La Guerra de los Enanos (38 page)

Read La Guerra de los Enanos Online

Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico

BOOK: La Guerra de los Enanos
7.94Mb size Format: txt, pdf, ePub

Un escalofrío azotó al anciano erudito. Aquella voz suave, fría, no le amenazaba con falacias.

—Eres un elfo oscuro —aventuró, acusador, mientras su cerebro se agitaba en un torbellino de indecisión. ¿Qué hacer? Quizá debía dar la alarma, pedir socorro.

—Sí —asintió la fantasmal figura. Se desprendió acto seguido de su embozo, de tal manera que la luz capturada en los globos que colgaban del techo, un presente que hicieran los magos a Astinus en la Era de los Sueños, se derramó sobre sus delicados rasgos—. Me llamo Dalamar, y sirvo a...

—Raistlin Majere —lo atajó Bertrem.

El Esteta oteó desazonado su entorno, esperando distinguir en la penumbra al insigne hechicero. Dalamar sonrió, tan afable que se acrecentó el atractivo de sus ya bellas facciones. Pero la gélida determinación que rezumaba paralizó al viejo bibliotecario hasta tal extremo que todos sus proyectos de solicitar auxilio se desvanecieron.

—¿Qué quieres? —tartamudeó.

—Cumplir el mandato de mi señor —contestó el discípulo—. No te asustes, he venido tan sólo para recabar cierta información. Ayúdame en mi cometido y partiré pronta, calladamente.

«¿Qué pasará en el caso de que rehuse?» Tal pensamiento provocó un espasmo que sacudió la vetusta persona del Esteta, incitándole a deponer su actitud rebelde.

—Haré cuanto esté en mi mano, nigromante, pero creo que deberías hablar con...

—Conmigo —intervino un tercer personaje surgido de las sombras.

—¡Astinus! —exclamó Bertrem, tan aliviado que casi se desmayó después de la tensión sufrida—. Esta criatura es... no le permití... se presentó... Raistlin Majere...

Le faltaban el resuello y la serenidad. No fue capaz de proferir una frase coherente.

—No te preocupes —lo apaciguó el cronista y, avanzando unos pasos, dio a su subordinado unas palmadas en el brazo—. Estoy al corriente de lo ocurrido. Reemprende tus estudios, yo atenderé a nuestro huésped —le indicó, puestos los ojos en Dalamar, quien, impávido, parecía obstinarse en ignorar la presencia del historiador.

—Sí, maestro —obedeció Bertrem, reconfortado por aquella voz de barítono que resonaba en los vacíos corredores.

El anciano giró sobre sus talones y se alejó envuelto en el revoloteo de sus ropajes, no sin lanzar furtivas miradas a aquel ser que, rígido como una estatua, no movía un solo músculo. Al llegar al final del corredor desapareció raudo tras un recodo y Astinus comprendió, al oír el inusual estrépito de sus sandalias, que había echado a correr.

El máximo dignatario de la Gran Biblioteca de Palanthas sonrió, aunque sólo en su fuero interno. Frente al elfo, su rostro imperturbable, atemporal, no exhibió más emociones que las paredes marmóreas que les circundaban.

—Sígueme, joven mago —invitó a Dalamar, a la vez que se volvía de forma abrupta y comenzaba a andar por el pasillo con unas zancadas veloces y rotundas, insólitas en un hombre de madura apariencia.

Pillado por sorpresa, el invitado vaciló. Al ver que quedaba rezagado, se apresuró a alcanzar a su guía.

—¿Cómo sabes qué busco? —indagó.

—Soy un fiel cronista de la historia —le recordó el interpelado sin inmutarse—. Mientras conversamos y nos desplazamos, tienen lugar eventos a los que no soy ajeno. Oigo cada palabra, percibo cualquier acción que se cometa, sea mundana o trascendente, buena o perversa. He asistido desde aquí a todos los episodios que han configurado el devenir de Krynn. Fui el primero en nacer y he de ser el último en morir. Y ahora, si ya he satisfecho tu curiosidad, te ruego que me acompañes. Es por aquí.

