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Authors: Alden Bell

Tags: #Terror

La ira de los ángeles (14 page)

BOOK: La ira de los ángeles
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—Una gran bendición —confirmó Richard—. Y una suerte para ellos, porque andar por ahí fuera es un peligro.

Temple sigue a James Grierson bajando por el camino, pero se detiene al llegar al coche y saca una pistola del talego que está en el asiento de atrás. A continuación entran en la casa por la cocina, haciendo el menor ruido posible.

Desde el pasillo que da al salón, Temple oye el piano, que toca una canción que le recuerda una nana. Entre las notas puede distinguir el tictac de madera del reloj de pared que hay junto a la puerta. Espera a que acabe la canción para oír los aplausos, pues en ese momento sabe que Moses Todd tiene las manos ocupadas. Entonces abre de golpe la puerta y avanza apuntándole a la cabeza con la pistola.

Es tan grande como ella lo recordaba, grueso como un árbol y de facciones rotundas como el mismo árbol. Lleva la barba oscura sin recortar, y el pelo graso apartado de la frente.

Cuando la ve sigue sentado, sin moverse, pero aparece una sonrisa en sus labios.

—¡Cielo santo! —exclama casi sin voz la señora Grierson, llevándose una mano a la boca.

—¿Qué ocurre? —pregunta Richard.

—Hola, chiquilla —dice Moses Todd poniéndose en pie para extender toda su altura de gigante.

—Si das un paso te mato —dice Temple.

—Por supuesto que no harás tal cosa —repone la señora Grierson—. No entiendo de qué va todo esto, pero…

—Richard —dice James—, acompaña a la abuela al piso de arriba.

—Pero ¿qué sucede? —vuelve a preguntar Richard.

—Mierda, Richard, haz lo que te digo.

Richard se encoge, nervioso, como un tejón amenazado, pero se va hacia su abuela y la coge del brazo para llevársela de la salita.

Escuchan cómo ascienden por la escalinata las pisadas.

—No es correcto apuntar con la pistola a los invitados —comenta Moses Todd.

—Tú eres invitado mío —responde James—, no suyo. Y la que tiene la pistola es ella.

—Eso es verdad —admite Moses, asintiendo con la cabeza.

—Vete para allá —dice Temple señalando un sillón de madera oscura con un cojín de satén estampado—. Y hazlo despacio.

Moses Todd se sienta en el sillón. James trae una cuerda del sótano para atarle las muñecas a los brazos del sillón y los tobillos a las patas.

—¿Cómo sabes que estás en el lado de los buenos? —le pregunta Moses Todd a James mientras éste anuda la cuerda.

—Ella lleva en esta casa ocho días y todavía no ha matado a nadie —responde James—. Y tú tienes pinta de dar problemas.

—Buena respuesta —dice Moses—. Pero ¿te ha contado que ha matado a mi hermano? Y lo hizo con las manos desnudas, como un animal. ¿Te comenta esas cosas en vuestras veladas nocturnas?

James lanza una breve mirada en dirección a ella, pero no espera que lo confirme ni lo niegue.

—Me parece que tenéis cosas de las que hablar —dice—. Estaré en la habitación de aquí al lado. Llámame si necesitas algo.

Temple asiente con la cabeza.

—¿Qué tal te va, chiquilla? —le pregunta Moses en cuanto James se ha ido.

—Bien.

Mete los labios, y la barba entera cambia de forma como un erizo de mar. Temple distingue su lengua blanca humedeciendo las comisuras de la boca, como si se estuviera preparando para lanzar un largo discurso.

—Has encontrado un buen alojamiento —dice él, empleando la cabeza para indicar cuanto le rodea.

—Sí, son buena gente. Algunos están un poco chiflados, pero saben llevar una casa.

—¿Qué tal se come?

—Como en ningún sitio que yo haya conocido en mucho tiempo.

Temple se sienta en el sofá, cerca de la silla, y apoya los codos en las rodillas. Pone la pistola en la mesita del café, y él observa el arma: estaría al alcance de su mano si no la tuviera atada.

—Será mejor que tengas cuidado, chiquilla. Deberías asegurarte de que no puedo romper la cuerda y agarrar eso.

—Si puedes, te invito a hacerlo. Habrá que terminar la tarea de un modo u otro.

Él la mira largamente, escudriñándola con los ojos, pero no penetrándola debajo de la ropa como hacía su hermano; por el contrario, los ojos de Moses Todd penetran la cabeza de Temple y llevan a cabo curiosas exploraciones.

Una risotada le sale de la garganta, y ella se sobresalta un poco. Ve que tiene pequeñas migas en la barba.

—Tienes cualidades, chiquilla. De verdad que las tienes.

—¿Cómo has conseguido encontrarme?

—Soy perro rastreador. Crecí con los cazadores de Arkansas, hombres mugrientos que no te gustarían. Pero ellos me enseñaron a cazar y a seguir un rastro. Y no hay muchas chicas rubias en los llanos estos días: no eres una pieza tan difícil de rastrear.

