladas manos y reconoce que esta pobre mujer jamás comprendería. No obstante, su torpe bondad merece que le explique. Suspira: hace mucho que no transmite sus pensamientos y pronto deberá exponerlos ante los inquisidores; tarde o temprano lo llamarán y querrán enterarse por su boca de aquello que ya figura en los pliegos, ¿Por qué no ensayar ahora con esta mujer ignorante? Ella no suelta el cazo ni el blandón mientras murmura: «¿quiere que lo maten?».
Francisco intenta un comienzo pero el cierre destemplado de una lejana puerta y los crecientes taconeos los sobresaltan. María se asoma al temible corredor y vuelve para prevenir a Francisco.
—¡Es el alcaide! ¡Póngase de pie, rápido! —lo ayuda a levantarse, le arregla la cabellera y le estira la sucia camisa.
Ingresa un hombre bajo y robusto seguido por un sirviente con una linterna. Se acerca a Francisco y lo examina de arriba hacia abajo como si quisiera indicarle que la diferencia de altura no le otorga ventajas. Sus ojos expresan desprecio. Chasquea los dedos y la negra sale con el cazo y el blandón. De súbito Francisco queda nuevamente solo y a oscuras. Pero no alcanza, sin embargo, a acomodar su vista y el negro de la linterna ingresa en la celda otra vez y ordena al reo que lo acompañe. Francisco no ofrece resistencia; sabe que su cuerpo será inevitablemente sometido a ultrajes para que se rinda, pero su propósito es triunfar con el alma. En consecuencia, que lo lleven y traigan, que lo pongan al frío o al calor; podrá ejercer alguna defensa de sus convicciones. Se levanta con los grilletes tironeando hacia abajo y lo sigue por el pasillo que ondula al ser tocado por la luz. La cadena es demasiado larga y se enreda en sus pies. El túnel se divide en cruz, doblan hacia la derecha, después de un tramo doblan otra vez y se detienen ante una puerta maciza. El esclavo levanta la linterna y golpea la diminuta aldaba. Una voz le ordena pasar. Tras una mesa iluminada por un candelabro está sentado el alcaide. Francisco permanece de pie y aguarda; el cansancio lo está minando.
El funcionario lee los papeles amontonados sobra la mesa sin pronunciar palabra. Se supone que son los documentos condenatorios labrados en Chile. Se demora en cada hoja: es un funcionario responsable que lee con dificultad. A Francisco le aumenta el dolor de los tobillos ulcerados y una niebla le invade los ojos. A cada rato el alcaide espía por encima del papel para cerciorarse de que permanece en el mismo sitio. Al rato su voz neutra ordena:
—Identifíquese.
—Francisco Maldonado da Silva.
El funcionario no dice si ha escuchado, continúa sumergido en los pliegos. ¿Es una forma de hacerle saber que tiene poco interés en su nombre? Tarda un rato en hacer la pregunta siguiente.
—¿Conoce la razón de su arresto?
Francisco descarga el peso sobre una sola pierna; no podrá seguir parado; la fatiga de dos meses horribles lo vence.
—Supongo que por judío.
—¿Supone?
Una mueca le tironea la comisura de los labios y replica:
—Yo no soy el autor de mi arresto y no puedo conocer su causa.
El alcaide lleva automáticamente la mano a su espada porque esa insolencia es inaceptable.
—¿Loco, además? —le increpa con el rostro enrojecido.
Apoya el peso sobre la otra pierna; un bulto le aplasta los hombros, le oprime la nuca. Los objetos se mueven y diluyen.
—Le exhorto a decir la verdad —recomienda en tono burocrático.
Francisco balbucea la respuesta:
—Para eso estoy aquí.
La niebla se espesa; no puede evitar la flexión de sus rodillas. Cae desvanecido.
El alcaide se incorpora despacio, rodea el escritorio y se para junto al prisionero. Con la punta del zapato le mueve el hombro: está acostumbrado a recibir cobardes y simuladores. Le hunde el zapato en las costillas e indica al negro que arroje agua sobre la cara desfigurada por el agotamiento.
—Muy flojo —lo desprecia.
Retorna a su silla, se acaricia el mentón y evalúa.
—Lévalo de regreso a la celda y que coma.
Un par de negros lo visten con una túnica de fraile. Después le ofrecen leche y un trozo de pan recién horneado. Francisco aún navega en su sueño escaso y al comer siente dolor en la mandíbula, la garganta, el esternón.
—Vamos —ordenan.
—¿A dónde me llevan? —el dolor de la garganta se ha conectado con el dolor de todo su cuerpo.
Lanzan una risita y lo empujan al corredor.
¿Es el mismo corredor de horas antes? Ya han conseguido desorientado. ¿Empezarán con el potro, como hicieron con su padre? Advierte que a su lado camina el alcaide, robusto y severo. ¿Cuándo apareció? Francisco se lleva las manos a las sienes: se le ha turbado la percepción, el cansancio afecta su lucidez. La cadena se le enreda en los tobillos.
—¿Qué le pasa? —reprocha el funcionario.
—¿A dónde me llevan?
—A una audiencia con el Tribunal —contesta sin emoción.
Francisco tropieza de nuevo y es la cruel y reprochadora mano del alcaide la que sujeta su brazo e impide la caída. Ni su más ingenuo cálculo había presumido tanta aceleración. ¿Influyen poderes sobrenaturales en su despareja lucha? Durante meses lo mantuvieron excluido: los comisarios le hicieron sentir el abandono y la impotencia. Ahora, en el vientre del Santo Oficio, sus autoridades centrales se apuran para vede el rostro y escucharle la voz. ¿Será cierto? Tiene la impresión de cruzar puertas que se abren antes de su llegada y ser observado por hombres silenciosos. Lo ingresan en una sala de relativa suntuosidad, iluminada parcialmente por altas linternas. Alguien le arrima un escabel de madera y el alcaide le aprieta de nuevo el brazo para (¿invitado?) forzarlo a sentarse. Necesita aferrarse de su asiento con las manos. ¿Aquí funciona el Tribunal? Lo asalta una arcada.