Read La Guerra de los Enanos Online
Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman
Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico
—El gnomo —especificó el mago, desviando las pupilas hacia aquel hombrecillo que le contemplaba petrificado.
—Sí —ratificó Tas, y sonrió a su amigo—. Él confeccionó el artefacto para viajar en el tiempo que nos ha traído hasta aquí. ¡Funcionó, por improbable que te parezca! Nos evaporamos en el aire y, en un santiamén, nos trasladamos a esta época.
—¿Os fugasteis del Abismo?
El personaje arcano, con ostensible pasmo, clavó en el kender sus espejos de negrura.
Tasslehoff se encogió de hombros, sin poder disimular su sobrecogimiento. Aquellos últimos minutos en los reinos espectrales todavía presidían sus pesadillas, y eso que los de su raza no suelen soñar.
—Así fue —dijo, a la vez que dedicaba al archimago una sonrisa destinada a desarmarlo.
De nada sirvió. Raistlin se concentró en el gnomo, perturbado, y con una mirada tan penetrante que al kender se le heló la sangre en las venas.
—Antes has afirmado que el ingenio se desarticuló —siseó el hechicero.
—Cierto.
Fue una sola palabra, pero a Tas se le atragantó. Al notar que la zarpa de su aprehensor se relajaba, distraído como estaba en sus meditaciones, ensayó un débil forcejeo para desembararse, y le sorprendió que el mago nada hiciera por atenazarlo. Al contrario, le soltó de manera tan imprevista que el hombrecillo estuvo a punto de caer desplomado.
—El ingenio se rompió —persistió Raistlin en un murmullo—. En ese caso, alguien debió repararlo. ¿Quién? —interrogó al kender.
—Creo que debo ser más conciso —admitió el aludido y, receloso de su reacción, se apartó del nigromante—. Confío en que los miembros del cónclave no montaran en cólera. Gnimsh no concibió un nuevo artilugio, sino que introdujo unas ligeras modificaciones en el que tú me diste —confesó al fin—. Nada serio, te lo prometo, sólo unos pequeños ajustes. Me defenderás frente a Par-Salian, ¿verdad, Raistlin? Me horroriza la idea de meterme en más complicaciones; ya tengo bastantes asuntos que resolver. No hicimos nada que desvirtuase las dotes iniciales de ese artefacto. Gnimsh se limitó a encajar las piezas de manera que respondiera al activarlo.
—¿Lo ensambló de nuevo? —puntualizó el archimago, sin que se borrara la singular expresión de sus rasgos.
—Podría llamarse así. —Tas reculó hacia donde se erguía el gnomo, y le dio un codazo en las costillas en el instante en que éste se aprestaba a intervenir—. «Ensambló» define a la perfección lo que hizo mi amigo.
—Pero Tasslehoff —protestó Gnimsh—, ¿ya has olvidado cómo sucedió?
—Cállate —musitó el kender—. Déjame hablar a mí, yo sabré manejar la situación. ¡Nos encontramos en un grave apuro! Los magos de las Tres Túnicas, en eso son todos iguales, desaprueban que remodelen sus inventos aunque sea para mejorarlos. Estoy convencido de que Par-Salian lo comprenderá cuando se lo cuente, e incluso te felicitará al enterarse de que has ampliado sus posibilidades, pues debe de ser muy farragoso que el ingenio sólo transporte a una persona cada vez. Le haré entrar en razón, pero he de ser yo quien se lo explique. Raistlin es un poco descuidado con los pormenores, no se hará cargo de las ventajas y, por lo tanto, no se las transmitirá a su colega. Además, no es momento de hacerle recomendaciones —agregó, espiando a aquella inquisidora figura.
Gnimsh imitó a su compañero y, sensible al ominoso mensaje que destilaban los iris del hechicero, se apretujó contra él como si fuera un escudo salvador.
—Tengo la impresión de que no le caigo bien, leo en sus ojos una profunda aversión hacia mí —comentó el gnomo.
