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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico

La Guerra de los Enanos (5 page)

BOOK: La Guerra de los Enanos
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En ocasiones descubría al maestro examinando su rostro, ávido de respuestas. Sin duda, sus rasgos se le antojaban familiares, y este hecho no hacía sino aumentar su suspicacia.

No obstante, y pese al placer que hallaba en tales escaramuzas, Raistlin no podía evitar que sus cabalas le transportasen, con más frecuencia de la deseable, a un tiempo en el que sólo conoció la desdicha. Por un capricho de su memoria, siempre que se complacía en su astucia venía a nublar su momentánea exaltación el recuerdo de su adolescencia, la época más ingrata de toda su vida.

Ya en la escuela de artes arcanas, los estudiantes con los que compartió sus primeros balbuceos le impusieron el apodo de «el Taimado». No inspiraba afecto, ni menos aún confianza, incluso su tutor recelaba de su talante evasivo. Así, el futuro hechicero tuvo una juventud solitaria, amarga. Si bien era cierto que Caramon cuidaba de él, su amor era tan paternal y asfixiante que aceptaba mejor la inquina de los otros muchachos.

Ahora, aunque desdeñaba a aquellos necios por su servilismo frente a su traicionero superior que, al final, mataría sin contemplaciones al elegido, y aunque se divertía provocándolos y poniéndolos en ridículo, en ocasiones sentía un doloroso aguijón, en la soledad de la noche, cuando les oía reír juntos en la alcoba vecina.

En uno de aquellos accesos de despecho se dijo, disgustado, que tales nimiedades estaban por debajo de su categoría y de sus propósitos. Debía concentrarse, conservar intactas sus fuerzas, si quería obtener el éxito. Se repitió hoy sus amonestaciones, consciente de que dentro de unos minutos Fistandantilus elegiría a su acólito particular.

«Vosotros seis abandonaréis el castillo —pensó el mago—. Saldréis de aquí inflamados de resentimiento y desprecio, nunca sabréis que uno de vosotros me debe la vida.»

La puerta de la sala de estudio se abrió con un áspero chirriar, propagando espasmos de alarma en el grupo de figuras ataviadas de negro que se reunían en torno a la mesa. Raistlin los contempló impávido, esbozada en sus labios una aviesa sonrisa que era un perfecto reflejo de la mueca exhibida por el ceniciento rostro que, altivo, se recortaba en el umbral.

La mirada centellante del archimago paseó de hito en hito entre los seis jóvenes, tan irresistible que éstos, uno tras otro, palidecieron y bajaron las encapuchadas cabezas a la vez que sus dedos jugueteaban con los ingredientes de sus hechizos o bien se retorcían encrespadas a causa del nerviosismo.

Concluido su examen, Fistandantilus posó los ojos en el séptimo aprendiz, el más adusto, que se mantenía al margen de los otros. Raistlin alzó la vista y le devolvió el escrutinio mientras su sonrisa, perdida su ambigüedad, se tornaba abiertamente burlona. Ni siquiera parpadeó, y tal actitud movió al maestro a enarcar las cejas. Irritado, cerró la puerta con violencia en medio de las muestras de sobresalto de los acólitos, a quienes la brusca interrupción del silencio había dejado sin resuello.

El nigromante avanzó hacia el centro de la estancia, con paso lento e inseguro. Se apoyaba en un bastón, y sus viejos huesos crujieron cuando se acomodó en una silla. Ojeó de nuevo al sexteto de aprendices que permanecían sentados frente a él y, al reparar en sus cuerpos jóvenes, sanos, alzó una de sus marchitas manos para asir el colgante que pendía de una pesada cadena alrededor de su cuello. Era una alhaja de extraño aspecto, consistente en un rubí de forma ovalada y engarzado en una lisa montura de plata.

Los discípulos conjeturaban a menudo sobre la singular gema, preguntándose cuáles eran sus virtudes. Era el único adorno que lucía Fistandantilus, y quedaba patente el valor que le atribuía. Hasta los novicios más ignorantes sentían los hechizos de protección que irradiaba, unos hechizos destinados a conjurar cualquier intento arcano de agredir a su portador. ¿Cómo lo hacía, de qué modo se manifestaba su poder? Era éste el tema central de las especulaciones; unos argumentaban que atraía a los seres de los planos celestiales y otros, en cambio, aseveraban que su aura permitía al archimago comunicarse con Su Oscura Majestad en persona.

Por supuesto, había alguien capaz de esclarecer el misterio. Raistlin conocía todos los entresijos del sortilegio, pero prefirió guardar el secreto para sí mismo.

La mano arrugada, trémula, del maestro se cerró sobre la gema al mismo tiempo que sus iris traspasaban a los aspirantes, con tanta vehemencia que parecía presto a devorarlos. El taciturno y fingido alumno incluso creyó advertir que humedecía sus labios, y le asaltó un repentino temor. «¿Qué ocurrirá si fracaso? —se cuestionó, estremecido—. Es muy fuerte, el brujo más poderoso que nunca vivió en Krynn. ¿Poseo la energía, la sapiencia suficientes para derrotarlo?»

