Read La Guerra de los Enanos Online
Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman
Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico
Pero, antes de que la clemente penumbra lo acunara, resonaron en su cerebro las palabras de la sacerdotisa: «Agradece a Paladine...» La efigie de Raistlin flotó en la atmósfera de su refugio, y murió en su garganta la acción de gracias.
La promesa de Kharas
Tamborileando los dedos sobre el brazo del pétreo banco para visitantes que habían instalado en la sala contigua a las dependencias de Duncan, Kharas aguardaba ansioso una respuesta. No tardó en recibirla. La puerta se abrió y apareció el rey.
—Bienvenido, Kharas —le saludó—. Puedes entrar —le invitó, a la vez que tiraba de su brazo.
Con un molesto sonrojo, el consejero penetró en los aposentos privados de su monarca, quien, al percibir su turbación, le dedicó una afable sonrisa antes de conducirlo a su gabinete.
Construido en el seno de la montaña, lejos de la superficie, el hogar de Duncan era un complejo laberinto de estancias y túneles atestados de muebles de esa madera sólida, oscura, que tanto admiran los enanos. Aunque más espacioso que la mayoría de las viviendas de Thorbardin, en todos los otros aspectos aquel intrincado refugio era idéntico a los de sus súbditos. De no ser así, se habría criticado severamente el mal gusto del soberano, puesto que el hecho de gobernar no le autorizaba a tener ínfulas de grandeza. Nadie censuraba que le atendiese un nutrido grupo de criados, pero las leyes que regían a su tribu exigían que él mismo acudiese a la puerta y atendiera a sus huéspedes. Al ser viudo, el dignatario vivía en compañía de sus dos hijos, ambos solteros a causa de su corta edad (unos ochenta años).
El gabinete en que introdujo a Kharas era, sin lugar a dudas, su habitación preferida. Decoraban los muros varias hachas y escudos guerreros, además de una variopinta serie de espadas de hoja curva capturadas a los hobgoblins, un tridente de minotauro que había sido ganado en justa lid por un ancestro del adalid y, cómo no, martillos, cinceles y otras herramientas para trabajar la roca.
Duncan agasajó al héroe haciendo gala de auténtica hospitalidad. Cumplió con todos los requisitos: le ofreció la mejor butaca, sirvió la cerveza y azuzó el fuego siempre que fue preciso, pero sus atenciones no obstaron para que el consejero, que había estado múltiples veces en aquella sala, se sintiera de pronto tan incómodo como si hubiera irrumpido en la intimidad de un extraño. Quizá su desasosiego se debía a que Duncan, pese a dispensarle el trato cortés que solía presidir sus intercambios, lanzaba miradas furtivas, penetrantes, a su rasurada faz.
Al advertir aquel singular brillo en los ojos de su superior, menos habitual que su obsequiosidad, a Kharas le resultó imposible relajarse y se sentó en el borde de la silla, retirando de sus comisuras la espuma del brebaje más a menudo de lo que era imprescindible. Y así, aplicado el dorso de la mano a su boca, esperó que concluyesen las formalidades.
Los preámbulos, por fortuna, no se prolongaron demasiado. Tras agotar de un solo trago el contenido de la jarra, el rey depositó el recipiente en un velador que se erguía junto a su butaca y, acariciándose la barba mientras estudiaba al héroe en sombrío ademán, dijo:
—Kharas, me aseguraste que el mago había muerto.
—Sí, thane — respondió perplejo el aludido—. Le asesté un golpe letal, al que ningún hombre habría sobrevivido.
—Él lo hizo —fue el tajante comentario del monarca.
—¿Acaso insinúas, me acusas de...? —empezó a exaltarse el consejero.
—¡No, amigo mío! Nada más lejos de mi intención —se apresuró a apaciguarlo Duncan—. Estoy persuadido de que creíste firmemente haberlo ajusticiado, aunque más tarde los acontecimientos se revelasen diferentes. En efecto, nuestros exploradores informan haberle visto en el campamento. Estaba herido o, al menos, no podía cabalgar. El ejército prosigue su marcha hacia Zhaman, con el hechicero alojado en un carro.
—¡Eso es imposible! —protestó Kharas, purpúreos sus pómulos al sumarse el enfado a la congoja—. Su sangre bañó mis manos, arranqué la daga de lo más hondo de su vientre. ¡Por Reorx! —blasfemó—. En sus pupilas vidriosas había anidado la muerte; yo mismo lo comprobé.
—No lo dudo, hijo. —Compadecido por la vehemente angustia de su súbdito, el monarca estiró una mano para darle unas paternales palmadas en un brazo—. Nunca tuve noticia de que una criatura se sobrepusiera a una herida como la que describiste, salvo cuando los clérigos habitaban Krynn.
Al igual que todos los sacerdotes verdaderos, los de la raza enanil también se esfumaron poco antes del Cataclismo. Sin embargo, este pueblo se distinguía de los otros que poblaban el país en que nunca perdió la fe en su antiguo dios. Reorx, el Forjador del Mundo, permaneció presente en sus vidas pese a que sus siervos se sintieron defraudados por su evidente complicidad en el desencadenamiento de la hecatombe. Su disgusto les llevó a dejar de adorarle en público, mas su creencia estaba demasiado arraigada, el concepto de la divinidad se hallaba demasiado vinculado a sus costumbres, como para renegar de él a consecuencia de tan liviana infracción.
