Read La gesta del marrano Online
Authors: Marcos Aguinis
—Ya lo hemos condenado —recuerda Castro del Castillo.
—Ha perdido el juicio —agrega Mañozca y se extiende sobre la mesa un pliego escrito en latín con tinta poco firme.
Los jueces examinan la carta a los judíos de Roma. Se pasan uno a otro el rústico papel y coinciden en convocarlo para hacerle confesar tan grave delito. Francisco —condenado ya a muerte— responde con su desconcertante franqueza: reconoce de plano que ha escrito la carta.
Los inquisidores vuelven a enervarse de pasmo: no logran encajar un pecador tan abyecto en semejante conducta. El reo dice la verdad sin dudarlo, aunque malogre un mensaje en el que ponía tanta esperanza.
Mañozca menea la cabeza y con ese gesto reafirma su diagnóstico de locura. Gaitán se muerde los finos y blancos labios: «No debería demorarse el Auto de Fe porque los locos también son espadas del demonio.»
Una opalescencia se instala en el ventanuco. La noche ha cancelado toda la actividad, incluso el correo de los golpes. Francisco se ha despertado súbitamente y sus ojos quedan prendidos a esa claridad negra, indecisa. Evoca la noche en que se produjo un fenómeno idéntico: el mulato Martín se estaba haciendo castigar por un indio para expiar su insulto: le había dicho «judío imbécil». Pero no oye el silbido de los tallos ni las reprimidas quejas de Martín, sino sandalias etéreas. Vienen sigilosamente por el túnel. Ahora las escucha mejor. Se trata de una sola persona cuya tensión atraviesa el muro, prende el extraño reflejo del ventanuco, le pone redondos los ojos y atento el oído. Las sandalias se detienen junto a la puerta. ¿Quién pretende verlo en esa hora de soledad? La tranca sube despacio y una llave penetra milímetro a milímetro en la cerradura, Francisco se sienta en el lecho. Por entre las rendijas se filtra el temblor de una vela. En seguida aparece una figura conocida. Cierra la puerta y deposita el blandón sobre la mesa rústica. Mira a Francisco con piedad, luego acerca una silla,
El jesuita Andrés Hernández estira los pliegues de su hábito negro y habla en voz baja, susurrante casi. Para que no haya una falsa composición de lugar, le aclara que ha conseguido la autorización de Antonio Castro del Castillo para venir a conversar a solas. Ha tenido que insistir mucho ante el juez: estos permisos no son frecuentes. Durante una hora desarrolla un monólogo hesitante, temeroso. Es un hombre que no se resigna a la pertinacia de Francisco.
—Si usted fuera duro de entendederas —suspira—, si le faltara lógica, si careciese de ilustración... Nada de eso le impide darse cuenta del foso donde está y el horrible destino que le aguarda. Su actitud es una insolencia infecunda. ¿No le han satisfecho las respuestas de los teólogos?
Hernández se frota la garganta porque le fatiga el tono susurrado, pero hace un desmedido esfuerzo para comunicarse con Francisco y persuadirlo aunque más no fuere que por el miedo a la muerte.
Francisco lo escucha con atención. Este sacerdote le desea el bien, por supuesto, y ha tomado el riesgo de hundirse en su mazmorra para brindarle ayuda. Es afectuoso y transparente. Su presencia y su voz cuchicheada operan como un bálsamo. Es obvio que se esmera por llegar a su corazón, pero no consigue salir de su propia piel. Hernández mira, habla y piensa a Francisco sin ponerse en el lugar de Francisco. Con dulzura y ansiedad (que ocultan la intransigencia de su objetivo), sólo implora que Francisco deje de ser quien es.
—¿No lo ciega el orgullo? —pregunta Hernández cautelosamente.
—¿Orgullo?... —repite el inapropiado vocablo—. No: es algo más valioso. Diría que me sostiene una ambigua dignidad.
El jesuita replica que la dignidad no lo llevaría a ser tan cruel consigo mismo y con su familia: sólo el orgullo produce tanta cerrazón de la mente. A Francisco no le asombra semejante argumento y pregunta por su familia, ya que el jesuita la ha mencionado. Hernández se turba y le recuerda que tiene prohibido suministrar información. Francisco dice entonces: «Hablábamos de la crueldad...»
