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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico

La Guerra de los Enanos (9 page)

BOOK: La Guerra de los Enanos
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—El ansia de saber es el motor de numerosas iniciativas. Algunos de los objetos resultantes son positivos, nos benefician a todos. Una espada en tus manos, Caramon, defiende la causa de la justicia, protege a los inocentes. Sin embargo, si esa misma arma cayera en posesión de Kitiara, nuestra querida hermana, podría convertirse en ejecutora de seres que nunca dañaron a nadie, partiría sus cráneos si ése fuera su deseo. ¿Acaso el culpable es quien diseñó su acero y le confirió sus propiedades?

—No —intentó dialogar el hombretón, mas su gemelo lo ignoró.

—Hace muchos siglos, en la Era de los Sueños, cuando los magos eran respetados y su arte florecía en Krynn, las cinco Torres de la Alta Hechicería se erigieron en el portaestandarte de la luz dentro del túrbido océano de ignorancia que era el mundo. Se obraban allí portentos susceptibles de enriquecer a los moradores de todo el continente y se proyectaban otros de mayor alcance. Quizá, de no haberse cercenado tales progresos, ahora podríamos surcar los aires, navegar por las alturas al igual que los dragones. Incluso nos sería dado repudiar las miserias que nos rodean y habitar otros planetas, astros lejanos cuya existencia apenas columbramos.

Pronunció su discurso con voz serena, aunque vehemente. Caramon y Crysania escucharon inmóviles, hipnotizados por su singular tono y atrapados en las visiones que sugería.

—No pudo ser —prosiguió el enteco humano tras un corto intervalo—. En su afán de perfeccionar tan prometedores logros, en su precipitación, los hechiceros elaboraron un sistema directo de ponerse en contacto de una Torre a otra, sin recurrir a los farragosos encantamientos que hasta entonces utilizaban para desplazarse. Así nacieron los Portales.

—¿Consiguieron construirlos? —Era la sacerdotisa quien lo interrumpía, asombrada ante sus revelaciones.

—¡Por supuesto que sí! —le espetó Raistlin—. El problema fue que su invento sobrepasó sus más ambiciosos sueños, sus peores pesadillas. Aquellos accesos no sólo facilitaban el viaje entre las distintas fortalezas de la magia, sino que también permitían la entrada al reino de los dioses. Lo descubrió un inepto acólito de mi Orden, y ése fue el motivo de su infortunio.

Un repentino escalofrío selló sus labios. Arropándose en sus negras vestimentas, arrimándose al calor del fuego, el nigromante miró a las llamas y reemprendió su relato.

—Tentado por la Reina de la Oscuridad como sólo ella puede engatusar a un mortal cuando se lo propone, utilizó el Portal a fin de introducirse en su universo y reclamar el premio que en sus sueños ella le ofrecía todas las noches. —Rió, burlón y acerbo al mismo tiempo—. ¡Necio! Nadie sabe cuál fue su suerte, pero nunca regresó de su osada incursión. En cambio, la soberana sí se abrió camino hasta nuestro mundo, acompañada por varias huestes de dragones.

—¡Las primeras guerras reptilianas! —exclamó Crysania.

—Has comprendido. Lo que sin duda ignorabas era que esas guerras se desencadenaron por culpa de un miembro de mi hermandad carente de disciplina, de autocontrol. Se dejó seducir, y las consecuencias fueron nefastas.

Calló el hechicero para, sumido en hondas cavilaciones, contemplar las llamas.

—No son ésas mis noticias —protestó Caramon—. Según las leyendas, los dragones vinieron por sí mismos, organizados de antemano.

