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Authors: Javier Negrete

Tags: #Histórico

La hija del Nilo (48 page)

BOOK: La hija del Nilo
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—¡Mira, Cornelia! —dijo Pompeyo—. Ese hombre que lleva las phalerae de oro es Lucio Septimio. Yo mismo se las puse cuando sirvió conmigo como tribuno, por subir el primero a la muralla de una ciudadela pirata en Cilicia. Me dijeron en Alejandría que ahora es el jefe de los gabinianos. ¡Eso significa que van a comer en mi mano!

Cornelia le rozó los dedos para darle ánimo, o acaso para recibirlo de él. Al mismo tiempo, Septimio saludó a su antiguo general levantando el brazo:

—¡Salve, imperator!

Los marineros de la Seleucia habían abierto ya una parte de la regala que giraba sobre goznes para tender una pasarela hasta la barca, prácticamente abarloada junto a ellos. A un gesto de Pompeyo, dos de sus centuriones bajaron por la plancha. En realidad, se trataba de dos supervivientes de Farsalia a los que había ascendido por ser lo más parecido a soldados de verdad que le quedaba.

«Pero eso va a cambiar enseguida», pensó, observando con satisfacción a Septimio, al otro centurión y a los seis gabinianos.

—No me gusta que hayan venido a buscarte así —murmuró Cornelia cuando se volvió para despedirse de ella—. No es digno de ti, por mucho oro que lleve esa barca.

Él le tomó ambas manos y recitó unos versos de Sófocles. Su cultura literaria era limitada, pero Filipo se los había enseñado mientras se aburrían en el puerto de Alejandría esperando audiencia, pues le habían parecido adecuados a la situación.

—«Cuando un hombre se acoge a la protección de un tirano, se convierte en esclavo aunque como hombre libre haya llegado».

—¡Tú no eres esclavo de nadie, Gneo!

—Ni lo seré, Cornelia. No te preocupes. —Pompeyo se acercó más a ella y bajó la voz—: Cuando le busque las cosquillas a ese rey niño y sus eunucos, descubrirán que el nuevo amo de Egipto se llama Gneo Pompeyo Magno y tendrán que bailar al son que yo les toque.

—Ten cuidado, por favor. Dicen que los eunucos son muy intrigantes.

—Será porque tienen algo femenino —respondió Pompeyo, de buen humor. La presencia de Septimio y el fénix grabado en la coraza de Aquilas eran presagios de que todo iba a ir bien. Después se apartó un poco de Cornelia y, dirigiéndose también a su hijo, añadió—: En cuanto compruebe la situación, haré que os vayan a buscar. Y desde luego que no será en una simple barca de papiro.

Por fin, bajó por la pasarela, ayudado por Filipo y por Escites; la toga siempre era un engorro para moverse, y no quería dar un espectáculo tropezando con sus pliegues y cayendo al agua patas arriba delante del general del rey.

Cuando plantó el pie en la barca egipcia, Aquilas le saludó estrechándole la mano con fuerza. Aunque Pompeyo tendía a pensar que el mejor militar griego era inferior al peor soldado romano, el general de Ptolomeo le dio buena impresión. De unos cuarenta años, tan alto como él, se mantenía en forma y llevaba bien arreglada la barba cobriza sin resultar relamido.

—Es un honor conocerte, Gneo Pompeyo Magno —dijo Aquilas—. Ahora que te tenemos con nosotros, esta absurda guerra contra la usurpadora no durará más que unos días, los que tarden sus tropas en huir espantadas de tu fama.

—Gracias por tus amables palabras, Aquilas. ¿Me permites que salude a un viejo amigo?

Septimio se cuadró ante él, pero Pompeyo se olvidó de todo protocolo y lo abrazó con fuerza, clavándose las phalerae en el pecho. ¡Estaba tan feliz de reencontrarse con un veterano de los viejos tiempos, su época de gloria!