—Se comporta así con todo el mundo —le tranquilizó Tas—. Ya te acostumbrarás.
Sucedió a estos intercambios un silencio sepulcral, que aún se hizo más patente al rasgar su manto el gemido discorde de un agonizante. Tas miró incómodo a los dewar y, de un modo instintivo, estudió también al callado mago quien, de nuevo, había centrado su atención en el gnomo con la preocupación dibujada en su macilenta faz.
—Eso es todo lo que puedo decirte, Raistlin —continuó el kender en voz alta, dirigiendo una nerviosa mirada a los apestados—. ¿Por qué no salimos de este hediondo calabozo? ¿Nos teleportaremos mediante la magia? ¿Invocarás uno de aquellos hechizos tan divertidos que usabas en Istar?
—Dame el ingenio —fue la lacónica respuesta, o evasiva, del archimago.
Debido quizás a la actitud del nigromante, que parecía enajenado y al mismo tiempo delataba una aviesa determinación en las arrugas que se habían formado en las comisuras de sus labios, o quizás a la humedad del corrompido ambiente, Tas se agitó en un escalofrío. Gnimsh, que sostenía en su palma el artilugio, consultó a su amigo con los ojos.
—Permíteme que lo conserve un tiempo —le pidió el kender—. No lo extraviaré, te lo prometo.
—Dámelo.
Fue una orden tajante, irrevocable, pese a no sobrepasar en volumen a un quedo susurro.
—Será mejor que se lo entregues, Gnimsh —aconsejó Tasslehoff a su indeciso compañero.
Tragó saliva de nuevo, y reparó en el amargo sabor que ésta dejara en su boca.
El gnomo parpadeó, mas no hizo ningún otro movimiento. Era obvio que se resistía a obedecer, que se hallaba en una total ignorancia de lo que ocurría y este hecho le impulsaba a cuestionar la resolución del kender.
—No te inquietes —le dijo Tas, tratando de sonreír aunque se habían agarrotado los músculos de su faz—. Raistlin es amigo mío, guardará ese valioso objeto en un lugar seguro.
Sin saber aún a qué atenerse, el hombrecillo se encogió de hombros y avanzó unos pasos para depositar el artilugio en la mano que el mago le tendía. El colgante parecía un abalorio carente de interés bajo la luz de la única antorcha de la celda, pero Raistlin lo trató con suma delicadeza. Tras examinarlo unos segundos, lo deslizó en uno de los bolsillos secretos de su atavío.
—Acércate, Tas —invitó acto seguido al kender.
Gnimsh se hallaba aún plantado frente al hechicero y se empecinaba en contemplar, con palpable consternación, los pliegues tras los que se había esfumado su tesoro. Asiéndole por los tirantes del mandil, Tasslehoff le separó de tan poderoso rival y estrechó su mano.
—Estamos a punto, Raistlin —anunció, entusiasmado—. ¡Un estallido y abandonaremos las mazmorras! Caramon va a llevarse un susto mayúsculo.
—Te he dicho que vengas aquí —le reprendió el nigromante con voz fría, desapasionada, y los ojos prendidos del gnomo.
—No pensarás dejarle aquí, ¿verdad? —se le encaró el kender, a la vez que soltaba a su compañero y daba un paso hacia él—. Si ésos son tus designios, prefiero quedarme. No te ofendas, pero Gnimsh me necesita para salir de este atolladero y presentar a los enanos el proyecto de un ascensor mecánico que ha diseñado...
Raistlin estiró la mano, agarró a Tasslehoff por el brazo y lo atrajo hacia su cuerpo.
—No, no voy a dejarle a su suerte —le aseguró.
—¡Magnífico! Nos conducirá a ambos junto a Caramon. La magia es una fuente inagotable de sensaciones; verás cómo te gusta —arengó el kender al gnomo, con un esbozo de sonrisa distorsionado por el dolor que le infligían los dedos del hechicero clavados en su piel.