Tomó bruscamente una ramificación que discurría hacia la izquierda al mismo tiempo que, sin detenerse, alzaba un globo luminoso de su pedestal para alumbrar el camino. Hizo una pausa frente a una puerta, la abrió y penetró en una estancia de vastas dimensiones. Bajo los haces de la esfera, Dalamar vislumbró una interminable serie de libros, ordenados en hileras sobre decenas de anaqueles que se perdían en lontananza. Algunas de aquellas colecciones eran muy antiguas a juzgar por sus cubiertas, donde la rugosidad de la piel se había alisado con el uso. Sin embargo, se mantenían en excelentes condiciones merced a los desvelos del riguroso Astinus, que, además de desempolvarlas meticulosamente, restauraba las encuadernaciones más desgastadas.

—Aquí está lo que te interesa —anunció el cronista—: el registro de las guerras de Dwarfgate.

—¿He de examinar todos esos volúmenes? —inquirió el elfo.

La perspectiva de consultar aquella infinita sucesión de escritos tuvo el don de destemplarlo.

—Sí, este estante y el siguiente —terminó de desolarlo Astinus.

—Pero...

Las palabras no afloraban a sus labios. El alumno arcano estaba demasiado consternado para manifestarse. Era indudable que Raistlin no había calculado la enormidad de su tarea. Era imposible que pretendiera hacerle devorar el contenido de aquellos ejemplares en el ínfimo plazo que le había concedido. Nunca antes había asaltado a Dalamar una sensación tan lacerante de impotencia, de desvalimiento. Ruborizándose y disgustado, recurrió al cronista. Fue un mudo intercambio, mas advirtió que éste le observaba con perfecto aplomo.

—Quizá pueda ayudarte —ofreció Astinus.

Sin más preámbulos, plácido y frío, el gran maestro de la biblioteca estiró la mano hacia un volumen que extrajo de su anaquel con perfecta seguridad pese a no haber leído el título en el lomo. A continuación, lo abrió y pasó rápidamente las quebradizas páginas, mientras revisaba las líneas pulcras, precisas, formadas por caracteres de primoroso trazo.

—Aquí está —declaró al fin.

Tras rebuscar en uno de sus bolsillos, mostró al asombrado elfo un punto de marfil y lo depositó entre dos hojas.

—Puedes llevártelo —dijo, a la vez que cerraba con exquisito cuidado el libro y se lo entregaba al acólito—. Comunícale la información que contiene, mas no olvides repetirle esto: El viento sopla. Las huellas de la arena se borrarán, aunque sólo después de que él las haya seguido.

Se inclinó en una grave reverencia y se encaminó, jalonando aquellas hileras donde se encerraba el saber de todas las épocas, al pasillo. Ya en el umbral, ladeó el cuerpo para contemplar a Dalamar que, erguido, desorbitados los ojos y con la mano apretada contra el ejemplar que le había confiado, parecía inmerso en una suerte de trance.

—No es necesario, joven mago —le comentó—, que regreses para devolverlo. El libro se acomodará a su anaquel por su propia iniciativa cuando hayas concluido. No he de permitir que espantes a todos mis Estetas. El pobre Bertrem debe de hallarse ahora postrado en el lecho. Saluda al
Shalafi
en mi nombre.

Inclinó de nuevo la cabeza y se esfumó en las sombras. El elfo quedó de pie, abstraído en sus reflexiones y escuchando el avance firme, lento del cronista hasta que su eco se hubo disipado en la distancia. Formuló entonces un hechizo, que le catapultó a la Torre de la Alta Hechicería.

—Lo que Astinus me ha prestado,
Shalafi
, es un apéndice donde figuran sus comentarios sobre las guerras de Dwarfgate. Se trata de un extracto de los antiguos textos que escribió...


