Read La Guerra de los Enanos Online
Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman
Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico
— Para que mi encantamiento nos transporte a ambos —le explicó—, has de permanecer lo más cerca posible.
—Puedo ir caminando —le opuso la mujer—. No me entusiasma la idea de desplazarme a través de las brumas arcanas.
No obstante, mientras hablaba, clavó sus ojos en los de él y apretujó el cuerpo, con sensual abandono, contra sus musculosas formas.
—De acuerdo, como prefieras —se rindió el falso alumno—, que parecía complacerse en torturarla.
El elfo oscuro se encogió de hombros y se desvaneció en una voluta de humo. Kit examinó su entorno, mas lo único que distinguieron sus sentidos fue la voz de su guía dándole instrucciones.
—Sube la escalera de caracol, señora, y en el escalón número quinientos treinta y nueve gira a la izquierda.
—Como ves —dijo Dalamar—, me juego en esta empresa tanto como tú. He sido enviado por los máximos exponentes de las tres Túnicas, la Negra, la Blanca y la Roja, para impedir que suceda semejante calamidad.
Ambos se relajaron en las habitaciones que, suntuosas y privadas, le habían sido asignadas al ayudante del amo de la Torre. Después de que el elfo desintegrara en el aire los restos de una cena tan copiosa como refinada, los dos personajes se sentaron junto a una fogata que había sido encendida más para iluminar la sala que porque su calor fuera preciso en la tibia noche primaveral. Además, las danzarinas llamas inducían a la conversación.
—En ese caso, no entiendo que no lo detuvieras —le reprochó la dama, al mismo tiempo que depositaba su copa en un velador—. ¿Tan difícil es? Un puñal en la espalda constituye un método rápido y sencillo —comentó, reproduciendo la acción mediante un rotundo movimiento de la mano—. ¿O acaso los magos estáis por encima de tales mezquindades?
—No se trata de estar por encima, como tú dices —replicó Dalamar, quien optó por ignorar el desdén que ribeteaba aquellas palabras—. Los magos nos valemos de medios más sutiles para deshacernos de nuestros enemigos, pero tampoco es ésa la cuestión. Yo nunca emplearía mis ardides contra tu hermano.
Se convulsionó en un escalofrío y bebió el vino de manera precipitada.
—Memeces —gruñó Kitiara.
—En absoluto —la corrigió él, aunque sin ofenderse por su desprecio—. Escúchame con atención, quizás así lo comprendas. No conoces a tu hermano y, lo que es peor, no le temes. Tu ignorancia te abocará a un destino fatal.
—¿Temerle? —repitió la mujer, desoyendo tan inquietante advertencia—.¿Cómo podría inspirarme miedo esa ruina descarnada y enfermiza? Bromeas —aseveró entre risas. Mas su jocosidad se difuminó al inclinarse hacia su anfitrión—. No, hablas en serio. Lo leo en tus ojos.
—Ni siquiera la muerte, con su abrumadora realidad, me espanta tanto como Raistlin —se reafirmó el elfo.
Esbozada una acerba sonrisa, Dalamar aferró la costura de su pectoral y la desgarró para revelar las huellas indelebles que trazara la mano del archimago. Kitiara, desconcertada, contempló las llagas y alzó de inmediato la vista hacia el lívido rostro de su oponente.
—¿Qué arma te infligió estas heridas? No la reconozco.
—Sus dedos —contestó él con voz desapasionada—. Estos cinco estigmas fueron un mensaje para Par-Salian, un desafío escrito a sangre y fuego cuando me encargó que transmitiera sus saludos al cónclave.
La guerrera había presenciado escenas dantescas a lo largo de su existencia. Había asistido a sesiones de tormento en los calabozos de los montes llamados Señores de la Muerte y también se había enfrentado a decapitaciones o ajusticiamientos en los que, bajo su presidencia, se desollaba vivos a los prisioneros. Sin embargo, aquellos surcos rezumantes y la imagen que evocaban de los delgados dedos de su hermano penetrando en la carne de su ayudante le causaron un irrefrenable temblor.
