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Authors: Javier Negrete

Tags: #Histórico

La hija del Nilo (29 page)

BOOK: La hija del Nilo
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»Pompeyo me va ganando la partida. Está demostrando más astucia de la que yo le suponía. He cometido el peor error: sobrestimar mi habilidad y subestimar la del enemigo.

»Debo pensar en abandonar esta posición. La cuestión es qué hacemos después. Con los pocos barcos que tengo, no puedo pensar en regresar a Italia. Además, tanto mis aliados como mis enemigos lo interpretarían como un fracaso total, y desandar el mismo camino sin haber obtenido al menos un éxito hundiría la moral de mis tropas.

»La mejor opción es alejarnos del mar y buscar las llanuras de Tesalia, donde el trigo no tardará en madurar. Aunque se trate de una retirada estratégica, al dirigirla hacia el corazón del territorio enemigo podré venderla como una ofensiva y ganar tiempo».

César dejó la pluma y tomó la salvadera para esparcir cáscara de trigo sobre lo que acababa de escribir. Una vez que el salvado absorbió la tinta sobrante, lo aventó de un soplido, enrolló el papiro y lo guardó en un canuto de cuero.

Era evidente que tenía que esconder bien ese diario. Delante de las tropas seguía mostrándose confiado en la victoria y no admitía haber cometido errores estratégicos. En el fondo, la moral de un ejército es la moral de su general.

La claridad del día ya empezaba a colarse por la fina malla de hilo que cubría las ventanas. Menéstor se había levantado con sus habituales toses mañaneras y, tras orinar en una bacinilla, estaba haciendo sus abluciones en una palangana. Un criado que entró en la tienda por una puerta de servicio le trajo una bandeja con el ientaculum. Menéstor separó su ración y, antes de empezar a comer, llevó el desayuno a César.

—Tienes ojeras, señor —le dijo, depositando la bandeja en la mesa.

—Y tú tienes ojos, Menéstor.

—Deberías decirle al médico que te recete un sedante. Si sigues durmiendo tan poco, te acabarás desplomando del caballo.

«Sólo su criado se atreve a tratar a un gran hombre como si fuera un niño», pensó César.

Después de haber pasado horas escribiendo, descubrió que se le había abierto el apetito; había comprobado desde hacía tiempo que el trabajo intelectual exigía casi tantas energías como el físico. Su ientaculum consistía en queso fresco con miel y agua asperjada con unas gotas de vino. Normalmente habría comido también una rebanada de pan con aceite y sal, pero no pensaba volver a hacerlo hasta que pudiera repartir trigo a todos sus hombres.

La puerta de la tienda se abrió. Una sombra enorme se recortaba contra la luz del amanecer.

—César —dijo Saxnot—. Explorador quiere verte. Dice trae noticias muy importantes.

César se levantó y recibió al speculator, un sabino que había tenido el valor de infiltrarse en territorio enemigo durante la noche. Tras escuchar su informe, César se quedó pensativo.

De forma inesperada, se le ofrecía la oportunidad de asestar un duro golpe a Pompeyo. Si era necesario abandonar Dirraquio, lo haría con la cabeza alta y la moral reforzada.

Él mismo escribiría más tarde, «Fortuna, que tan enorme poder ejerce en todas las cosas y sobre todo en la guerra, provoca en breves momentos grandes cambios. Como así sucedió entonces».

34

—Este fortín lo construimos nosotros hace unas semanas, e instalamos en él a dos cohortes —explicó Fulvio Póstumo, tribuno de la IX, señalando un punto del mapa—. De esa manera, pretendíamos proteger las obras de la empalizada que está ochocientos metros al sur.

Alrededor de la mesa de mapas había un corro formado por los legados, tribunos y primipilos de las legiones congregadas en la base sur. Era la hora séptima del 9 de quintil. Hasta dos días antes aquél había sido el campamento de la IX, pero tras la ofensiva de Pompeyo, César se había trasladado allí personalmente y había instalado treinta y cinco cohortes en él. El perímetro ya había sido ampliado, pero las obras para reforzar las defensas aún proseguían.

—Sin embargo —continuó Póstumo—, nos dimos cuenta de que el terreno era demasiado liso y de que la espesura que rodea el fuerte por el norte y el este podía ser muy propicia para ocultar una emboscada enemiga. Así que decidimos retirarnos de allí.

Pese a que era de día, un candelabro encendido colgaba sobre la mesa para que todos pudieran apreciar bien los detalles del mapa. Había asimismo dos pebeteros quemando incienso; su aroma apenas lograba camuflar el olor a cuero y aceite de las armaduras ni el sudor de los hombres embutidos en ellas. El día era muy caluroso, como si de verdad estuvieran ya en verano tal como afirmaba el calendario.

Póstumo proseguía con sus explicaciones. César no necesitaba acercarse para saber por dónde movía el dedo, pues se sabía de memoria el mapa. Lo habían dibujado sus cartógrafos dos horas antes utilizando las informaciones del explorador.

