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Authors: Javier Negrete

Tags: #Histórico

La hija del Nilo (69 page)

BOOK: La hija del Nilo
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—Señor, ¿cómo iba a saber que ella pretendía escapar de su propio palacio? —se disculpó Furio, ruborizado hasta las cejas.

—Tranquilo, optio. A mí tampoco se me habría ocurrido.

¿Adónde habría ido Cleopatra? ¿Pretendía huir para no volver o únicamente quería salir en secreto del palacio para encontrarse con alguien? Sólo se le ocurría una persona en la que ella pareciera confiar lo bastante como para obrar de esa manera: Sosígenes.

Al salir al patio de nuevo, César casi se topó de manos a boca con un soldado que venía corriendo.

—¡César, las llamas han saltado al puerto comercial! ¡El Emporio está ardiendo!

Acompañado por Furio y sus hombres, César siguió al soldado a través de un pequeño laberinto de galerías y patios hasta llegar al ala oeste. Una vez allí, subieron a un terrado, y desde éste treparon por una escalera que llevaba a lo alto de uno de los pilonos que dominaban la entrada occidental del palacio.

Desde allí pudo contemplar todo el puerto con cierta perspectiva. Las luces que se movían por la bahía eran los fanales de sus propias naves. Todas ellas habían soltado amarras con dos objetivos: evitar que las llamas las alcanzaran y apoderarse de los tres pasos que daban acceso al Puerto Grande.

En cuanto a los transportes, aunque desde allí no alcanzaba a distinguirlos, ya debían de estar junto al Heptastadion. César había encomendado a León personalmente aquella misión. El rodio tenía que llegar hasta los arcos situados en los extremos del terraplén y hundir dos barcos en cada uno de ellos cargándolos de piedras y abriendo vías de agua a hachazos. De este modo, las naves de guerra atracadas en el Ciboto, entre quince y veinte según sus informes, no podrían entrar en el Puerto Grande.

En la orilla, el incendio no dejaba de crecer. El viento soplaba cada vez más fuerte desde el mar; aunque César no hubiera sentido cómo azotaba su rostro y hacía flamear su capa, le habría bastado ver cómo las lenguas de fuego que se levantaban de los barcos y las grúas de los muelles parecían doblarse tierra adentro.

Tal como le había informado aquel soldado, las llamas habían alcanzado el Emporio. Pese a que las paredes de ladrillo no ardían, a través de los arcos se veía el resplandor del fuego en su interior, que debía de haber prendido en las vigas de madera y, sobre todo, en las mercancías inflamables. Por más que el edificio fuese de piedra, si la temperatura subía lo suficiente, acabaría viniéndose abajo. César lo lamentó, pues no era su intención quemar el Emporio; las riquezas que contenía seguramente valían más que los tres mil talentos que la corona egipcia le adeudaba.

Una trompa de guerra resonó en la noche. César volvió la mirada a su izquierda. Saxnot y sus germanos venían cabalgando por el final de la avenida de Argeo, y no tardarían en llegar.

César se volvió hacia Furio.

—Optio, ordena que ensillen a mi caballo y lo lleven allí abajo. ¡Rápido!

Su primera intención había sido dirigir las operaciones desde el palacio, pero acababa de cambiar de planes. Sólo una calle separaba el Emporio del Museo. Si sus sospechas eran ciertas, Cleopatra estaba allí con Sosígenes, y eso significaba que ambos se hallaban en peligro.

75

El incendio había despertado a todos los moradores del Museo, esclavos y de libre condición, jóvenes discípulos y ancianos maestros. Muchos de ellos subían a los tejados para contemplar las llamas, mientras que otros huían descalzos y sin tan siquiera ceñirse las túnicas de dormir, temerosos de que el viento que soplaba desde el mar propagase el fuego hasta el Museo.

En lugar de escapar, Cleopatra, acompañada por Sosígenes y Apolodoro, atravesó el recinto con paso decidido, dejando atrás el pequeño zoológico donde los animales enjaulados proferían todo tipo de chillidos, graznidos y rugidos asustados por las llamas, el olor del humo y el griterío general.

Cuando llegaron a la puerta norte, una gran verja de metal, la encontraron abierta. Cleopatra la atravesó y apenas plantó el pie en la calle sintió en el rostro el calor de las llamas como una bofetada ardiente. Al otro lado, a poco más de quince metros, se encontraba la mole del Emporio, un edificio alargado formado por dos pisos de arcos que por la derecha se extendía más de doscientos metros hasta llegar a las inmediaciones del templo de Poseidón. Las llamas ya habían penetrado en él y su resplandor iluminaba los arcos por dentro, como si el edificio se hubiese convertido en un inmenso horno.

Unos hombres vestidos con los uniformes rojos de la brigada de incendios salieron despavoridos del Emporio y cruzaron la calle corriendo, dispuestos a entrar en el recinto del Museo, seguramente para seguir huyendo hacia el sur. Cleopatra se plantó en el camino de uno de ellos, que por la insignia que llevaba prendida en un hombro debía de ser el jefe del grupo, y lo detuvo agarrándolo de un brazo.

