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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico

La Guerra de los Enanos (57 page)

BOOK: La Guerra de los Enanos
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Se ruborizó, consciente de que el nigromante se hallaba demasiado cerca para pasar por alto sus temblores.

—Naturalmente —contestó él sonriendo—. Nos encontramos en la vecindad del Portal y, en consecuencia, de los dioses; de ahí tu estremecimiento.

«No es la proximidad de los hacedores lo que me sobrecoge», pensó la sacerdotisa, afectada por el calor abrasador, por la intoxicante fragancia que despedía aquel cuerpo y que embargaba todos sus sentidos. Disgustada, la mujer se apartó a fin de sofocar sus anhelos sensuales. El era incólume a tales veleidades, y su orgullo de fémina no le permitía mostrarse más débil.

—Has afirmado que precisabas mi auxilio. ¿Para qué? —indagó de su visitante—. ¿Acaso ha empeorado tu herida?

Asaltada por una súbita aprensión, en un impulso involuntario, asió la mano del nigromante.

Un espasmo de dolor cruzó el semblante de Raistlin y arrasó sus facciones hasta conferirles una expresión acerba y dura.

—Estoy bien —respondió con sequedad.

—Loado sea Paladine —se tranquilizó la dama, posada aún la mano en la de su interlocutor.

—Tu dios no recibirá mi agradecimiento —masculló el archimago, entrecerrando los ojos. Ahora fue él quien apretó una mano de Crysania con tal fuerza que la lastimó.

La sacerdotisa comenzó a tiritar. Por un instante tuvo la sensación de que aquella tibieza que le transmitía el contacto de Raistlin procedía de ella, que el hechicero absorbía sus esencias vitales en su propio beneficio y, al hacerlo, la congelaba. Intentó recuperar la mano, pero él, interrumpida su ensoñación a causa de tan esquivo gesto, la contempló en actitud conciliadora.

—Perdóname, Hija Venerable —se justificó, soltándola—. El sufrimiento era insoportable. Recé para que se me concediera la gracia de morir y me fue negado el acogedor olvido.

—Ya conoces el motivo —le reconvino la dama, perdidos sus resquemores en aras de la compasión. Tras un breve titubeo, depositó la palma junto a un tembloroso brazo del mago, aunque no lo tocó.

—Sí, y lo acepto —confirmó Raistlin—. No obstante, me resulta imposible vencer el resentimiento. Algún día tendrán que mediar explicaciones entre tu dios y yo —añadió en tono reprobatorio.

La sacerdotisa se mordió el labio, antes de confesar:

—Yo, por mi parte, acato el agravio que me ha sido infligido. Lo merecía.

Hubo unos momentos de mutismo, en el que ninguno dio muestras de sentirse inclinado a hablar. Las líneas que surcaban la faz del nigromante se acentuaron y Crysania, para evitar que se recreara en oscuras cábalas, indagó:

—Anunciaste a Caramon que las divinidades nos acompañaban. ¿Significa eso que te avienes a comulgar con Paladine?

—Por supuesto —asintió Raistlin, y sus labios se torcieron en una sonrisa llena de ambigüedad—. ¿Acaso te sorprende?

La interpelada suspiró y agachó la cabeza, dejando que el cabello se derramara sobre sus hombros. El claro de luna, distante y frío, confería un tinte azulado a su negra melena, daba una prístina pureza a su alba tez. Su perfume impregnó la estancia, embriagó la noche sin que la mujer se percatara. Notó el roce de unos dedos en uno de los mechones que le enmarcaban el semblante y, al alzar los ojos, topó con los del hechicero. Consumía aquellos iris una pasión que procedía de una fuente interior, una fuente que no alimentaba la magia, y Crysania contuvo el resuello. Pero él, descartando sus impulsos humanos, se levantó para alejarse de sus tentaciones.

—En ese caso —retomó la dama el hilo del diálogo—, ahora te relacionas con dos dioses antagónicos.