—¿Tienes idea de lo que ha podido ocurrir? —indagó el rey, fruncido el ceño.
—No, thane — admitió el héroe—. Pero me extraña que no hayamos recibido una contestación del general Caramon. ¿Habéis interrogado a los dos individuos que apresamos? Quizá sepan algo.
—¿Un kender y un gnomo? No digas sandeces —le espetó el dignatario—. ¿Qué pueden comunicarnos? No me interesa en lo más mínimo la sarta de embustes que puedan contarnos ni, si he de serte franco, me preocupan los tejemanejes del mago. La razón por la que te he hecho venir, Kharas, además de darte a conocer la recuperación de esa criatura, es insistir en que debes olvidar tus arengas en favor de la concordia y prepararte para la guerra.
—Algo se oculta bajo ese par de barbas —farfulló el consejero, parafraseando un viejo proverbio. Quedaba patente que no había escuchado la parrafada de su interlocutor—. En mi opinión, tendrías que...
—Adivino lo que piensas —lo interrumpió el thane—, que esos hombrecillos son apariciones invocadas por el nigromante. ¡No seas ridículo! ¿Qué hechicero que se precie se valdría de un kender, aunque se hallara en un terrible apuro? No, son criados o algo semejante. En la tienda reinaba el caos, tú mismo lo mencionaste.
—Hay algo que me intriga, y que también suscitaría tu curiosidad si hubieras visto la expresión del mago cuando se materializaron —replicó Kharas sin alzar la voz—. Su rostro en nada difería del de un viajero que, al atravesar una planicie yerma, descubre de pronto a sus pies un cofre repleto de oro y de joyas. Autorízame a llevarlos a presencia del consejo, thane. Habla con ellos, es lo único que te pido.
Duncan suspiró y miró al héroe con impaciencia.
—De acuerdo —accedió a regañadientes—; supongo que no me perjudicará. Pero voy a ponerte una condición —agregó, y dirigió a su súbdito una mirada imperiosa, ineludible—. En el caso de que resulten infructuosas nuestras pesquisas, rechazarás tus absurdas nociones y te concentrarás en las tácticas bélicas. Será una lucha cruenta, hijo —preconizó, suavizado su tono al detectar la pesadumbre que surcaba las acciones de su subordinado—. Te necesitamos.
—Sí, thane — contestó el otro, sumiso—. Acepto el compromiso.
El monarca llamó a su guardia personal y, de manera abrupta, salió de su morada seguido por Kharas. El héroe caminaba despacio, absorto en sus meditaciones.
Después de atravesar el vasto reino subterráneo, doblando callejas y avenidas, cruzaron en un bote el Mar de Urkhan y llegaron al fin a los calabozos. En el primer nivel se hallaban confinados los delincuentes menores, aquellos que habían incurrido en transgresiones, como no pagar sus deudas, mostrarse irrespetuosos con padres o cabecillas, hurtar objetos sin importancia o emborracharse y organizar pendencias. Y también en este plano se encontraban el kender y el gnomo. Al menos, allí les dejaron la noche anterior.
—El problema radica en que carecemos de un mapa —se lamentó Tasslehoff, mientras el celador le hostigaba a andar.
—Si no recuerdo mal, dijiste que ya habías estado antes en estos parajes —refunfuñó Gnimsh.
—Antes no, después —le corrigió el kender—. O quizá la expresión adecuada sería «más tarde». Voy a sacarte de tu error, y espero que lo comprendas. Visitaré este reino escondido dentro de doscientos años, si no me equivoco en mis cálculos, aunque para mí el futuro es pasado. Lo cierto es que se trata de una historia fascinante. Vine con unos amigos. Fue después de que se casaran Goldmoon y Riverwind y antes de emprender viaje a Tarsis. ¿O habíamos pasado ya por esa ciudad? No, no puede ser, porque fue en Tarsis donde me cayó encima aquel edificio...
—Eso que tu calificas de «historia fascinante», y que es un tremendo galimatías, me resulta más que familiar. Conozcoeseepisodiodememoria.
—¿Cómo? —preguntó Tas confundido.
—Co...noz...co ese epi...so...dio de me...mo...ria —repitió el gnomo, espaciando ahora las sílabas hasta asumir la lentitud de un caracol.
Tan exasperado estaba Gnimsh, que pronunció de nuevo la frase, ahora en un sonoro grito. Su tono chillón se dispersó en mil ecos por las cámaras de roca y más de un enano se volvió para recriminarle su conducta.
—¡Oh! —se entristeció Tas—. Pero el rey lo ignora, y estoy seguro de que despertará su interés —apuntó, recobrada la jovialidad.
—Convinimos en que no le contarías a nadie que procedes del futuro —le amonestó el gnomo, envuelto en el aleteo de su largo mandil—. Decidimos actuar como si perteneciéramos a este tiempo.