—¿Qué haces, mujer? —dijo el hombre, manoteando para zafarse de ella.

Apolodoro lo agarró por la túnica y le dijo con voz ronca:

—Esta que llamas «mujer» es tu reina Cleopatra —respondió Apolodoro, plantándole la manaza encima.

El hombre se quedó un instante sin saber qué decir. Luego, al reconocer a Cleopatra, hizo tal reverencia que casi tocó el suelo con la cabeza. Sus acompañantes, que eran diez o doce, se detuvieron en su huida para formar un corro alrededor de la reina y empezaron a ofrecerle explicaciones atropelladas todos a la vez.

—¡Basta! —exclamó ella, levantando las manos para imponer silencio. Después se dirigió al jefe y le dijo—: Habla tú solo. ¿Cómo te llamas?

—Nicón, señora.

—Pues bien, Nicón. Cálmate y, en lugar de huir, cumple con tu deber. ¿Es que nunca has visto un incendio en tu vida?

—No como éste, majestad. Lo normal es que se prenda fuego en algún barco o en algún puesto del almacén y logremos apagarlo antes de que se extienda demasiado. ¡Pero este incendio ha empezado en más de diez sitios separados al mismo tiempo!

—¿Cómo puede ser eso?

—Elemental —intervino Sosígenes—. Lo han provocado.

—Eso ya lo sé, Sosígenes —respondió Cleopatra—. Deja que se explique Nicón. ¿Qué has visto?

—¡Han sido los romanos, majestad! Han aparecido de la nada y se están dedicando a arrojar antorchas a las naves del Arsenal. Si alguien intenta apagarlas o soltar las amarras de los barcos para apartarlos de los embarcaderos, lo matan.

«¡César!», pensó Cleopatra. Así pues, tenía razón en sus sospechas. El general romano había sacado a sus hombres del palacio por los subterráneos para acabar de un solo golpe de mano con la flota de guerra de Alejandría.

Por lo que contaba Nicón, los barcos ya no tenían salvación posible. El Emporio tampoco. Dentro se veían furiosos remolinos de chispas y llamaradas que se alzaban ya hasta el segundo piso. Cada poco rato sonaba un estallido y el resplandor que asomaba por los arcos se intensificaba cuando el fuego reventaba ánforas y barriles que debían de almacenar aceites y otros productos combustibles.

—Por el lado este del Emporio el templo de Poseidón se encuentra en llamas, majestad —siguió explicando Nicón—. Por el lado oeste hay un entrante del puerto que también está ardiendo, pero no hay más edificios que se puedan incendiar.

Cleopatra asintió. El peligro, así pues, estribaba en que el fuego se extendiera hacia el sur cruzando la calle donde se encontraban. Levantó la mirada. El viento arrastraba chispas y pavesas que sobrevolaban sus cabezas. Si prendían en los árboles que poblaban los jardines del Museo, podrían propagarse a los edificios.

Las mercancías almacenadas en el Emporio costaban miles de talentos, una fortuna perdida entre las llamas. Pero los libros almacenados en la Biblioteca valían mucho más, pues su precio no se tasaba en monedas, sino en las vidas de los hombres que los habían escrito, en las memorias de tantos sabios del pasado que se perderían para siempre si esos volúmenes ardían.

Como si le hubiera leído la mente, Sosígenes señaló al extremo oeste del Emporio. Allí había miles de libros que llevaban meses o incluso años esperando a cruzar la calle debido a la lentitud de la burocracia del puerto y la natural cachaza del director Onasandro, y que ahora se estaban convirtiendo en cenizas. Al ver unas pavesas incandescentes flotando sobre su cabeza, Cleopatra se preguntó qué palabras irrecuperables contendrían.

No pensaba permitir que les ocurriera lo mismo a los cientos de miles de volúmenes guardados en los anaqueles de la Biblioteca.

—Nicón —dijo, tratando de pensar a toda velocidad—, quiero que tú y tus hombres reunáis ahora mismo a todos los miembros de vuestra brigada que encontréis y vengáis aquí con vuestros equipos de extinción.

—Sí, señora —respondió Nicón.

—Sosígenes, tú organiza a todos los miembros del Museo para que vigilen que el incendio no se propague. Me da igual si son ancianos venerables como Onasandro: quiero que cojan mantas, cubos y escobas, todo lo que pueda servir para apagar cualquier foco de llamas. ¡Rápido!

Contagiados por la decisión de su joven reina, todos partieron a cumplir sus órdenes a la carrera. Durante unos minutos, Cleopatra permaneció junto a la verja, cruzada de brazos y observando impotente cómo el incendio seguía devorando insaciable el Emporio y unas enormes columnas de humo negro se elevaban hacia el cielo alumbradas por el resplandor sangriento de las llamas. El calor era tan intenso que notaba el rostro enrojecido, y la ropa empapada de sudor se le pegaba al cuerpo como si se hubiera bañado con ella puesta. El crepitar de las llamas se había convertido en un ensordecedor rugido, punteado por explosiones esporádicas y por el estrépito de paredes y tejados que se desplomaban.

