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Authors: Marcos Aguinis

La gesta del marrano (33 page)

BOOK: La gesta del marrano
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»Antes de completar mi cuarto año de gobierno en México el rey decidió mi nuevo destino: Perú. Tenía que retornar a España antes de asumir en Lima. Volví a embarcarme, pues, pero enfundado por el duelo: mi esposa acababa de perder nuestro único hijo. En el trayecto murió ella también. La enterré en La Habana. El océano se ocupó de lavar mi tristeza con tal eficacia que a poco de retornar a Madrid conocí a la dama que puso una castañuela a mi corazón. Contraje segundas nupcias, escuché las instrucciones reales y confeccioné un séquito parecido al que años atrás llevé a México. Penetré en Lima el 21 de diciembre de 1607, fecha que tengo bien grabada porque al día siguiente presenté el juramento de estilo y tuve el choque que arriesgó el éxito de mi gestión. En efecto, se tenían que elegir los alcaldes ordinarios: las fiestas de recibimiento que me ofrecieron y las afirmaciones sobre la impostergabilidad de la elección me sonaron a encubrimiento. Pensé que estas gentes se habían acostumbrado a timar virreyes. Les agrié sus expectativas al ordenar en forma inconsulta que la elección se haría trece días más tarde en mi palacio y ante mi presencia. Se inclinaron cariacontecidos: tuvieron que deglutir la primera lección. Les apliqué la segunda unos días más tarde. Examiné las Cajas Reales y descubrí su apabullante desorden. Los pícaros y los negligentes trataron de confundirme con explicaciones sibilinas y yo les retribuí la atención con un golpe de maza en el pecho: les dije que ese mal tenía un remedio llamado Tribunal de Cuentas. Varios dignatarios movieron la lengua para decirme, con los labios cerrados,
vade retro, Satanás
. No me acobardé ante estos bandidos refinados. Establecí el Tribunal en sala aparte, con la debida autonomía. Me odiaron por el Tribunal de Cuentas y me maldijeron por el que instalé después: el Tribunal del Consulado que mis antecesores no habían conseguido poner en marcha a pesar de la cédula real que se había firmado más de una década atrás. La oposición venía de los encomenderos que sobornaban a los regidores y oidores para que no creciera la influencia de los comerciantes. Yo estaba decidido a establecer el orden en este colosal desorden que tanto beneficia a los bellacos.

»Atribuyen a mi juventud que sea expeditivo. Error. No se trata de años, sino de asumir en plenitud la autoridad. En el Perú yo represento al Rey: no sólo tengo el derecho sino la obligación de actuar como si fuese el soberano, como si él en persona estuviese aquí. Pero me limitan las cédulas reales que sólo se firman en España y el riesgo de ser destituido por el combustible de las intrigas palaciegas. Contra el primer inconveniente no tengo más alternativa que la negligencia (sobre la cual aprendo a diario de mis subordinados). Contra el segundo aplico a rajatabla mi axioma de que nadie es más útil que el despensero: por lo tanto me he propuesto ser el despensero del Rey; tapo a Su Majestad con gruesas sumas, al extremo de que sus enajenadas y agónicas rentas dependan cada vez más de mis envíos. En sólo ocho armadas le remití diez millones de pesos oro.

»TAmbién atribuyen a mi juventud los pecados de la carne. Como si no los tuvieran los seniles que, además de inducir al vicio, dejan insatisfechas a las mujeres. En Lima abundan las damas atractivas que hacen lo necesario para desplazarse hasta mis aposentos reservados. Y a ellos les da envidia. También envidian mis dotes poéticas. Son la hez la miseria humana. Nada me perdonan, los bribones. Ya he oído que aspiran a impulsar
un juicio de residencia
[26]
cuando termine mi mandato. Me aborrecen por las obras buenas que realizo, pero me denunciarán por las malas. Las malas a veces me permiten llevar adelante las buenas: si no me hubiera enriquecido y no hubiera enriquecido a mi corte, no habría tenido la energía material y espiritual para continuar al frente de este infecto Virreinato.»

El barbero quitó la toalla que rodeaba el cuello del apuesto marqués y el paje le ayudó a vestirse. Tras la puerta hacían guardia los alabarderos. Esperaban varios dignatarios. Todo estaba dispuesto para la visita al flamante puente de piedra, una de sus obras más costosas y queridas.

Mientras, a la vuelta del palacio, el inquisidor Gaitán ultimaba la estrategia de su enojosa entrevista con el virrey.