¿Por dónde abordado? El clérigo se desespera y le dice que aún puede salvarse.
—Sólo el alma —Francisco completa la oración.
—Si no se arrepiente —evoca las leyes del Santo Oficio— lo quemarán vivo; si se arrepiente antes de que lean la sentencia, lo quemarán muerto.
—Me matarán igual.
—Son inescrutable s los caminos del Señor...
Ambos hombres se miran en la tenue luz del pabilo: los ojos brillan. El sacerdote no ha sido explícito, pero insinúa evitar la ejecución. Le está ofreciendo la vida a cambio de modificar su creencia. En su fibra íntima, a este bondadoso calificador del Santo Oficio no le importa que él siga viviendo —piensa Francisco— sino que modifique su fe. Le ofrece la vida como un soborno.
El silencio, la quietud y tensa expectativa magnetizan el estrecho calabozo. Comienza a doler el frío húmedo. Hernández recoge una manta abollada a los pies del lecho y la extiende sobre la espalda de Francisco, luego se aprieta la capucha de su hábito en torno al cuello. Francisco se estremece con el gesto paternal; sólo puede retribuirle con su franqueza hiriente. Farfulla, en un tono de gratitud, un reproche:
—Es violencia moral exigir el cambio de fe. Un hombre es más alto que otro, más inteligente que otro, más sensible que otro, pero todos somos iguales en el derecho de pensar y creer. Si mis convicciones son un crimen contra Dios, sólo a Él corresponde juzgado. El Santo Oficio usurpa a Dios y comete atrocidades en su nombre. Para mantener su poder basado en el terror prefiere que yo finja un cambio de creencia —hace una larga pausa, después enarbola la flagrante contradicción—. El Evangelio dice «amarás a tu enemigo»... ¿Por qué no me aman? ¿Es más fácil amar a quienes se someten?
Andrés Hernández junta las manos.
—¡Por favor! —ruega—. ¡Apártese de su mal sueño! ¡Salga de la confusión! Cristo lo ama, retorne a sus brazos. Por favor...
—Cristo no es la Inquisición, sino lo opuesto. Yo estoy más cerca de Cristo que usted, padre.
A Hernández le saltan las lágrimas.
—¿Cómo va a estar cerca de Cristo si lo niega?
—Cristo humano conmueve: es la víctima, el cordero, el amor, la belleza, Cristo Dios en cambio, para mí, para quienes somos objeto de persecución e injusticia, es el emblema de un poder voraz que exige delatar hermanos, abandonar la familia, traicionar a los padres, quemar las propias ideas. Cristo humano pereció a manos de la misma máquina que pondrá fin a mis días. A esa máquina ustedes llaman Cristo Dios.
El jesuita se persigna, reza y pide que le sean perdonadas estas blasfemias. «No sabe lo que dice», parafrasea al Evangelio. Francisco también pide disculpas para formular otro pensamiento. Hernández endereza el torso y aleja el mentón, como si estuviese por recibir un puñetazo.
—¿No está relacionada mi condena a muerte —dice— con la poca confianza que ustedes depositan en su propia fe?
—Es absurdo... Por favor, por piedad, por el cielo... —implora el jesuita—. No se cierre a la luz, a la vida.
Francisco mantiene una calma sobrenatural y desmigaja sus ideas lentamente. Le repite que no combate a la Iglesia (ya dijo que ama al cristianismo porque ha desparramado la Sagrada Escritura y ha acercado millones de seres al Dios único). Combate por su libertad de conciencia. No tiene la culpa de que su libertad sea tomada como una impugnación.
Andrés Hernández se seca las mejillas y oprime el crucifijo con ambas manos.
—No quiero que lo lleven a la hoguera. Usted es mi hermano —exclama—. Le he escuchado decir de memoria las Bienaventuranzas con emoción cristiana. Su obstinación, aunque la atiza el diablo, implica coraje. Una persona como usted no debería morir.