—Con los tres —corrigió Raistlin, aunque sin la afectación de que solía rodearse.

—¿Tres? —repitió ella, sobresaltada—. ¿Te refieres a Guilean?

—¿Quién es Astinus sino el portavoz de la Neutralidad? A menos que, como algunos especulan, sea la reencarnación viviente de este dios —apuntó el archimago, desdeñoso—. A fin de cuentas, tú y yo no somos tan diferentes.

—Yo nunca me he comunicado con la Reina de la Oscuridad —se defendió Crysania.

—¿De verdad? —le opuso el hechicero, con una mirada tan penetrante que desestabilizó a la sacerdotisa en sus mismas entrañas—. ¿No conoce Takhisis los secretos deseos del alma? ¿No es ella quien te los ha inculcado? ¿Quieres mayor comunión que la que mi hacedora te brinda?

Consciente de que el deseo al que aludía el mago, un deseo nacido quizá en su espíritu pero que esclavizaba sus sentidos, la inundaba en una peligrosa oleada, la mujer optó por callar. Estuvo unos segundos ausente, necesitada de sosiego, pero él la observaba sin un pestañeo, se recompuso lo mejor que pudo y dijo, en un murmullo inseguro:

—Me los ha otorgado con una mano para arrebatármelos con la otra.

Oyó un leve crujido de la túnica, como si su acompañante hubiera dado un respingo. Sus facciones, ahora visibles bajo el indirecto reflejo de la luna, se contrajeron en un rictus de preocupación.

—No he venido aquí para discutir sobre teología —declaró, esbozando de nuevo una ominosa sonrisa—. Me ha traído un asunto más urgente.

—Claro, lo había olvidado. —La sacerdotisa se sonrojó, y echó hacia atrás los bucles que semiocultaban su rostro—. Cuéntame lo que sea, te escucho.

—Tasslehoff está en Zhaman.

—¿Tasslehoff? —exclamó la sacerdotisa con patente perplejidad.

—Sí, muy enfermo además —le reveló el nigromante—. Lo cierto es que le ronda la muerte; por eso preciso de tus facultades curativas.

—No lo comprendo —balbuceó Crysania—. ¿Cómo ha podido llegar hasta nosotros? Aseguraste que había regresado a su tiempo, a Solace.

—Estaba persuadido de que era así —repuso Raistlin en grave postura—, pero, según parece, me equivoqué. Ha deambulado por el mundo a la manera de los kenders, disfrutando a pleno pulmón hasta que, al tener noticia de la guerra que se avecina, decidió unirse a la aventura. Lo que ignoraba era que en su vida errabunda había contraído la peste.

—¡Paladine nos asista! —se horrorizó la sacerdotisa—. ¿Adonde he de ir?

Asiendo la capa de piel, que yacía extendida a modo de colcha, la colocó sobre sus hombros si bien, mientras se arropaba, no le pasó inadvertido que el hechicero ladeaba el cuerpo como si pretendiera eludirla. No se resignó, estiró el cuello y descubrió en el perfil del inefable humano, de nítido trazo por haberse vuelto hacia la ventana, que se tensaban sus músculos faciales en una lucha consigo mismo.

—Estoy a tu disposición —se limitó a informar a su meditabundo visitante con un acento inocuo, casi impersonal.

Raistlin salió de su ensimismamiento y le tendió su mano, sumiéndola en el desconcierto.

—Debemos recorrer las sendas de la noche —le explicó al detectar su incertidumbre—. Como antes te he comentado, no conviene alertar a la guardia.

—¿Por qué? ¿Qué importancia tiene? —porfió la mujer.

—¿Qué voy a decirle a mi hermano? —continuó él.

Crysania nada contestó, aunque el interrogante de su mirada hacía superfluas las palabras.