La comitiva oficial se desplazó hacia el nuevo puente de piedra tendido sobre el río Rímac. Unía el casco de la capital con el barrio de San Lázaro. El torrente que dividía a Lima tenía un bello nombre: «río que canta». Sus aguas rodaban sobre piedra y desiguales alfombras de arena. Provenía nutrición y frescura a los alrededores secos. Pero dificultaba las conexiones con los valles del Norte y mantenía relativamente aislados importantes sectores de la ciudad. El marqués de Montesclaros se había propuesto construir una obra que resistiera la corrosión del tiempo. "Que sea una estrofa inmortal.» Había escuchado sobre un maestro de cantería que vivía en Quito y edificaba obras admirables. Le previnieron, sin embargo, que no existían recursos para efectuar un gasto de esa envergadura. El marqués de Montesclaros reflexionó con su habitual rapidez y, antes de que sus interlocutores acabasen de enumerar los escollos, se dirigió a su ayudante de la derecha: "Pida al Cabildo que mande venir a ese iluminado alarife.» Se dirigió a su ayudante de la izquierda: «Obtendremos los recursos de nuevos impuestos: no voy a tocar una moneda del Rey.» Llamó a su consejero económico y resolvió que, para el nuevo puente, se cobrasen dos reales por cada carnero en Lima y demás ciudades del Perú, y un real adicional sobre el impuesto que ya existía sobre cada botija de vino. El consejero se atrevió a preguntar si había oído bien, y si el marqués de Montesclaros deseaba que, efectivamente, se cobrase en otras ciudades para un puente que sólo embellecería a la capital.

—Desde luego —rió el marqués—. Porque en Lima estoy yo. Es un impuesto educativo.

La parte del puente cercana al palacio se abría con un airoso arco. Caminando sobre su sólida extensión podía escucharse el canto incesante del Rímac que trotaba bajo los pies. El pretil de ambos lados era suficientemente grueso para detener las embestidas de los carruajes sin control. En el extremo que desembocaba sobre el barrio de San Lázaro se elevaban dos torreones donde fueron grabadas las inscripciones alusivas a la ejecución de la obra. El virrey se detuvo a leerlas con atención, no vaya a ser que una mano traviesa haya distorsionado su nombre u olvidado alguno de sus títulos más sonoros.

Sus acompañantes creyeron que concluía la visita. Pero el virrey prefería seguir caminando, Necesitaba más distensión para su entrevista con el inquisidor Gaitán. Siguió, pues, hacia la Alameda. Era el hermoso paseo que había mandado construir simultáneamente con el puente. (Los clérigos austeros deploraban que gastase una fortuna en mejorar el paisaje de este mundo.) La corte virreinal, los ministros, los oficiales y soldados de la milicia, así como las damas de Lima, se habituaron a pasear por
su
Alameda. El solaz y la conversación facilitaban el cruce de miradas; las miradas creaban sutiles códigos; los códigos solían concluir en furtivas transgresiones. Cuando se criticó libremente al marqués de Montesclaros, se dijo que inventó la Alameda para «censar y cazar» a las mujeres de Lima.

El virrey ordenó regresar a palacio. Saludó otra vez a los esbeltos torreones del puente y miró el río. Hasta sus márgenes descendían los aguateros y las negras lavanderas. También algunos jinetes para dar de beber a sus cabalgaduras. Entre éstos apenas vio a dos jóvenes que llegaban del Sur, uno montado en corcel rubio y el otro en una mula.

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«Es penoso discutir con estos cuervos —pensó el marqués de Montesclaros mientras se acomodaba en su dorado sillón para soportar la inminente batalla—. Nada les alcanza. Si pudieran, acapararían el poder absoluto del reino y de la Iglesia. Los inquisidores son como monstruos de dos cabezas y pretenden dominar tanto la jurisdicción civil como la eclesiástica. Desde la teta se los llenó de prerrogativas. Ahora ya no es posible frenarlos. Además, exigen que todos sus funcionarios, sirviente y esclavos deban responder únicamente al Santo Oficio por el solo hecho de servirlo. Es como si los barberos pretendieran ser juzgados por los barberos y las putas por las putas.

»Varios de mis predecesores rogaron al Rey que pusiera límites a la prepotencia de los inquisidores. Fue en vano. Con intrigas y terror arrancaron una cédula real tras otra en su beneficio. Lejos de Lima, los familiares de la Inquisición se exceden más aún. Tan es así que el arzobispo pidió moderación a los inquisidores en la defensa de familiares que no son pacíficos ni prudentes. Inútil. El Santo Oficio es una cofradía donde basta ser miembro de ella para coronarse ángel. ¡Qué despropósito!

»El conde de Villar, mientras era virrey del Perú, denunció los abusos de los inquisidores que tienen amedrentadas a las repúblicas —decía— y temerosos y oprimidos a los ministros de Su Majestad. Ante un ataque por mar de unos navíos ingleses ese virrey ordenó acudir a defender el puerto del Callao como era lógico, pero el inquisidor emitió una contraorden: que los ministros y familiares del Santo Oficio vigilasen primero la casa inquisitorial. El virrey hizo notar que si él había ordenado defender la ciudad, miedosos del inquisidor, se excusaron de obedecer al virrey. Tuvieron su buena razón, porque el conde de Villar, por desafiar al Santo Oficio, fue excomulgado (luego absuelto). Al dejar su cargo pretendió hacer las paces con los inquisidores. Les mandó decir que, para ofrecer buen ejemplo a los vecinos, él daría el primer paso yendo al Tribunal para despedirse, pero los inquisidores no aceptaron recibirlo. En su última carta al Rey le confesó que los inquisidores denigraban la cristiandad y él se declaraba, por lo tanto, "indevoto" del Santo Oficio.

