La hija del Nilo (32 page)

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Authors: Javier Negrete

Tags: #Histórico

BOOK: La hija del Nilo
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Furio levantó el escudo a tiempo de interceptar un tajo. El golpe resonó como un martillazo, pero la madera resistió bien. Cuando intentó alcanzar con el astil a su atacante, ya se le había escapado por más de un metro.

Tras ellos, muchas de las centurias no habían tenido tiempo de cerrarse y los enemigos se estaban colando entre sus filas, derribándolos bajo los cascos de sus caballos y matándolos a placer.

—¿Qué hacemos, señor? —preguntó Furio levantando la voz, mientras una segunda turma de jinetes pasaba junto a ellos.

Esperaba que respondiera Claudio Nerón, pero el legado parecía haberse quedado paralizado, como si su error en la empalizada le hubiera arrebatado la capacidad de decisión. Fue Esceva quien contestó en su lugar. Para sorpresa de Furio lo que dijo fue:

—¿Pues qué vamos a hacer, nena? ¡Sacar el culo de aquí antes de que nos lo rompan! ¡Nos retiramos por donde hemos venido!

37

Desde una de las torres de defensa que flanqueaban la puerta pretoria, César presenciaba impotente todo lo que ocurría.

—¡Por Belona, qué desastre! —masculló, girando sobre sus talones.

Poco antes de que rompiera la primera luz del alba, el ala que él mandaba había conseguido asaltar la empalizada con relativa facilidad. Delante de la puerta pretoria sus hombres se habían tenido que emplear a fondo, pero habían logrado abatir a golpes de espada la barricada de estacas que la protegía. Mientras tanto, por la pared sur del fuerte otros asaltantes tendían escalas y lograban apoderarse del parapeto.

En cuestión de minutos, los soldados de César se habían adueñado prácticamente de todo el perímetro. En la ciudad gala de Avarico habían actuado de un modo similar: primero conquistaron la muralla y después, desde las alturas, masacraron a sus habitantes mientras éstos huían despavoridos por las calles.

Pero aquí la situación era distinta. Dentro del campamento se levantaba una segunda empalizada. Cuando el propio César atravesó la puerta pretoria y la vio, comprendió la razón. Aquél era el primer fuerte que había levantado su legado Marcelino para acantonar a dos cohortes de la IX. Pompeyo, en lugar de desmantelarlo para usar toda aquella madera, lo había dejado como estaba a modo de ciudadela interior.

Los hombres que defendían el campamento, en lugar de dejarse llevar por el pánico y arrojar las armas a los pies de César tal como éste esperaba, habían reculado peleando palmo a palmo para reorganizarse en el recinto interior. El perímetro de vallado que tenían que defender ahora era mucho menor, y también les favorecía que el efecto de la sorpresa se había desvanecido.

César se acercó a la balaustrada de madera que rodeaba la plataforma superior de la torre y se asomó al patio. A quince metros bajo sus pies, dos de sus centurias se dedicaban a extinguir los fuegos que ellos mismos habían prendido entre las tiendas de cuero y las construcciones de madera. La orden de César era conquistar el campamento, no destruirlo.

Más allá, en la puerta pretoria del baluarte interior se había entablado un combate encarnizado entre hombres de la V Alauda y el enemigo. Al mismo tiempo los de la VIII, divididos por cohortes, intentaban tomar la segunda empalizada con escalas de asalto bajo una granizada constante de piedras y flechas.

En circunstancias normales habrían acabado expugnando ese reducto, aunque fuese a costa de sufrir más bajas de las previstas. Pero, como la experiencia había enseñado a César, toda situación es susceptible de empeorar. Cuando empezó a clarear, el general advirtió nuevos movimientos de tropas en dos puntos.

Al este, por fin, localizó a los hombres de su ala derecha, que debían haberse presentado media hora antes. La mitad de ellos se hallaban todavía al otro lado de la empalizada que unía el fuerte con el río, mientras que los demás ya la habían atravesado por una abertura que ellos mismos debían de haber practicado.

«La han confundido con la pared del campamento», comprendió. Por eso se habían retrasado.

Aunque la demora de los hombres de Claudio Nerón suponía de por sí una complicación considerable, habría tenido arreglo. En cambio, la segunda maniobra que César observó desde la torre era mucho más preocupante. Al sur, una masa de hombres se había puesto en movimiento desde el campamento de Pompeyo.

César trató de contar estandartes y águilas, pero no los distinguía con suficiente nitidez. Le preguntó a Hrodulf, sobrino de Saxnot. El joven germano, que gozaba de una vista tan aguda como la del mítico Linceo, se entretuvo un rato contando y por fin dijo:

—Veo cinco águilas, César, y más de cuarenta estandartes.

—Cinco legiones —murmuró César entre dientes—. Cincuenta cohortes.

Los hombres de Pompeyo estaban atravesando en triple columna de marcha la empalizada doble que les habían arrebatado a Marcelino y a la IX, y no tardarían en alcanzar el campamento.

