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Authors: Javier Negrete

Tags: #Histórico

La hija del Nilo (27 page)

BOOK: La hija del Nilo
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—¿Y qué sería de mí si le cayera mal?

—La noche del asalto le causaste buena impresión. Sólo le hace falta aprender a manifestarla.

—Para eso tendría que volver a nacer —comentó Pulquerio mientras se dedicaba a sacar brillo a todas las superficies metálicas de su equipo. Furio estaba convencido de que en todo el ejército de César no había una armadura más reluciente que la de Gayo Pulquerio.

32

Templo de Ptah, Menfis

—Preferiría no involucrarme en una lucha dinástica, pri ma —di jo Pasheremptah.

El sumo sacerdote de Ptah había engordado con los años. Los kilos ganados no le habían sentado mal; sin hacerlo parecer obeso, rellenaban de carne sus mejillas y suavizaban sus rasgos.

Estaban sentados en el jardín de la Luz de Oriente, que había sido el favorito de su abuela. La tarde caía y se empezaba a levantar una brisa agradable. Los sirvientes habían dispuesto bajo un tendal unas mesas con hogazas de pan recién horneado, crujiente pato a la brasa, codornices y peces de río. No faltaban verduras, higos, dátiles, sandía y un melón tan dulce y maduro que se licuaba en la boca apenas clavarle los dientes.

El melón era prácticamente lo único que había probado Cleopatra. Desde que su hermano intentara violarla en el estudio de Sosígenes, se le había formado un nudo en la boca del estómago que no acababa de deshacerse. Ptolomeo y ella no habían vuelto a verse, ni tenían trato tan siquiera por escrito. Mientras despachaba con Cleopatra, el visir Potino había aludido una vez a «esa infortunada discusión», como si se hubiera tratado de una simple riña entre hermanos, y el asunto no se había vuelto a mencionar.

Pero no era sólo ese nudo lo que robaba el apetito a Cleopatra. Aunque la cena que estaban compartiendo Arsínoe y ella con Pasheremptah y su esposa era sencilla, incluso frugal comparada con los banquetes que celebraba su hermano en la corte, no podía evitar sentirse culpable pensando en la plaga que campaba por Egipto, la peor de todas.

El hambre.

Cleopatra había venido a Menfis en una nave de la flota fluvial llamada Elpís, «Esperanza». Por lo que había visto en el viaje, habría hecho falta mucho más que ese nombre para llevar esperanza de verdad a sus súbditos en aquella época de sombras y tribulaciones.

La reina había ordenado al capitán de la Elpís que navegara por el río y no por el gran canal, pues quería pasar cerca de las orillas para examinar con sus propios ojos la situación. Se hallaban ya en el primer mes de Shemu, la estación de la cosecha. Pero la de este año prometía ser ridícula. Desde la cubierta, Cleopatra observó que muchas parcelas que otros años verdeaban de espigas ondulando bajo la brisa se hallaban desnudas, descoloridas y agrietadas bajo el sol.

Sin duda, cuando se acercara el final de año se repetirían rituales como el de la Novia del Nilo, pese a que un decreto de Cleopatra recordaba a sus súbditos que los sacrificios humanos estaban prohibidos. De momento, los aldeanos hacían rogativas junto al río, y muchas mujeres se bañaban desnudas mientras contoneaban las caderas al son de flautas y tambores, una forma más incruenta de seducir al dios Hapi que ahogar a una virgen.

Lo que más había deprimido a Cleopatra fue encontrar varios cuerpos de niño flotando en el río, con el vientre hinchado y las costillas marcadas en sus pequeños pechos.

—No entiendo —dijo Arsínoe, acodada a su lado en la borda.

—Me temo que son sus propios padres quienes los ahogan y los arrojan al río antes de que mueran de hambre, porque no pueden mantenerlos —dijo Cleopatra.