El cronista conoce mis inquietudes
—atajó Raistlin a su aprendiz—.
Adelante, te escucho
.

—De acuerdo,
Shalafi
. Los párrafos que ha señalado comienzan así: «
Y Fistandantilus, el archimago, utilizó el Orbe de los Dragones para ponerse en contacto a través del tiempo con su acólito e indicarle que se dirigiera a la Gran Biblioteca de Palanthas, a fin de estudiar sus libros de Historia y comprobar si el desenlace de su magna empresa respondería a sus anhelos.
»

Al elfo se le quebró tanto la voz al leer estas frases reveladoras de su propia experiencia, que tuvo que hacer una pausa.


Continúa
—le urgió el hechicero.

Aunque la orden de Raistlin resonó más en su mente que en sus tímpanos, a Dalamar no le pasó inadvertida la nota de cólera que destilaba. Se apresuró pues a desviar la mirada de aquel párrafo, paradójicamente anotado siglos atrás, pese a reflejar el encargo que acababa de cumplir, y prosiguió con la lectura.

—«
Es importante reseñar aquí que las Crónicas, tal como existían en aquel momento concreto, establecían...
» Esta parte ha sido subrayada —se interrumpió él mismo.


¿Qué parte?

—«
En aquel momento concreto
» —especificó el alumno.

El nigromante nada repuso, así que el elfo, una vez hubo aclarado su garganta, reanudó su quehacer con cierta premura.

—«
Establecían que, en principio, el empeño debería haberse coronado con éxito. Junto al clérigo Denubis, Fistandantilus debería haber traspasado el umbral sin novedad dados los vaticinios favorables. Lo que había de ocurrir en el abismo, por supuesto, nunca se sabrá, ya que a despecho de las predicciones los acontecimientos se desencadenaron de un modo distinto.

«
"Firmemente convencido de que su proyecto de penetrar el Portal y desafiar a la Reina de la Oscuridad no podía fracasar, Fistandantilus entabló la batalla con renovado vigor. Pax Tharkas se rindió a los ejércitos de los Enanos de las Colinas y los bárbaros de las Llanuras (consultar las Crónicas, volumen CXXVI, libro sexto, páginas 589-700). Bajo el mando de Pheragas, el mejor general del archimago —un antiguo esclavo de Ergoth del Norte que el hechicero había comprado y adiestrado como gladiador de los Juegos en la arena de Istar), el ejército de Fistandantilus forzó la retirada de las tropas del rey Duncan, que tuvieron que refugiarse en la fortaleza de las montañas de Thorbardin.

»
"Poco le importaba esta guerra al archimago. Era tan sólo un pretexto para alcanzar sus designios. Tras descubrir el Portal debajo de la plaza fuerte conocida como Zhaman, instaló allí su cuartel general e inició los preparativos que habían de otorgarle el poder que su cometido requería. Se concentró pues en cruzar la puerta prohibida, delegando en su esbirro la responsabilidad de la contienda.

»
"Lo que sucedió más tarde es algo que ni siquiera yo puedo describir con exactitud, porque las fuerzas arcanas que se desplegaron adquirieron una magnitud inusitada y se nubló mi visión.

»
"El general Pheragas murió en una escaramuza contra los dewar, los enanos oscuros de Thorbardin. Su pérdida entrañó el desmoronamiento del ejército de Fistandantilus. Los Enanos de las Montañas abandonaron en tropel Thorbardin para atacar el alcázar de Zhaman.

«
"Durante el asalto, y persuadidos de que la derrota era inminente, Fistandantilus y Denubis aprovecharon el poco tiempo del que disponían antes del desastre para correr hasta el Portal. Una vez frente a él, el archimago comenzó a invocar su hechizo.