Cuando se separaron, mientras Filipo se apresuraba a recomponerle los pliegues de la toga, Septimio dijo:

—Señor, permite que te presente al centurión Tiberio Salvio.

Salvio saludó marcialmente, y después lo hicieron los cuatro soldados gabinianos. Por primera vez en muchos días, Pompeyo se sentía como en casa. Mientras la barca se alejaba de la Seleucia y se dirigía hacia Pelusio, recordó con Septimio la toma del nido de águilas donde tenían su guarida aquellos piratas cilicios.

—Es un placer conversar contigo, Septimio —dijo al cabo de un rato—. Pero, si no te importa, voy a sentarme un momento. He preparado un discurso en griego para presentarme al rey y quiero repasarlo. —Bajando la voz, añadió—: Sabes que soy más hombre de acción que de letras.

Septimio asintió. Pompeyo tomó asiento en un banco situado cerca de la popa, de frente a los remeros, y Filipo se acomodó a su lado. El discurso lo había escrito con la ayuda de su liberto. Como tantos romanos de clase alta, Pompeyo alardeaba de hablar y escribir en griego tan bien como en latín. Y, como tantos romanos, exageraba. La sintaxis del griego era muy diferente, plagada de partículas que sus hablantes repartían como especias por las frases, y su verbo era endiablado, muy distinto de la ordenada regularidad del latín.

—Ya estamos lo bastante lejos.

Al oír la voz de Aquilas, Pompeyo levantó la mirada. Para su asombro, cuatro remeros se habían levantado y, con ayuda de los gabinianos, estaban tratando de arrojar por la borda a los dos centuriones bisoños. El forcejeo duró apenas unos segundos y ambos centuriones cayeron al agua con un sonoro chapoteo, uno por babor y otro por estribor. El peso de sus armas hizo que se hundieran a plomo.

Pompeyo se levantó como el resorte de una catapulta.

—¿Qué demonios está pasando a...?

Algo interrumpió sus palabras, un soplido de fuelle que brotó de su propio pecho. Acababa de sentir un golpe muy fuerte en la espalda, por encima de los riñones. Pompeyo se giró y vio a Septimio, que había desenvainado la espada. La hoja, perfectamente pulida y afilada, tenía una larga mancha de color púrpura.

Al notar algo cálido y húmedo en el pie, miró abajo. Era su propia sangre, que le goteaba por la pantorrilla y había manchado ya la hebilla de plata en forma de media luna que lo distinguía como senador.

—Septimio... cómo... has...

Apenas podía respirar. En ese momento sintió otro golpe cerca de donde había recibido el primero. Así era como se notaban al principio las cuchilladas que penetraban entre las costillas, como impactos profundos. Al menos, así se lo habían contado los que sobrevivían a esas heridas. El dolor sólo venía un rato después.

Pompeyo comprendió que para él no habría un «después».

Se volvió de nuevo, trastabillando, apenas consciente del gesto de pavor de Filipo, y se encontró de cara con Aquilas, que también había desenvainado su espada. El tiempo fluía tan despacio que Pompeyo tuvo tiempo de fijarse de nuevo en el fénix, que parecía sonreírle burlón desde la coraza del general griego.

«Quémate como yo, y podrás renacer de tus cenizas».

—Lo siento, general —dijo Aquilas con gesto triste—. Pero, como dijo el ilustre Teódoto, los hombres muertos no muerden.

Otro golpe en la espalda. Septimio, o Salvio. ¿Qué más daba? Aquilas se preparaba para asestarle una nueva estocada. No les daría el placer de contemplar su rictus de agonía. ¡Era un procónsul de Roma! Pompeyo tomó el pliegue de la toga que le rodeaba el brazo izquierdo y se cubrió la cabeza con él. Después, las rodillas se le doblaron solas.

Lo último que sintió fue el contacto de las tablas del fondo contra la espalda, y lo último que oyó fue un gemido colectivo. Comprendió que provenía de la Seleucia, y que desde la cubierta del quinquerreme debían haber visto lo sucedido, porque sobre ese gemido destacaba un grito más agudo, el lamento de Cornelia.

