La hija del Nilo (50 page)

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Authors: Javier Negrete

Tags: #Histórico

BOOK: La hija del Nilo
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Mientras ella continuaba con su retahíla de lamentaciones pronunciadas con voz débil y monótona, Cleopatra trató de sonsacar a Sexto. No le resultó demasiado difícil; tan sólo tuvo que acercarse a él un poco, sonreírle y rozarle un par de veces el brazo con los dedos. El joven le explicó que su padre los había recogido a Cornelia y a él en la isla de Lesbos, y que desde allí se apresuraron a navegar hacia el sur, pues les llegaban noticias de que César los perseguía.

—Por eso vinimos aquí, buscando la protección de tu hermano. Es evidente que nos equivocamos juzgándoos a ti y a él, señora. Te ruego que nos perdones por ello.

—Y yo te ruego que me perdones a mí por pertenecer a la misma estirpe que ese traidor —contestó Cleopatra—. ¿Qué haréis ahora?

Sexto observó de reojo a Cornelia, que se estaba adormilando sobre el diván. Cleopatra se dio cuenta de que el joven no la miraba del todo como debe mirarse a una madrastra. Podía comprenderse: Cornelia era una mujer muy bella y apenas le sacaba cinco o seis años a su hijastro.

—Yo quiero reunirme con mi hermano en Útica —dijo Sexto—. Allí está también el padre de Cornelia, pero creo que la llevaré a Italia, a alguna de nuestras propiedades en Roma o en el Piceno. Ni África ni la guerra son apropiadas para una mujer como ella.

Sexto le había explicado que su madrastra, pese a lo que pudiera parecer ahora, era una mujer de conversación agradable y dulce voz que gustaba de cantar poemas de Safo y Anacreonte acompañándose con la lira. Cleopatra pensó en Cornelia como un bello pájaro de compañía al que es mejor mantener guardado en una jaula de oro para que no se enfrente a la dureza del mundo.

Ella misma también había sufrido muchos reveses, pero su forma de ser era muy diferente. Aunque a veces se quisiera convencer de lo contrario y pensara en rendirse, en buscar su propia jaula, su naturaleza se lo impedía. ¡Ni su hermano ni sus consejeros se iban a salir con la suya!

Al día siguiente, poco después de amanecer, la Seleucia partió hacia el este con rumbo a Siria. Se trataba de un larguísimo rodeo considerando que pretendían llegar a Italia. Pero costeando hacia el oeste se habrían vuelto a encontrar con las naves de Ptolomeo. Podrían haber dirigido su derrotero hacia el norte a golpe de remo aprovechando que los etesios llevaban un par de días soplando sin mucha fuerza, pero no lo hicieron.

«Eso es porque temen toparse con su perseguidor», pensó Cleopatra mientras veía cómo se alejaba la nave. De modo que algo les hacía pensar que César se dirigía a Egipto.

¡Ésa era la explicación! Ptolomeo y sus consejeros habían pensado que Pompeyo ya no valía como aliado y llegaba el momento de cambiar de caballo. Tomando en cuenta los gustos de su hermano y su concepto de hospitalidad, Cleopatra pensó que, cuando llegara César, sería capaz de ofrecerle un estofado con los restos de su rival, tal como hizo Tántalo cuando pretendió alimentar a los dioses con la carne de su hijo Pélope.

—Shunaif —le dijo al nabateo—, quiero que elijas diez hombres que puedan viajar con rapidez y discreción y que conozcan bien Alejandría.

—¿Diez espías, señora?

—Llamémoslos así.

Cuando los diez hombres, tres griegos, cuatro judíos, dos nabateos y un sirio, se presentaron ante Cleopatra, ella les explicó:

—Quiero que lleguéis a Alejandría cuanto antes, cabalgando noche y día. Llevaréis un cargamento de valiosos perfumes de Arabia para que, cuando os interroguen en los puestos fronterizos, podáis decir que sois mercaderes que venís desde la lejana Saba. Os harán pagar tasas, pero os quedará suficiente para venderlos en Alejandría y obtener una buena suma. Ése será el primer plazo de vuestro salario. Cuando lleguéis allí, uno de vosotros partirá cada día de regreso para traerme noticias de todo lo que acontezca en Alejandría.

—¿Noticias sobre algo en particular, mi señora? —preguntó Boaz, un mercenario judío que parecía dotado de más iniciativa que los demás.

—Sí. Cuando llegue una flota romana, que llegará, quiero saber cuántos barcos trae, cuántos soldados son y dónde se instalan.

—Lo averiguaremos, señora —contestó el judío con una reverencia—. También te diremos quién está al mando e incluso qué come y qué dice en sueños.

Cleopatra los despachó, pensando que sería interesante conocer los sueños del hombre que, estaba convencida de ello, no tardaría en presentarse en Alejandría. ¿Qué podía anhelar el vencedor de Pompeyo?

Tenía la intención de averiguarlo. Una vez que supiera que César había llegado a Alejandría, Cleopatra tendría que encontrar una forma de acceder a él burlando la vigilancia de los hombres de Ptolomeo. Conociendo la afición de su hermano por la tortura y la mutilación, iba a ser una empresa muy arriesgada.