—Hazte cargo de mi dilema —le rogó el archimago, a la vez que la examinaba con una vehemencia que no era precisamente de súplica—. Si le comunico que el kender se halla en la fortaleza, lo único que conseguiré es aumentar su inquietud, en un momento en el que no puede permitirse cargar con más responsabilidades de las que ya le abruman. Tas ha roto el ingenio arcano, un incidente que desazonará a Caramon aunque sepa que yo me propongo restituirlo a su hogar cuando todo esto haya terminado. En contrapartida, tengo la obligación moral de hacerle saber que su amigo está aquí.

—En estos últimos días, tu gemelo ha perdido el entusiasmo. Está alicaído, sus más mínimos gestos denotan disgusto —se lamentó la sacerdotisa con sincero pesar.

—Los augurios no pueden ser peores —ratificó el nigromante—. Se aproxima la contienda definitiva, y el ejército se desmorona a su alrededor. Los bárbaros amenazan con abandonarnos cada vez que se les presenta la ocasión, los enanos de Fireforge son unos atolondrados que presionan al general a atacar antes de estar preparado, los dewar no inspiran confianza a nadie y la caravana de provisiones se ha evaporado en el aire, sin que nadie conozca su paradero. Y, en cuanto a los caballeros, aunque están bien dispuestos no deja de afectarles la inestabilidad reinante. En tales circunstancias, sólo le falta al pobre Caramon que ese entremetido kender se pase el día yendo de un lado para otro, cotorreando y distrayéndole. Sin embargo, la conciencia me dicta prescindir de tales consideraciones y advertirle de la presencia del hombrecillo.

—No, Raistlin —replicó Crysania—, no es prudente que se entere. Después de todo, el guerrero nada puede hacer por él —le razonó al leer la duda en sus ojos—. Si, como sospechas, Tasslehoff está en una situación crítica, mis dotes le salvarán, pero tardará un tiempo en recobrar las energías y de nada servirá que el general esté pendiente de él. Tú y yo atenderemos al kender y, cuando se haya restablecido por completo, le daremos libertad para reunirse con su amigo en el campo de batalla si tal es su deseo.

El hechicero torció el labio, remiso a seguir tan sabio consejo. Era evidente que se debatía entre sus principios y los condicionantes externos, o al menos así se le antojó a la mujer.

—De acuerdo, Hija Venerable —se rindió al fin—. Tu sensatez me ha convencido, ocultaremos a mi gemelo el retorno del kender.

Se acercó a la sacerdotisa, que, al sentir su vecindad, lo espió de soslayo y vislumbró en sus rasgos una extraña expresión que, excepcionalmente, se manifiestaba tanto en su boca como en sus refulgentes pupilas. Alarmada, sin atinar a definir la causa de su repulsa, retrocedió, pero el archimago la rodeó con sus brazos y la envolvió en los aterciopelados pliegues de sus mangas, en unas garras firmes y acogedoras.

Crysania entornó los párpados y olvidó aquella mueca. Acurrucada, abrigada por su calidez, oyó el rápido palpito de su corazón en perfecta armonía con la cadencia de los versículos.

Ambos se desvanecieron, se fundieron con las tinieblas. Sus sombras vibraron unos segundos bajo el haz lunar para, también ellas, disolverse en el vacío.

—¿Lo escondes en los calabozos? —preguntó Crysania, temblando en el gélido y húmedo ambiente.

—Shirak. — Esta sola palabra de Raistlin bastó para que la bola cristalina del Bastón de Mago alumbrara la celda con suave luminosidad—. Está ahí —anunció, extendido el índice hacia un rincón.

Un destartalado camastro se erguía adosado al muro. Dirigiendo a su acompañante una mirada cargada de reproche, la sacerdotisa corrió hasta el enfermo, se arrodilló a su lado y posó la mano en sus sienes devastadas por la fiebre. Tas emitió un alarido, antes de abrir los ojos y buscar, sin verla, a la criatura que perturbaba su descanso.

—Sal —ordenó el mago al enano oscuro que guardaba al yaciente, y que ahora estaba agazapado en una esquina.