«Egipto es mi hijo, y yo tampoco puedo mantenerlo», había pensado en aquel momento.

Aparte de campos yermos, también vio aldeas vacías. En los últimos meses le habían llegado informes sobre esos abandonos, una forma tradicional de protesta del pueblo egipcio desde los tiempos de los primeros faraones. Cleopatra pensaba que sólo estaba ocurriendo en las tierras del sur, cerca de Tebas y lejos de la influencia de Alejandría. Sin embargo, durante el viaje comprobó que también sucedía al norte de Menfis. Uno de los pueblos abandonados era Tiebu, donde se bañó en el Nilo aquella noche ya lejana. Puesto que sus habitantes habían dejado de reparar las chozas de adobe, éstas empezaban a cuartearse bajo los despiadados rayos del sol y no tardarían en desmoronarse y fundirse con el polvo del suelo, como si aquel poblado nunca hubiese existido.

La llegada a Menfis no había contribuido a mejorar su ánimo. Cuando desembarcaron en el puerto de Perunefer, acudió a recibirla el propio Pasheremptah con una escolta de doscientos soldados mandados por el capitán de la guarnición de la ciudad. A Cleopatra se le habían antojado demasiados, pero el capitán le dijo que era conveniente por su seguridad.

—¿Mi seguridad?

—Los ánimos están soliviantados, majestad —explicó el capitán—. No soy quién para juzgar las decisiones de gobierno, pero...

El militar debió de considerar que había hablado de más y guardó silencio. Cleopatra no necesitó preguntarle para saber en qué estaba pensando, pues era algo que llevaba atormentándola meses. El decreto que confiscaba la mayor parte de los alimentos del país para llevarlos a Alejandría no era obra suya, sino de Potino. Pero debería haberlo impedido, y no había sido capaz por falta de autoridad o de talento para intrigar.

La entrada en Menfis terminó de hundirla. Recordaba su primera visita a la ciudad tras la muerte de Auletes, coronada como reina y también como faraón. En aquella ocasión las calles se hallaban abarrotadas de gente que la aclamaba agitando palmas y vaciando sacos llenos de pétalos de flores desde los balcones.

El recibimiento esta vez había sido muy distinto. Los palos habían sustituido a las palmas y las piedras a las flores. Pese a que doscientos soldados y cien guardias del templo de Ptah formaron sendos cordones a ambos lados de la calle, la multitud estuvo a punto de romper esa barrera y caer sobre Cleopatra y su hermana, que avanzaban agachadas bajo un techo de escudos. Las piedras repiqueteaban como granizo sobre la madera y el cobre, mientras Cleopatra, sin poder creer lo que ocurría, pensaba: «¡Quieren matarme! ¡De verdad quieren matarme!». No le cabía ninguna duda de que si la turba conseguía ponerles las manos encima, las despedazarían como las bacantes enloquecidas despedazaron al infortunado Penteo.

¿Y era allí donde debía conseguir apoyo para rebelarse contra su hermano y el consejo real, la lucha dinástica de la que le estaba hablando su primo? Difícil lo veía Cleopatra, aunque tenía que intentarlo.

—Ese conflicto ya ha empezado, Pasheremptah —respondió Cleopatra—. Recuerda lo que te expliqué esta mañana.

Ambos miraron de reojo a Taimhotep, la esposa del sumo sacerdote. Delante de ella no querían hablar de lo sucedido en el estudio de Sosígenes. Arsínoe tampoco sabía que Ptolomeo había intentado violarla. En realidad, Cleopatra no se lo había contado a nadie salvo a su primo, y sólo porque necesitaba ese argumento para terminar de convencerlo de que la ayudara. A ratos se preguntaba por qué se sentía tan avergonzada de aquello, cuando era su hermano quien había intentado cometer un acto deplorable y vil.

Al ver que Pasheremptah se quedaba pensativo, Cleopatra insistió.