Aquel intento de infundir ánimos a su colega no fructificó. Al atisbar las facciones de Gnimsh, que denotaban un patético desconcierto, una incertidumbre que su manera de estrujar el pañuelo de Tasslehoff no hacía sino subrayar, este último trocó su alegría en compasión e hizo ademán de aproximársele. Pero Raistlin se encargó de reprimir su gesto.
—¡Vamos, Gnismh, no pongas esa cara! —imploró Tas, resignado—. Raistlin es amigo mío, ya te lo he di...
El archimago soltó el brazo de su cautivo para sujetarlo del cuello de la camisa con una mano, y con la otra señaló al gnomo y comenzó a entonar un cántico.
—
Ast kiranann kair
.
Un terror sin precedentes invadió al kender, que había oído aquellos versículos en multitud de ocasiones.
—¡No! —vociferó, angustiado, y buscó a Raistlin con la mirada—. ¡No, te lo suplico! —volvió a gritar, balanceándose para golpearse y forcejeando a la desesperada.
—
Gardum Soth-arn, Suh kali Jalaran
— concluyó el otro, indiferente a la criatura que se debatía en sus garras.
El aire se partió, se quebró en cristales sibilantes y el indefenso Tas tuvo que asistir, impotente, a la creación arcana de aquellos familiares relámpagos de fuego, que, brotados de los dedos del hechicero, habían de fulminar a su desdichado oponente. El flamígero proyectil se incrustó en el pecho de su víctima, con tal energía que Gnimsh salió despedido hacia atrás y se estrelló contra el muro.
El gnomo se derrumbó sin proferir una queja. Unas volutas de humo se elevaron de su delantal, impregnadas de ese olor entre dulzón y nauseabundo que dimana de la carne socarrada. Se retorció la mano que sujetaba el pañuelo en un espasmo reflejo, y se inmovilizó.
También Tas se había paralizado. Enmarañadas sus manos en los ropajes de su aprehensor, miró al yaciente con las pupilas desorbitadas.
—Ahora ya podemos irnos —sentenció el archimago.
—No —rehusó el hombrecillo por pura inercia, ya que aún no había salido de su trance. Sin embargo, el espectáculo que ofrecía el gnomo y las palabras de Raistlin le devolvieron a la realidad. Reanudando su lucha para desembarazarse de la zarpa de aquel maléfico humano, exclamó—: ¿Por qué le has matado? ¡Era mi amigo!
—Tengo mis motivos —replicó Raistlin, sin permitir que se deshiciese de su firme asimiento—. Debes acompañarme.
—¡No! —bramó el kender en franca rebelión—. No eres interesante, tus artes han dejado de excitar mi curiosidad. Antes me fascinabas, pero acabo de comprender que no eres más que una criatura tan abyecta como el Abismo que te engendró. Te has tornado horrendo, despreciable, y no te seguiré por mucho que te empeñes. ¡Nunca más! ¡Suéltame!
Cegado por las lágrimas, propinando puntapiés y arremetiendo con los puños cerrados, Tas emprendió una batalla desenfrenada contra el asesino de su amigo el gnomo.
Los dewar, repuestos del pavor hipnótico en que les sumiera la escena, se entregaron a un pánico más expresivo. Cundió la alarma, y los alaridos de los habitantes de la celda se propagaron entre los otros enanos confinados en el subterráneo. Uno tras otro, los reos se precipitaron sobre las puertas de barrotes de sus respectivos calabozos y organizaron una auténtica hecatombe de bramidos y reniegos.
En medio de la batahola, las voces de los guardianes se sobrepusieron a las de los amotinados para solicitar auxilio.
Pausado, imperturbable, Raistlin posó la mano en la frente de Tasslehoff y formuló un nuevo hechizo. El cuerpo del kender se relajó al instante y, al verlo inconsciente, el archimago completó su sortilegio. Ambos desaparecieron dejando a los dewar anonadados, boquiabiertos, obcecados unos en espiar el espacio vacío donde se diluyeran mientras otros se acercaban al cadáver que yacía en el suelo, reducido a un amasijo informe.