En la parte derecha del plano, que representaba el este, se hallaba el campamento donde se encontraban reunidos. De él partían hacia el mar dos líneas que representaban sendas empalizadas. Las habían construido los hombres de César, pero desde el ataque de la otra noche los últimos dos mil metros estaban en poder de Pompeyo.

El campamento principal del enemigo, levantado en día y medio con la típica eficacia romana, se hallaba emplazado al sur de la línea doble. Asaltarlo era impensable. Para expugnar una posición bien defendida como ésa había que contar con superioridad numérica. Y César no la tenía.

Pero al norte de la empalizada, entre ésta y el río Lésnico, había un tercer campamento, menor que los otros dos. El que Marcelino había construido primero y abandonado después.

—Pocos días después de que nosotros dejáramos el fuerte —continuó Póstumo—, las tropas de Pompeyo lo ocuparon y se dedicaron a ampliarlo como si tuvieran la intención de alojar varias legiones dentro. Incluso construyeron un vallado que llevaba hasta el río, aquí al norte, para que sus aguadores pudieran ir y venir sin peligro.

—¿Un río? —preguntó Marco Antonio, mordisqueando un pernil asado ya frío—. ¿No se suponía que habíamos secado todos?

—Éste no, porque pretendíamos abastecer con él nuestro fuerte. Pero en cuanto vimos que Pompeyo lo ocupaba, dejamos que sus hombres trabajaran un día entero ampliándolo y levantando esa empalizada, y después lo bloqueamos con una presa.

Antonio palmeó la espalda de Póstumo, cuyo peto resonó como un timbal.

—¡Muy astuto por tu parte!

—Antonio —dijo César desde su asiento—, te rogaría que no interrumpieras más a Póstumo.

Antonio hizo un gesto de disculpa con las manos y luego se llevó el dedo a los labios para indicar que iba a guardar silencio.

—En cuanto se quedaron sin agua —prosiguió Póstumo—, renunciaron a la posición y se marcharon del fuerte. Pero anoche, un explorador que cruzó nuestras líneas y se internó en territorio enemigo vio cómo trasladaban un estandarte al campamento abandonado. Y no un signum cualquiera, sino un águila.

—¡Un águila! —exclamó Claudio Nerón—. Eso significa que han instalado allí una legión.

—Así es —respondió Póstumo—. Hemos recibido informes de los fuertes situados más al norte. Sus avistadores han comprobado, en efecto, que una legión entera bajaba desde Petra. Creían que era para unirse al grueso de las tropas de Pompeyo en su nuevo fuerte, pero al final se han acantonado en el que nosotros habíamos desechado, supongo que por falta de sitio.

—Siento interrumpir de nuevo —dijo Antonio—. Pero eso ¿a qué nos lleva?

César se levantó por fin y se acercó a la mesa. Antonio y Póstumo se separaron, apartando un poco a los demás oficiales para abrir un hueco al general.

César plantó el dedo en el fuerte presuntamente abandonado.

—Nos lleva a que aquí, mientras hablamos, hay una legión acantonada. Creemos que se trata de la XIX. Pompeyo la reclutó hace poco más de un año, así que sus soldados son relativamente bisoños.

—Perdona si soy muy obtuso, pero sigo sin entender —dijo Marco Antonio.

César sonrió y dio una palmada fingidamente afectuosa en la mejilla de su lugarteniente.

—Por eso tú eres Antonio y yo soy César.

—Eso no lo dudo —respondió Antonio de buen humor mientras los demás reían.

César explicó su plan.

—Esta noche, cuando empiece la cuarta guardia, mientras dos cohortes se quedan aquí clavando estacas, abriendo zanjas y organizando mucho ruido para que parezca que todo sigue igual, saldremos con las otras treinta y tres cohortes y todo el sigilo del mundo y asaltaremos el fuerte aprovechando la oscuridad.

»Con tal superioridad y contra una legión sin apenas experiencia, no tardaremos en tomarlo. Cuando Pompeyo quiera reaccionar, descubrirá que nos hemos apoderado de su campamento y que de golpe ha perdido una legión entera.

Por supuesto, César no se refería a aniquilar a los hombres de la XIX. No se trataba de bárbaros germanos o partos, sino de ciudadanos romanos. Los que no cayeran en combate se convertirían en sus prisioneros y les haría elegir entre jurarle lealtad o ser ejecutados.

—¡Es perfecto! —aplaudió Claudio Nerón—. Le quitamos cinco mil hombres a Pompeyo y los sumamos a nuestras fuerzas.

—Así es —dijo César—. Al perder ese fuerte, Pompeyo se encontrará aislado por tierra de su base norte y con dos campamentos enemigos amenazándolo.

—¿Y qué ocurrirá luego? —preguntó Dolabela, legado de la V Alauda.

—Pueden pasar dos cosas —respondió César—. Que Pompeyo abandone esta posición por considerarla insostenible, o que se decida por fin a salir a campo abierto y nos presente batalla.

—Pero seguiremos estando en inferioridad —dijo Dolabela, que no se distinguía por su ardor guerrero.