—A tus oídos sólo han llegado fábulas infantiles, sin fundamento —lo atajó su gemelo sin poder reprimir un gesto de impaciencia—. Tu credulidad demuestra hasta qué extremo desconoces a esos animales. Son criaturas independientes, orgullosas, individualistas, incapaces de reunirse ni siquiera a la hora de preparar una cena. ¡Cuánto menos habían de coordinar una estrategia bélica! Fue la Reina quien los condujo a nuestro plano de existencia, ella fue la artífice del conflicto. Se adentró en Krynn con toda su fuerza, no como la sombra que vimos cuando nos enfrentamos a ella, y nos sometió a una cruenta batalla hasta que el sacrificio de Huma la devolvió a la negrura.

Raistlin se llevó las manos a los labios, meditabundo, antes de reanudar su narración.

—Algunos eruditos afirman que Huma no utilizó físicamente la Dragonlance para destruirla, tal como han difundido las voces populares, sino que el arma poseía una virtud arcana susceptible de forzar su retirada y cerrar el Portal a piedra y lodo. Sea como fuere, su rendición pone de relieve su vulnerabilidad fuera del terreno donde gobierna: las Tinieblas. Si hubiera habido un ser dotado de auténtico poder en el momento en que irrumpió en nuestra jurisdicción, un ser capacitado para aniquilarla en lugar de limitarse a restituirla al Abismo, la Historia habría discurrido por otros derroteros.

Se hizo el silencio. Crysania escrutó la fogata donde, quizá, vislumbró las mismas imágenes que el archimago, las escenas de una gloria aún por venir. Caramon, menos intuitivo, estudió el lívido rostro de su hermano.

Rompió la ensoñación la voz del mago, que se volvió hacia sus interlocutores con una mirada diáfana, fría y a la vez intensa, al objeto de anunciar:

—Mañana, restablecido de mi agotamiento, subiré solo al laboratorio e iniciaré los preparativos. Tú, señora, deberás reconciliarte con tu dios sin perder un instante —conminó a la sacerdotisa.

Crysania tragó saliva y, temblorosa, aproximó su silla a la chimenea. Pero antes de que se instalara de nuevo, el guerrero se plantó frente a ella a fin de atenazarle los brazos de tal manera que la dama hubo de alzar forzosamente la vista.

—Vas a cometer una locura, Hija Venerable —la amonestó, aunque su tono era compasivo—. ¡Deja que te aleje de este lugar tenebroso! Tienes miedo, y a fe mía que te sobran razones para sentirlo. Quizá no era verdad todo lo que dijo Par-Salian de mi gemelo, admito que puedo haberme equivocado al juzgarlo, mas existe un hecho innegable: estás asustada, y no te lo reprocho. Raistlin acometerá su empeño en solitario; siempre ha actuado sin ayuda. Si quiere desafiar a las divinidades es asunto suyo, pero no permitas que te involucre. Volvamos a casa. Yo te restituiré al presente y te ayudaré a olvidar toda esta insensatez.

El hechicero no intervino, pero sus pensamientos resonaron en la mente de la mujer con tanta claridad como si hubiera hablado.

«Oíste al Príncipe de los Sacerdotes, tú misma declaraste haber descubierto su falta, su debilidad. Paladine te favorece, incluso en esta Torre llena de malignidad ha escuchado tus plegarias. ¡Eres su elegida! Obtendrás el éxito allí donde fracasó el sumo mandatario de Istar. Acompáñame, Crysania, tales son los dictados del destino.»

—Estoy asustada, lo reconozco —musitó la sacerdotisa mientras, con dulzura, se liberaba de las garras de Caramon—. Me conmueve tu generosa proposición, y confío en que no me tildarás de desagradecida si resuelvo quedarme. Estos temores míos son una flaqueza que debo combatir. Con ayuda de Paladine, lograré superarlos antes de traspasar el Portal junto a tu hermano.

—Sea —fue la lacónica respuesta del hombretón, quien, compungido, le dio la espalda.

Raistlin sonrió con una mueca sombría, secreta, que no se reflejó ni en sus ojos ni en sus palabras.