Cuando se hubo cerrado la puerta a su espalda, el nigromante se situó detrás de la sacerdotisa.

—¿Cómo puedes confinarle en esta atmósfera tenebrosa? —le interrogó la dama.

—¿Has tratado alguna vez a las víctimas de la plaga? —desafió Raistlin a aquella mujer que osaba cuestionar sus decisiones.

Ella le observó fijamente y, ruborizada, desvió el rostro. Con una amarga sonrisa, el hechicero respondió en su lugar.

—No, claro que no. La peste nunca asoló Palanthas, no cometió el ultraje de corromper su inmaculada belleza.

No hizo el menor esfuerzo para disimular su desprecio, tan ostensible que Crysania sintió que su faz se incendiaba como si fuera ella quien padeciese las fiebres.

—A nosotros, en cambio, sí se atrevió a visitarnos —prosiguió el mago—. Se ensañó con los más pobres, los que vivían en los arrabales de Haven, sin que hubiera curanderos capaces de combatirla. Ni siquiera los familiares de los apestados se ocuparon de sus postrados parientes; huyeron de aquellas patéticas criaturas que podían contagiarles el mal. Yo hice cuanto estuvo en mi mano, administrándoles pociones de hierbas cuyas virtudes había aprendido a reconocer gracias a las enseñanzas de mis libros. No podía sanarles, pero al menos paliaba el dolor. Mi maestro desaprobó que les dedicara tantos cuidados —recordó, y la sacerdotisa comprobó que había escapado a un tiempo remoto—. Y también Caramon, según decía porque temía por mi salud. ¡Simplezas, mentiras! Era a sí mismo a quien pretendía preservar. La epidemia le causaba más espanto que un ejército de goblins. No les hice caso, ¿cómo iba a negar mi apoyo a aquellos desdichados? No tenían a nadie, se enfrentaban solos a su cruel destino.

Impresionada por el relato del mago, Crysania notó el punzante afluir de las lágrimas. Pero él no se apercibió, su mente había volado a aquellas paupérrimas chozas que se arracimaban en los aledaños de la ciudad como si sus moradores hubieran huido del mundo de los escogidos para zafarse del menosprecio. Se vio a sí mismo, investido de su Túnica Roja, moviéndose entre los más perjudicados, embutiendo la medicina en sus gargantas, abrazándoles en sus últimos momentos y acompañándoles en el tránsito. Trabajó con denuedo sin esperar muestras de agradecimiento, sin desearlas. Su faz, la última que muchos veían antes de que unos ahogados estertores preludiasen su viaje al más allá, no expresaba piedad ni aflicción, pero reconfortaba a los agonizantes. Unos se rebelaban frente a lo que les aguardaba, otros se acoplaban al sufrimiento y aguantaban en pie hasta el final. Los más traspasaban una fase de pánico y, al ver la muerte de cerca, se resignaban e incluso la acogían con los brazos abiertos, agotados del suplicio.

Raistlin atendió a las víctimas de la peste aun a riesgo de perder su propia integridad, pero ¿por qué? Por un motivo que él mismo ignoraba, que todavía tenía que comprender. Por un motivo, quizás, olvidado.

—En cualquier caso —sentenció, de vuelta al presente—, descubrí que la luz dañaba sus ojos. De los pocos que se recuperaron, algunos quedaron ciegos por culpa de un simple resplandor...

Un estridente gemido de Tasslehoff interrumpió su plática.

—Por favor, Raistlin, ten paciencia. ¡Te prometo que intento acordarme de toda la historia! No me mandes a los dominios de la Reina de la Oscuridad.

Mientras así vociferaba, el trastocado hombrecillo se aferró a la pared, cual si quisiera trepar por su superficie.

—Cálmate, Tas —le apuntó la sacerdotisa, al mismo tiempo que atenazaba sus manos—. Soy yo, Crysania, ¿no me reconoces? Voy a socorrerte.

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