La hija del Nilo (28 page)

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Authors: Javier Negrete

Tags: #Histórico

BOOK: La hija del Nilo
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—Está aquí la reina. Debes dirigirte a ella y no a mí —respondió Pasheremptah.

El intendente miró de reojo a Cleopatra con gesto azarado. La joven intuyó problemas.

—Es... Perdón, majestad. Un emisario acaba de llegar de Alejandría. Pero dice que el mensaje que trae es para el sumo sacerdote de Ptah.

—Haz que venga ahora mismo —dijo Cleopatra.

El mensajero era un militar, un oficial de las tropas de Aquilas al que Cleopatra conocía de vista. Traía la coraza de lino y las grebas, pero había dejado la espada fuera. Llevaba en la mano un fino tubo de madera atado con una cinta roja. Al ver a la reina se cuadró.

—Majestad, mis órdenes son entregar este mensaje personalmente al sumo sacerdote.

—Eso ya lo he oído. Dámelo —exigió Cleopatra, tendiendo la mano.

Había comprobado que, si en su interior no se planteaba la menor duda de que sus órdenes pudieran ser desobedecidas, esa seguridad emanaba de ella como un aura de poder. El mensajero sintió aquella aura y no se pudo resistir a ella. Dando un par de pasos hacia Cleopatra, hizo una profunda reverencia y le entregó el tubo.

Dentro había un papiro lacrado con tres sellos: el de Ptolomeo, el de la cancillería —o sea, el de Potino— y el de Aquilas. Los rompió todos y desenrolló la carta.

Cuando terminó de leerla, el corazón le latía como un timbal.

—¿Qué te ocurre, Cleopatra? —preguntó Arsínoe, arrodillándose a su lado—. ¿Por qué estás tan pálida?

—No es nada —respondió Cleopatra, y añadió dirigiéndose al mensajero—. Puedes irte. Regresa a Alejandría ahora mismo.

—Señora, tengo que llevar...

—¡Para ti soy «majestad»! —exclamó Cleopatra, poniéndose en pie—. ¡Y fuera de aquí ahora mismo!

El mensajero se cuadró de nuevo y se apresuró a salir del jardín. Arsínoe extendió la mano para coger la carta, pero Cleopatra se la apartó.

—Necesito quedarme a solas con Pasheremptah. Ahora.

Taimhotep le entregó el bebé a las criadas, se tapó el pecho y se fue con cara de pocos amigos. Arsínoe remoloneó incluso más antes de dejarlos solos, pero al final salió.

—¿Qué ocurre, prima? —preguntó Pasheremptah—. ¿Qué dice esa carta?

Cleopatra dudó. Luego se dio cuenta de que ahora mismo debían estar llegando copias a todas las ciudades del reino, con órdenes de leerlas en las plazas públicas. Si Pasheremptah no se enteraba ahora, lo haría antes de que terminara la noche, de modo que le entregó la carta.

El texto venía escrito en griego y en hierático. Por la forma en que movía los labios, Cleopatra sospechó que Pasheremptah estaba leyendo el texto egipcio. Al terminar, su primo volvió a enrollar el papiro, pero no se lo devolvió.

—Esto es grave —dijo.

—No es grave. Es alta traición —respondió ella.

La carta incluía un decreto firmado por Ptolomeo y respaldado por el consejo real. En él se calificaba a Cleopatra de enemiga del reino y se dictaba su destierro con efecto inmediato. Si en el plazo de diez días no había abandonado las fronteras de Egipto, cualquier súbdito leal del rey estaba autorizado a darle muerte.

—¿Qué vas a hacer ahora? —preguntó Pasheremptah.

«El muy canalla se me ha adelantado», pensó Cleopatra. Ignoraba si era idea de Ptolomeo, de Potino o de los dos juntos. Pero ¿qué más daba, si el resultado seguía siendo el mismo?

¡Desterrada de su reino por un mocoso al que ella había acunado en brazos cuando aún se orinaba encima!

Había renunciado ya a la idea de sublevar a sus súbditos egipcios. El odio que emponzoñaba los gritos de la gente y la lluvia de piedras con que habían tratado de asesinarla la habían disuadido. Para los menfitas, y probablemente para el resto de los egipcios, ella y su hermano Ptolomeo eran lo mismo: alejandrinos egoístas y codiciosos que los estaban matando de hambre para conservar su fastuosa forma de vida.

—No voy a dejar Egipto en manos de Ptolomeo —dijo Cleopatra por fin—. Con catorce años, mi hermano ha demostrado una degeneración de carácter que incluso Fiscón disimuló durante mucho más tiempo. La situación sólo puede degradarse más a partir de ahora.

Su primo iba a decir algo, pero se calló. Cleopatra casi podía ver su lucha interior escribiéndose en letras de fuego en su afeitada cabeza. A Pasheremptah nunca le había caído bien Ptolomeo, y la antipatía era mutua. Pero el mocoso poseía el control de Alejandría, lo que significaba el grueso del ejército y la flota. Cleopatra no tenía nada. La elección entre ambos parecía obvia.

«Tengo que forzarlo a elegir antes de que crezcan sus dudas», pensó.

