Read La gesta del marrano Online
Authors: Marcos Aguinis
La prolongada espera y las cartas de recomendación llegaron al inquisidor Juan de Mañozca, quien se ha avenido a recibirla en su imponente despacho. La mujer se pone de pie y luego de rodillas, sin saber qué postura adoptar ante la grandiosa aparición. Un alguacil la invita a sentarse y, tras el frío ademán del inquisidor, lee con voz temblorosa el pedido que escribió y corrigió esmeradamente desde que inició su largo viaje. Es la esposa legítima del doctor Francisco Maldonado da Silva y, «conforme a derecho», solicita le sean restituidos los bienes secuestrados que no pertenecían a su marido, sino a su propia dote, «contenidos en esta escritura que presento con el juramento necesario». «A Vuestra Señoría pido y suplico se sirva hacer según y como tengo pedido, porque soy pobre y estoy padeciendo muchas necesidades sin tener más bienes que los que me pertenecen por dicha dote.» Mañozca disimula con su puño el eructo que le rememora el sabor del chocolate que acaba de beber, y ansioso por sacarse de encima este trámite menor, dicta al secretario que nombra a Manuel de Montealegre «defensor de estos bienes», para su estudio. Isabel solloza conmovida: el juez la ha escuchado con afecto y ha decidido ayudarla.
En pocos días, con una celeridad inusual, Manuel de Montealegre eleva su dictamen a Mañozca. Pero es negativo: «se ha de denegar lo que pide». Se limita a enfatizar que no hay pruebas de que hubiera ingresado el dinero ofrecido como dote y que, por otra parte, aún no ha terminado el juicio principal, es decir, el de Maldonado da Silva. Mañozca lee el escrito y lo arroja sobre la mesa con una sardónica mueca: Montealegre es un buen funcionario que sabe mutar un argumento neblinoso en réplica cabal: el juicio de Maldonado da Silva ha terminado hace un lustro con su condena a muerte (sólo falta la muerte) y el dinero de la dote no sólo ha ingresado, sino que ya pertenece en su casi totalidad al Santo Oficio (falta gastarlo). Andrés Juan Gaitán se entera de que Mañozca ha ocupado a Montealegre para satisfacer a la esposa del luciferino Maldonado da Silva y en la primera reunión privada del Tribunal le expresa su disgusto. Mañozca no pierde la calma y dice que ha cumplido con sus deberes de cristiana piedad. Su adversario le recuerda que la piedad no debe confundir a un soldado de Cristo. Mañozca replica que no está confundido y que ha dispuesto otorgar otra audiencia a dicha Isabel Otañez (lo dispone en ese momento) para resolver su pedido «de acuerdo a derecho».
Es así como, gracias a la satisfacción que a Mañozca le produce contradecir al áspero Gaitán, la frágil Isabel Otañez puede entregar otro escrito de insistencia. Dos meses más tarde el inquisidor logra que Castro del Castillo lo apoye para autorizar que algunos bienes «se vendan en pública almoneda en la dicha ciudad de Concepción de Chile y de su procedido se lleve la doña Isabel Otañez doscientos pesos para que use en sus alimentos y los de sus hijos; además, se le entregue la casa en depósito para que vivan en ella».
