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Authors: Javier Negrete

Tags: #Histórico

La hija del Nilo (52 page)

BOOK: La hija del Nilo
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León le explicó que entre el Puerto Grande y el de Eunosto cabían mil doscientos barcos. Luego señaló al centro de la bahía, donde se veían cientos de naves amarradas a largas líneas de boyas.

—Éste es el lugar con más tráfico de todo el Mediterráneo. A veces los cargueros aguardan cuatro y cinco días anclados hasta que les toca el turno. —El joven soltó una carcajada—. ¡La próxima vez que pretendan hacerme esperar les diré que soy amigo del cónsul Julio César!

—Cuenta con ello —respondió César.

Los ojos se le iban a todas partes. La impresión que le estaba dando Alejandría era de ciudad inabarcable. Bajo la intimidante presencia del Faro, los espigones y promontorios del puerto formaban un laberinto cuajado de mástiles y grúas, velas y banderas de todos los colores que saturaban la vista. A la derecha de César, a más de un kilómetro, el puerto se terminaba en una larga pared blanca que unía la ciudad con la isla de Faros.

—Eso es el Heptastadion —dijo León—. Un terraplén construido a semejanza del que usó Alejandro para tomar Tiro. Se llama así, como podréis imaginar, porque mide siete estadios. Al otro lado se abre el segundo puerto, Eunosto. Para que las naves puedan pasar a él hay dos puentes, uno en cada extremo.

Detrás de los muelles más alejados se alzaban edificios de tres y cuatro pisos, lienzos de muralla y una gran estructura que por el color debía de ser de ladrillo. Según León, se trataba del Emporio, el enorme mercado donde se traficaba con todo lo imaginable, desde la seda que venía de más allá de la India hasta el estaño de Britania, en la otra punta de la oikoumene.

En la zona a la que se dirigían ellos todo eran palacios, mansiones y templos. Allí predominaba el color blanco del mármol y la caliza, pero el conjunto no llegaba a deslumbrar bajo el sol porque se entremezclaba con las pinceladas rojas del granito de los obeliscos, el negro de las estatuas y esfinges de basalto y el verde de las palmeras plantadas por doquier.

—La ciudad es prácticamente lisa —dijo León—. Por eso no es fácil ver los edificios que hay más allá del puerto. Pero por detrás la ciudad se extiende más de kilómetro y medio hasta el lago Mareotis.

Dos lanchas del servicio portuario les salieron al paso. Sus tripulantes les hicieron señas con banderolas para que los siguieran. Poco a poco, la Helionice viró en semicírculo para aproar hacia el promontorio de Loquias, donde se encontraba el palacio real. Aquella península era uno de los puntos más elevados de la ciudad; no obstante, el edificio que León señaló como templo de Isis apenas se alzaba a más de treinta metros sobre el nivel del mar.

«¿Cómo será vivir en un país tan llano?», se preguntó César. Tal vez por ese anhelo de las alturas, los egipcios se habían obsesionado con levantar montañas artificiales como el Faro o la gran pirámide que, según decían, lo sobrepasaba.

—¿Qué demonios es eso? —preguntó Esceva.

Los soldados se apelotonaron en la borda de babor, lo que provocó que toda la nave se bamboleara.

—¡Volved adonde estabais! —exclamó León.

Los hombres de César retrocedieron para ocupar de nuevo sus puestos en cubierta. Aunque los quinquerremes eran más pesados y sólidos que los trirremes, los movimientos bruscos en cubierta los desequilibraban y provocaban que los remeros perdieran el compás, algo que recordaban con maldiciones a los que viajaban arriba.

César se cambió de borda para examinar por sí mismo lo que había llamado la atención de sus soldados. A babor, entre dos espolones de roca que sobresalían del Loquias, se abría una bahía con un muelle separado del mar por un terraplén que hacía de dique seco. Dentro de aquel somero lago artificial flotaban dos barcos de tamaño monstruoso.

César se corrigió enseguida. Para ser exactos, eran dos cascos unidos por una enorme cubierta a modo de pontón. Los romanos habían pergeñado algo parecido en el sitio de Siracusa, unciendo barcos de dos en dos para colocar sobre ellos plataformas que servían de base para torres de asedio. En el caso del titán que se alzaba ante sus ojos no se trataba de un arreglo provisional, sino de un buque diseñado con doble casco.

—Esta nave es una reliquia de la época más gloriosa de Alejandría —explicó León. Su tono delataba la admiración que sentía por una ciudad que, a su manera, también detestaba. Parecía que no podía existir otra relación con Alejandría: odio y amor, asombro y desconfianza mezclados.

—Deja que adivine quién la construyó —dijo Nerón—. ¡Ptolomeo!

—El cuarto de tal nombre, en efecto —contestó León—. En aquella época, los reyes que habían sucedido a Alejandro estaban obsesionados por el tamaño. Por ejemplo, Demetrio Poliorcetes construyó una torre de asedio de cuarenta y cinco metros y un ariete de cincuenta para conquistar Rodas.