Marco Antonio le apretó el hombro con esa manaza suya, tan fuerte que sus dedos arrugaron incluso la dura coraza de cuero hervido.

—No olvides que nosotros tenemos a César y su increíble suerte de nuestra parte.

César frunció el ceño. Para su gusto, su sobrino segundo se permitía demasiadas bromas sobre su buena fortuna, como insinuando que sus éxitos se debían a esa causa y no a su talento como estratega.

—Está bien, caballeros —dijo César—. A la hora novena de la noche quiero a esas treinta y tres cohortes formadas y dispuestas para salir. Que los hombres se cubran los cascos con mimbre y que tomen las medidas oportunas para que sus armas brillen y resuenen lo menos posible.

—¿Cuál será la consigna esta noche, César? —preguntó Marco Antonio.

«¿Así que te gustan las bromas sobre mi suerte? —pensó César—. Pues aquí tienes una».


Fortuna imperatrix mundi
[6]
. Ésa será la contraseña de nuestra victoria.

35

Petra, reino de los nabateos

—¿Falta mucho para llegar? —preguntó Cleopatra, encogiendo los hombros sin querer. Ellos y sus caballos llevaban largo rato caminando por un cañón de paredes de arenisca que cada vez se estrechaban más y amenazaban con juntarse hasta aplastarlos como cucarachas.

—No, señora, enseguida llegamos —respondió el guía. Era la enésima vez que contestaba lo mismo.

Detrás de ellos venían Apolodoro, sus criadas Iras y Carmión y un pequeño séquito de mercenarios judíos recién contratados. Arsínoe no la acompañaba porque sufría de unas fiebres tercianas; en realidad, Cleopatra sospechaba que exageraba aquella calentura porque no le apetecía atravesar la extensión de desierto pedregoso que los separaba de la capital nabatea.

Tras salir o más bien huir de Egipto con los cuatro cofres cargados de oro y plata que le había prestado su primo Pasheremptah, Cleopatra se había instalado en Ascalón, una ciudad de la costa de Gaza que desde hacía tiempo mantenía vínculos de hospitalidad con su familia. Desde allí había enviado mensajeros a todas las ciudades y reinos cercanos pidiendo ayuda para su legítima causa. El primero en responder había sido Malik, rey de los nabateos, con una carta escrita en griego y en una piel perfumada. En ella le ofrecía firmar una alianza estable entre ambos y la invitaba a visitar su capital, Petra. Cleopatra había respondido enseguida aceptando la invitación.

Entre los árabes nabateos había muchos pastores nómadas que moraban en tiendas y vivían del pastoreo, trashumando de acá para allá. Pero desde hacía más de un siglo habían prosperado mucho gracias a las disputas entre el reino de los partos y el de los seléucidas. Hasta entonces, las caravanas que traían seda y otros productos orientales desde la India atravesaban Partia y acababan llegando al Mediterráneo a través de Damasco y Antioquía. Cuando los partos cerraron esa frontera, las caravanas tuvieron que tomar otro camino a través de la llamada Arabia Pétrea.

Allí, la ruta de la seda se cruzó con la que subía desde el extremo sur de la península arábiga, la Arabia Feliz, por la que venían la mirra y el incienso. Situada en esa confluencia, la ciudad de Petra se enriqueció vendiendo agua y víveres a los caravaneros, y también gracias a los aranceles que los nabateos cobraban a quienes atravesaban su territorio y que llegaban hasta un cuarto del valor de las mercancías.

Antes de llegar a Petra, Cleopatra y su reducido cortejo habían atravesado grandes extensiones de pedregales secos y gargantas excavadas en la arenisca por ríos que habían dejado de existir evos atrás. Para entrar en la ciudad, les explicó el guía, había que describir un gran rodeo y entrar desde el este por el desfiladero que estaban atravesando.

—Como ves, señora, nuestra ciudad es inexpugnable.

Desde luego, pensó Cleopatra, si la única forma de acceder a Petra era por esos angostísimos vericuetos, bastaría con una pequeña tropa para defenderse de un millón de hombres.

Por fin, las paredes se separaron y Cleopatra se encontró casi de manos a boca con una enorme fachada muy parecida a la del Museo. Como aquélla, tenía un doble frontón, y el de arriba estaba partido y en su centro había un templete circular. La diferencia era que este frontispicio estaba tallado en la propia roca anaranjada del acantilado.

—¡Bienvenida a Petra, señora! —dijo el guía. Hablaba en arameo, idioma que Cleopatra dominaba a la perfección y con el que podía entenderse en toda la zona de Levante.

—¿Éste es el palacio real? —preguntó Cleopatra.

—No, señora. Aún estamos en las afueras de la ciudad, el reino de los muertos. Aquí es donde enterramos a nuestros reyes.

Se encontraban en otro cañón, aunque mucho más ancho que el que los había conducido hasta allí. Se desviaron hacia la derecha y no tardaron en llegar a un valle protegido por fortificaciones naturales. Allí se encontraba el centro de la población.

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