—Y ahora, Caramon —dijo con su proverbial causticidad—, si ya has terminado de inmiscuirte en cuestiones que eres incapaz de aprehender, prepárate para tu pequeña expedición. Es mediodía. En esta época gris a la que nos hemos trasladado, los mercados están a punto de abrir. —Introdujo una mano en un bolsillo de su túnica, extrajo varias monedas y se las arrojó—. Supongo que bastará; nuestras necesidades son modestas.

El aludido recogió el dinero de un modo instintivo, sin recapacitar. Sin embargo, después de guardarlo en su cinto pareció vacilar, a la vez que examinaba al nigromante con idéntica expresión a la que Crysania observara en el Templo de Istar, cuando verificó el amor infinito, el odio desgarrador que se debatían en sus entrañas.

Al fin, el guerrero bajó la cabeza y se dispuso a partir.

—Acércate a mí, Caramon —le ordenó, en un siseo, su gemelo.

—¿Por qué he de hacerlo? —inquirió él, asaltado por un súbito resquemor.

—Tenemos que deshacernos de la argolla de tu cuello. ¿Acaso quieres recorrer las calles con ese símbolo de esclavitud? Además, olvidas mi hechizo protector. —El nigromante se expresó con una inagotable paciencia, que no se alteró al agregar, a la vista de la obcecación de su fornido oponente—: Te recomiendo que no abandones esta sala sin él aunque, por supuesto, eres tú quien debe decidir. Desviando la mirada hacia los espectros, que los espiaban desde las sombras con ostensible voracidad, el guerrero optó por obedecer. Avanzó hacia su hermano y se detuvo frente a él, cruzados los brazos sobre el pecho.

—Espero instrucciones —rezongó.

—Arrodíllate.

Prendió en las pupilas del hombretón un destello de cólera, asomó a sus labios un reniego, mas, al consultar furtivamente a Crysania, se contuvo.

—Estoy exhausto, Caramon —explicó Raistlin a modo de disculpa—. Ni siquiera me restan fuerzas para levantarme. Por favor, haz lo que te he indicado.

Vencida su reticencia, si bien no pudo por menos que apretar las mandíbulas, el guerrero hincó la rodilla en el suelo a fin de descender al nivel de su frágil y enlutado gemelo. Surgió de la garganta de este último una frase arcana y la férrea anilla se abrió, cayendo del cuello que aprisionaba y estrellándose contra la roca.

—Aproxímate un poco más —solicitó el mago.

Indeciso, Caramon acató su deseo, puestos los ojos en aquella criatura que tenía el don de desconcertarle.

—Si me doblego a tu voluntad es sólo por Crysania —afirmó, ronco su acento a causa de las emociones que lo agitaban—. De estar en juego nuestras vidas, la tuya y la mía, dejaría que te pudrieras en este nido de perversidad.

Raistlin extendió las manos y las posó en ambos lados del cráneo de su gemelo.

—¿Eres sincero? —lo interrogó con ternura, tan acariciadora su voz como sus manos—. ¿De verdad me abandonarías? —insistió en un susurro—. ¿Me habrías matado en aquel lóbrego subterráneo, poco antes del Cataclismo?

El hombretón no atinó a contestar, estaba demasiado confundido. De pronto, sin que mediara una palabra entre ambos, el nigromante se inclinó hacia adelante y besó la frente de su hermano, quien, en un reflejo involuntario, se apartó. Se diría que lo habían marcado con un hierro candente.

Desembarazado de la inquietante zarpa, Caramon miró angustiado aquella enteca faz que tanto le perturbaba.

—¡No lo sé! —contestó en un quebrado murmullo—. ¡Por los dioses, debería eliminarte, pero no estoy seguro de poder hacerlo!

Convulsionado por el llanto, el corpulento humano enterró el semblante entre sus palmas, al mismo tiempo que, sin proponérselo, apoyaba la cabeza en el negro regazo.

—Cálmate, Caramon —lo consoló el hechicero mientras jugueteaba con su ensortijado cabello—. Mi ósculo será tu talismán, tu salvaguarda. Los hijos de la oscuridad no osarán lastimarte si permaneces bajo mi influjo.