—¡Por Príapo, jamás se habrá visto una verga así desvirgando ciudades! —exclamó Nerón.

—Pues la nuestra no consiguió desvirgarla, legado. Lo que demuestra que el tamaño no lo es todo.

Mientras hablaban, un soldado que dominaba el griego iba traduciéndole la conversación a Esceva. Al oír las alusiones al miembro viril, el centurión soltó una carcajada e hizo algún comentario relativo al tamaño del suyo. César, que había tenido ocasión de verlo desnudo cuando lo curaban, podía dar fe de que Esceva merecía el título de primus pilus.

—Por eso aquellos reyes empezaron sustituyendo los trirremes por quinquerremes —continuó León—. Luego les pareció poco y los convirtieron en heptarremes, octorremes, decarremes... Llegó un momento en que los marineros no bogaban sentados porque compartían el mismo remo hasta cuatro y cinco hombres, así que tenían que hacerlo de pie y subiendo peldaños de madera para completar el movimiento.

—Agotador y poco práctico, sospecho —comentó César.

—La clave estribaba en su tamaño y no en su velocidad. El primero que construyó una nave monstruosa para impresionar a sus rivales fue Lisímaco, un general de Alejandro. Pero el rey Ptolomeo Filopátor decidió que a exagerado no le iba a ganar nadie y ordenó construir esto que veis aquí. Mide ciento veinticinco metros de eslora, cuatro veces más que este barco, y sólo los codastes de popa son más altos que nuestro mástil.

César silbó entre dientes y levantó la mirada. La cubierta que unía ambos cascos estaba demasiado alta para verla, pero pensó que podría haber montado en ella un pequeño campamento. Por encima de los enormes espolones, sendos mascarones de bronce de más de seis metros decoraban las dos proas. El de estribor representaba a Poseidón con su tridente y el de babor a su esposa Anfítrite, vestida con un paño mojado que resaltaba sus bellas formas.

—¿Cómo se llamaba este engendro? —preguntó Nerón.

—Anfítrite —respondió León—. Para desplazarse necesitaba cuatro mil remeros y podía llevar en cubierta casi tres mil infantes.

César calculó que en aquel barco podría haber transportado a todos sus hombres. Pero también podría haberlos perdido a todos de golpe. Cada vez que embarcaba a un ejército, no dejaba de pensar que jugaba una arriesgada partida de dados contra la misma naturaleza. En la Primera Guerra Púnica habían perecido más romanos por culpa de las tempestades que por los cartagineses.

Había gente trabajando en el barco. Colgados de cuerdas y arneses, decenas de carpinteros recorrían el casco tapando grietas y agujeros, y en otros puntos sustituían las tablas o las forraban con planchas de metal para protegerlas de la broma.

—El barco se encontraba en un estado ruinoso —explicó León—. Pero la reina Cleopatra se ha empeñado en restaurarlo.

De modo que la hija de Auletes era una amante de la ostentación, como sus antepasados. César empezaba a formarse un retrato de la reina: lujuriosa y cruel, con tendencia a engordar si es que no estaba ya obesa, y bastante megalómana. Sin olvidar una nariz como un pico de buitre, a juzgar por sus retratos.

Aunque ya habían pasado de largo la Anfítrite, César se quedó un buen rato mirándola con las manos apoyadas en la regala. La voz de Esceva lo sacó de su ensimismamiento.

—¡Bueno, jóvenes vestales de tiernos pechos! ¡Ya está bien de babear mirando las mariconadas de los egipcios! ¡Os quiero firmes y con cara de mala leche! ¡Como no os conocen a lo mejor se creen que sois soldados de verdad!

Buena idea, pensó César. Ya bastaba de dejarse impresionar por lo que veían. Ellos venían de Roma, que no necesitaba construir faros ni barcos gigantes para ser la dueña del mundo.

—Legado, ordena al cornicen que toque la marcha de Zama —le dijo a Claudio Nerón.

Al oír las briosas notas de aquella fanfarria que celebraba la gran victoria de Escipión sobre Aníbal, los cornicines que viajaban en las otras naves lo imitaron. Decenas de trompetas romanas sonando a la vez podían organizar una batahola considerable. César no pudo evitar que al oírlo se le erizara el vello que empezaba a asomarle en los antebrazos.

Mientras las trompetas entonaban su son, los marineros izaron el gallardete de Rodas, un sol amarillo sobre fondo azul, y más arriba aún el de Roma, con las letras doradas SPQR bordadas sobre la loba capitolina que amamantó a Rómulo y Remo. El aquilífero de la VI, Cayo Escápula, retiró los paños que cubrían el águila de oro.

—¡Estad alerta! —recordó Esceva. Saxnot dijo algo equivalente en su bárbaro idioma.

«Alerta, sí», pensó César. Si Peticio no le había engañado, la flota que Pompeyo traía desde Chipre era más reducida que la de César y llevaba como mucho tres mil hombres reclutados a toda prisa.

Sin embargo, Pompeyo le sacaba tres días de ventaja. Si había hecho valer su condición de antiguo anfitrión de Auletes, el padre de la pareja real, no resultaba descabellado que los hubiese convencido ya de que César era un enemigo del que convenía precaverse.

58

Desde las lanchas les hicieron señales para que atracaran en el primer muelle de un largo espigón. A la izquierda había otro embarcadero con una escalinata de mármol que bajaba hasta el agua, delante del cual se balanceaban plácidamente dos embarcaciones pintadas de púrpura y oro y decoradas con relieves de estilo egipcio. A su lado flotaba una gabarra en cuya cubierta reposaba un enorme obelisco de granito rojo. Tanto la escalinata como el espigón conducían hasta una explanada. Más allá se levantaba la entrada de un gran palacio amurallado.

Los marinos de León saltaron del barco cuando aún estaba a casi dos metros del muelle y amarraron las maromas a los bolardos de bronce. La nave crujió al pegarse a la pared, pero unos enormes cestos de esparto colgados del borde amortiguaron el contacto.

Una vez tendida la pasarela, los doce lictores de César desembarcaron primero. Puesto que se hallaban fuera de Roma, habían introducido un hacha entre las varas de abedul, las fasces que representaban su oficio y el poder ejecutivo del cónsul.

Después de los lictores bajó el propio César. Tres pasos por detrás de él caminaba Saxnot, que con una piel de jabalí sobre la espalda y la cabeza parecía incluso más alto y terrible. Lo acompañaba Hrodulf, que sin llegar a la estatura de su tío era algo más alto que César y mucho más corpulento. Entre ellos venía León, al que César pidió que se mantuviera cerca por si requería de sus conocimientos sobre Alejandría y sus gentes. Los demás oficiales de la legión y los germanos desfilaron a continuación, formando dos filas dobles en paralelo.

Mientras las demás naves de su flota atracaban a ambos lados del espigón, César observó a su alrededor. Todo tenía un aire griego, pero a mayor escala, con más lujo y con motivos egipcios que le conferían al conjunto un aire exótico, una mezcla de barbarie y refinamiento que resultaba atractiva e inquietante a la vez.

En la escalinata y la explanada se habían arremolinado muchos lugareños vestidos con túnicas y mantos ligeros a la moda griega.

—¿Y los egipcios? ¿No hay egipcios de verdad aquí? —preguntó César.

—No muchos en este distrito —respondió León—. Los egipcios tienen su propio barrio, y no se les concede la ciudadanía alejandrina a no ser que adquieran costumbres y nombres griegos.

Todas aquellas personas parecían pudientes. En esa zona no había tenderos ni artesanos, sólo nobles y potentados con sus esclavos, ociosos que habían venido a curiosear.

—No hay más porque ni siquiera es media mañana y no es gente que suela madrugar —explicó León.

Aquella selecta representación de los alejandrinos contemplaba a los recién llegados con una mezcla de expectación y hostilidad, sin apenas levantar la voz. César sintió un escalofrío en la nuca y miró a su espalda. Por alguna razón, se le acababa de ocurrir que el Faro y el cabo Loquias eran las fauces de una enorme trampa que estaba a punto de cerrarse sobre ellos.

«Aprensiones absurdas», se dijo. Los romanos sostenían el prejuicio de que los orientales eran gente taimada y falsa, más amantes del veneno y la daga en los riñones que de la espada. Pero entre los galos e hispanos, por no hablar de los propios romanos, la traición era una planta que también sabía arraigar.

Tras comprobar que buena parte de sus soldados habían desembarcado ya, César se dirigió a la explanada. Por pura costumbre, sus lictores habían desarrollado ojos en la nuca y lo precedieron sin que él les dijera nada.

Por la puerta del palacio salía un grupo de soldados. Llevaban coseletes de lino blanco con escamas de bronce. Los escudos lucían en el centro la estrella de los Argéadas de Macedonia, pues la dinastía de los Ptolomeos se empeñaba con gran celo en demostrar que era heredera de Alejandro. Como armas ofensivas portaban sarisas de cinco metros. Más de un siglo antes, en las batallas de Cinoscéfalos y Pidna, los legionarios habían demostrado que sus cortos pila eran mucho más prácticos que aquellas aparatosas picas.

—Sólo las usan en ocasiones ceremoniales —explicó León—. En combate utilizan lanzas más manejables.

—De modo que por fin han aprendido la lección —dijo César.

Por detrás de los soldados griegos venía otra tropa formada por cincuenta guerreros negros. Vestían túnicas rojas cortas y sin mangas. Eran espigados y fibrosos, llevaban largas melenas trenzadas y se armaban con escudos de mimbre y cuero y venablos amarillos.

Un oficial se adelantó.

—Kháire, o xéne! —exclamó en griego.

—Saludos, buen amigo —respondió César en el mismo idioma—. ¿Puedo preguntarte quién eres?

—Esa pregunta debería hacerla yo.

—Ya le dije mi nombre al funcionario que nos recibió antes de entrar al puerto. La repetición invita al tedio.

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