Read La Guerra de los Enanos Online
Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman
Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico
Con un quebrado suspiro, el otro nigromante se desplomó sobre el cadáver de su adversario, débil, herido, acechado también por la muerte. Pero sostenía en su mano el rubí; gracias a su influjo, se introducía en sus venas una sangre revitalizadora que le infundía nuevas energías y que, en poco tiempo, le restituiría la salud. Su mente era un hervidero de conocimientos, de recuerdos donde se entretejían los vestigios de siglos de poder, hechizos, visiones de prodigios y horrores nacidos múltiples generaciones atrás. Habría podido asimilar tan intrincada maraña de no perfilarse, además, en su revuelta memoria la imagen de un hermano gemelo, de un cuerpo enfermizo, de una existencia desdichada.
Al fundirse dos seres en su interior, al contraponerse centenares de vivencias en abierto conflicto, el mago sufrió un terrible impacto. Arrebujándose junto a los despojos de su rival, el vencedor de la encarnizada contienda contempló el colgante.
—¿Quién soy? —murmuró, asustado.
¿Dónde está el Portal?
Los guardianes abandonaron el cerebro de Raistlin para, ya a distancia, observarle desde sus vacías cuencas oculares. Incapaz de moverse, el mago les devolvió la mirada. Sus ojos no reflejaban sino una densa penumbra.
—Os lo advierto —les dijo sin voz, y su mensaje fue comprendido—: si volvéis a tocarme os convertiré en polvo, tal como hice con él.
—Sí, maestro —contestaron los espectros, a la vez que sus traslúcidos rostros se desdibujaban en las sombras.
—¿Me hablabas a mí? —preguntó Crysania, amodorrada.
Al comprobar que se había dormido con la cabeza apoyada en su hombro, la sacerdotisa se ruborizó y se incorporó sin demora.
—¿Necesitas algo que yo pueda proporcionarte? —ofreció.
—Agua caliente para mi poción —fue la concisa respuesta del hechicero.
Confundida, turbada, la dama se apartó el cabello de la faz a fin de examinar la sala. Por las ventanas se filtraba una luz grisácea que, aunque tenue y brumosa como un fantasma, no resultaba confortadora. El Bastón de Mago despedía aún destellos, manteniendo alejadas a las criaturas de la noche; pero no propagaba calor alguno. Crysania se acarició el dolorido cuello. Estaba rígido y entumecido, por lo que dedujo que su sueño se había prolongado varias horas. Reinaba en la sala un intenso frío, e instintivamente dirigió la vista hacia la apagada chimenea.
—Hay madera abundante en la sala —titubeó al ver los astillados muebles—, pero carezco de yesca y pedernal para hacerla prender. No puedo...
—¡Despierta a mi hermano! —la interrumpió Raistlin.
Asfixiado por sus propias palabras, el mago empezó a jadear. Aunque, pasado el primer acceso, intentó proseguir, no logró articular ningún sonido y hubo de conformarse con esbozar un gesto. En sus pupilas ardía una inextinguible cólera. Era tal la rabia que desfiguraba sus facciones, que la sacerdotisa lo espió, alarmada, presa de unos escalofríos que no provocaba, precisamente, la gélida atmósfera.
Raistlin entornó los párpados y posó una mano en su pecho, al límite de sus fuerzas.
—Te lo ruego, haz lo que te he indicado —susurró—. Esto es un suplicio.
—Enseguida —repuso la dama en tono quedo, avergonzada.
¿Cómo podía vivir con un dolor tan espantoso, un día tras otro? Inclinándose hacia adelante, desprendió la cortina de sus hombros para arropar al nigromante. Éste asintió en mudo agradecimiento, mas no consiguió hablar; así que Crysania, sin dejar de tiritar, atravesó el estudio en dirección a Caramon.
Al apoyar la mano en su hombro, vaciló. «¿Y si continúa ciego? —pensó—. O, peor todavía, ¿y si se ha deshecho el encantamiento de Paladine y, más seguro de sus posibilidades, decide matar a su gemelo?»
