La Guerra de los Enanos (58 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico

BOOK: La Guerra de los Enanos
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El kender, que hasta entonces no había apartado sus desencajadas pupilas del mago, contempló a la dueña de aquella voz tranquilizadora. Permaneció mudo unos instantes, para luego agarrarse a ella y musitar entre sollozos:

—No permitas que me mande al Abismo, señora, ni le sigas tampoco tú. Es un paraje infernal, espeluznante. Todos moriremos como mi amigo Gnimsh. La soberana me lo advirtió.

—Delira —murmuró la mujer, tratando de desembarazarse de aquellos dedos anhelantes y acostar a Tas en el camastro—. ¡Cuan singulares desvaríos! ¿Es corriente en las víctimas de esta dolencia?

—Sí —se apresuró a responder el hechicero, e hincó la rodilla al pie del jergón— En ocasiones es mejor llevarles el humor en sus digresiones; así se apaciguan.

Extendió la mano sobre el pecho del kender, quien se desplomó de nuevo y se retrajo del contacto de su verdugo en medio de escalofríos convulsivos provocados tanto por la temperatura como por el pavor.

—Seré bueno, Raistlin —se empecinaba en repetir el sufriente—. No me fulmines como a Gnimsh, ¡no me arrojes tus relámpagos!

—Tas, basta ya de desatinos —le atajó el archimago, con un ribete de cólera y exasperación en su voz que impulsó a Crysania a mirarle de manera reprobatoria.

Sin embargo, sólo percibió un sombrío interés en sus rasgos y supuso que había malinterpretado el timbre con que censurara al hombrecillo. Cerrando los ojos, la sacerdotisa tanteó el Medallón de Paladine y acometió una plegaria curativa.

—No está en mi ánimo lastimarte, Tas, procura sosegarte —le siseó Raistlin tras cerciorarse de que la sacerdotisa conferenciaba con su dios—. Recítame las frases de la Reina de la Oscuridad, con la mayor fidelidad posible.

La piel del postrado perdió el brillo flamígero que le infundía la fiebre al bañar todo su ser las preces de la dama, más dulces y frescas que las aguas forjadas por su exacerbada imaginación. Su tez, ahora que habían disminuido los ardores, se tornó cenicienta y a un atisbo de cordura prendió en sus pupilas. Pero no cesó en ningún momento de espiar al nigromante.

—Me dijo, antes de que nos fuéramos... —tartamudeó sin aliento.

—«¿Nos fuéramos?» —puntualizó su implacable aprehensor—. ¡Me contaste que os habíais fugado!

Tasslehoff palideció todavía más y se lamió los labios exangües, pastosos. Se esforzó en romper el influjo hipnótico que los iris del hechicero ejercían sobre él, en rehuir su escrutinio, mas aquellos ojos que centelleaban bajo la luz del bastón le capturaron a fin de sonsacarle toda la verdad, contra su voluntad si era preciso. El kender tragó saliva, estragado su gaznate.

—Dame de beber —solicitó.

—No hasta que hables —rehusó Raistlin, al mismo tiempo que miraba de soslayo a Crysania y verificaba que seguía absorta en sus rezos al hacedor del Bien.

—Yo creí que estábamos escapando —se reafirmó Tas, a pesar de que cada sílaba era como un hiriente puñal que se clavaba en sus llagas interiores—. Utilizamos el artilugio y comenzamos a elevarnos sobre el Abismo, ese universo llano, monótono y yermo que había habitado. Cuando lo examiné desde la altura, se había transformado. Ya no era una extensión desierta, se había poblado de espectros y... —Meneó la cabeza en un arrebato de terror—. ¡No me obligues a evocarlo, Raistlin! No me hagas regresar.

—Chiten —le conminó el mago, sellando su boca con la palma.

La sacerdotisa alzó la vista al vibrar en sus tímpanos aquel murmullo, mas lo único que distinguió fueron las aparentes caricias que el hechicero prodigaba al paciente en los pómulos y, también, la lividez y el estigma del miedo que deformaban el semblante de éste.