Después no oyó, sintió ni vio nada. Cuando Aquilas le cortó la cabeza, el alma de Gneo Pompeyo Magno, conquistador de Asia, ya viajaba camino de las sombrías moradas de Hades.

55

Monte Casio

El día en que recibió el mensaje de su hermano grabado a cuchillo en la piel de un hombre, Cleopatra pasó toda la noche dando vueltas en la cama. No sólo era incapaz de conciliar el sueño, sino que ni siquiera conseguía cerrar los ojos. Las horas se congelaron. Sin llegar a dormirse, su voluntad aflojó las riendas de su mente y sus pensamientos entraron en bucles de los que no conseguía salir. Su cuerpo se aprendió de memoria cada arruga de la sábana y cada bulto del jergón y les atribuyó personalidad y características casi mágicas, como si al girar sobre sí misma y desplazarse buscando el rincón más fresco del colchón explorara el mapa de un país diminuto y al mismo tiempo infinito. En algunos rincones de aquel microcosmos reinaba su hermano, y en otros ella, dependiendo de si se tumbaba en ellos sobre el costado izquierdo o el derecho, mientras que cuando se quedaba tendida de espaldas era Arsínoe quien se convertía en reina.

«Yo también quiero ser hija del Nilo. ¡Va a ser divertido!», repetía su hermana, chapoteando con ella en la bañera mientras Ganímedes y Ptolomeo se turnaban para poseerla por detrás.

Lo angustioso era que no estaba dormida, que sabía que no estaba dormida. Incluso cuando se sufren pesadillas el cuerpo goza de algún descanso, pero el suyo seguía dando vueltas y vueltas sin reposo.

Por fin, cuando debían de quedar al menos dos horas para el alba, se rindió y se incorporó. Apenas se sentó en el lecho, la cortina que la separaba del rincón donde dormían sus doncellas se abrió. Carmión, que velaba por ella más solícita que una madre, preguntó en susurros:

—¿Qué te ocurre, señora? No has pegado ojo.

—Despierta a Iras. Quiero vestirme.

Mientras Iras se levantaba, Carmión bajó al pozo del patio a llenar un cubo de agua para que Cleopatra se lavara.

—¿Qué te ocurre, señora? —preguntó Iras—. ¿Has dormido mal?

—«Mal» sería algo.

Acertada o errada, ya había tomado su resolución. Ese mismo día desmantelarían el campamento para regresar a Ascalón. Una vez allí ya decidiría qué hacer.

Iras se concentró en sus cabellos. Entretanto Cleopatra cavilaba en las posibilidades que se le ofrecían. Podía aceptar la propuesta matrimonial de Malik, pero eso significaría renunciar al juramento que le hizo a su abuela.

¿Y qué iba a ocurrirle si lo quebrantaba? ¿Algo peor de lo que ya había pasado? Mientras Iras la peinaba a la luz de un candelabro, sus dedos se cerraron sobre la cadena de oro que sujetaba el escarabeo de jade que perteneció a la reina Hats hep sut.

Estaba a punto de arrancárselo y tirarlo por la ventana cuando oyeron golpes abajo. Alguien llamaba a la puerta de su alojamiento, el único edificio de aquel villorrio que podía denominarse «casa» con cierta propiedad.

—¡Quiera la señora Isis que no sean malas noticias! —dijo Carmión, jadeando mientras dejaba el balde lleno en el suelo.

—Siempre tan agorera, Carmión —repuso Iras—. ¿Por qué habrían de ser malas?

«Porque últimamente siempre lo son», pensó Cleopatra.

—La noche siempre es mensajera de desgracias —dijo Carmión en tono sentencioso.