Sus titubeos sólo duraron unos momentos. En actitud resuelta, cerró los dedos y zarandeó al yaciente mientras se repetía que, de acometer el guerrero contra el mago, ella misma lo detendría. «Lo hice una vez, nada me cuesta sumirlo en un nuevo sortilegio.»
—Caramon —lo llamó—, despierta. Por favor, te necesitamos.
—¿Cómo? —inquirió el hombretón.
Se sentó como impulsado por un resorte y, sin previa reflexión, buscó la empuñadura de su espada, una espada que había quedado en la remota Istar. Centró acto seguido la mirada en Crysania, tan expresivo que ella comprendió, entre asustada y feliz, que podía distinguirla. Sin embargo, su mente no era tan aguda como su recobrado sentido. Parecía estupefacto, no daba muestras de reconocerla.
Estudió receloso su entorno. La sacerdotisa percibió que se avivaba en su cerebro el recuerdo de los últimos sucesos. En efecto, se ensombrecieron sus pupilas, invadidas por una oleada de pesar, y también se hizo patente la recuperación de la memoria en el palpito de su garganta, en las vibraciones de los músculos de la mandíbula y en su manera de mirarla. Se disponía la sacerdotisa a exteriorizar sus disculpas, o acaso su rechazo, cuando el rostro del hombretón se dulcificó, sus rasgos se relajaron.
—Hija Venerable —dijo, sentándose y despojándose de la cortina—, estás helada. Toma, abrígate.
Antes de que acertara a protestar, Caramon la cubrió con la ajada urdimbre. Mientras la envolvía, la dama se percató de que desviaba la vista hacia su gemelo; mas tan sólo le dedicó una fugaz ojeada. Prescindió de su preocupante postración, como si no existiera, para concentrarse en otear el panorama.
—Caramon, nos ha salvado la vida —explicó la sacerdotisa, sin respetar su esquiva postura—. Formuló un hechizo y los hijos de las tinieblas dejaron de acosarnos—agregó, atenazando su brazo.
—Porque es uno de los suyos —la atajó el hombretón—, sólo que más poderoso.
Bajó la cabeza, a la vez que se esforzaba en retirar el brazo que la mujer apresaba. Fue en vano, aunque se hubiera desembarazado de su garra no habría podido sustraerse a su penetrante mirada.
—Es la ocasión de matarlo —lo aleccionó Crysania—, nunca estará tan indefenso como ahora. Sin duda pereceríamos todos, pero ya estás preparado para esa contingencia. Tu ansia de aniquilarlo es superior a tu deseo de vivir, ¿me equivoco?
—Sabes mejor que yo que no lo consentirías —se rebeló el guerrero. Destilaba una frialdad que, de nuevo, ponía de relieve su parecido con su gemelo, o así se le antojó a su oponente—. Seamos sinceros, señora; al más mínimo ademán por mi parte nublarías otra vez mi visión.
Sereno, restablecida su confianza tras tan elocuente discurso, arrancó la nívea mano que sujetaba su brazo y concluyó:
—Conviene que uno de nosotros conserve la clarividencia.
Crysania se sonrojó, más aún al recapacitar que las frases del humano, su sarcasmo, no eran sino un eco del aviso que pronunciara Loralon. El guerrero, ignorante de sus cavilaciones, se puso de pie.
—Encenderé una fogata —propuso—, si me lo permiten los fantasmales amigos de mi hermano.
—No creo que se interfieran —corroboró la sacerdotisa, a la vez que, también ella, se incorporaba—. No me impidieron rasgar las cortinas.
No pudo contener un estremecimiento, que su voz delató, al evocar el pánico que la invadiera en la proximidad de aquellas mortíferas criaturas. Caramon presintió su zozobra y la escrutó, lo que hizo tomar conciencia a la dama de su aspecto. Arropada en una descolorida pieza de terciopelo, harapiento y ensangrentado su hábito albo, ennegrecida toda ella a causa del polvo y la ceniza del suelo, no presentaba una apariencia demasiado atractiva. En un impulso involuntario, tanteó su cabello, una melena en otro tiempo bien cepillada, suave y trenzada con sumo primor, que ahora caía sobre su rostro en tupidas greñas.
Palpó las lágrimas secas de sus mejillas, la suciedad, el polvo y se pasó la mano por la faz para borrar tales estigmas. También quiso recoger los desordenados bucles; pero, comprendiendo que era una acción fútil e incluso estúpida, y enfurecida además por la actitud compasiva de su interlocutor, asumió una forzada dignidad.
—Ya no soy la doncella de mármol que conociste —le espetó—, ni tú el borrachín incorregible con el que me tropecé en Solace. Ambos hemos aprendido algo en este viaje.
—En mi caso puedo afirmarlo —repuso el hombretón.
—¿De verdad? —cuestionó la sacerdotisa, sin perder un ápice de su altivez—. Yo no estaría tan segura. Por ejemplo, ¿sospechó tu mente preclara que los magos me enviaron al pasado a sabiendas de que nunca regresaría?
Caramon la contempló atónito y ella continuó con una sonrisa teñida de resentimiento.
—No. Pasaste por alto este hecho sin importancia, o así lo aseveró tu gemelo. Tan sólo una persona podía beneficiarse del ingenio mágico de Par-Salian, aquel a quien se lo entregó. Los hechiceros me catapultaron hacia una muerte cierta, porque me temían.
El guerrero frunció el entrecejo, despegó los labios, volvió a sellarlos y meneó la cabeza. Tardó unos minutos en centrarse lo bastante para ensayar una réplica.
—Podrías haber abandonado Istar junto al elfo que vino en tu busca —le recordó.
—¿Lo habrías hecho tú? —lo increpó Crysania—. ¿Habrías renunciado a vivir en nuestro tiempo de ofrecérsete esta alternativa? ¡Por supuesto que no! No somos tan diferentes.
Cuando Caramon se disponía a contestar, más taciturno a cada instante, Raistlin tosió. Ladeando la cabeza en dirección al mago, la sacerdotisa le recomendó:
—Será mejor que enciendas ese fuego, o de lo contrario sucumbiremos aquí mismo al destino.
Tras darle la espalda, ajena a la perplejidad en que lo habían sumido sus revelaciones, la dama se encaminó hacia el lugar donde estaba tendido el nigromante. Estudió su faz macilenta, mientras se preguntaba si había escuchado su conversación.
Aunque había recobrado el conocimiento, se hacía imposible discernir hasta qué punto Raistlin oyó la conversación entre sus dos acompañantes. De todos modos, su debilidad inducía a pensar que, de haber presenciado la escena, no le restaban energías para prestar atención. Crysania se arrodilló a su lado, no sin antes verter un poco de agua en un cuenco resquebrajado, y arrancó un retazo medianamente limpio de su vestido a fin de humedecerle el rostro. La carne del postrado ardía de fiebre, que aún contrastaba más con la gélida sala.
Mientras ella atendía a su hermano, Caramon se afanó en recoger fragmentos de los desvencijados muebles y los apiló en el hogar.
—Necesito algo delgado, muy seco, o no conseguiré que prenda —murmuró para sus adentros—. Esos libros servirán.
La última frase vibró en los tímpanos de Raistlin como el retumbar de un trueno. Levantó presto los párpados, movió la cabeza e hizo un frustrado intento de incorporarse.
—¡Alto, Caramon! —colaboró Crysania, cuando advirtió la debilidad del mago.
El guerrero se detuvo con un grueso volumen en la mano.
—Es peligroso —susurró el hechicero—. Se trata de una enciclopedia de magia, no debes tocar esos tomos.
Se quebró su voz, mas fijó sus centelleantes ojos en su hermano con tan ostensible preocupación que éste acató su mandato. El fornido humano farfulló algo ininteligible, soltó el ejemplar y comenzó a registrar la escribanía.