Al finalizar la última audiencia Isabel permanece clavada de rodillas ante la tarima descomunal. Los jueces se retiran, el resultado de su gestión ha sido pobre en demasía. Y no ha podido aún expresar lo más importante. El secretario la mira desdeñosamente mientras recoge los pliegos y le ordena con voz gélida que regrese a Chile. Pero Isabel necesita preguntar. Aquí saben, aquí pueden, aquí son árbitros de bienes y vidas. Se muerde los labios mientras llora sin consuelo. Junta las manos en oración e implora como se implora a Dios y a los Santos que le diga una palabra sobre el estado de su esposo. La cara del secretario es cruzada por un viento oscuro; lentamente, como si su cuello fuese una rueda dentada, gira hacia el alguacil y le transmite una seña; después desaparece como por arte de magia. Isabel se siente perdida. Un garfio la iza rumbo a la calle. Mientras recorre como un trasto inútil las huidizas baldosas, aparece el comisario de Concepción para recordarle que no ofenda al Tribunal preguntando por el reo. Las baldosas corren hacia atrás y le hablan, infructuosamente. Le dicen que sobre ellas caminó Francisco y que en ese mismo lugar ha hecho oír su voz desafiante. Le dicen que a sólo veinte metros de distancia, en su estrecha mazmorra, consumido y avejentado, prepara febrilmente la última embestida. En la plazoleta nadie la asiste porque es riesgoso acercarse a quienes salen llorando de la Inquisición. Sus pies ciegos la conducen hacia la cercana plaza de Armas. Choca con hidalgos, mercaderes, sirvientes y carruajes que reclaman se fije por dónde camina. La súbita ampliación del espacio la sobrecoge. Está derrotada. No sabe —lo sabrá años después— que está mirando hacia el ángulo donde pronto se erigirá el patíbulo.
Lorenzo Valdés irrumpe a la cabeza del regimiento real. Ha engrosado su cintura, pero no ha perdido elegancia sobre el espigado corcel que reluce medallones y lentejuelas. En su camino cruza Isabel, temulenta. Es hermosa aun bajo sus túnicas de luto. Si no fuera por la tristeza que ella irradia, Lorenzo averiguaría quién es y dónde vive. Tironea las riendas y, caballerosamente, la hace esquivar por el sonoro regimiento como si le ofreciera una colectiva reverencia.
Se pone fecha al Auto de Fe. Nunca se había llevado a cabo en la Ciudad de los Reyes una ceremonia de tanta envergadura. Se esperan y desean efectos aleccionadores hasta los confines del Virreinato y que el poder del Santo Oficio crezca lo suficiente para cumplir con redoblada eficacia su sagrada misión. Los procesos están concluidos, sólo falta obtener algunos arrepentimientos de individuos que igualmente morirán, para gloria de la fe verdadera. Pero, además de estas razones entusiastas, los inquisidores necesitan el Auto para frenar —terror mediante— el desquicio económico que se ha desatado como secuela indeseada. En efecto, los mismos jueces ya han escrito a la Suprema que «con los prisioneros que se hicieron, comenzaron gran cantidad de demandas» y son muchísimos los pleitos que iniciaron los acreedores de los cautivos. La confiscación masiva ha interrumpido el fluir económico. «Está la tierra lastimada —reconocen— y ahora, con tanta prisión y secuestro de bienes de hombres cuyo crédito atravesaba todo el Virreinato, parece que se acaba el mundo» porque los acreedores saben que con el tiempo, el secreto inquisitorial y la muerte de testigos, sus derechos van a empeorar. «Y aunque nuestro negocio es la fe» —subrayan— la cantidad de riqueza confiscada y la cantidad de reclamos en aumento los obligan a descomprimir la tensión atendiendo varias causas «desde las tres de la tarde hasta la noche». «Hemos ido pagando y pagamos muchas deudas (de los reos), porque de otra suerte se destruía el comercio y hacía un daño irreparable.» La Audiencia coincide con el Santo Oficio, pero en términos más rotundos
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. El duro castigo a los reos aplacará la codicia de los acreedores —esperan los jueces.