—Iniciemos la prueba —declaró Fistandantilus con un chasquido, puesta la mirada en el primero de los seis acólitos.

Raistlin desechó su miedo. Se había preparado durante años, a conciencia; no era momento de vacilar. Si éste era su destino, moriría. Ya se había enfrentado antes a semejante avatar; en el fondo era como encontrarse con un antiguo amigo.

De uno en uno, los jóvenes magos se alzaron de sus asientos, abrieron sus libros de encantamientos y recitaron los que habían seleccionado. De no hallarse sumida en un hechizo neutralizador, la sala de estudio se habría llenado de prodigiosas visiones. Habrían estallado bolas de fuego entre sus muros, incinerando a cuantos albergaban; dragones fantasmales habrían expelido sus llamaradas, tan ilusorias como espantosas; legiones de criaturas espectrales, arrastradas desde otras esferas, habrían atronado la cámara con sus bramidos. Pero, dadas las circunstancias, nada inmutó el silencio salvo los cánticos de los sucesivos acólitos y el revoloteo de las páginas de sus esotéricos volúmenes.

Completaron su examen en perfecto orden para, una vez finalizado, volver a sentarse y dar paso al siguiente. Todos hicieron gala de unas espléndidas dotes, como cabía esperar. Fistandantilus sólo admitía en su fortaleza a grupos de nigromantes de evidentes aptitudes, que habían superado la terrible Prueba en la Torre de la Alta Hechicería y deseaban perfeccionarse bajo sus auspicios. Entre tan destacados eruditos, debía designar a su ayudante o así, al menos, lo suponían ellos.

Una vez más, el archimago acarició su rubí antes de centrar su atención en Raistlin e indicarle:

—Tu turno, aprendiz.

En sus avejentados ojos prendió un nuevo destello y los surcos de su frente adquirieron mayor profundidad en su afán por recordar dónde había visto el rostro del enigmático joven

Raistlin se levantó despacio, sin que se difuminara de sus labios aquella sonrisa entre ácida y cínica con la que demostraba su superioridad. Encogióse de hombros indiferente, despreocupado, y cerró su libro. Los otros seis magos intercambiaron gestos desaprobatorios frente a tan intolerable arrogancia, mas Fistandantilus, aunque frunció el entrecejo, no se molestó en disimular el interés que delataban las chispas de sus pupilas.

Con desenvoltura, socarrón, el aspirante empezó a recitar de memoria el intrincado encantamiento. Los otros acólitos se agitaron en sus sillas ante su alarde de habilidad, que no podía por menos que suscitar envidias y un odio invencible. El archimago también se concentró en sus evoluciones, si bien sus sentimientos eran distintos: tan malévola era su ansia de poseer aquel cuerpo para rejuvenecer sus ajadas vísceras que el avanzado discípulo, al percibirlo, casi se interrumpió.

Obligándose a no apartar la mente de su trabajo, firme en el dominio de sus emociones, Raistlin concluyó el último versículo y, de pronto, la sala fue invadida por unos brillantes fulgores que, en abanico multicolor, estallaron en el aire. Su estrépito rasgó la quietud.

Fistandantilus se sobresaltó al producirse la inesperada explosión, borrada su anhelante mueca. En cuanto al sexteto, ahogaron al unísono un común grito de sorpresa.

—¿Cómo has roto el halo protector? —preguntó el maestro, enfurecido—. ¿Qué virtudes ignotas anidan en tu alma?

En respuesta a la imperiosa demanda, el discípulo abrió las manos. En sus palmas ardían sendas bolas de fuego verde o azulado, cuyo resplandor deslumbraba a quien lo contemplaba hasta el punto de hacerle cerrar los ojos. Sonriente, complacido por el estupor general, Raistlin entrechocó sus manos y las llamas se extinguieron.

Una vez más el silencio se adueñó de la estancia, si bien ahora era un silencio lleno de temor. En efecto, Fistandantilus se puso de pie, tan encolerizado que los efluvios de su ira creaban en su derredor una ígnea aureola. Envuelto en sus dimanaciones, el anciano avanzó hacia el séptimo aprendiz.

El humano que despertó su furia fue el único que no se amedrentó. Permaneció erguido, tranquilo, estudiando su marcha con un aplomo insolente.

—¿Cómo lo has hecho? —rugió el archimago fuera de sí.

Antes de que el aludido contestase, espió las delicadas manos que habían obrado el sortilegio y, en un gesto agresivo, estiró el brazo para apresar la muñeca de Raistlin.

El joven sofocó un aullido de dolor, pues el contacto de su oponente era gélido como la tumba. Se conminó a sonreír, pese a saber que su distorsionada boca lo asemejaba más a una calavera que al hombre impertérrito que pretendía ser.

—¡Polvos de luz! —vociferó Fistandantilus, al mismo tiempo que arrastraba a su cautivo hacia las candelas para cerciorarse—. Un truco ordinario, como los que utilizan los ilusionistas.

—Tal oficio me permitía ganarme el pan —replicó Raistlin, apretando los dientes para resistir el sufrimiento—. Me ha parecido apropiado utilizarlo en presencia de este hatajo de aficionados que has reunido, gran maestro.