La dama se hundió en su silla y revisó en su mente todo cuanto Dalamar le había relatado. Sus cavilaciones la incitaron a pensar que, quizás, había infravalorado las dotes de Raistlin. Grave su expresión, sorbió el licor como si deseara infundirse ánimos.
—De modo que se obstina en traspasar el Portal —recapituló despacio, modificadas sus opiniones ahora que le era dado estudiar tan lacerantes líneas en la piel del elfo—. Cruzará su umbral en compañía de la sacerdotisa y penetrará en el abismo. ¿Qué hará entonces? Sin duda es consciente de que no puede rivalizar con la Reina de la Oscuridad en su propio plano.
—Por supuesto, conoce sus limitaciones tanto como su fuerza —confirmó el discípulo—. Sabedor de que ella se impondría en la pugna, se propone engatusarla para que entre en el mundo. En el momento en que la soberana se asome a sus dominios, está persuadido de que podrá destruirla.
—¡Qué insensatez! —se escandalizó Kitiara, si bien su protesta afloró en un murmullo inarticulado—. Ha perdido el juicio —sentenció, a la vez que posaba de nuevo la copa a fin de evitar que su alterado pulso derramara el líquido—. Sólo ha visto a la Reina cuando no era más que una sombra, cuando un obstáculo obstruía su avance. Ni siquiera ha atisbado cómo es en la plenitud de sus facultades.
Nerviosa, se levantó para deambular sobre la mullida alfombra, que reproducía en su urdimbre diseños de los árboles y las flores tan apreciados por los elfos. Sintiendo un frío repentino, se aproximó al fuego bajo el escrutinio de Dalamar, quien, entre el crujir de sus negras vestiduras, la siguió. Pese a hallarse absorta en sus cábalas y aprensiones, la mujer no dejó de percibir la cálida presencia de su interlocutor a escasos centímetros de su cuerpo.
—¿Cuáles son las predicciones de los magos? —indagó la Señora del Dragón—.¿Quién vencerá en la contienda si Raistlin tiene éxito en su descabellado plan? ¿Le otorgáis alguna posibilidad?
En lugar de contestar, el interpelado puso sus manos en el esbelto cuello femenino y comenzó a acariciarlo. La sensación fue deliciosa. Kit entornó los ojos para mejor entregarse a aquel suave contacto.
—Los magos nada saben —confesó el elfo, ladeando ligeramente la cara a fin de besar a la dama detrás de la oreja.
Estirándose como un felino, ella arqueó la espalda hasta rozar la cintura de él.
—El
Shalafi
estaría aquí en su elemento —continuó Dalamar—, mientras que la monarca se debilitaría. De todos modos, no será fácil derrotarla. Algunos miembros de la asamblea arcana auguran que la batalla nos conduciría a todos a una hecatombe. Según ellos, el mundo cesaría de existir.
Kitiara pasó los dedos por la sedosa y abundante melena del discípulo, atrayendo con el mismo movimiento sus ardorosos labios a su garganta.
—Pero ¿tiene alguna posibilidad? —persistió en un quedo susurro.
El aprendiz se apartó pausado, sin violencia. Con las palmas aún en sus hombros, obligó a la dama a mirarle y observó, por el extravío de sus pupilas, que estaba sumida en hondas meditaciones.
—Siempre la hay —declaró, conciso.
—¿Y qué harás tú si consigue su propósito de enseñorearse del abismo? —Kit apoyó sus manos en el pecho del elfo, allí donde su hermanastro grabara su terrible impronta. Sus ojos, prendidos de los del acólito, destilaban una pasión que casi, aunque no del todo, neutralizaban su calculadora mente.
—Mi misión consiste en evitar que regrese —le reveló Dalamar—. Debo bloquearle el acceso a nuestra órbita vital.