—Necesito dinero, primo —dijo de repente.

—¿Dinero? Por supuesto, si tienes que viajar rápido, yo te daré lo que necesites.

—Será más dinero del que te imaginas, Pasheremptah. Mucho más.

—¿En qué estás pensando?

—En reclutar un ejército en el extranjero para expulsar a esa víbora del trono.

—¿Invadirás tu propio país?

—Si es necesario para salvarlo, sí.

Sin sospecharlo, Cleopatra acababa de repetir el mismo argumento que año y medio antes había utilizado un general romano para convencerse antes de cruzar el Rubicón.

33

Dirraquio

César nunca había necesitado demasiadas horas de sueño, pero desde que cumplió los cincuenta dormía incluso menos que antes. En la madrugada del 8 al 9 de quintil, se despertó a oscuras salvo por la lamparilla que ardía en un velador al lado de su lecho, la única luz que dejaba encendida por si surgía una emergencia. A su tenue resplandor consultó la clepsidra. La aguja señalaba la séptima hora de la noche. En el exterior de la tienda los centinelas se pasaban el relevo entre susurros.

Todavía era demasiado pronto, incluso para él. Cerró los ojos de nuevo y trató de dormirse. Pero por su cabeza no dejaban de desfilar imágenes y sonidos, planes futuros y pensamientos pasados que se mezclaban al azar. Pasado un rato, tras resignarse a que le iba a ser imposible conciliar de nuevo el sueño, se levantó del catre, un jergón tendido en el suelo como el de cualquier legionario.

Aunque el calendario afirmaba que se encontraban en verano, todavía no había terminado la primavera y la noche era fresca. Del perchero colgaba la capa roja que solía ponerse al entrar en batalla para que sus hombres lo reconocieran de lejos. La tomó y se envolvió en ella.

Al otro lado de un fino visillo de lino, Menéstor se removió en su yacija y preguntó con voz soñolienta:

—Pero ¿qué hora es?

—Hora de que sigas durmiendo —respondió César, mientras encendía las velas de un candelabro de bronce para disponer de más luz—. Voy a escribir un rato.

El griego se sentó en el colchón y se frotó los ojos.

—¿Necesitas algo? ¿Vino, un caldo caliente?

—Duerme, Menéstor. Yo mismo te despertaré si me hace falta algo.

El liberto se rindió, volvió a tumbarse y, como estaba boca arriba, no tardó en roncar de nuevo. César pensó que el sonido le iba a molestar. Sin embargo, como solía ocurrirle, en cuanto empezó a escribir la tarea lo absorbió tanto que se olvidó del mundo que lo rodeaba.

Tenía la intención de guardar sólo para sus ojos esa primera versión de su diario de campaña, en la que anotaba los acontecimientos cercanos antes de que los detalles se le borraran de la memoria. Por eso se expresaba en primera persona. Más adelante redactaría una segunda versión, igual que había hecho con sus comentarios, todavía inacabados, sobre la guerra de las Galias. Entonces se referiría a sí mismo en tercera persona y expurgaría buena parte de sus opiniones. De esa manera, confiaba en parecer más objetivo a la posteridad.

Que era el público para el que escribía, más que para sus contemporáneos. Gran admirador de Alejandro, le mortificaba no conocer sus conquistas y batallas de primera mano, sino por los diarios y tratados de acompañantes y generales como Ptolomeo, Nearco o Calístenes. Al redactarlos, cada uno de aquellos autores plasmaba sus propios propósitos y prejuicios. ¿Dónde quedaban las ideas, los sueños y los principios tácticos del mismo Alejandro? No había más remedio que reconstruirlos a partir de las palabras de otros, pero el verdadero genio del macedonio siempre se escapaba como arena entre los dedos.

Eso no sucedería con César. La imagen que tendrían de él los lectores del futuro sería la que el mismo César quisiera transmitirles. No la verdad absoluta, por supuesto, pues no creía que tal cosa existiese. Pero sí su verdad.

«Así pues, los ataques múltiples de la noche del 1 de quintil fracasaron y las bajas del enemigo superaron a las nuestras gracias al heroísmo de hombres como Volcacio Tulo, que logró rechazar a una legión entera con tan sólo tres cohortes, o como Casio Esceva, cuyas hazañas ya he referido en otro pasaje.

»Mientras tanto, la situación en el campamento enemigo seguía deteriorándose. Ya apenas les quedaban bestias de carga vivas, y sus caballos habían dejado pelada toda la zona, en la que no quedaban tan siquiera raíces. Eso me hacía sospechar que Pompeyo, desesperado, no tardaría en intentar una salida para romper nuestras líneas y librarse del asedio.

»Y así ocurrió, pero no donde yo me esperaba, cerca de Dirraquio, sino al sur.

»Allí se encontraba nuestra mayor debilidad. En el extremo meridional habíamos cerrado el perímetro de circunvalación con una empalizada que llegaba hasta la playa. Sabiendo que el enemigo podía transportar tropas para desembarcarlas a nuestras espaldas, ordené levantar una segunda estacada más allá, con las defensas apuntando al sur. Ahora bien, entre ambas empalizadas quedaba un espacio abierto en la playa de unos doscientos metros. Aunque lo estábamos fortificando, las obras aún no habían terminado.