—Mejorará —vaticinó, salida de su éxtasis—. Pero unas sombras maléficas flotan en su entorno, impidiendo que el halo restaurador de Paladine haga su labor. Son los fantasmas de su peregrinar, un producto de su fantasía que él discierne como algo real e insuperable. Debe haber vivido una experiencia desoladora para caer en ese histerismo tan discorde con su talante de kender —aventuró, frunciendo su sedoso entrecejo—. ¿No podrías tú averiguar algo más, hallar un sentido a sus alucinaciones?

—Quizá, si nos dejaras solos, se sentiría más cómodo y se sinceraría conmigo —sugirió Raistlin—. Después de todo, somos viejos amigos.

—Tienes razón —accedió la dama antes de incorporarse, sonriente.

—¡No me abandones, señora! —plañó el kender para sorpresa de la sacerdotisa—. ¡Ésa criatura asesinó a Gnimsh! Yo presencié su muerte, socarrado por una llama mágica que brotó de las yemas de sus dedos. No quiero correr la suerte de mi infortunado compañero. Quédate a mi lado. ¡Por favor!

—Vamos, Tas, no te alteres —le aconsejó la mujer y, con ternura, le ayudó a tenderse en el camastro—. Quien quiera que destruyera a Gn... Gnimsh —vaciló, desconocedora de aquel nombre— habrá de enfrentarse a nosotros antes de acercársete. Estás a salvo; Raistlin te cuidará.

—Mis dotes arcanas son poderosas —apostilló el mago—. Seguro que recuerdas su alcance ¿verdad, Tasslehoff?

—Sí —contestó el aludido inmovilizándose, atenazado por la mirada inclemente de su interlocutor.

—Hagamos lo que has propuesto —cuchicheó Crysania al oído del nigromante— Esos temores, ficticios o no, se han apoderado de él y dificultarán el proceso de su curación. Volveré a mi alcoba por mis propios medios; tú quédate e intenta desentrañar el misterio.

—¿Estamos de acuerdo en no informar a Caramon? —quiso asegurarse Raistlin.

—Desde luego —ratificó ella con firmeza—. No lograríamos sino trastornarle innecesariamente. Mañana vendré a visitarte —prometió al doliente—. Aprovecha estas horas de intimidad para descargar tu alma con el hechicero, y procura dormir. Paladine te velará —susurró, depositando su mano en la sudorosa frente del kender.

—¿Habéis mencionado a Caramon? —preguntó Tas, esperanzado—. ¿Está aquí?

—Sí. Cuando hayas reposado y comido, te llevaremos a su presencia —le garantizó la sacerdotisa.

—¿No podría verle ahora mismo? —rogó el hombrecillo, si bien desvaneció su entusiasmo la conciencia de que el nigromante había fijado en él sus turbulentas pupilas—. Si no os causa mucha molestia avisarle, claro.

—Está muy ocupado —le espetó Raistlin—. Ahora se ha convertido en general, Tasslehoff —añadió, dulcificando su exabrupto para no poner al descubierto sus maquinaciones frente a la sacerdotisa—. Tiene un ejército que conducir y una guerra inminente que ganar, de modo que no le sobra el tiempo.

—Lo comprendo —tuvo que conformarse el enfermo, reclinado en la almohada y con los ojos fijos en su verdugo.

Tras dar una palmada en el hombro del amedrentado kender, Crysania se enderezó y, sabedora de que no podía regresar a su alcoba por el camino normal, recurrió a Paladine. Asió el talismán, masculló una plegaria y se diluyó en la noche.

—Al fin solos, mi querido Tas —se regocijó el archimago, tan cordial su acento, tan solícito mientras arropaba al convaleciente con las mantas y disponía la arrugada almohada bajo su nuca, que el hombrecillo no pudo por menos que estremecerse—. ¿Te encuentras a gusto?