—¿Cuál será tu recompensa por tan peligroso cometido?
La mujer mordisqueó las yemas de los viriles dedos, que él había aplicado a sus curvilíneos labios.
—Me nombrarán amo de la Torre y sucederé al actual mandatario de la Orden de los Túnicas Negras —accedió a contarle el discípulo, aunque a regañadientes—. ¿Por qué te interesa?
—Quizá podría ayudarte —insinuó la dama con un suspiro.
Sobrevino un breve silencio, en el que Kitiara paseó sus manos sobre el torso mancillado del elfo y sus anchos hombros, clavándole las uñas a la manera de una gata. Él, más receptivo de lo que habría estado dispuesto a admitir, se estremeció y la estrechó contra su cuerpo.
—Podría resultarte útil —insistió la Señora del Dragón en actitud resuelta—. No puedes reducir en solitario a una criatura de sus habilidades.
—Mi querida Kitiara, ¿a quién respaldarías, a Raistlin o a mí? —la interrogó el alumno con una ironía a la que la dama comenzaba a acostumbrarse.
—Eso dependerá de quién se erija en triunfador.
Mientras así se pronunciaba, Kit deslizó sus palmas bajo el tejido desgarrado y permito que la ardiente boca de él jugueteara con su barbilla.
—Esa franqueza contribuye a nuestro mejor entendimiento —vertió Dalamar en el oído de su compañera.
—Es evidente que nos compenetramos a la perfección —corroboró la humana, invadida por una placentera sensación—. Y, ahora, cambiemos de tema. Hay algo que quiero preguntarte, que siempre ha excitado mi curiosidad. ¿Qué lleváis los magos debajo del hábito, elfo oscuro?
—Apenas nada —murmuró el aludido—. ¿Qué prendas esconde la armadura guerrera de una Señora del Dragón?
—Ninguna.
Kitiara había partido y Dalamar se hallaba en el lecho, en un estado de duermevela. Su almohada estaba todavía impregnada del fragante aroma del cabello femenino, una mescolanza de perfume y acero tan embriagadora, tan ambigua como la mujer misma.
El elfo oscuro se desperezó ocioso, con una sarcástica mueca en sus labios. Sabía que su amante le traicionaría, del mismo modo que ella era consciente de que el seductor discípulo no vacilaría en destruirla si surgía la necesidad. Tal certeza compartida no enturbió sus amoríos, al contrario, les confirió un sabor picante.
Cerrando los ojos, se abandonó a un plácido letargo mientras oía a través de la ventana el batir de unas alas reptilianas prestas a levantar el vuelo. La imaginó sentada a lomos de su dragón de escamas azules, con el yelmo refulgente en el claro de luna.
—
¡Dalamar!
El acólito se incorporó como si le moviera un resorte. Había despertado de pronto, agitado por un temor que atenazaba todo su ser. Tembloroso tras reconocer el timbre familiar de quien le invocaba, escrutó el aposento,
— ¿
Shalafi
? — inquirió vacilante.
No había nadie más en la estancia y, sosegado, supuso que se trataba de un sueño.
—
¡Dalamar!
Esta vez el eco fue apremiante, inconfundible. El discípulo miró perplejo en su derredor, renacido su pánico. Raistlin no era dado a cierta clase de juegos. Hacía una semana que emprendió su viaje al pasado y no debía regresar en mucho tiempo, de eso estaba seguro; sin embargo, el elfo conocía su voz mejor incluso que su propio palpito. No adivinaba qué estaba sucediendo.
—
Shalafi
, te escucho pero no puedo verte —dijo el alumno, esforzándose en disimular su zozobra.
—
Me encuentro, como tú presumes, en una época remota. Te hablo, aprendiz, a través del Orbe de los Dragones
—le esclareció el archimago—.