Los preparativos del Auto de Fe son enrevesados. La primera diligencia que exige el protocolo es dar aviso al conde de Chinchón, virrey del Perú. Se encomienda la honrosa tarea al fiscal del Santo Oficio, quien se apersona al palacio y con ceremoniosa gravedad le informa que tendrá lugar el próximo 23 de enero de 1639, en la central plaza de Armas, «para exaltación de nuestra santa fe católica y extirpación de las herejías». El virrey envía respuesta al Tribunal estimando el aviso con muestras de «particular placer por ver acabada tan deseada obra». El mismo recado se cumple ante la Real Audiencia, los Cabildos (eclesiástico y secular), la Universidad de San Marcos, los demás Tribunales y el Consulado. Antes de publicarse la convocatoria a los habitantes de la ciudad los inquisidores encierran a todos los negros que sirven en el Santo Oficio para que no se enteren y avisen a los reos
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. No obstante, dicho pregón se demora por un estúpido incidente. Se había decidido guarnecer las puertas de la capilla con clavazones de bronce. El ruido de los martillos, mazas y remaches se expandió por el laberinto de mazmorras como anuncio de una construcción excepcional. El correo de los muros la asocia con la erección del patíbulo. Los reos entran en estado de agitación, algunos revocan sus confesiones y otros, desesperados, testifican en contra de cristianos viejos con la esperanza de provocar un perdón general ante el aluvión de sospechosos. El Tribunal, no obstante, decide mantener la fecha del Auto y consumar todas las condenas.
El fraile que, tapándose la nariz con la gruesa manga de su hábito concurre al hediondo calabozo de Francisco para insistirle que doblegue su testarudez, informa a los jueces que el reo implora otra audiencia con los padres calificadores de la Compañía de Jesús.
—¿Promete abjurar? —pregunta Castro del Castillo. El dominico transmite que al reo le acosan varias dudas y tiene la esperanza de que si se las resuelven, volverá a la auténtica fe.
—Una treta dilatoria —sentencia Gaitán—. Lo mismo de siempre.
No se hace lugar al pedido, pero el fraile retorna con la insistencia del prisionero. Castro del Castillo revisa las actas y anuncia que de acordársela, sería la disputa número trece, una exageración que prueba cuánta paciencia se ha tenido con él.
—Buen número para que se produzca algo distinto —fuerza una sonrisa el cansado fraile.
El Tribunal se toma unos días y con dos votos a favor y uno en contra decide convocar por última vez a los doctos calificadores de la Compañía, Andrés Hernández en primer lugar. La sesión se efectúa en la adusta sala cuyo techo de 33000 piezas machimbradas ha cobijado hace poco a Isabel Otañez, aterida de congoja. El reo es traído por el alcaide y la guardia de negros, con sus flacos tobillos y muñecas encerrados en los grilletes. Es un Cristo que desciende de la cruz, casi ciego, los labios blancos, nariz filosa y una cabellera de tristeza pluvial. Pareciera haberse consumido su altivez. Lo hacen sentar y luego ponerse de pie. Ya sabe: debe prestar juramento. La expectativa y la curiosidad proveen un clima extraordinario a la sala. Como lo había hecho hace doce años, desencanta a sus captores porque sigue fiel a sus creencias muertas. Gaitán barre con una mirada a los otros inquisidores por acceder a este previsible desafío; Mañozca, irritado también, lo invita a expresar sus dudas. Los jesuitas avanzan sus cabezas para escuchar mejor. Francisco inspira hondo: debe hacer esfuerzos para que la voz brote con suficiente sonoridad. Pero su tono ingenuo, casi servil, contradice la acidez del contenido. De entrada formula una pregunta pavorosa.
—¿No es arrogante e inútil la pretensión de imponer una sola verdad? —dice.
Su debilidad física imprime dulzura a la expresión, pero los vocablos hacen temblar la sala.
—¿No se estará manifestando la gran Verdad —continúa—, Verdad que excede al cerebro humano, por verdades parciales que apenas logramos aprehender? ¿No será la gran Verdad tan rica y misteriosa que sólo nos es permitido un abordaje minúsculo? Y ese abordaje minúsculo, ¿no se cumple acaso a partir de nuestras diversas raíces y creencias? ¿No será que existen diversas raíces y creencias para que, precisamente, seamos más modestos y reconozcamos que sólo nos es dado ver y sentir tan sólo una parte? ¿No será que nuestras convicciones, aunque opuestas, sólo se resuelven en el infinito del Ser Supremo, que está mucho más allá de nuestra percepción? ¿Qué beneficio brindan ustedes a la gran Verdad, entonces, si quieren convertir a la parte minúscula que reconocen y aman, en el todo que no pueden alcanzar?