56

Mar Mediterráneo y Alejandría

Sentado a la mesa del camarote en el pequeño castillo de popa de la Helionice, César, que se había desvelado a la hora séptima de la noche, escribía en un nuevo rollo de papiro que había inaugurado al llegar a Rodas. La nave no dejaba de balancearse, pero él estaba acostumbrado a escribir en carromatos que traqueteaban por senderos montañosos plagados de baches. Aquello no era peor.

«... por lo que, según León, hoy llegaremos a Alejandría. Navegamos con una flota de veintidós naves de guerra, las doce que le confisqué a Casio y diez magníficos barcos que me consiguió Eufranor en una sola noche. También nos acompaña la Hermes, aquella liburnia ligera con la que intenté cruzar el Adriático en una noche de tormenta.

»He acomodado a la mayoría de mis hombres entre las naves de Casio y las de Eufranor. Algunos más viajan en los quince buques de carga que nos acompañan; pero éstos, como disponen de bodegas mucho más amplias, los hemos utilizado sobre todo para los caballos. Me temo que nuestros animales no llegarán a Egipto en muy buen estado. Por desgracia, mientras nuestros ingenieros no inventen una forma de injertar alas a los caballos y convertirlos en Pegasos, no existe otra forma de transportarlos.

»Reuniendo los efectivos de la VI y la XXVII y los jinetes germanos, cuento con cuatro mil efectivos. No supone una gran fuerza, pero todos son combatientes de calidad y se encuentran en buena forma física. Por la información que me brindó Peticio, a Pompeyo lo acompañan menos hombres que a mí, y son más soldadesca que verdadero ejército. En estos momentos, mi prioridad es interceptarlo a tiempo y evitar que firme una alianza con Egipto y contra mí, o que prosiga viaje hasta Cartago y Numidia y se reúna con su hijo y el resto de los optimates.

»Yo viajo a bordo de la Helionice, un quinquerreme rodio capitaneado por León. Me acompaña el legado Claudio Nerón, que, con la excusa de que no hay en la expedición patricios de tan antiguo abolengo como nosotros dos, se empeña en pegarse a mí como la roña a las uñas de un legionario. Casi en paralelo a nosotros navega la Lindos; la gobierna Eufranor, a quien acompaña el legado de la XXVII, Fufio Caleno.

»Me pregunto qué encontraremos al llegar a Alejandría. Por lo que me han contado, las desavenencias entre los dos hermanos, Cleopatra y Ptolomeo, son sonadas. No puedo dejar de imaginármelos a cada uno por su lado, tendidos en un triclinio y comiendo y bebiendo hasta hartarse como su padre Auletes o su antepasado Fiscón, gordos como esos cerdos a los que se castra y se ceba para hincharles el hígado y después...».

Alguien llamó a la puerta con los nudillos.

—¡Adelante!

La puerta se abrió. Era León.

—Perdona que te moleste, César, pero he visto luz por la rendija y pensé que estarías despierto. ¿Es que nunca duermes?

—Cada vez menos. ¿Has oído hablar de Catulo?

—No. ¿Alguno de tus oficiales?

—¡No lo quieran los dioses! No, Catulo es un poeta que, por alguna razón que sólo él atinará a comprender, disfruta mucho injuriándome en verso. Pero, como procuro ser objetivo, sé separar el talento de una persona de su talante. Escucha estos versos:

Soles occidere et redire possunt;

sed nobis cum semel occidit brevis lux

nox est perpetua una dormienda.

—Entiendo algo de latín, pero los versos se me escapan. ¿Qué significan?

—«Los soles pueden ponerse y salir de nuevo. / Pero cuando a nosotros se nos termine la luz de este breve día, / sólo nos quedará dormir una noche perpetua». Estremecedor, ¿verdad?

—Así es, César.

—Comprenderás, pues, que no me preocupa perder unas horas de sueño: ya tendré tiempo de recuperarlo. ¿Querías algo, León?

—Enseñarte otra estrella nueva —respondió el joven.

Durante el viaje, César había comprobado que el firmamento parecía desplazarse sobre sus cabezas. Las constelaciones que se veían siempre al norte, como las dos Osas, se hallaban cada vez más bajas en el cielo. Por otra parte, encima del horizonte sur habían aparecido estrellas que hasta entonces nunca había contemplado. La más brillante de todas ellas, tanto que competía con la misma Sirio, se llamaba Canopo y pertenecía a una enorme constelación denominada Nave Argo.

Canopo le servía a León para calcular cuánta distancia quedaba hasta Alejandría. Lo hacía midiendo el ángulo de la estrella sobre el horizonte con un curioso instrumento llamado astrolabio, que consistía en una rueda de bronce con un tubo hueco unido a su centro por un eje que le permitía girar. Por dicho tubo asomaba el ojo León hasta localizar la estrella que buscaba, o el sol si era de día. A continuación, comprobaba el ángulo leyendo los números grabados en el perímetro exterior de la rueda y lo anotaba en su libro de bitácora.