—¿Qué es esto? —preguntó al rato, a la vez que extraía unos pergaminos de uno de los cajones—. Parecen cartas. ¿Puedo utilizarlas sin riesgo? —inquirió con tono áspero.
Su gemelo asintió en silencio y, tras hallar junto a la chimenea cuanto precisaba para obtener la chispa, el hombretón hizo brotar las llamas. La sacerdotisa oyó de inmediato su acogedor crepitar pues, gracias a la laca que los cubría, los improvisados leños se inflamaron sin tardanza. La luz que despedía la fogata era brillante, agradable, si bien recortaba con inquietante nitidez los contornos de los espectros que, aunque retraídos, permanecían en la estancia. Crysania espió sus lívidos rostros; pero prefirió ignorarlos.
—Acerquemos a Raistlin al calor —indicó al guerrero—. Antes me habló de una pócima, una medicina.
—Sí —contestó Caramon en un tono vacío de emociones. Se situó junto a la mujer y, encogiéndose de hombros, añadió—: Dejemos que se drogue con su magia, si ése es su deseo.
Un destello de ira iluminó las pupilas de la sacerdotisa. Se encaró con el hombretón, dispuesta a derramar sobre él una lluvia de reproches; pero un leve gesto de Raistlin la conminó a morderse la lengua.
—Has elegido un momento inoportuno para madurar, hermano —comentó el nigromante.
—Quizá —repuso el aludido, contraídas sus facciones en una expresión que denotaba infinita tristeza—. En cualquier caso, ya no importa.
Deprimido, se alejó de nuevo hacia el círculo de tibieza.
La sacerdotisa vio que Raistlin seguía con la mirada los pasos de su gemelo y, al reparar en su semblante, detectó una secreta sonrisa, un ademán satisfecho. Consciente de que lo estudiaba, el hechicero clavó su mirada en ella, recuperando la adustez antes de que la dama reaccionara de su pasmo.
—Podré caminar si tú me ayudas —solicitó, deseoso de atajar cualquier pregunta.
—Necesitarás tu bastón —apuntó la dama, solícita, olvidada su suspicacia—. Te lo traeré.
Cuando estiraba el brazo hacia el refulgente puño, el mago le ordenó, desabrido:
—¡No lo toques! Por favor —rectificó, más amable—. Si lo rozan manos extrañas se extingue su luz.
Con un irrefrenable escalofrío, la mujer examinó su entorno. Al percibirlo, y al atisbar también a los entes informes que pululaban en torno al bastón, sin atreverse a penetrar en su cerco, Raistlin apaciguó a su compañera.
—No creo que nos ataquen —susurró, retorcido su labio en una mueca indefinible, mientras ella lo rodeaba con los brazos al objeto de prestarle su apoyo—. Conocen mi identidad; no osarán disgustarme. Pero... —Un nuevo acceso de tos le obligó a descargar su peso sobre Crysania y a interrumpirse bruscamente. Apoyó una mano en el hombro femenino, posó la otra sobre el cayado y, más seguro, concluyó su discurso—. Pero me sentiré más tranquilo si se mantiene inalterable su haz luminoso.
No podía hablar y avanzar al mismo tiempo; a punto estuvo de caer al suelo. La sacerdotisa se detuvo para permitir que recobrase el resuello y, durante la pausa, recapacitó que su respiración era asimismo irregular, rápida en exceso. Su arritmia constituía una prueba fehaciente del torbellino que la agitaba. Al oír el matraqueo en los pulmones del hechicero, su laboriosa batalla contra la asfixia, la consumía la piedad. Pero, por otra parte, sentía como una punzada el calor abrasador de su cuerpo tan cercano. La perturbaba el aroma embriagador de sus ingredientes mágicos, mezcla de pétalos de rosa y especias, la envolvía la suavidad de sus oscuros ropajes, más aterciopelados que la cortina que pendía de sus hombros. Se entrecruzaron sus miradas un breve instante y el espejo en el que se escudaban los ojos de Raistlin se quebró, de tal manera que la mujer intuyó la sensualidad, la pasión que su mera presencia le inspiraba.