»De ahí la necesidad de las concordias, que son una especie de emplasto jurídico para sosegar a estas fieras. Urge impedir que devoren el Virreinato íntegro. Quieren la superioridad civil y eclesiástica; quieren funcionar como hermanos mayores de la Audiencia; quieren que todo sea de su competencia y dominio; quieren tener al virrey bajo la suela de sus zapatos.

»Por fin se firmó la concordia de 1610. ¡Qué alegría cuando la recibí! ¡Qué decepción más tarde!: tan sólo introducía restricciones menores. Pero gracias a esta concordia los negros de los inquisidores ya no pueden ir armados y los inquisidores, aunque tienen aún derecho a enterarse sobre la salida de los correos, no pueden vedar su partida como antes. La concordia aconseja tener especial cuida en la selección de los familiares y ministros (a varios yo hubiese mandado a la horca). Tampoco puede ya el Santo Oficio prohibir que los obispos trasladen a los religiosos calificadores sin su consentimiento. Y se les bloquea, además, su intervención en los asuntos universitarios.»

El marqué de Montesclaros vio la temida figura del inquisidor Andrés Juan Gaitán en el vano de la puerta. Su rostro parecía una calavera apenas forrada por la piel tirante. Su palidez contrastaba con la túnica negra de su investidura. Avanzó con paso firme y lento. Hasta en el andar proclamaba soberbia.

Pronunciados los saludos de estilo, se ubicaron frente a frente. Eran adversarios manifiestos que no podían expresar el monto de su desconfianza y antipatía. Las cargas de hostilidad debían intercambiarse con envoltorios de terciopelo.

—Fue usted muy gentil al difundir la concordia con tambores y atabales —dijo el inquisidor.

—Todo lo que atañe al Santo Oficio es de primera importancia —retrucó el virrey.

—Distribuyó, además, copias entre particulares —agregó irónicamente.

—El pueblo debe estar informado.

—La concordia tiene muchos puntos que merecen corrección, Excelencia.

—Todo es perfectible, desde luego.

—Por eso he venido. Presumo que reconoce cuánto necesita del Santo Oficio la salud del Virreinato.

—Presume usted bien.

—Las idolatrías siguen alterando el alma de los indios y las herejías el alma de los blancos. Tenemos noticias sobre el continuo ingreso de judaizantes: no hay portugués que merezca eximirse de sospechas. Abunda la bigamia. Crece el amancebamiento. Circulan libros llenos de inmundicias. ¡Hasta se encuentran luteranos entre nosotros!

—Es un catálogo atroz. Y exacto, además —concedió el virrey.

—Por eso he venido a verle.

—Lo escucho con interés y devoción.

—Por eso, Excelencia, es peligroso mellar la autoridad del Santo Oficio.

—¡Quién se atrevería!

—La concordia…

—Creo que es un documento tibio.

—¿Poco duro con el Santo Oficio?

—¡No quise decir eso, válgame el Señor! Quise decir que no modifica la situación previa en grado significativo, para bien del Santo Oficio, y para bien del Virreinato, obviamente.

—Algunos oficiales reales creen que esta concordia los faculta para apresar a los oficiales de la Inquisición. Ya se han producido hechos aberrantes, en los que se evidenció resentimiento y crueldad.

—No estaba enterado —protestó el virrey.

—Olvidan que atentar contra los miembros del Santo Oficio es como atentar contra la Santa Sede. Es un sacrilegio.

—Por supuesto. Castigaré a quienes cometieron ese atropello imperdonable.

—Me complace tan viril reacción.

—Es mi deber.

—Gracias, Excelencia —estiró los pliegues de su túnica y acomodó la pesada cruz que llevaba al pecho—. Tengo otra queja, si Su Excelencia lo permite.

—Desearía conocerla. Ilústreme.

—La concordia nos prohíbe dar licencias para salir del Perú; nos quita esa prerrogativa.

—En efecto.

—Es un error muy grave.

—Si usted lo dice... Pero ¿qué puedo hacer yo? Es la voluntad del Rey —estiró los labios enigmáticamente.

—La licencia para viajar nos permite descubrir herejes fugitivos, Cuando alguien solicita una licencia en el Santo Oficio, se busca su nombre en el registro de testificaciones. Si existe una denuncia, ese reo no escapa.

—Tiene usted razón. Y es lamentable que se haya privado al Santo Oficio de un instrumento tan eficaz. Yo sin embargo, no puedo modificar ese artículo —concluyó con repentina, firmeza.

El inquisidor le clavó sus pupilas envenenadas durante un largo segundo. Después bajó los párpados y con forzada amabilidad replicó:

—Puede... En todo caso, volveremos a conversar sobre ello. Ahora quiero formular otra queja: la concordia prohíbe que tengamos negros o mulatos armados.

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