Quiero encomendarte una tarea de suma importancia, así que escúchame atentamente y sigue mis instrucciones al pie de la letra. Actúa de inmediato, cada segundo es precioso.
Tras entornar los párpados para mejor concentrarse, Dalamar logró distinguir con absoluta claridad las palabras de su maestro. En el breve mutismo que sucedió a aquel preámbulo, inundaron sus tímpanos unos estruendos de risas que, transportadas por el viento, atravesaron el batiente abierto. Marcaba la algarabía el inicio de una fiesta dedicada a la primavera. Junto a las puertas de la ciudad vieja ardían hogueras. A partir de ese día, los jóvenes intercambiarían flores diurnas y ósculos en la penumbra de la noche. El aire se endulzaría con las dimanaciones de los guisos especiales de las fechas, de las rosas en floración y se enriquecería al convertirse en testigo de idilios y celebraciones.
Cuando Raistlin reanudó su discurso, sonidos y cavilaciones se disiparon. Olvidó a Kitiara, el amor, la primavera. Alerta, vibrante su cuerpo al son de las inflexiones acústicas del gran hechicero, prestó sólo oídos a las explicaciones que le impartía.
El regreso de Caramon
Bertrem recorría sigiloso las estancias de la Gran Biblioteca de Palanthas. Sus ropajes de Esteta ondeaban alrededor de sus tobillos, en unos susurros que se acompasaban con la tonada que canturreaba en su recorrido. Había estado contemplando las fiestas primaverales desde los ventanales del regio edificio y ahora, mientras reanudaba su quehacer entre los millares de libros y pergaminos atesorados en las distintas dependencias, la melodía de un alegre madrigal resonaba en su mente.
Bertrem tarareaba la música con voz discordante, aunque en tonos apagados a fin de evitar que sus ecos perturbasen la paz en los vastos, abovedados pasillos de la Gran Biblioteca. Eran las resonancias de su timbre lo único susceptible de alterar la quietud, pues la mole estaba cerrada a piedra y lodo, como todas las noches. Los otros Estetas, miembros de una sabia hermandad que consagraban sus vidas al estudio y la conservación del inmenso acervo cultural recogido desde los albores de la historia de Krynn, se habían retirado o estaban inmersos en sus doctos menesteres.
—Mi amor tiene los ojos de una tórtola, la, la, la. Yo soy el cazador que la acecha, la, la, la —murmuraba para sus adentros, tan imbuido del ritmo que incluso se aventuró a marcar unos pasos de danza—. Tenso mi arco, saco mi flecha de la aljaba. —Dobló en ese instante un recodo, tan ensimismado que ni siquiera sabía dónde se hallaba—. Disparo, y mi dulce saeta vuela hacia el corazón amado. ¡Alto! ¿Quién eres?
Se le hizo un nudo en la garganta, estrangulándolo casi, al enfrentarse de pronto con una figura alta, de negro atavío y cabeza encapuchada, que merodeaba por un corredor marmóreo tenuemente iluminado.
El aparecido no despegó los labios, se limitó a detenerse y espiarlo en silencio.
Haciendo acopio de valor, exhortándose a la cordura y recogiendo los pliegues de sus vestiduras, el Esteta lanzó al intruso una fulgurante mirada y le imprecó:
—¿Qué asunto te trae a tan sagrado recinto? A estas horas, la biblioteca debe permanecer inaccesible incluso para un Túnica Negra. Vete y regresa por la mañana —le ordenó con un imperativo gesto de la mano—. Entrarás por la puerta principal, como todo el mundo.
—Yo no soy «como todo el mundo» —replicó el inoportuno visitante ante el sobresalto de Bertrem, quien detectó un ligero acento elfo pese a que el recién llegado se expresaba en lengua solámnica—. Y en cuanto a las puertas, su uso está restringido a aquellos que no poseen el poder de atravesar los muros. Yo tengo esa virtud además de otras muchas, que quizá no te resulten gratas si las pongo en práctica.