Sin embargo, se cernía sobre el ejército de César una amenaza más inmediata. Una gran tropa de caballería formada por varias columnas de jinetes, entre tres y cuatro mil efectivos, había llegado ya a la altura del campamento por el lado del mar. Tras sobrepasar la esquina noroeste del fuerte, su vanguardia empezó a ejecutar una variación que la llevaría de cabeza contra los desprevenidos hombres que mandaba Claudio Nerón.

César no fue el único que advirtió la presencia de las cinco legiones de Pompeyo y de la caballería de Labieno. Muchos de sus hombres, repartidos por el parapeto exterior del campamento enemigo, avistaron al enemigo y empezaron a dar gritos de alarma y miedo.

En apenas unos minutos, con la rapidez exagerada que adquieren las operaciones de caballería, la vanguardia de los jinetes de Labieno había rodeado el campamento por su parte norte. Frente a ellos, las últimas unidades de la VI y la IX seguían cruzando la empalizada que iba hasta el río. Los que ya la habían atravesado se dirigían hacia el fuerte en un despliegue que era a medias columna de marcha y a medias columna de combate y, por lo tanto, ni lo uno ni lo otro.

Ese relativo desorden resultaba comprensible después de una marcha nocturna y del desconcierto que, sin duda, había cundido entre sus filas al extraviarse de la ruta planeada. En otras circunstancias no habría supuesto un problema tan grave.

Ahora sí. En táctica existen pocos dogmas, pero uno de ellos es éste: si una unidad de infantería desorganizada se topa con otra de caballería enemiga, no tarda en ser exterminada.

Entre clarines y gritos de guerra, los hombres de Labieno aguijaron a sus monturas y se lanzaron contra la vanguardia del ala derecha de César. En cuestión de segundos, varias cuñas de jinetes se introdujeron por los huecos que se abrían entre las unidades, del mismo modo que el vinagre que se utiliza para romper grandes peñascos se cuela por las grietas y deshace la piedra.

—Los van a masacrar —dijo César, conteniendo el aliento.

A su derecha, el legado Dolabela murmuró como un eco:

—Están perdidos.

César concibió alguna esperanza al ver que cerca del río, por detrás de las cohortes de la VI y la IX, se movían los estandartes de la caballería de Marco Antonio. Pero al divisar a Labieno, en lugar de cabalgar para enfrentarse a él, los jinetes de Antonio volvieron grupas y trataron de retirarse por donde habían venido.

«Retirarse no —pensó César—. Dejémonos de eufemismos. Están huyendo».

Aquella maniobra provocó una enorme aglomeración de hombres y caballos en el hueco que habían abierto en la empalizada. Las demás cohortes de lo que había sido el ala derecha de César, advirtiendo que por allí no podían huir, terminaron de romperse y se convirtieron en una multitud indistinta y sin estructura que se precipitó en forma de marea humana hacia el cercado allí por donde cada uno lo tenía más cerca.

Los primeros en alcanzarlo treparon por las estacas impulsándose unos a otros y, al llegar arriba, se descolgaron del parapeto y saltaron con cierta precaución hasta el estrecho borde entre el terraplén y la zanja. Pero aún no habían terminado de cruzar ésta cuando la siguiente oleada cayó sobre ellos, obligada por la presión de sus compañeros, y muchos quedaron atrapados en la fosa.

—No hace falta que enemigo los mate —comentó Saxnot, masticándose los largos bigotes rubios—. Ellos matan solos.

Los que subían a continuación a la empalizada ya no se descolgaban, sino que, empujados por los que venían detrás, saltaban o directamente caían y rebotaban en el talud o se precipitaban en la zanja. Todo ello con el peso añadido de las armas y las cotas de malla.

La fosa no tardó en llenarse de cuerpos. César prefirió no pensar en el horrible destino de los que habían quedado atrapados en el fondo de aquella larga sepultura improvisada a cielo abierto. Al menos, los siguientes que se tiraban despavoridos de la empalizada tenían la suerte de caer sobre sus compañeros, que les servían de colchón y de puente hacia la salvación.

El ala derecha había dejado de existir como tal. Tan sólo una unidad, una cohorte congregada en torno a sus estandartes y al águila de su legión, se retiraba en orden hacia la valla. Era una isla de soldados en medio de un mar de ovejas asustadas.

—¿Qué águila es ésa, Hrodulf? ¿Qué número lleva? —preguntó César.

—No veo el número, César —contestó el joven, que se expresaba en latín con mucha más soltura que su tío—. Sólo el águila con las alas extendidas.

—Entonces es la VI. La de la IX tiene las alas recogidas a los lados —comentó Dolabela.

César pensó que la cohorte que acompañaba al águila de la legión tenía que ser la primera. Solamente había un primipilo que, en una situación así, fuese capaz de infundir más temor a sus hombres que el mismo enemigo y de impedir que rompieran la formación y se fugaran en desbandada.

—Bravo por ti, Casio Esceva —murmuró César.

Al oír más toques de corneta y el grito unísono de miles de gargantas, César volvió la mirada al interior del fuerte. Los pompeyanos cercados en la ciudadela interior también se habían dado cuenta de que les llegaban refuerzos. Eso les había hecho cobrar ánimos suficientes para abrir las puertas desde dentro y lanzarse en una audaz salida contra los soldados que los asediaban desde el patio.