Por fin, fueron apareciendo los funcionarios de la brigada antiincendios en grupos de diez y de quince. Lo más importante era que traían consigo sus herramientas. Los mandaba un hombre de unos sesenta años llamado Demetrio. En cuanto Cleopatra lo oyó hablar y lo vio actuar comprendió que era demasiado parsimonioso para una urgencia así y lo destituyó con efecto inmediato. En su lugar nombró a Nicón que, quizá avergonzado por su anterior momento de pánico, ahora se comportaba con la mezcla de serenidad y rapidez de decisión que hacía falta en aquellas circunstancias.

La brigada estaba organizada en diversos equipos. Los sifonarios traían consigo diez bombas de agua fabricadas en bronce según los diseños de Ctesibio. Los ayudaban los hydristái, que se encargaron de levantar las tapas de registro y bajar con larguísimas mangueras de cuero hasta la cisterna que surtía de agua al Museo. Una vez que avisaron a sus compañeros sifonarios, éstos empezaron a bombear agua y a lanzar sus chorros contra las llamas.

Pero a esas alturas apagar el incendio del Emporio era una tarea tan inútil como la que realizaba el desdichado Sísifo en el infierno. Por eso, Nicón ordenó concentrar los esfuerzos en derribar el edificio, pues cuanto antes se redujera a escombros antes se extinguirían las llamas. Los catapaltistái cargaron grandes bolas de piedra en sus balistas y las lanzaron contra las paredes. Los ayudaban en su tarea los ankistritái, provistos de arietes y garfios de demolición; algunos de ellos se acercaron tanto al fuego que las llamas prendieron en sus ropas y sus compañeros los petasmistái tuvieron que apagarlas golpeándolos con alfombras y mantas de lana empapadas en agua.

Poco a poco, el fuego y las brigadas antiincendios colaboraron para convertir el enorme edificio en una ruina humeante. La altura de las llamaradas, sin presa que devorar, empezó a reducirse. Mientras tanto, en el recinto del Museo todos acarreaban cubos de agua de acá para allá y extinguían los fuegos que se prendían entre los árboles y los arbustos de los jardines, a veces sofocándolos con sus propios mantos y túnicas.

—Vamos a salvar la Biblioteca —mascullaba entre dientes Cleopatra, que acudía de un lado a otro para animar y dar órdenes—. No mataréis a los muertos, romanos. ¡No quemaréis mis libros!

Ahora que el rugido de las llamas se mitigaba paulatinamente, Cleopatra captó un sonido nuevo, el golpeteo de cascos sobre adoquines de piedra. Al mirar a su izquierda, descubrió que desde la zona del Heptastadion venía una tropa de caballería a un trote tan vivo que era casi galope.

—¡Apartaos! ¡Dejad paso libre! —gritó uno de los jinetes.

Aquellos soldados, unos cuarenta, no eran romanos sino del ejército egipcio. Los miembros de la brigada de incendios se apartaron a toda prisa, pero los jinetes arrollaron a dos de ellos y, sin apenas refrenar el paso, derribaron al pasar varias bombas de Ctesibio.

—Mal asunto —murmuró Cleopatra.

—¿Qué ocurre? —preguntó Sosígenes, que se había acercado curioso al ver pasar a aquella pequeña hueste.

Cleopatra había reconocido al hombre que cabalgaba al frente de aquel escuadrón. El fénix rojo y dorado de su peto resultaba inconfundible: era Aquilas.

—Creo que es mejor que nos vayamos de aquí —dijo Cleopatra—. Estos hombres ya tienen casi controladas las llamas.

—Me parece una excelente idea —asintió Sosígenes.

Por desgracia, del mismo modo que Cleopatra había reconocido a Aquilas, el general también había reparado en ella. Durante unos segundos no reaccionó, tal vez porque no se esperaba encontrar a la reina en aquel lugar, tan cerca del incendio. Sin embargo, no tardó en asimilar la información y tiró de las riendas de su caballo con tanta fuerza que el animal se frenó casi en seco levantando los remos delanteros en el aire.

—¡Alto! —ordenó a sus hombres.

Al ver que Aquilas se dirigía hacia ella sin vacilar, Cleopatra intentó huir hacia la verja. Pero había un grupo de personas obstaculizando el paso que, al ver que un jinete armado con lanza cargaba en su dirección, apartaron a Cleopatra a empujones pensando que al alejar a la presa desviarían también al cazador.

Uno de esos empellones fue tan violento que la joven trastabilló y cayó de rodillas sobre el empedrado de la calle. Al levantar la mirada vio que tenía casi encima a Aquilas. Las intenciones de éste saltaban a la vista, pues había puesto la lanza en posición horizontal apuntando hacia ella sobre las orejas de su caballo.

—¡Que alguien me ayude! —gritó Cleopatra.

Nadie acudió en su auxilio. Los hombres de la brigada de incendios poseían un gran coraje para luchar contra las llamas, pero no dejaban de ser civiles que sentían un temor cerval por los soldados, y fueron incapaces de moverse.

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