Tasslehoff no consiguió articular una respuesta, ni aun un monosílabo. No tuvo más opción que observar a su visitante, paralizado, preso de una indescriptible asfixia en todas sus vísceras. Raistlin, ajeno a sus cuitas, se sentó en el camastro y paseó la mano por su apelmazado cabello, que apartó de la húmeda frente.

—¿Te has tropezado alguna vez con Dalamar, mi aprendiz? —indagó el nigromante en tono coloquial—. ¡Qué necio soy, claro que sí! Si no me equivoco coincidisteis en la Torre de la Alta Hechicería —rememoró, y sus dedos se deslizaron cual arañas sobre la piel del paciente—. Tú estabas allí cuando el elfo oscuro se rasgó las vestiduras y exhibió las cinco cicatrices de su pecho. ¡Aja! Leo en tu mirada que no lo has olvidado —constató frente al extravío agónico que, de nuevo, se adueñaba de los ojillos desorbitados de su prisionero—. Fue su castigo, Tas, el castigo que le impuse por haber omitido el relato de ciertos hechos trascendentales.

Sus yemas cesaron de serpentear por la epidermis del kender para detenerse en un lugar determinado de sus sienes y ejercer, de momento, una ligera presión. El amenazado, que captó el mensaje que el otro le transmitía, tuvo que morderse la lengua a fin de no gritar.

—Lo recuerdo bien, Raistlin.

—¿No te gustaría experimentar las mismas sensaciones que mi acólito? —le ofreció el hechicero en la misma actitud casual, aunque sin disfrazar su sarcasmo—. Puedo chamuscar tu carne con un simple roce, de igual modo que derretiría la mantequilla con un cuchillo precalentado. Tengo entendido que los kenders os sentís atraídos por todo lo nuevo.

—No todo —le corrigió Tasslehoff en un susurro desesperado—. Te narraré lo ocurrido, hasta los detalles anecdóticos. —Hizo una pausa para recapitular y, partiendo del punto donde Crysania les interrumpiera, reanudó su historia—. No fuimos nosotros quienes nos elevamos sobre el Abismo, sino éste el que se zambulló bajo nuestros pies. Luego, como ya te he dicho, vislumbré unas sombras que al principio tomé por espectros si bien, al estudiarlas más atentamente, deduje que eran valles y montañas. ¡También me confundí en esta segunda apreciación, Raistlin! —Exclamó, sobrecogido—. Los umbríos fantasmas eran sus ojos, el irregular paisaje su nariz y su boca. Nos estábamos elevando desde su mismo rostro y, al interponerse la distancia, comprobé que me examinaba con unas pupilas inyectadas en sangre, en fuego, y que separaba sus labios como si pretendiera devorarnos.

»No lo hizo —continuó, todavía afectado por el espectáculo que le había sido dado presenciar—. Subimos más y más, mientras ella se hundía en simas insondables metamorforseada en un torbellino, en un huracán de llamas hasta que, antes de disolverse en su relampagueante aureola, pronunció tres palabras que se me antojaron una condena.

—¿Qué palabras? —demandó el nigromante—. Estoy persuadido de que iban dirigidas a mí. Tiene que ser así, por eso te catapultó a esta época y al reino de Thorbardin! ¿Qué misiva me envía la Reina de la Oscuridad?

—Una enigmática invitación —farfulló el hombrecillo, más ronco a cada segundo—. Dijo textualmente: «Ven a casa».

13

Mazmorras, escaleras...y un descubrimiento

El efecto de sus revelaciones en el talante de Raistlin asombró a Tasslehoff más de lo que nada había logrado impresionarle en toda su existencia. Había visto al hechicero disgustado, complacido, había presenciado recientemente su más abyecto crimen, había observado cómo se desfiguraba su rostro cuando Kharas, el héroe de los enanos, hundió la certera daga en su carne, pero nunca había sido testigo de una expresión semejante en su faz.