Francisco levanta sus manos llagadas, calientes, y las apoya sobre las que oprimen al crucifijo.
—No soy yo —la ironía es triste— quien condena.
—Su testarudez lo condena.
—El Santo Oficio, padre, el Santo Oficio, y en nombre de la cruz, de la Iglesia y de Dios. En nombre de todos ellos. El Santo Oficio, ni siquiera para condenar a muerte, asume su responsabilidad. Pretende tener las manos limpias, hipócritamente, como Poncio Pilatos.
Hernández se arrodilla frente al reo, le oprime los hombros y lo sacude levemente.
—Se lo pido de rodillas. Me humillo para hacerlo despertar. ¿Qué más necesita para volver al redil?
Francisco cierra los párpados para frenar sus propias lágrimas. ¿Cómo hacerle entender que está más despierto que nunca? El sollozo se abre como un manantial avergonzado. Ambos han llegado al límite de sus fuerzas, pero sus pensamientos no logran confluir. Ambos sienten un desborde de cariño: admiran la respectiva perseverancia. Se despiden con un gesto que casi es un abrazo. El resplandor del ventanuco se intensifica, testigo de un hecho inverosímil.
Con los párpados enrojecidos el jesuita Andrés Hernández informa al Tribunal sobre su fracaso y ruega misericordia por el reo. Mañozca insiste en que ese hombre ha perdido la razón, lo cual no modifica la sentencia: será quemado vivo en el próximo Auto de Fe.
Empieza entonces una carrera entre el aparato inquisisitorial y su víctima. Encerrado, desarmado y debilitado, Francisco apela a un último recurso para burlarles el espectáculo de su ejecución. ¿Qué se propone aún ese hombre lastimado y solitario? Ya no vienen a su celda los negros Pablo y Simón ni el nuevo alcaide: sólo interesa como carne para masacrar en público. Le proveen la colación reglamentaria y de vez en cuando retiran la bacina. Nada más. Es una ruina despreciable que vendrán a buscar para la humillación culminante. "Pero se llevarán una sorpresa —masculla Francisco—. ¿Cuánto tarda la preparación de un Auto de Fe?, ¿tres, cuatro, cinco meses? Es el lapso que necesito.» Recibe las pequeñas bolsas con alimentos y sólo guarda el papel, la harina y el agua. Al papel lo recorta amorosamente para formar hojas de cuaderno; con la harina y el agua prepara el engrudo que adhiere los trozos sobrantes para hacer más hojas. En estos meses se dedicará a escribir. Y no comerá. El Santo Oficio sabrá que no puede todo: es terrible pero no omnipotente. La carrera consiste en morir antes de que lo maten.
Y comienza el ayuno más severo del que se tiene memoria. Ayudará a Dios a despegar su alma de la materia antes de que lo lleven al fuego. No les dará el gusto de un eventual arrepentimiento (falso, impuesto por el terror), ni gemirá por las quemaduras. Tiene que ganarle de mano a los verdugos. Su pulso se acelera con la loca expectativa de llegar a tiempo en esta competencia final. La desventaja de Francisco, sin embargo, reside en desconocer la fecha del Auto. Su ayuno, por consiguiente, debe ser severo, eficaz. Durante los primeros cuatro días le acosan le los conocidos malestares de ayuno anteriores: mareos, retortijones, desaparecen los ruidos del intestino, se esfuman sus dolores, navega hacia otra dimensión. El pequeño cuchillo que antes fue clavo, y la pluma que antes fue hueso de pollo, lo acompañan en su labor cotidiana. Durante muchas horas fabrica los materiales de su escribanía y durante otras tantas redacta sus pensamientos. Después los esconde.
La prolongada abstinencia consume la ya magra contextura de Francisco. Puede mantenerse menos tiempo de pie y reduce las horas de trabajo. Lo arropa una suave debilidad. Su decaimiento físico es la contrapartida de su vigor espiritual. La cercanía de la meta sopla clarinadas de victoria. Día que pasa es día ganado. Cuando vengan a leerle la sentencia y ponerle el sambenito infamante para llevarlo al altar del sacrificio no encontrarán más que sus insensibles restos.