»Los enemigos no tenían por qué saberlo. Mas, para nuestra desgracia, les informaron dos traidores que abandonaron nuestras filas. Los prófugos en cuestión eran dos príncipes celtas de la tribu de los alóbroges, Ego y Roscilo, a los que yo había reprendido en privado por malversar las pagas y el botín de sus jinetes.

»Ofendidos, Ego y Roscilo abandonaron el campamento de noche y se pasaron al bando enemigo. Aparte de llevarse casi doscientos jinetes con ellos, brindaron a Pompeyo información valiosa sobre el punto débil entre las dos empalizadas.

»El día 7 de quintil, poco antes de que se hiciera de día, Pompeyo lanzó una gran ofensiva. Desde el norte bajaron seis legiones comandadas por él en persona para atacar de frente la empalizada por su lado interior. Al mismo tiempo envió a miles de arqueros y soldados de infantería ligera en botes, y también barcos de guerra provistos de escorpiones y catapultas.

»Con la primera luz del día, los hombres de la IX legión se vieron atacados por tres flancos a la vez. Aprovechando la cobertura de miles de flechas y dardos disparados por la flota, los enemigos tendieron escalas sobre las empalizadas y no tardaron en tomarlas y poner en fuga a los nuestros.

»Al percatarse de lo que sucedía, el legado de la IX, Léntulo Marcelino, envió desde su campamento principal varias cohortes de refuerzo. Mas uno de los principios básicos del arte de la guerra es que el miedo y la derrota son enfermedades contagiosas. Al chocar de frente con los camaradas que huían, las tropas de refresco se dejaron llevar por el mismo pánico e incrementaron el caos.

»Todos los centuriones de la primera cohorte, salvo el primipilo, murieron en este combate. El portaestandarte Lucio Ruricio también fue herido de muerte. Al verse rodeado de enemigos en el fuerte atacado, tomó el águila de la legión y la lanzó con todas sus fuerzas por encima de la empalizada. Allí la recogieron nuestros jinetes y me la hicieron llegar. De no ser por aquel hombre, por primera vez en mi carrera militar habría sufrido el deshonor de que el enemigo me arrebatase un águila».

César volvió a levantar la mirada del papiro y murmuró: «Gracias, Ruricio».

Los testigos que habían recogido el águila del suelo contaban cómo habían visto al portaestandarte en una torre del fuerte y le habían oído gritar:

—¡Amigos, he guardado esta águila con mi vida durante largos años! ¡Ahora que muero se la devuelvo a César con la misma fidelidad! ¡Id a contárselo a él!

César se dio cuenta de que se le habían empañado los ojos. Era capaz de mantener la compostura en las desgracias propias y en las de sus allegados. Sin embargo, historias como la de Ruricio lo conmovían tanto que se le escapaban las lágrimas. Tal vez, se dijo, estaba dotado de una sensibilidad especial para la épica.

O quizá se hacía viejo y sentimental, sin más. Los próximos años que cumpliera serían cincuenta y dos, una edad más que considerable.

¿Qué habría ocurrido si el águila de la IX hubiese caído en manos de Pompeyo? César sabía que ya corrían rumores de que Fortuna le empezaba a volver la espalda. Perder el estandarte de una legión habría sido la gota que colmara el vaso.

«Gracias de corazón, Ruricio —se repitió—. Que los habitantes de las vastas moradas del Hades sepan que las comparten con un valiente».

Aunque todavía era de noche, ya se percibía un vago resplandor. De todos modos, César quería terminar el relato de aquella ofensiva tan desastrosa para los suyos.

Continuó.

«... Al recibir señales de humo desde el campamento atacado, Marco Antonio y yo mismo acudimos en socorro de la IX. Nuestra aparición, al menos, refrenó a los hombres de Pompeyo, que se habían adueñado del espacio entre ambas empalizadas y perseguían a los hombres de la IX con ánimo de aniquilarlos. Ahora, al ver que llegaban refuerzos, retrocedieron y se hicieron fuertes en la playa, donde se apoderaron de nuestras instalaciones y las reforzaron construyendo un campamento.

»Eso significa que todo nuestro trabajo ha sido en vano. El nuevo campamento sur de Pompeyo le permite romper el cerco, sacar a sus caballos a pastar por aquella zona y forrajear en un área mucho más amplia».

César mordisqueó el extremo de la pluma. Le dolía lo que tenía que escribir, pero en la guerra engañarse con falsas esperanzas suele ser letal. Con un suspiro, anotó:

«Ha llegado el momento de tomar una decisión. En mi carrera sólo he fracasado en un asedio, el de Gergovia, donde perdí ochocientos hombres. Desde entonces, han caído en mi poder tantas plazas y ciudades que Gergovia ha llegado a convertirse en un recuerdo borroso.

»Ahora me veo en una situación parecida. Ayer perdimos a más de setecientos soldados de la IX y muchos más fallecerán a causa de sus heridas en los próximos días.

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