—Y es algo más que un simple conflicto dinástico. No se trata de que elijas a cuál de tus primos prefieres. Tienes que pensar en escoger entre un muchacho ignorante que desprecia las tradiciones y se cree que el mundo se reduce a su palacio de Alejandría, y una reina que habla el idioma de la Tierra Negra y respeta las costumbres y los rituales. ¡Se trata del bien de Egipto!

—Oh, Cleopatra —intervino Arsínoe con voz hastiada—. La tarde es agradable, no hay moscas y estamos disfrutando de una sencilla cena. ¿No podrías olvidarte por un rato de tus problemas con nuestro hermano?

Cleopatra dirigió una mirada furiosa a Arsínoe, pero ésta se hallaba tan concentrada en su rodaja de sandía que no reparó en ello.

—Está muy rica —comentó—. Pero ¿por qué no hacéis que le quiten las pepitas?

A un gesto de Taimhotep, un criado se acercó para arrancar las pepitas una por una con una pinza. En ese momento, llegaron otras dos sirvientas que traían consigo a Herankh, la más pequeña de las tres hijas de su primo. Era un bebé de cinco meses, que llevaba un rato llorando porque le tocaba cenar. Taimhotep la cogió en brazos, se soltó uno de los broches de la túnica y se sacó un pecho grande y moreno para amamantarla.

—¿No usas nodrizas? —preguntó Arsínoe, arrugando la cara como si estuviera contemplando algo execrable.

—¡No, nunca! —respondió Taimhotep, escandalizada—. Amamantar a un bebé y sentir cómo la vida fluye de tu cuerpo es maravilloso. Algún día lo comprenderás.

«Seguro», se dijo Cleopatra con sarcasmo. Casi podía leerle a su hermana el pensamiento escrito en la frente: «Qué pezón más agrietado y qué pecho más caído». Cuando Arsínoe tuviera hijos era evidente que no iba a arriesgarse a deteriorar la perfección de sus senos por algo tan vulgar como alimentar a un mocoso.

—Y tú también lo comprenderás, mi señora —añadió Taimhotep, mirando a Cleopatra con una sonrisa de suficiencia.

Cleopatra parpadeó, a punto de ruborizarse. Se había quedado ensimismada viendo cómo la pequeña, que se había apartado del pezón un instante, volvía a buscarlo dibujando el círculo de una ómicron casi perfecta con la boca. Pero ella no estaba pensando en la maternidad, sino en el paso previo, y casi sin darse cuenta se había imaginado en sus propios pechos la caricia de unos labios no precisamente de bebé.

Pasheremptah posó su mano sobre el cráneo pelón de su hija, ahuecando la palma con una delicadeza sorprendente en él.

—Todo sería más fácil si ya tuvieras hijos, prima —dijo—. Sobre todo, un hijo varón.

—El momento llegará —repuso Cleopatra—. A su debido tiempo.

Pasheremptah volvió la cabeza hacia ella, con tanta energía que la trenza que le colgaba de la sien derecha se agitó como un látigo.

—¿A su debido tiempo? El país se está muriendo.

—¿Y me culpas a mí?

—Tienes una responsabilidad. ¡Si tu vientre es estéril, la tierra también es estéril!

—Mi hermano no pondrá sus manos sobre mí, si es a eso a lo que te refieres —dijo Cleopatra—. Y muchísimo menos su asqueroso miembro.

—¡Cleopatra! —fingió escandalizarse Arsínoe.

—¿No comprendes lo que está ocurriendo, por qué la hambruna está azotando el país? —dijo Pasheremptah—. Del mismo modo que te niegas a recibir una simiente que te fecunde, el Nilo se niega ahora a fecundar la Tierra Negra.

Cleopatra se retrepó en el asiento, pues estaban cenando a la manera egipcia, sobre sillas de anea y no en triclinios. De no ser quienes eran sino gente del pueblo llano, se habrían sentado en esterillas de papiro extendidas en el suelo.