César se volvió hacia los hombres de su guardia personal.

—Vamos a bajar al patio, Saxnot.

—¿Seguro, César? Es peligroso.

—Las cosas se van a poner feas. Si no quiero que los hombres de mi ala izquierda huyan también, yo mismo tengo que estar con ellos.

Hrodulf le tendió el yelmo, rematado por un llamativo penacho de crines teñidas de rojo. César lo cogió y se dispuso a calárselo. Después se lo pensó mejor. Si quería controlar el pánico de sus hombres, tendrían que reconocer la cabeza casi calva de su general.

38

Aunque César se sentía agotado, ni siquiera intentó conciliar el sueño. Hasta la hora quinta había mantenido una reunión con sus oficiales, pero ya los había despachado fuera de la tienda de mando para que descansaran un rato. Del exterior llegaban lamentos y gritos apenas sofocados por la distancia, y también llantos y plegarias quejumbrosas a los dioses. El hospital de campaña estaba tan lleno que habían tenido que improvisar tres enfermerías más en otras tantas tiendas, y conforme avanzaban las horas muchas colchonetas pasaron de servir como camillas a convertirse en lechos fúnebres.

César desató el cordel del papiro y lo desenrolló hasta encontrar lo último que había escrito. Entintó el cálamo y, dejando un pequeño hueco, escribió:

«Fortuna, que tan enorme poder ejerce en todas las cosas y sobre todo en la guerra, provoca en breves momentos grandes cambios. Como así sucedió entonces.

»Hace nueve años, junto al río Sabis, los nervios, la tribu más belicosa de la nación belga, nos atacaron cuando estábamos levantando un campamento sin haber dispuesto un perímetro defensivo en condiciones. Fue un error táctico mío, una negligencia imperdonable, puesto que nos hallábamos en el corazón del territorio enemigo. Los éxitos anteriores contra helvecios y germanos me habían vuelto demasiado confiado.

»En aquella ocasión nuestras líneas estuvieron a punto de colapsar, lo que habría supuesto nuestra aniquilación. Pero en ese momento crítico, los centuriones supieron reaccionar y organizar a sus soldados. Yo mismo empuñé un escudo, acudí unidad por unidad a levantar la moral de mis hombres con mi ejemplo y conseguí convertir el desastre en una de nuestras mayores victorias.

»Ayer, en cambio, aunque bajé a la puerta pretoria del campamento enemigo y me planté delante de los soldados que huían del fuerte, no conseguí nada. Con mis propias manos llegué a arrebatarles los estandartes para que se avergonzaran de perder sus símbolos sagrados y se reagruparan a mi alrededor, pero fue inútil. Decenas y cientos de soldados pasaban a ambos lados de mi escolta gritando y dándose empellones por alcanzar la puerta, mientras que otros huían por la salida este o saltaban por la empalizada como habían hecho poco antes sus compañeros del ala derecha.

»Llegó a ocurrirme lo más vergonzoso que me ha sucedido como general. Al ver cómo un soldado de la V legión, un joven muy alto y de noble porte ataviado con la piel de oso de los portaestandartes, corría despavorido hacia mí, me planté en su camino abriendo los brazos y gritando con toda la fuerza de mis pulmones para hacerme oír. En lugar de detenerse, él le dio la vuelta a su estandarte e intentó atravesarme con la aguzada contera de bronce que se usa para clavarlo en el suelo.

»Me quedé tan estupefacto que fui incapaz de reaccionar. De no ser por los reflejos de Saxnot, que interpuso su escudo primero y después cortó el brazo al signífero, ahora no estaría escribiendo este diario de campaña. Al final, no me quedó más remedio que resignarme y, al menos, tratar de organizar la retirada.

»Fortuna, que había arruinado nuestra ofensiva, debió de compadecerse de nosotros y nos salvó de la destrucción total. Mientras huíamos del fuerte que habíamos intentado tomar, Pompeyo podría haber atacado nuestra base, en la que no quedaban más que dos cohortes. Si lo hubiera hecho, los demás nos habríamos quedado desorganizados y desamparados en tierra de nadie, a merced de nuestros perseguidores. Pero quizá creyó que no podíamos ser tan torpes y que aquello escondía una emboscada. Como fuere, se olvidó de nuestro campamento y dedicó todo su empeño a recuperar el fuerte que ya estábamos abandonando.

»Por otra parte, la misma empalizada que lo había echado todo a perder salvó al ala derecha de ser exterminada. Pues los hombres de la primera cohorte de la VI legión, a los que yo había premiado por su valor unos días antes, se plantaron en la abertura que ellos mismos habían practicado y durante largo rato se convirtieron en un valladar inexpugnable contra el que se estrelló en vano la caballería de Labieno. De haber pasado de allí, sus jinetes habrían masacrado al resto de los hombres de la VI y la IX, que ya habían sufrido muchas bajas. Como es bien sabido, la caballería resulta especialmente eficaz cuando se trata de perseguir a tropas en desbandada».

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