Los jueces y teólogos oscilan entre rechazar sus palabras como nueva herejía o producto de una severa perturbación de la lógica.
—En el corazón de cada hombre —prosigue Francisco en tono amable y esforzado— late la chispa divina que ningún hombre, excepto Dios mismo, tiene derecho a impugnar, menos extinguir. Si vale vuestra fe, también vale la mía.
La audiencia está escandalizada. ¿Cómo puede existir más de una verdad? Es un sofisma, una locura. Estas ideas no responden a una inspiración del cielo, sino del diablo.
—Pregunto si es de buen cristiano (ya que me exigen ser cristiano) castigarse mutuamente, desgarrar familias, humillar al prójimo y delatar parientes y amigos. Esto ya lo padeció Jesús, que fue delatado y atormentado. Repetir su pasión en otros, ¿no significa inutilizar la del mismo Jesús? Si su sacrificio no canceló los sacrificios, ¿qué cambia?, ¿qué inaugura? Seguir persiguiendo, ofendiendo y matando a hombres como Jesús fue perseguido, ofendido y asesinado, ¿no es reducido a un caso más de la infinita cadena de hombres víctimas de hombres?
Gaitán tamborilea sobre el apoyabrazos de la silla y tiene deseos de interrumpir la sesión. Este basilisco que pronto será cenizas mancha el recinto con groserías inaceptables. Hasta Castro del Castillo piensa lo mismo cuando el reo escupe:
—¿Dónde está el Anticristo? ¿Ustedes no lo ven? —sus párpados de carbón dejan salir un brillo que agujerea a los presentes mientras sus labios esbozan una sonrisa enigmática—. ¿No lo ven? Estos grilletes —levanta las muñecas ulceradas—, ¿me los ha puesto Jesús?
Mañozca murmura: «Está definitivamente loco.» Francisco se dirige al jesuita Hernández.
—¿La razón es un derecho natural? ¿El pensamiento y la conciencia son derechos naturales? ¿El cuidado de mi cuerpo es un derecho natural?
El teólogo asiente.
—Sin embargo... —se interrumpe como si hubiera perdido la ilación—, sin embargo —repite—, el cuerpo, mi cuerpo, es maltratado y será destruido. ¿No debería el cristiano, más que el judío, respetar el cuerpo? Para un cristiano Dios se hizo cuerpo porque cree en el misterio de la Encarnación. El cristiano, en este sentido, es la más «humana» de las religiones. Pero ¡qué paradoja!: sus fieles, en lugar de valorado y quererlo como a su mismo Dios, lo odian y atacan. Yo no creo en la Encarnación, pero creo que el Único está en nuestras vidas —y Francisco cita a su padre—: «Dañar un cuerpo es ofender a Dios.»
—Limítese a formular sus dudas —exclama Gaitán, lívido de indignación.
Francisco introduce la mano bajo sus ropas y les inflige una sorpresa: extrae dos libros. Los tres inquisidores, los tres jesuitas y el secretario abren grande los ojos; ¿De dónde los robó? Se enteran atónitos de que no fueron robados, sino escritos en su estrecha mazmorra. El secretario los recibe con mano trémula, como si tocase objetos creados por la magia de Luzbel. Son dos volúmenes en cuartilla cuyas hojas han sido labradas artísticamente con trozos pegados entre sí. Cada página está llena de palabras menudas y parejas como letras de molde. El secretario eleva los libros hacia la mano impaciente de los inquisidores. Después regresa a su silla y escribe azorado que el reo «sacó de la faltriquera dos libros escritos de su mano, en cuartillas, y las hojas de muchos remiendos de papelitos que juntaba sin saberse de dónde, y los pegaba con tanta sutileza y primor que parecían hojas enteras, y los escribía con tinta que hacía de carbón». Se seca la frente y añade: «El uno tenía ciento tres hojas y el otro más de cien.» Consigna la estrafalaria firma del autor: «
Eli Nazareo
, judío indigno del Dios de Israel, conocido por el nombre
Silva
.»