El anciano presionó su garra en torno a la frágil carne de su víctima, quien emitió un susurro agónico sin hacer el menor intento de liberarse. Tampoco adoptó una actitud sumisa, aceptó el reto con el cuello enhiesto, orgulloso. Esta postura hizo que el veterano nigromante lo mirara intrigado, renacido su interés.

—Así que te consideras más apto que los otros aspirantes —afirmó, más que preguntó, Fistandantilus, con un tono quedo, casi amable, ignorando los murmullos indignados de los acólitos.

—¡Sabes que lo soy! —replicó Raistlin, después de imponerse una breve pausa para acumular energías con las que mitigar el dolor.

El archimago lo escrutó, sin cesar de atenazarlo, y el joven humano vio el miedo reflejado en sus enteladas pupilas, un pánico que en pocos segundos volvió a encubrirse tras la expresión insaciable que antes lo animara. Rehecho de su pasajera flaqueza, el anciano soltó la delgada muñeca. Su víctima no atinó a reprimir un suspiro de alivio mientras regresaba a su asiento frotándose la zona afectada, donde la huella del maestro se hacía ostensible en la palidez mortífera, tumefacta, que había adquirido la piel.

—¡Salid todos! —ordenó Fistandantilus. Los seis hechiceros se incorporaron y comenzaron a retirarse en medio del revoloteo de sus negras túnicas; pero cuando Raistlin se disponía a imitarlos, el amo del castillo le apuntó—: Mi mandato no te incluye a ti. Quédate.

Obediente, el aludido tomó de nuevo asiento sin dejar de acariciar su mano hasta que el fluir de la sangre le restituyó la sensibilidad. Los derrotados desfilaron hacia la puerta, seguidos por su insigne superior. Una vez los hubo despedido, el archimago se dirigió al centro de la estancia para encararse con su aprendiz personal.

—Esos muchachos no tardarán en abandonar la fortaleza. En cuanto nos quedemos solos, en la hora de la Vigilia, preséntate en la cámara secreta situada en el subterráneo. Realizo allí un experimento que requiere tu ayuda.

Raistlin observó, en una suerte de fascinación, cómo su interlocutor se llevaba la mano al rubí y lo tanteaba con suavidad, con amor. Tan ensimismado estaba, que de momento no respondió. Al fin, sonriendo en franca burla de su propio miedo, susurró:

—Acudiré puntualmente, maestro.

Raistlin yacía sobre una losa de piedra en el laboratorio, una cámara oculta en los profundos sótanos del castillo del archimago. Ni siquiera sus gruesos ropajes de terciopelo lo aislaban del frío. El joven tiritaba sin control, aunque no lograba discernir si era el ambiente, el terror o la excitación lo que provocaba aquellos temblores.

No veía a Fistandantilus, pero oía con perfecta nitidez el crujir de su túnica, el tamborileo del bastón en el suelo, el susurro de las páginas de su libro de encantamientos. Tumbado en la lisa roca, fingiéndose desvalido frente al influjo del maestro, el ayudante puso sus músculos en tensión. Se acercaba el momento decisivo.

Como si hubiera captado su estado expectante, el anciano apareció en su campo visual para inclinarse sobre él con ávida mirada. El rubí se balanceaba, sujeto a la cadena de su cuello.

—Sí —declaró el viejo—, posees unos dones nada comunes. Eres más diestro y sabio que cualquiera de los aprendices con los que me he tropezado en mi dilatada existencia.

—¿Qué vas a hacer conmigo? —inquirió Raistlin, con un timbre de desesperación que no era del todo forzado. Tenía que conocer con exactitud el funcionamiento del colgante, y en una hora tan crucial lo acosaban las dudas.

—Los detalles carecen de importancia —lo atajó su interlocutor, a la vez que posaba la mano en su pecho.

—Mi objetivo al venir a tu fortaleza era aprender —explicó el postrado, rechinando los dientes en un esfuerzo supremo para no retorcerse bajo el abominable contacto—. Deseo enriquecer mi acervo hasta exhalar el último suspiro.

—Muy encomiable —aprobó Fistandantilus. Se abstrajo en sus cavilaciones, prendidos los ojos de la penumbra circundante, y el falso acólito se dijo que probablemente revisaba el hechizo en su memoria—. Me proporcionará un inmenso placer habitar un cuerpo y un alma sedientos de erudición, absorber la savia de una criatura que atesora cualidades innatas para nuestro arte. No puedo rehusar tu demanda, aprendiz. Te impartiré una postrera lección.

«Ignoras, joven humano, lo que supone envejecer. Recuerdo bien mi primera vida, la terrible frustración que me atenazó al comprender que yo, el hechicero más dotado de cuantos pisaron la faz de Krynn, estaba condenado a languidecer en la trampa de una carcasa debilitada, consumida por la edad. Mi cerebro se conservaba sano, perspicaz, era incluso más clarividente que en mis años mozos. ¡Me horrorizaba la idea de que tanto poder, tan vasta sapiencia, se redujeran a polvo, fueran pasto de los gusanos!

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