—Con este simple instrumento —le contó León el primer día de travesía— mi abuelo calculó el tamaño de la Tierra. ¡Toda una proeza!

El razonamiento, tal como se lo explicó el joven marino, parecía sencillo. Navegando de Rodas a Alejandría, se comprobaba con el astrolabio que Canopo subía 1/48 de circunferencia sobre el horizonte.

—Puesto que lo que vemos en el cielo es una proyección de lo de abajo —dijo León—, significa que para viajar de Rodas a Alejandría hay que recorrer 1/48 de la circunferencia terrestre. Y como entre ambas ciudades hay cinco mil estadios, los multiplicamos por cuarenta y ocho y obtenemos doscientos cuarenta mil estadios
[11]
.

—O sea, unas veinticuatro mil millas romanas —calculó César.

—Así es, César. Y teniendo en cuenta que el viaje de Alejandría a la India es de tres mil quinientas millas, ¡imagínate qué de mares y continentes desconocidos nos quedarán por explorar!

¡Lo que le faltaba a César por oír para inflamar su ambición! León le había explicado que, por su emplazamiento, Alejandría era para árabes e indios la puerta de Occidente, y para griegos y romanos la de Oriente. Lo había resumido en una expresión: «la llave del mundo».

Los Ptolomeos únicamente habían usado la situación estratégica de Alejandría para enriquecerse y pagar sus carísimos vicios. Pero si esa llave del mundo caía en manos de alguien que, como César, podía movilizar ejércitos invencibles, todo el orbe, esa inmensa circunferencia que Posidonio había medido gracias a una simple estrella, estaría a su alcance.

«Olvídate de esos sueños a lo Alejandro», se dijo ahora César, mientras secaba la tinta con salvado y enrollaba el papiro. Después se levantó de la silla plegable que le servía al mismo tiempo de asiento y de símbolo de su magistratura y salió del camarote.

Ya en el exterior, él y León caminaron por el estrecho pasillo que quedaba en el centro de la cubierta, rodeado de cuerpos. Los soldados dormían tan apretados que si uno giraba en sueños, aunque lo hiciera sobre sí mismo, era inevitable que chocara con otro. En la bodega los remeros rodios viajaban aún más hacinados. Cuando pasaron junto a un escotillón, César arrugó la nariz al percibir el intenso hedor que emanaba de abajo y pensó que las condiciones de la guerra en el mar eran incluso más duras que las de la guerra terrestre.

El viento soplaba con brío hinchando la vela, que bajo la luz de la luna casi llena parecía un gran fantasma blanquecino flotando en el aire. Pasaron bajo la verga y, cuando alcanzaron la proa, se acodaron en la regala. Allí los cabeceos del barco levantaban finas cortinas de espuma plateada que refrescaban el rostro como una caricia.

El disco de la luna casi rozaba el mar. A estribor el cielo empezaba a adquirir el color índigo que anuncia el amanecer. León señaló al sur. Allí, a la altura del horizonte, se divisaba una luz rojiza. Podría haber parecido una estrella de no ser porque su resplandor se debilitaba hasta desaparecer y luego cobraba fuerzas de nuevo.

—Esa luz significa que nos encontramos muy cerca de nuestro destino y que apenas nos hemos desviado al este ni al oeste —dijo León.

—¿Qué es?

—La luz del gran Faro girando en la noche. Estás mirando a Alejandría.

¡Por fin! César entrecerró los ojos, tratando de distinguir el perfil de la tierra en la oscura línea del horizonte.

—¿A cuánto estamos de la ciudad?

—Aún no lo sé, César. La luz del Faro se puede divisar desde cincuenta kilómetros, así que ésa es la distancia máxima que nos falta. Aún tardaremos en distinguir la tierra. La costa norte de Egipto es extremadamente plana. Pero los marinos necesitamos siempre puntos elevados que se vean desde lejos para orientarnos, como montañas o acantilados. Por eso el segundo rey Ptolomeo ordenó construir una gran torre que sirviera de referencia. ¡Y por las Nereidas que lo consiguió!

Durante un rato permanecieron en silencio, acodados en la amura mientras observaban cómo aquella luminaria aumentaba de tamaño. Por fin César, que quería estar preparado con antelación, ordenó al soldado de guardia que avisara al corneta para que tocara diana. Mientras las estridentes notas metálicas despertaban a todos y provocaban el coro de gruñidos habituales en tales casos, él regresó a la toldilla.

Menéstor, siempre tan competente, se había levantado ya, había preparado ya un barreño de agua caliente y tenía afilada la cuchilla para afeitar a César. Pese al vaivén del barco, consiguió rasurarlo sin hacerle sangre ni una sola vez. Después le limó las uñas y con una pinza se dedicó a arrancar vellos aislados que crecían en sitios inoportunos.

—¿Por qué será que con la edad cada vez tenemos menos pelo en la cabeza y más en las orejas y la nariz? —preguntó César, mirándose en el espejo—. Sospecho que, si viviéramos suficientes años, todos nos quedaríamos calvos, pero arrastraríamos por el suelo unas repugnantes guedejas que brotarían de nuestros oídos y nuestras fosas nasales.

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