5

Una desnuda pared de piedra

Caramon se hallaba en el umbral del estudio escrutando la penumbra del pasillo, una penumbra que bullía de vida, de susurros y de ojos. A su lado estaba Raistlin, posada una mano en el brazo de su gemelo y la otra en el Bastón de Mago.

—Todo irá bien, hermano —musitó el hechicero—. Confía en mí.

El guerrero le lanzó una mirada recelosa y, al advertirlo, el arcano personaje esbozó una sonrisa burlona.

—Ordenaré a una de esas criaturas que te escolte —ofreció, a la vez que señalaba a los espectros del pasadizo.

—No me entusiasma la idea —protestó el hombretón al percibir que uno de los entes descarnados se le aproximaba.

—Custódiale —encargó el mago al traslúcido ser, del que no se distinguían sino un par de centelleantes pupilas—. Está bajo mi protección; supongo que sabes quién soy.

Se entornaron los fantasmales párpados en actitud sumisa, antes de fijar su atención en Caramon, quien, tiritando, observó inquieto a su gemelo. Los rasgos de este último se habían endurecido, su expresión era severa y grave.

—Los guardianes te guiarán por el Robledal —anunció—. Nada debes temer hasta que hayas cruzado la verja. Es en la ciudad donde te acechan los auténticos peligros. Sé cauteloso. Palanthas no es el lugar bello y pacífico en el que ha de convertirse dentro de dos siglos. Está atestado de prófugos, que se agazapan en los vertederos, los callejones y los rincones más insospechados. Varios carromatos surcan diariamente el adoquinado para retirar los cadáveres de quienes murieron la víspera, hay hombres que te asesinarían con el único propósito de robarte las botas. Lo primero que has de hacer es adquirir una espada, y blandiría de manera ostensible.

—Salvaré esos escollos; no me preocupan en lo más mínimo —le espetó Caramon.

Sin hacer más comentarios, el hombretón dio media vuelta para internarse en el corredor mientras, con escaso éxito, trataba de desentenderse de los lívidos seres que pululaban en torno a su hombro, de aquellos ojos desnudos de cuencas que lo contemplaban.

Raistlin permaneció en el umbral hasta que su hermano se hubo alejado del radio de luz de su bastón, hasta que fue engullido por la animada penumbra. Esperó incluso que se desvanecieran los ecos de sus zancadas antes de volver a entrar en la estancia.

La sacerdotisa estaba sentada en su butaca, mientras se pasaba la mano por el cabello en un infructuoso esfuerzo por alisarlo. Avanzando con sigilo a fin de no ser visto, el hechicero se detuvo tras ella y hurgó en un bolsillo secreto de su túnica, en busca de una bolsa que contenía arena blanca. Cuando la encontró, deshizo el nudo y dejó caer el polvillo sobre la melena azabache de la dama.


Ast tasark simiralan krynawi
— recitó.

Al instante la cabeza de Crysania se desplomó, se cerraron sus ojos y la mujer se abandonó a un sueño profundo, arcano. El mago rodeó su asiento con el objeto de examinarla detenidamente, durante varios minutos.

Aunque había limpiado de su rostro las manchas de sangre y de lágrimas, las huellas de su azaroso viaje por las tinieblas se hacían patentes aún en los cercos violáceos que enmarcaban sus largas pestañas, un corte en el labio y la palidez de su epidermis. Estirando la mano con suavidad, Raistlin retiró los mechones que cubrían sus ojos.

La sacerdotisa se había despojado de la cortina que utilizara como manta al caldear el ambiente la fogata y, ahora, su albos ropajes ondeaban vaporosos, aunque harapientos, alrededor de su cuerpo. Los jirones habían dejado al descubierto las incipientes curvas de sus senos, que se abultaban al ritmo de su pausada respiración, y el nigromante no pudo por menos que admirarlos.

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