El semblante del mago asumió una lividez tan intensa que el kender creyó por un momento que había muerto, que el impacto le había fulminado de manera instantánea. Los espejos de sus ojos parecieron hacerse añicos, el mudo espectador atisbo su propio e irregular reflejo en las astillas de una visión desmembrada. Sus pupilas cesaron de reconocer su entorno, se tornaron vidriosas al extraviarse en la ciega búsqueda del más allá.

También la mano que descansaba sobre la cabeza de Tas fue víctima de una reacción violenta, en forma de temblores espasmódicos que se propagaron por toda su persona. Raistlin se marchitaba, envejecía a una velocidad de vértigo. En el instante en que se puso de pie, azotó su enteca figura un vendaval invisible pero evidente en sus nefastas consecuencias.

—¿Qué te ocurre? —cuestionó el hombrecillo, feliz por haberse zafado de su indivisa atención, aunque también inquieto ante la singular apariencia que ofrecía.

El convaleciente se sentó en el camastro y comprobó que su mareo se había desvanecido, al igual que el insólito aguijonazo del miedo. Casi volvía a ser el de siempre.

—Raistlin, no pretendía causarte ningún malestar —se disculpó—. ¿Vas a caer enfermo, ahora que yo me siento mejor? Tienes un aspecto lamentable.

El archimago no contestó. Bamboleándose hacia atrás, se desplomó sobre el rocoso muro y permaneció apoyado sin poder evitar que se acelerase su pulso cada vez que inhalaba o intentaba moverse. Después de cubrirse el rostro entabló una encarnizada lucha para recuperar el control de sí mismo, una batalla contra un adversario intangible pero que Tasslehoff visualizó como si de un espectro se tratara.

Emitió el asediado un grito guerrero, impregnado de furia y angustia, y se dio impulso hacia adelante. Agarró el Bastón de Mago y, en el mismo arranque, huyó a través de la puerta abierta envuelto en el fustigador revuelo de su túnica.

Paralizado, perplejo, el kender advirtió cómo, en su enloquecida marcha, el nigromante propinaba un empellón al enano oscuro que montaba guardia en la entrada del calabazo. El centinela ojeó al cadavérico ser que pasaba por su lado en una carrera sin rumbo y, tras exhalar un salvaje alarido, se alejó en sentido opuesto.

Tan repentinamente se habían desarrollado los acontecimientos, que Tasslehoff tardó unos minutos en percatarse de que era libre.

«Crysania estaba en lo cierto —se dijo para sus adentros, llevándose la mano a la frente—. Ahora que me he desahogado me he quitado un peso de encima y aunque, por desgracia, lo he volcado sobre los hombros de Raistlin, no me importa que sufra un poco. Nunca le perdonaré que matase al pobre Gnimsh a sangre fría, no cejaré hasta que me explique sus motivos.

»Pero centrémonos en la acción —se estimuló—. Lo primero que he de hacer es encontrar a Caramon y comunicarle que obra en mi poder el ingenio arcano. Así regresaremos sin demora al hogar. Hogar —repitió, mientras estiraba las piernas en dirección al suelo—: nunca imaginé que este vocablo despertara en mi alma tan dulces asociaciones.»

Se disponía a levantarse cuando sus piernas, avezadas a la holgazanería del lecho, se replegaron y rehusaron trabajar.

—¡No os lo consentiré! —se encolerizó Tas con aquellas desvergonzadas—. Sin mí no sois nada, recordadlo bien. Yo soy el jefe, de modo que si os ordeno caminar no os queda otro remedio que obedecer, ¿está claro? Me incorporaré de nuevo, y exijo colaboración por vuestra parte —ordenó, puesta en sus piernas una mirada furibunda.

El alegato no resonó en el desierto. Las piernas se comportaron mejor en la segunda intentona y el kender, aunque todavía fluctuante, consiguió cruzar la lóbrega cámara hacia el corredor iluminado por antorchas que se insinuaban al otro lado de la puerta.

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