Oyeron cómo Apolodoro abría la puerta y conversaba unos minutos con un hombre. Pasado un rato, los escalones de madera rechinaron bajo el peso del siciliano, que subió hasta la alcoba. Sin asomarse, murmuró desde el umbral:

—¿Señora?

—Sí, Apolodoro. ¿Quién ha venido?

—Es un mensajero.

—¿De dónde?

—Un marinero egipcio. Viene del Egeo y se dirigía a Alejandría, pero el viento lo ha desviado hasta aquí. Dice que trae novedades importantes del norte. ¿Quieres oírlas?

—No quiero recibir más mensajes, Apolodoro. Estoy harta de malas noticias.

«Eso es muy poco regio, Cleopatra», se reprochó a sí misma al momento. Sólo porque la realidad no fuese como ella quería, no podía negarse a verla. Eso parecía más propio de su hermano o de su difunto padre que de ella. Se giró en el asiento para encararse a la puerta, donde se entreveía la silueta de Apolodoro, y dijo:

—He cambiado de opinión. Dile que suba.

—Yo mismo puedo darte el mensaje, señora.

—De acuerdo. Pasa, estoy visible. —«Y aunque no lo estuviera, no sería la primera vez que me contemplases desnuda», añadió para sí.

Apolodoro traspasó el umbral. Sin apenas mirar a su ama, dijo con su voz gutural:

—El mensaje que trae el marinero es éste. Hace unos días, los ejércitos de Pompeyo Magno y de Gayo Julio César se enfrentaron. Pompeyo tenía más de cuarenta y cinco mil hombres y César sólo veintidós mil.

—De modo que el resultado fue el que cabía esperar.

El eunuco levantó los ojos, la miró directamente y las comisuras de su boca se curvaron. Era la primera vez que Cleopatra le veía algo parecido a una sonrisa.

—No, señora. El ejército de Gayo Julio César aplastó al de Pompeyo.

—¡Imposible!

—La noticia corre por Grecia, el Egeo y Asia Menor. Pompeyo huyó, abandonando a sus tropas. Ahora César es el amo de Roma.

Presa de una intensa emoción, Cleopatra se giró en la silla para que ni Apolodoro ni sus criadas le vieran el rostro.

«El amo de Roma», repitió para sí acariciando el escarabeo de jade que había estado a punto de tirar.

De modo que su hermano no había apostado al final por el caballo ganador.

¿Qué ocurriría a continuación? Cleopatra lo ignoraba. Pero, aunque las apuestas estuvieran en su contra, si César había vencido al gran Pompeyo quizá ella podría derrotar a su nada grande hermano. Por el momento, aunque aquella campaña la arruinara, no pensaba levantar el campamento.

Los días transcurrieron. Para los griegos, la primavera se convirtió en verano. Para los egipcios, el tercer mes de Shemu, la Cosecha, dio paso al cuarto y último. Se acercaba una nueva inundación. Cleopatra se preguntó si ahora que ella no estaba en el país y su infertilidad no podía ofender a los dioses, éstos en viarían una crecida abundante o seguirían escatimando el agua a sus hijos.

Cleopatra había ordenado fortificar el monte Casio para dejar en él una guarnición permanente de dos mil hombres que se iban relevando por turnos. También montó extramuros un campamento con tiendas vacías, de modo que los exploradores que enviaba su hermano por tierra o por mar creyeran que seguía allí con todo su ejército. De esa manera mantenía una presión constante sobre Ptolomeo, que no se atrevía a abandonar Pelusio, pero tampoco se decidía a internarse en el desierto y la ciénaga Serbonia para arriesgarse a combatir en campo abierto.

Ella misma fue y vino varias veces entre Ascalón y el monte Casio, mientras enviaba agentes al norte del Egeo para averiguar qué ocurría con el conflicto entre César y Pompeyo. Los informadores contaban que Pompeyo, pese a su derrota, se empeñaba en continuar la guerra y trataba de reclutar tropas en Grecia y Asia Menor, mientras que César lo perseguía como un perro de presa.

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