Una hora más tarde, Kharas, que se había zafado de sus custodios con extrema facilidad, se encaminó hacia la galería donde se hallaban cautivos los dewar. Una vez en el pasadizo central, lo recorrió alicaído y preguntó a uno de los celadores:
—¿Qué pasa aquí? Tanta paz me sorprende.
—Hace un rato se ha armado un tremendo revuelo —informó el otro—. No hemos podido averiguar la causa, pero al fin se han apaciguado.
El héroe se asomó al interior de algunos calabozos, asaltado por un vago resquemor. Los dewar allí recluidos le observaron en perfecto mutismo y con una expresión que no era de odio, sino de desconfianza e incluso de miedo.
Creciente su zozobra a medida que avanzaba, presintiendo que se había producido algún suceso de mal augurio, el enano aceleró la marcha hacia su objetivo, el último habitáculo de la larga hilera que se hundían en las paredes de roca.
Al distinguirlo enmarcado en los barrotes, los prisioneros que aún no estaban postrados por la peste dieron un respingo y se refugiaron en el rincón más apartado. Se arracimaron temblorosos en su recoveco y, sin cesar de murmurar entre ellos, señalaron el lugar donde, yerta y contorsionada, se perfilaba la figura del gnomo.
Kharas arrugó el entrecejo al reconocer al reo. Lanzó una furibunda mirada al centinela, un mudo pero rotundo reproche a su negligencia, e interrogó a los dewar.
—¿Quién ha cometido una acción tal vil? —inquirió—. ¿Qué ha sido del kender?
Para asombro del consejero, los interpelados, en vez de negar el crimen en hosca postura, corrieron hacia la puerta y, todos en tropel, se enzarzaron en una inextricable maraña de explicaciones. Consciente de que así no despejaría la incógnita, el héroe de los enanos los conminó al silencio con un violento e incontestable gesto de la mano.
—Tú —indicó a uno, el individuo del cuchillo, que todavía sostenía los saquillos de Tasslehoff—. ¿De dónde has sacado esas bolsas? ¿Qué ha ocurrido? ¿Quién ha asesinado al gnomo? ¿Por qué no está aquí el kender?
Mientras el dewar ponía en orden sus ideas frente al acoso de tan insigne superior, éste observó sus desencajadas pupilas y descubrió, horrorizado, que cualquier resquicio de cordura que el enano hubiera podido poseer se había volatilizado.
—La he visto —declaró el dewar con una sonrisa torcida, entre la burla y el espanto—. Vestía de negro, como le corresponde, y ha venido a buscar al gnomo. Se ha llevado al kender, y también nos tocará a nosotros el turno de ser arrastrados a sus dominios. Volverá a buscarnos a todos —insistió, estrangulándose en sus propias carcajadas.
—¿Quién era? —le urgió Kharas—. ¿A quién has visto? ¿Quién se ha llevado al kender?
—La muerte en persona —susurró el interrogado, a la vez que desviaba la cara para clavar en Gnimsh una mirada de alucinado.
La odisea de Tas
Durante varias centurias, nadie se había aventurado en la fortaleza de Zhaman. Los enanos le profesaban una inquina invencible por diversas razones, siendo las principales que había pertenecido a las órdenes arcanas y, más abominable aún, que su mampostería no era de factura enanil. Según leyendas ancestrales, la habían construido mediante la magia, había surgido de la tierra y se mantenía en pie merced a un duradero sortilegio.
—Tiene que ser así —rezongó Reghar, al mismo tiempo que oteaba las esbeltas torres del alcázar en actitud evasiva—. De otro modo, su simientes habrían cedido hace ya muchas décadas —dictaminó, y señaló a Caramon el portentoso y bien conservado edificio.