»
"En aquel mismo instante, un gnomo, prisionero de los enanos de Thorbardin, activó un artilugio para viajar en el tiempo, que había construido en un supremo intento de escapar de su confinamiento. Contraviniendo todos los anales de la historia de Krynn, por un prodigio sin precedentes, su ingenio funcionó mejor incluso de lo que el hombrecillo esperaba.

»
"A partir de entonces, sólo me cabe especular, pero sin ningún género de dudas, que el invento del gnomo se inmiscuyó, desvirtuándolos, en los poderosos y complejos encantamientos que había entretejido Fistandantilus. El resultado de tal interferencia es algo que conocemos sin margen de error.

»
"Se produjo una explosión de tal calibre, que las llanuras de Dergoth quedaron devastadas. Ambos ejércitos fueron barridos de la faz del mundo y la imponente fortaleza de Zhaman se hundió sobre sus cimientos, creando una montaña que recibió el nombre de La Calavera.

»
"El infortunado Denubis pereció en el estallido. También Fistandantilus debería haber sucumbido, mas sus dotes arcanas eran tan sobrenaturales que logró aferrarse a un resquicio de vida. Su alma tuvo que subsistir en otro plano de existencia, donde pulularía hasta encontrar un cuerpo en el que reencarnarse. Ese cuerpo sería el de un joven nigromante llamado Raistlin Majere."


¡Ya es suficiente!

—Sí,
Shalafi
— murmuró Dalamar.

La voz del archimago se desvaneció y el elfo oscuro supo que estaba solo en el estudio. Comenzó a temblar violentamente, sobrecogido por lo que acababa de leer. Dio unos pasos a través de la estancia y, más dueño de sí mismo, se sentó en la butaca que en circunstancias normales ocupara Raistlin y, así acomodado, trató de extraer algún significado del intrigante relato. Se perdió en sus cavilaciones, permaneciendo absorto hasta que la grisácea luz del alba desterró las tinieblas de la noche.

Un espasmo de excitación convulsionó el enteco cuerpo del nigromante. Sus pensamientos eran confusos, necesitaría un período de estudio para verificar lo que creía haber descubierto. Una frase se había grabado con especial énfasis en su cerebro: «
El empeño debería haberse coronado con éxito.
»

«
¡Con éxito!
», repitió en su fuero interno.

Inhaló aire entre ahogados jadeos, y al sentir la quemazón de sus pulmones se percató de que había cesado de respirar. Vibraron sus manos sobre la fría superficie del Orbe, mientras un entusiasmo indescriptible se apoderaba de él. Rompió a reír con aquellas singulares carcajadas a las que tan pocas veces se abandonaba, teñidas de ironía pero al mismo tiempo exultantes, pues había comprendido que las huellas de su pesadilla ya no conducían a un cadalso sino a una puerta de platino, a un Portal donde destellaban los símbolos arcanos del Dragón de las Cinco Cabezas. La hoja se abriría obediente a su mandato. Sólo tenía que hallar y destruir al gnomo.

Notó que alguien tiraba con ímpetu de sus manos y se maldijo a sí mismo por haber perdido el control.

— ¡Alto! —ordenó a las manos que lo atraían desde el núcleo de la esfera,

Demasiado tarde; los miembros no escucharon su imperiosa voz y siguieron arrastrándolo.

Advirtió, cuando comenzaba a ser absorbido, que sus aprehensoras habían experimentado un cambio. Antes eran irreconocibles, no pertenecían a una raza concreta se dibujaban en ellas los signos de la juventud o la vejez. Ahora, por el contrario, se enfrentaba a las manos suaves, sutiles de una fémina, poseedora de una aterciopelada piel blanca y de una fuerza que convertía sus dedos en la garra de la muerte.

Other books

Mason by Kathi S. Barton
Golden Hope by Johanna Nicholls
Citadel: First Colony by Kevin Tumlinson
Roses in Moonlight by Lynn Kurland
A Bad Man by Stanley Elkin
Evil Eye by David Annandale
The Ginger Cat Mystery by Robin Forsythe