El alcaide descubre un poco tarde la impresionante jugada y corre a descargar su culpa ante los jueces. Teme con razón que le apliquen un fuerte castigo. Arguye que el prisionero recibía sus alimentos regularmente y que había dejado de reclamar audiencias. No había nada que justificase un control especial. ¿Cómo podía sospechar su ardid? ¿Cómo iba a pensar que un judío confeso sería capaz de someterse a una privación semejante, sólo registrada en la historia de los santos? Cuando entró en su mazmorra —dice— encontró un esqueleto forrado por piel fina como seda. Yacía tendido en la cama, casi muerto. Le habló y gritó, pero no oía. Le puso la mano en el pecho y, aliviado, reconoció que aún respiraba. Lo dio vuelta y descubrió que su piel estaba rota en varias partes y sustituida por úlceras.
El Tribunal escucha el nervioso informe y exige al alcaide que calcule el tiempo de ayuno. El compungido funcionario suma con los dedos, le parece estar equivocado, suma nuevamente y, en tono vacilante, dice:
—Alrededor de ochenta días
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Flota entre los tules de la semiconciencia. La boca reseca apenas articula su negativa a comer. Está cerca de su objetivo, sabe que va a ganar. Le ofrecen pasteles, frutas, guiso, leche, chocolate. El médico ordena moverlo delicadamente para que las zonas escaradas queden al aire y cicatricen. Hasta el jesuita Andrés Hernández y el franciscano Alonso Briceño son mandados a persuadirlo de que interrumpa su ayuno.
Otro hecho, sin embargo, imprime un giro a la vida de Francisco y a toda la historia de la Inquisición en Lima. Los oídos del reo, apagados por efecto de la cruel desnutrición, alcanzan a descifrar unas palabras que transmiten los golpes:
complicidad grande, arrestos masivos, judíos descubiertos
. Por el lúgubre corredor pasan soldados, gente, lamentos y tras los muros se amontonan adobes, se cavan zanjas, se multiplican las celdas. Una denuncia poco relevante ha exhumado un filón de judíos secretos que enfebrece la codicia del Santo Oficio. El hastío de los largos procesos a escasos infelices se ha convulsionado por el arresto de figuras notables.
El inquisidor Gaitán rompe la nueva solicitud que elevaba a España para ser relevado de sus funciones: ahora prefiere quedarse en Lima; nunca sospechó que vendría a sus manos un botín semejante. El Auto de Fe para condenar a unos cuantos frailes, hechiceras, judíos arrepentidos (y tan sólo uno al fuego) se cancela. Ahora deberán trabajar duro con la interminable fila que penetra, como una serpiente, en la oscuridad de las cárceles. Cuando se realice el Auto de Fe, serán incorporados decenas de increíbles pecadores y el acontecimiento estremecerá al mundo.
¿Qué había pasado? Un hombre joven llamado Antonio Cordero que había residido en Sevilla y trabajaba ahora en la Ciudad de los Reyes para un rico mercader, comentó que no vendía los sábados ni domingos, y tampoco le gustaba el cerdo. Su fanfarronada fue transmitida a un familiar. Los inquisidores —apremiados por el ahogo financiero— olfatearon una presa fecunda y resuelven modificar la rutina por primera vez: secuestran a Cordero con sigilo y no proceden a confiscarle los bienes para evitar que los amenazados tomen precauciones. El cautivo, tan valiente cuando gozaba de la libertad, en la cámara de torturas produce el mayor desastre que podían esperar sus hermanos: delata a su patrón y a dos amigos, que inmediatamente son chupados por la lúgubre fortaleza. La comunidad judía que se fue constituyendo en la ciudad no advierte el peligro que implicaba la desaparición de estas personas; descartan el protagonismo de la Inquisición porque en ningún caso se produjo la confiscación de costumbre. El 11 de agosto de 1635, sin embargo, se despliega una redada súbita que saca de sus viviendas a decenas de personas, enluta a familias de prestigio y se extiende como una onda terrorífica hasta los confines del Virreinato del Perú.