Read La Guerra de los Enanos Online
Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman
Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico
»Sea como fuere, he olvidado su traición; pero no puedo aceptar el asesinato del pobre Gnimsh ni lo que se proponía hacer contigo.
Obsesionado por la malignidad de Raistlin, el kender había endurecido su tono y contraído la mandíbula al referirse a él. Ahora se mordió el labio, consciente de que debería haber aliviado la tensión en lugar de aumentarla. Además, todavía no le había contado al guerrero los planes del nigromante respecto a su persona. Había cometido un desliz. Sólo le cabía esperar que al hombretón le pasase inadvertido.
—Adelante, Tas —le exhortó éste—. ¿Qué quería hacerme mi gemelo?
—N... nada —tartamudeó el hombrecillo, echándose atrás al comprender que había llegado la hora de la verdad—. No me hagas caso, ya conoces mi propensión a divagar.
—¿Qué iba a hacerme? —se obstinó el general—. No se me ocurre ninguna monstruosidad en mi contra que no haya ensayado ya.
—Por ejemplo, disponer que mueras —aventuró Tas para ver su reacción.
—¿Sólo eso? —repuso Caramon, tan inmutables sus rasgos que fue el hombrecillo quien se sorprendió—. Recibí un mensaje de un enano, pero no era lo bastante explícito. Al fin encajan las piezas —comentó.
—Te entregó a los dewar —confesó el kender sin ocultar su consternación—. Debían decapitarte y ofrecer tu cabeza al rey Duncan, como si fueras un trofeo. Alejó a los caballeros del alcázar diciéndoles que habías dado orden de emprender la marcha a Thorbardin, así te quedarías sólo con tu guardia personal y podrían poner en práctica su plan sin apenas resistencia.
Caramon nada repuso ni tampoco sintió nada, ni dolor, ni cólera ni asombro. Estaba vacío. Sin embargo, mientras permanecía encerrado en su mutismo una punzante añoranza de su hogar, de Tika, de su amigo Tanis y de aquellos otros compañeros de azares, Laurana, Riverwind y Goldmoon vino a colmar la vasta sima que se había abierto en sus emociones.
Como si hubiera leído en su mente, Tas reclinó la cabeza en su hombro y propuso:
—¿Por qué no regresamos a nuestro tiempo? Estoy terriblemente fatigado. ¿Dejarás que me aloje en tu casa una temporada? Sólo hasta que me haya restablecido. Prometo no causaros molestias y ayudar a Tika en todo cuanto desee.
Sin esforzarse en contener los sollozos, el guerrero abrazó al kender por el hombro y lo estrechó contra su pecho.
—Será un placer tenerte con nosotros, Tas, ya sabes que ambos te queremos —susurró y, prendida la mirada de las llamas, se abandonó a sus anhelos—. Terminaré el nuevo refugio. Si trabajo en firme, no tardaré más de un par de meses. Luego iremos juntos a visitar a Tanis y Laurana. De ese modo satisfaré la aspiración de mi esposa de conocer Palanthas. Una vez reunidos, convenceremos a nuestros amigos para que nos acompañen a la tumba de Sturm. No tuve oportunidad de despedirme de él.
—También iremos a ver a Elistan, y... ¡Oh, no! —Un súbito recuerdo empañó la dulce ensoñación del kender—. ¡Crysania! Traté de prevenirla contra Raistlin, pero rehusó creerme. ¡No podemos dejarla al albedrío del hechicero! Hemos de impedir que la lleve con él a ese lugar de pesadilla —declaró, a la vez que saltaba de su asiento y se retorcía las manos.
—De acuerdo, Tas —accedió Caramon—, hablaremos con ella. No nos escuchará, estoy seguro, pero al menos nadie podrá reprocharnos que no hemos hecho todo lo posible para disuadirla. Deben de hallarse frente al Portal, a mi hermano se le agota el tiempo. La fortaleza se rendirá a los Enanos de las Montañas de un momento a otro.
Se irguió dolorido, tanto en la pierna como en el corazón y, con su persistente cojera, se acercó al rincón donde estaba instalados sus tres hombres.
—¿Cómo te encuentras, Garic? —inquirió a su guardián.
Uno de los soldados acababa de vendarle el brazo herido. Le habían improvisado un cabestrillo a base de ramas secas y, tras cubrirlo con jirones de sus vestiduras, lo ataron a conciencia para inmovilizarlo. El joven caballero levantó la vista hacia su adalid y, aunque le rechinaban los dientes a causa del sufrimiento, consiguió esbozar una sonrisa.
—Bien, señor —aseveró—. No te preocupes por mí.
—¿Te quedan energías para viajar? —preguntó el general, acercando una silla y acomodándose en ella.
—Por supuesto.
—Estupendo. Lo cierto es que no tienes otra elección. El enemigo invadirá el alcázar dentro de poco rato y debéis partir ahora mismo. —Caramon hizo un alto en su discurso y, meditabundo, rascándose la barbilla, continuó—: Reghar me explicó que la llanura está surcada de túneles, de pasadizos subterráneos que comunican Pax Tharkas con Thorbardin. Mi consejo es que los busquéis, no ha de costaros mucho hallarlos. Los montículos del desierto os guiarán hasta alguna entrada si no la descubrís en el edificio. Utilizad esas vías secretas, y arribaréis sin novedad a la plaza fuerte que conquistamos.
Garic, tras consultar a los otros dos hombres con los ojos, se erigió en portavoz del grupo e indagó:
—Nos das recomendaciones, señor, como si no fueras a acompañarnos. ¿Es así?
El aludido se aclaró la garganta a fin de contestar, pero las frases no afloraron a sus labios. Había temido aquel instante durante días y, ahora que era ineludible la separación, la arenga que tan meticulosamente había preparado se borró de su mente cual una huella en la arena bajo el influjo del viento.
—Has acertado, muchacho, no iré con vosotros —logró musitar. Percibió un resplandor en los ojos de Garic y, adivinando su pensamiento, levantó la mano para imponerle silencio—. No, no soy tan insensato como para desperdiciar mi vida en aras de una causa noble y estúpida. No es mi intención cubrir vuestra retirada y rescatar de la muerte a mi flamante primer oficial.
El caballero se ruborizó al oírle mencionar su cargo, algo poco frecuente; pero dejó que prosiguiera sin importunarle.
—No pertenezco a tu Orden, gracias a los dioses —reanudó su charla el corpulento humano—. Tengo el suficiente sentido común para correr cuando presiento el fracaso y ahora, más que intuirlo, lo admito como un hecho palpable. —Se mesó el cabello, exhaló un suspiro y concluyó—: No espero que lo entiendas, es demasiado complejo, pero te garantizo que el kender y yo podemos volver a casa mediante la magia.
—¿No será la de tu hermano? —le interrumpió Garic, fruncido el ceño y con una sombría expresión en sus facciones.
—De ningún modo —protestó el hombretón, al parecer ofendido—. Aquí se acaba mi relación con el nigromante. Él ha de vivir su propia vida y yo, al fin me doy cuenta, soy libre de elegir mi destino. Id a Pax Tharkas —encomendó al guardián, apoyada la mano en su hombro— y, junto a Michael, ayudad a sus moradores a sobrevivir durante el invierno.
—Pero...
—Es una orden, caballero —se cuadró el general.
—Sí, señor.
El joven desvió la faz y se secó las lágrimas con el dorso de la mano.
Caramon, desaparecido su enfado, rodeó con el brazo a su hombre de confianza y, atrayéndole hacia él, le deseó:
—Que Paladine oriente tus pasos, Garic. Y también los vuestros —extendió su bendición a los otros.
—¿Paladine? —repitió el guardián, atónito—. ¿El dios que nos volvió la espalda?
—No pierdas nunca la fe —le reconvino el guerrero, a la vez que se ponía en pie con una mueca impregnada de abatimiento—. Aunque no puedas creer en las antiguas divinidades, haz un hueco en tu corazón donde albergar lo mejor que hay en ti. Escucha tu propia voz, ya que reniegas de la suya, por encima del Código y la Medida, y más tarde o más temprano comprobarás que ambas se funden en una sola.
—Lo haré —murmuró Garic—. Que tus dioses, aquellos que te inspiran tan bellas palabras, te acompañen en tu camino.
—Siempre han velado por mí —dijo Caramon sonriendo—, durante toda mi existencia. Mi problema es que he sido demasiado obcecado para percatarme. Vamos, no perdáis un segundo más. Desapareced.
Uno tras otro, se despidió de los caballeros. No quiso violentarlos, así que fingió ignorar sus viriles intentos de camuflar su llanto, pese a que, también él, se conmovió frente a aquellas muestras de tristeza, una tristeza que compartió hasta tal punto que él mismo habría prorrumpido en sollozos.
Con cautela, los soldados abrieron la puerta y se asomaron al corredor. Estaba vacío, salvo por los cadáveres. Los dewar se habían esfumado, mas el general, experto en las tácticas de guerra, sabía que la tregua sólo duraría hasta que se hubieran reorganizado o, quizá, hasta que llegaran refuerzos. Mejor pertrechados, los enanos oscuros atacarían la sala y matarían a sus adversarios humanos.
Blandiendo su espada, Garic precedió a los dos centinelas pasillo adelante. El kender les había impartido confusas instrucciones sobre cómo alcanzar los sótanos de la fortaleza mágica e incluso se había ofrecido a trazar un mapa, una iniciativa que Caramon desestimó arguyendo falta de tiempo, y el joven caballero proyectaba seguir tales directrices.
Cuando los últimos ecos de sus zancadas se perdieron en la distancia, el hombretón y el kender se alejaron en sentido opuesto. No obstante antes de iniciar la marcha, Tas arrancó su cuchillo del inerte cuerpo de Argat.
—En una ocasión dijiste que mi arma sólo servía para cazar conejos —acusó a su amigo mientras, orgulloso, limpiaba la sangre de la hoja y afianzaba ésta en su cinto.
—No menciones a esos animales —le atajó el guerrero con un acento tan extraño, tan seco, que el hombrecillo le miró y quedó paralizado al notar la mortal lividez que desteñía sus normalmente encarnados pómulos.
El Portal
Aquél era su gran momento, el que estaba predestinado a vivir desde que naciera. Por él había soportado el dolor, las humillaciones, la angustia; para poder saborearlo, había estudiado, luchado, y matado. Era su fin último, el que justificaba todos los medios.
No se precipitó, dejó que el poder se enseñorease de su espíritu, de sus órganos, que le cercase y elevase. Ningún sonido, ningún objeto, nada en el mundo existía salvo el Portal y la magia.
Sin embargo, aunque estaba exultante, no descuidó su tarea. Sus ojos examinaron el acceso, todos sus detalles por insignificantes que fueran. No era necesaria tanta concentración, lo había visto un millar de veces en sueños y en sus largos períodos de duermevela. Además, los sortilegios que habían de abrirlo eran sencillos. Lo único que debía hacer era propiciar mediante la frase correcta a cada uno de los cinco dragones que lo custodiaban, elaborar un orden adecuado. En cuanto pronunciase sus hechizos y la sacerdotisa suplicase a Paladine que mantuviera franca la entrada, podrían traspasarla.
La hoja se cerraría luego tras ellos, y se enfrentaría al mayor desafío que jamás pudo imaginar.
Esta idea le excitaba. Los acelerados latidos de su corazón proporcionaban un ritmo inaudito a su sangre, palpitaban en sus sienes y en su garganta. Miró a Crysania para indicarle, mediante un gesto de asentimiento, que había llegado la hora.
La dama, arrebolada la faz y con el éxtasis de sus plegarias reflejado en el brillante lustre de sus pupilas, ocupó su lugar bajo el dintel mismo del Portal, frente a Raistlin. Requería tal movimiento que depositara en él una confianza absoluta, inalterable. Un simple error en la cadencia de una sílaba, una pausa a destiempo al recitar los versículos, un desliz en la inflexión o un gesto inapropiado significaría el fracaso, entrañaría un fatal desenlace para ella y, también, para el nigromante.
De ese modo habían pretendido proteger la puerta los antiguos magos, guardarla de incursiones, ya que ellos, en su necedad, no habían sabido sellarla. En efecto, un practicante de las artes oscuras que hubiera cometido las infames acciones en las que, no les cabía la menor duda, debía incurrir antes de arribar a este punto, y un clérigo de Paladine —puro en su fe y en su alma— no podían aliarse nunca. Al menos, a ellos se les antojó una suposición irrisoria que criaturas tan opuestas se apoyasen implícitamente en este ni en ningún otro empeño.
Había ocurrido en una ocasión cuando, vinculados por el falso embrujo de uno y la pérdida de le del otro, Fistandantilus y Denubis se presentaron en el linde del más allá. Las precauciones de los hechiceros no habían producido entonces el fruto deseado y, por lo que podía deducirse, pronto volverían a frustrarse sus esperanzas. A pesar de su sapiencia, no habían sido capaces de prever que un sentimiento como el amor, un amor impío y prohibido, obraría el milagro de unir a dos humanos antagónicos.
Mientras se situaba en el marco del Portal, Crysania contempló a Raistlin por última vez en aquel plano de existencia y le dedicó una sonrisa. El nigromante respondió a su saludo, al tiempo que se formaban en su mente las palabras del primer sortilegio.
La sacerdotisa extendió los brazos. Su vista no recogía ya la imagen del mago sino que, a través de él, se extraviaba en busca del reino intangible que habitaba su divinidad. Había escuchado las exigencias del Príncipe de los Sacerdotes, conocía su falta, la arrogancia que le había llevado a reclamar lo que debería haber suplicado con humildad.
En aquel instante, comprendió por qué los dioses, en su justa ira, habían dictaminado la destrucción de Krynn. Una voz en sus entrañas le decía que Paladine respondería a sus preces, que no permanecería indiferente como cuando profiriera sus imperiosas órdenes el dignatario de Istar. Aquél era el momento de mayor gloria de Raistlin, y también el suyo.
Al igual que Huma, el Gran Caballero, había superado sus pruebas, el fuego, la oscuridad, la muerte y la sangre. Ahora se sentía en plenas facultades.
—Paladine, tu leal sierva acude a tu presencia y te ruega que le concedas tu bendición —oró—. Abro los ojos a tu luz; al fin he asimilado las enseñanzas que, en tu infinita sabiduría, has tenido a bien impartirme. Oye mis rezos, no me desampares. Abre el Portal para que pueda adentrarme en el Abismo blandiendo tu antorcha. Camina a mi lado cuando luche para disolver definitivamente la negrura.
El hechicero contuvo el aliento. ¡Todo dependía de ella! ¿Se había equivocado al juzgarla? ¿Poseía aquella mujer la fuerza, la fe y la erudición que demandaba su empresa? ¿Era la elegida de Paladine?
Un aura luminosa, sagrada, envolvió a la sacerdotisa. Su negro cabello irradiaba chispas, su albo hábito refulgía como las nubes iluminadas por el sol y, también en sus pupilas, prendieron unos ribetes argénteos similares a los que destilaba Solinari. Su belleza, en aquel trance, se tornó sublime.