—Eso fue cuando todo parecía funcionar según lo previsto —repuso Tasslehoff—. Admito que en un principio nuestros planes se desarrollaron con éxito. Activaste el artilugio, escapamos del Abismo...
—Nos dejaron escapar —puntualizó su compañero.
—Ése es un detalle insignificante —se rebeló el kender, irritado—. Salimos de allí, que es lo que cuenta. Gracias al ingenio arcano, dimos con Caramon, tal como tú habías vaticinado —apostilló para complacer a Gnimsh, quien sonrió orgulloso—; el mecanismo había sido cali... cala...
—Calibrado —le ayudó el gnomo.
—Exacto, calibrado de tal forma que apareciéramos donde estaba el guerrero. Pero, por alguna razón inexplicable, nuestra suerte sufrió un vuelco —constató, y al evocar su desgracia comenzó a mordisquear un mechón de pelo que se había desprendido del copete—. Raistlin ha sido apuñalado, quizás hasta la muerte, y esos soldados nos llevan prisioneros sin darme oportunidad de indicarles que cometen una grave injusticia.
En este punto, enmudeció y continuó avanzando en actitud meditabunda. Arrastraba los pies, tan abstraído que ni siquiera se molestó en observar su entorno. Transcurridos unos minutos, alzó la cabeza y expuso a su nuevo amigo el resultado de sus elucubraciones.
—Lo he pensado meticulosamente, Gnimsh. Sé que es un acto desesperado, al que nunca recurriría por voluntad propia, pero la situación se nos ha ido de las manos y no me queda otra alternativa. Debemos decir la verdad —terminó, con un solemne suspiro.
La drástica resolución del kender no pudo por menos que alarmar al otro hombrecillo, hasta tal punto que se pisó el repulgo del delantal y cayó de bruces al suelo. Los centinelas, que no hablaban la lengua común, levantaron al gnomo y lo transportaron en volandas durante el resto del recorrido. No tardaron en detenerse frente a una descomunal puerta de madera donde otros soldados, que espiaron a los dos cautivos con mal disimulado desdén, tomaron el relevo de los guardianes.
Al desajustarse la doble hoja y exhibirse ante los ojos de Tas una vasta habitación, ocupada por varios enanos, el kender exclamó:
— ¡Reconozco esta estancia!
—Será una gran ayuda —masculló Gnimsh.
—Es la sala de audiencias —ratificó Tasslehoff al examinarla—. La última vez que entramos aquí, Tanis se mareó. Pertenece a la raza elfa o, para ser más exacto, es una mezcla de elfo y humano, pero en cualquier caso estos recintos cerrados le producen claustrofobia. ¡Ojalá estuviera ahora a mi lado! —añadió, exhalando un nuevo suspiro—. A él se le ocurriría una solución. Necesito el consejo de una criatura prudente como él.
Los soldados les empujaron al interior de la inmensa cámara y, al hacerlo, pusieron fin a sus disquisiciones.
—Por lo menos —susurró el kender al oído de su compañero de infortunio—, no estamos solos. Nos tenemos el uno al otro.
—Tasslehoff Burrfoot —se presentó el kender, haciendo una reverencia al rey de los enanos y repitiendo su saludo frente a cada uno de los thanes que había sentados en la sala, en butacas de piedra más bajas y un poco retiradas respecto al trono de su adalid—. Mi amigo se llama...
—Gnimshmari... —intentó intervenir el gnomo, que también se había acercado a la asamblea.
—¡Gnimsh! —vociferó Tas, antes de que se lanzara a recitar su nombre completo—. Deja que hable yo —le reprendió, al mismo tiempo que le pellizcaba en el costado a fin de conminarlo al silencio.
Taciturno, dolido por semejante afrenta, el interpelado obedeció. Tas, del todo ajeno a los sentimientos que había provocado en su compañero, escrutó la estancia con su proverbial entusiasmo.
—Veo que en los próximos doscientos años no se harán reformas en esta cámara. No habéis planeado cambiar nada, ¿me equivoco? Su aspecto será idéntico salvo por esa grieta que..., no, aquella otra. Si no me engaña la memoria, dentro de dos siglos se habrá ensanchado de manera ostensible. Os recomiendo que la rellenéis antes de que...
—¿De dónde vienes, kender? —le interrumpió Dunca con un resoplido.
—De Solace —repuso el hombrecillo, que tuvo que recordarse a sí mismo su determinación de no falsear los hechos—. No os preocupéis si no habéis oído hablar de mi patria, ya que todavía no existe. En Istar también ignoraban que ha de construirse esa ciudad, pero a nadie le importaba. Ninguno de sus habitantes sentía el menor interés por otra urbe salvo la suya. Me refiero a Istar, no a Solace —clarificó, conciente de que sus palabras podían resultar desconcertantes—. El lugar donde resido habitualmente, es decir, Solace, está situado al norte de Haven, que tampoco figura en los mapas, porque aún no ha sido edificada, aunque, espero que lo comprendáis, se erigirá antes que Solace.
El soberano inclinó el cuerpo hacia el insólito narrador, clavó en él una fuminante mirada que más se adivinaba que apreciaba bajo sus hirsutas cejas y denunció: