—Fígulo, manda un bote al puerto con alguien que lleve una carta mía.
—A tus órdenes, noble Pompeyo.
Mientras los marineros descolgaban por la borda el esquife de la Seleucia, Pompeyo le pidió a su criado Filipo la carta que había redactado la víspera y volvió a repasarla. Se saltó todos los títulos, saludos y demás zarandajas y fue al grano.
Como ya te dije en mi anterior carta, en nombre de mi vieja amistad con tu padre y de la relación de aliados y amigos que tienen Roma y Egipto, yo, Pompeyo Magno, procónsul de Roma, vuelvo a ofrecerte mi ayuda en tu noble lucha para defender el trono que legítimamente posees contra quienes pretenden arrebatártelo.
—Está bien, Filipo. —Pompeyo, que tenía confianza total en su liberto, se quitó el anillo y se lo tendió—. Séllala y dásela al mensajero.
Poco después, el bote se alejó hacia el puerto. Pintado de un naranja vivo y moviendo al compás los ocho remos, parecía una escolopendra deslizándose sobre el agua.
—Si ese muchacho tiene dos dedos de frente —comentó Pompeyo, dirigiéndose a Fígulo, que se había acodado en la regala junto a él—, me dará el mando de sus tropas.
—Sería lo mejor que podría hacer, noble Pompeyo. Es imposible que esos bárbaros tengan un solo general que te llegue a la suela de las sandalias.
—Eso es cierto. —Pompeyo meneó la cabeza, molesto por la dispepsia, o acaso porque la imagen de César seguía rondándole como un tábano—. De todos modos, te diré una cosa, Fígulo. Es un consejo sobre el arte de la guerra de un veterano.
—Será un honor y un placer oírlo, noble Pompeyo.
—Es mejor tener un único general, aunque sea muy malo, que muchos por buenos que puedan ser. ¿Sabes lo que ocurrió en la batalla de Adis, cuando el cónsul Régulo invadió Cartago?
—No estoy muy ducho en historia, señor.
—Los cartagineses disponían de más caballería que él, a lo que había que sumar un buen número de elefantes. Pero también tenían más generales. Tres, para ser exactos. ¿Sabes lo que eso significa?
—No, señor.
—Que los tres se dedicaron a dar órdenes contradictorias a sus hombres, y aquello se convirtió en un maldito caos. Régulo, que era uno solo, los barrió.
Pompeyo volvió a sacudir la cabeza. No estaba hablando para los oídos del capitán del barco, sino para los suyos.
—Eso me pasó a mí en Farsalia. Si no, ¿cómo iba a vencerme ese advenedizo?
—Claro, señor.
Pompeyo había utilizado un término, advena, que en rigor no era apropiado para César. Éste procedía de la gens Julia, que se jactaba de descender de Eneas y por tanto de la diosa Venus, su madre. En cambio, la familia de Pompeyo era natural de la región del Piceno, en la costa noroeste de Italia. Aunque en Roma los respetaban por sus riquezas, Pompeyo sabía que a sus espaldas los romanos de puro abolengo cuchicheaban y lo señalaban con el dedo, recordando que su padre era un homo novus.
—¿Cómo iba a perder contra él si no? —prosiguió Pompeyo—. Pero todos esos ineptos que se hacían llamar nobles se pasaban el día calentándome la cabeza desde el amanecer hasta el ocaso. ¿Cómo demonios iba a pensar con claridad? Malditos Catones, Afranios, Esfínteres y Favonios. ¡Maldito Ahenobarbo, que se atrevió a llamarme Agamenón, «rey de reyes y primero entre iguales»! ¿Rey de reyes? ¿Qué tenían de reyes esos espantapájaros? ¿Iguales a mí? ¡Ja!
—Debió de ser una tortura, noble Pompeyo. Yo no toleraría que mis oficiales me dijeran lo que tengo que hacer —comentó Fígulo. Al percatarse de que acababa de criticar a Pompeyo, enrojeció. El general, que seguía con su retahíla, apenas reparó en ello.
—Labieno. ¡Ése fue el peor de todos! Me vendió el jamelgo viejo de que él era el verdadero artífice de los triunfos de César, de que no había otro general como él manejando la caballería. ¡Mira cuánto duró esa carga! En cuanto les plantaron las lanzas ante los hocicos, volvieron grupas y pies para qué os quiero. ¡Maldito Labieno!
Pasaron las horas. El sol trepó por el cielo y sus rayos cayeron sin piedad sobre la cubierta de la Seleucia. Cornelia ya había salido del camarote, peinada y lavada, aunque con aquel calor no llevaba maquillaje para que no se le cayera a churretes. La soldadesca y los marinos le lanzaban miradas de soslayo. Cosa comprensible, porque se trataba de la única mujer que viajaba a bordo, aparte de su criada Luca. Las esposas de los senadores que acompañaban a Pompeyo en aquella travesía se habían instalado en naves de carga, junto con sus maridos. Además, Cornelia era una mujer de las que llamaban «de estandarte». A su marido no le importaba que la miraran, e incluso le halagaba, siempre que nadie demorara su contemplación tanto como para parecer grosero.
—Están tardando demasiado —masculló Pompeyo, sentado en su silla plegable mientras Escites, otro de sus criados, los abanicaba a él y a Cornelia con un flabelo de plumas de avestruz. Un dosel tendido junto a la toldilla los protegía del sol.
—Ten paciencia, Gneo —dijo Cornelia.
—Desde luego, paciencia es lo que hay que tener cuando se trata con estos condenados egipcios —respondió él—. ¿Cómo demonios gente con tanto cuajo pudo construir esas pirámides?
Sexto, el hijo menor de Pompeyo, al que había recogido en Mitilene junto con Cornelia, se sentó junto a ellos:
—¿Crees que Ptolomeo te entregará el mando de sus hombres, padre?
—No lo sé —reconoció Pompeyo—. La verdad es que tampoco tengo tanto interés en quién pueda ganar esta ridícula guerra de reyezuelos. El testamento de su padre me nombra a mí, entre otros, custodio de sus hijos. De los dos, del chico y de la chica, así que en teoría me da igual el vencedor.
—Dicen que Ptolomeo tiene veinte mil hombres, más del doble que su hermana.
—Sí, ésa es una razón poderosa para escoger su bando. —Pompeyo se adelantó en el asiento apoyando los codos en los muslos y bajó la voz—: ¿Sabes quiénes forman el grueso de esos veinte mil?
—¿Los gabinianos?
—¡Exacto! —dijo Pompeyo, retrepándose de nuevo.
—¿Quiénes son los gabinianos? —preguntó Cornelia.
—Los legionarios que invadieron Egipto hace unos años para restaurar en el trono a Auletes —explicó Pompeyo—. Los llaman así porque servían bajo el mando de Gabinio. ¿Recuerdas a Aulo Gabinio?
Ella asintió.
—Era uno de tus antiguos subordinados. De una familia plebeya y poco antigua.
Pompeyo resopló. Su esposa, de la ilustre prosapia de los Cornelios, tenía tanta obsesión con los linajes como todos los patricios.
—Sí, bueno —prosiguió Pompeyo—. El caso es que todos esos soldados que se quedaron en Egipto sirvieron antaño a mis órdenes. En cuanto pegue una palmada así, ¡plas!, acudirán todos a alistarse bajo mi estandarte. Soldados veteranos, guerreros de verdad y no esta patulea que traemos —añadió, bajando la voz mientras miraba de reojo a los hombres que abarrotaban la cubierta—. Con ellos iré a Útica a reforzar las tropas que está alistando tu hermano, y si alguno de esos generales de salón intenta poner sólo una coma a mis órdenes, haré que lo crucifiquen al sol después de arrancarle los párpados y meterle las pelotas en la boca.
—Qué expresiones tienes, Gneo —le reprendió Cornelia.
—¿Por eso hemos venido a Egipto? —preguntó Sexto.
—Por eso y por más cosas —respondió su padre—. Los hermanos me deben dinero. Por supuesto —añadió, observando el gesto de desaprobación de su joven esposa—, no se lo he recordado. De momento.
Hacía ya diez años o más, Auletes les había ofrecido a César y a él seis mil talentos, una fabulosa fortuna, por presionar para que el senado reconociera a Egipto como amigo y aliado del pueblo romano. Parte de ese dinero lo había pagado en el acto por mediación de un tal Rabirio, pero otra parte todavía se adeudaba. Sumando los intereses, el débito con Pompeyo ascendía a ochocientos talentos. Una cantidad que le vendría muy bien para pagar de su bolsillo más tropas. Aunque Pompeyo no sintiese el menor cariño por el difunto Craso, había de reconocer que llevaba razón cuando aseguraba: «Ningún hombre es poderoso de verdad hasta que puede reclutar y pagar su propio ejército».
Gracias a los gabinianos y al cobro de la deuda volvería a levantarse. Con su flota dominando los mares, no se le ocurriría cometer el mismo error. ¿Plantar batalla a César? ¡De ninguna manera! Lo atraería a una ratonera, y una vez allí lo mataría por inanición, como había hecho el cartaginés Amílcar Barca en un desfiladero del desierto durante aquella guerra salvaje contra los mercenarios rebeldes.
«Levantarse. Renacer», pensó, hinchando el pecho. Una satisfactoria visita a la letrina había hecho que se librara de los restos de la cena, y ahora se sentía mucho mejor, más vacío e incluso con apetito. ¡Más joven! Si algo bueno tenía esa guerra contra César era que le había obligado a salir de Roma, cabalgar y hacer marchas. Gracias al ejercicio se encontraba físicamente mejor que desde hacía años.
—¿Habéis oído la historia del fénix? —preguntó, de buen humor.
Tanto Cornelia como Sexto dijeron que no.
—Es un mito egipcio que me contaron en el puerto de Alejandría mientras esperaba a que me atendieran en la cancillería. El fénix es un ave fabulosa, tan grande como un águila y con las plumas de oro puro, que se alimenta de incienso y otras resinas aromáticas. De esa ave sólo existe un ejemplar, uno nada más.
—Entonces, ¿cómo se reproduce? —preguntó Cornelia.
—Ésa es la maravilla. El fénix habita en Arabia, y vive exactamente quinientos años. Cuando se acerca el momento de su muerte, se construye un nido sobre una palmera. En ese nido acumula una pila con plantas aromáticas, como nardo, mirra y canela. Después exhala su último aliento, cargado de perfumes, y su cuerpo se consume en una llama fulgurante que lo reduce a cenizas.
»Pero de esas cenizas nace un nuevo Fénix que crece poco a poco. Cuando tiene fuerzas suficientes, agarra entre sus zarpas el nido que le ha servido a él de cuna y a su padre de urna funeraria, lo arranca de la palmera y lo lleva volando desde Arabia hasta Egipto. Una vez allí, lo deposita y lo consagra en el templo del Sol, en Heliópolis. Luego parte de nuevo, para regresar quinientos años después renacido una vez más.
Sexto había enarcado una ceja, como si esperase la moraleja, pero Cornelia sonreía complacida. Había comprendido lo que quería decirle su esposo: Egipto era un buen sitio para resurgir de sus propias cenizas. Si el fénix renacía con quinientos años de edad, ¿cómo no iba a poder hacerlo Pompeyo el Grande, que aún no había cumplido los sesenta?
El esquife regresó a mediodía con un mensaje de la cancillería de Ptolomeo. Venía escrito en papiro saítico y no en hierático, que era de más calidad, pero el sello parecía auténtico. Pompeyo lo rompió y estiró los brazos todo lo que le dieron de sí para leer, ya que con la edad le costaba enfocar la vista cerca.
—¿Quieres que te la lea yo, señor? —preguntó Filipo.
Pompeyo contestó con un gruñido, acompañado de unos ruiditos guturales conforme seguía las líneas escritas en griego.
—¿Qué ocurre, esposo? —preguntó Cornelia.
—El rey lamenta que me hayan hecho esperar en Alejandría, algo indigno de Pompeyo Megas. ¡Siempre me ha gustado cómo suena en griego! En breve enviarán una barca real a buscarme.
—¿Una barca? ¿Por qué no despejan un muelle para nuestra nave?
—La carta, firmada por el propio Ptolomeo, dice que están preparando embarcaderos para toda nuestra flota, pero que tardarán, porque el puerto se encuentra abarrotado. Además, como aquí el mar tiene muy poco fondo y muchos bajíos, hay dos trirremes embarrancados en la bocana que están obstaculizando todas las operaciones.
—Es verdad, hay dos barcos atravesados —dijo su hijo, poniéndose la mano sobre las cejas a modo de parasol y entrecerrando los ojos.
—Pero Ptolomeo añade que está impaciente por verme y escuchar de mi boca cómo derroté a los piratas y al soberbio Mitrídates del Ponto. —Pompeyo miró a Cornelia y sonrió como un niño—. ¡Fíjate, dice que es un admirador mío y que tiene asuntos relativos a la guerra que quiere hablar en privado conmigo y cuanto antes!
Pompeyo enrolló de nuevo el papiro y se lo entregó a Filipo para que se encargara de él.
—Trae mi toga pretexta —le ordenó—. Aunque haga un calor de mil demonios, quiero que ese crío vea a un procónsul del pueblo romano. ¡Qué lástima que no tenga aquí a mis lictores!
Mientras Filipo y Escites componían los pliegues de su toga para que la caída fuese perfecta, Pompeyo entornó los ojos y vio que desde el puerto se aproximaba una embarcación a un ritmo vivo. Conforme se acercaba, la nave fue creciendo de tamaño, pero no tanto como esperaba. Cuando llegó junto a la Seleucia, resultó ser una típica barca fluvial del Nilo, construida en papiro e impulsada por cinco remeros nada más a cada lado. De todas formas, no se trataba de un simple bote de pescadores: la proa estaba decorada con una cabeza de antílope de oro provista de dos enormes cuernos retorcidos, y el mástil también era dorado, así como la vela, a medias recogida, y las empuñaduras de los remos.
Pompeyo apenas le prestó más atención a los ornamentos, y se fijó en su lugar en los ocupantes de la barca. A popa había seis soldados, equipados con una mezcla de armamento romano y egipcio que los señalaba como gabinianos. Delante de ellos se veía a un centurión, con su penacho de oreja a oreja, y un oficial también romano que llevaba sobre la cota de malla un arnés con nueve discos de oro y plata dispuestos en tres filas: aquellas phalerae demostraban que había recibido una condecoración al valor. «Ellos sí que deben estar cociéndose ahí dentro», pensó Pompeyo.
El hombre que viajaba más cerca de la proa llevaba una capa púrpura y una coraza plateada con ataujías rojas y doradas que representaban al ave fénix, algo que Pompeyo consideró de buen augurio. Por su aspecto, era griego, tal vez con algo de sangre egipcia, aunque el tono oscuro de su piel podía deberse simplemente a aquel sol que caía como plomo fundido desde las alturas.
La barca se hallaba ya tan cerca que podían distinguirse los rasgos de sus ocupantes. El oficial de la capa púrpura levantó el brazo derecho y saludó:
—Khaire, o Mega! ¡Soy Aquilas, general de las tropas de su majestad Ptolomeo, soberano de Alejandría y de las Dos Tierras! ¡Te saludo en su nombre!
Pero el rostro que más llamó la atención de Pompeyo fue el del oficial de las condecoraciones. Aunque los años lo habían surcado de arrugas, lo conocía de sobra.