«Déjate de monsergas, primo», pensó, pero las palabras no brotaron de su boca. Pasheremptah se habría escandalizado. Cleopatra conocía a muchos sacerdotes que, quizá por la cercanía de las cosas divinas o por la rutina, eran bastante tibios en sus creencias, cuando no directamente escépticos. Así ocurría, por ejemplo, con el sumo sacerdote del Serapeo de Alejandría, para quien la religión era más bien una especie de tradición que convenía cultivar por razones estéticas.

Su primo no era así. Pasheremptah creía de verdad en los dioses, y cuando se disfrazaba con la mortaja, la máscara y la barba postiza de Ptah llegaba a convencerse sinceramente de que entraba en comunicación con la mente del sabio creador.

Cleopatra contemplaba las cosas de una forma intermedia. No veía demasiado claro que los dioses tuviesen de verdad rostros humanos o de animales; tal vez los mortales les ponían cara para poder reconocerlos, pues su verdadera forma se escapaba al entendimiento. Pero estaba segura de que por encima de los hombres existían presencias poderosas a las que en ocasiones les gustaba ocultarse y en ocasiones manifestarse. En aquella noche de su baño en el Nilo había sentido el numen del río, llamárase Hapi o no. Y cuando en Tebas consagró al nuevo toro Buquis ante millares de fieles, había percibido una energía que brotaba al mismo tiempo de los participantes, del animal y de sus propias manos, una corriente mística que los unía a todos con la tierra, la fuente de todo poder.

Ahora bien, Cleopatra no comprendía qué relación lógica podía existir entre su virgo y la sequía del Nilo. Sobre todo, tal como había planteado la analogía su primo: en teoría, ella era la tierra y el semen de su hermano el Nilo. Puesto que era ella quien se negaba a la unión, y no Ptolomeo, lluvia no debería faltar.

«Demasiadas conversaciones con Sosígenes», pensó. Si Pasheremptah era un extremo del arco iris, Sosígenes representaba el opuesto. Para él los dioses, todos los dioses, eran una hipótesis innecesaria.

—Mi señora —intervino Taimhotep, en tono conciliador—. Te ruego que no te tomes a mal las palabras de mi esposo. No deberías ver la maternidad como una obligación, sino como un don de los dioses. Ser madre es lo más grande que una mujer puede alcanzar.

Cleopatra sacudió la cabeza. De nuevo, censuró sus pensamientos antes de expresarlos en voz alta. Ya había comprobado desde niña que ciertas ideas suyas sorprendían o escandalizaban a los demás, incluso a una mujer tan inteligente como su abuela. Por supuesto, acabaría siendo madre, pero no pensaba que ése fuese el hito más importante de su vida. Prácticamente toda mujer, inteligente o necia, bondadosa o malvada, podía ser madre. Al fin y al cabo, ¿no procrean también los animales? Los hijos no son tanto una obra de sus progenitores como éstos quieren creer. «De padres hipopótamos, hijos cocodrilos», afirmaba un refrán, y Cleopatra sólo tenía que ver lo diferentes que eran ella y sus tres hermanos para comprobarlo.

Gobernar era otra cosa; sobre todo, si se hacía bien, como ella misma había conseguido en algunos momentos antes de que el consejo real le atara las manos. Levantar bellos templos para la posteridad, devolver a su país la grandeza perdida. Incluso el tratado que estaba escribiendo sobre venenos era algo de lo que podía estar más orgullosa que Taimhotep de sus tres crías.

«Dices esas cosas porque no las entiendes —le había dicho su abuela en una ocasión—. Cuando seas madre, dejarás de darle tantas vueltas aquí, en la cabeza, y lo sentirás aquí», añadió, poniéndose la palma sobre el pecho.

—Mi señor, ha llegado un mensajero.

Cleopatra salió de sus cavilaciones al oír la voz del intendente del templo.

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