Temple lo mira de arriba abajo, con recelo.

—No creo que seas tan buen rastreador —responde.

—He llegado hasta aquí, ¿no? Por cierto, ¿qué te pareció la multitud del centro de la ciudad, que está a tres o cuatro kilómetros de aquí? Impresionante de verdad. Pasé por entre ellos como si fuera una nube de mosquitos. No es sitio como para quedarse atrapado en él sin contar con un medio rápido de salida.

—Sí, ya lo vi. Han aprendido a comer otras cosas: caballos, mapaches. Algunos de ellos se han vuelto caníbales y se devoran unos a otros.

—¿Está bien eso? —Niega con la cabeza—. Es una tremenda perversión de la naturaleza, ¿no te parece?

—No es buena cosa si lo que queremos es que se mueran de hambre —añade ella.

—Entonces me imagino que cuando salgas de aquí no volverás a cruzar la ciudad.

Ella lo mira.

—Escucha —dice ella—. Sé por qué me sigues. Sé lo que pretendes.

—Ya me lo imaginé al ver que me atabais a la silla a punta de pistola.

—Tu hermano… me encargué de que no volviera, porque eso no se lo deseo a nadie. Me encargué personalmente.

—Lo sé, y te lo agradezco. Pero eso no acaba de compensar que empezaras por matarlo.

—Tengo que decirte que tu hermano no era un buen tipo. Intentó cosas. Se estaba tomando conmigo libertades que yo no aprobaba.

Moses Todd bajó la cabeza y se quedó mirando un momento al regazo, con tristeza. A continuación levantó los ojos y le habló con suavidad:

—Para ser franco, me imaginaba que podía haber pasado algo así. No debería haberlo hecho. Y por eso cuentas con mi sincera comprensión. Abraham y yo no estábamos cortados por el mismo patrón.

Respiró hondo y volvió a mirarla directamente a los ojos, pero esta vez de manera distinta.

—Pero el caso es que ni tú ni yo podemos controlar el destino que nos ha tocado en suerte. Sólo podemos cumplir con él lo mejor que podamos, según las frágiles leyes que tengamos. ¿Quién hizo a Abraham Todd hermano mío? ¿Quién te puso a ti en sus manazas? No fui yo ni fuiste tú, chiquilla. Idiota o no, ese chico era carne de mi carne y sangre de mi sangre. Sí, es cierto que no era un buen hombre, pero eso no importa nada. Y tú lo sabes.

Temple lanza un suspiro y se sienta en el sofá:

—Sí, supongo que lo sé.

—Nosotros nos limitamos a interpretar un papel ya escrito y que nos han puesto delante.

—Lo sé —admite ella.

—Sí, me doy cuenta de que lo sabes. Lo mismo que yo, tú estás al corriente de esas cosas. Tú comprendes que hay un orden en el mundo, una serie de reglas tanto para los hombres como para los dioses. Mira: hay un montón de gente que se piensa que el planeta ha reventado a causa de los horripilantes, que cree que todo está disponible, la sangre y la mente y el alma. Pero tú y yo habitamos en la Tierra, no sólo detrás de las paredes. Sabemos que la mirada de Dios sigue puesta en nosotros. Te respeto por tener una visión tan clara, pese a no ser más que una chiquilla y tal.

Temple se rasca en la rodilla, que le está picando.

—Te gusta darle a la lengua, ¿verdad? —comenta ella.

—¿Quieres decir que lo que digo es mentira?

—No. Lo único que digo es que eso son pensamientos muy grandes para una noche demasiado corta. No sé qué hacer con ese tipo de frases.

—Sin duda, son un pozo hondo al que descender. Y tú y yo, chiquilla, somos dos intelectos precarios. Así que, ¿qué vamos a hacer ahora?

—Bueno —dice ella inclinándose de nuevo hacia delante—, sobre eso tengo algunas ideas.

—Me muero por oírlas.

—Creo que te vas a quedar un rato atado a esta silla. Yo me iré a mi coche, lo cogeré y saldré para poner una buena distancia entre tú y yo. Y mañana por la mañana estas buenas personas te desatarán y te dejarán vía libre. No tienes intención de hacerles daño, ¿verdad?

—A mí no me han hecho nada. Aparte de atarme a una silla, y creo que eso lo cargaré en tu cuenta.

—Estoy empezando a pensar que eres un hombre íntegro, Moses.

—Como sabes, chiquilla, vivimos en un mundo en el que no es necesaria la falta de integridad. Tienes mi palabra.

—Eso está bien.

—Pero creo que ahora deberías dispararme —dice él sin dejar de sonreír, y lamiéndose los labios por dentro de la floja barba.

—Tú no me has hecho nada.

—Todavía no. Pero hay algo que te garantizo. De eso te doy mi palabra de hombre que se halla bajo el cielo gris de la muerte: la próxima vez que te vea, ciertamente te mataré.

Sus ojos vuelven a penetrar en la cabeza de ella, y se dedican a la caza por esos parajes. Y es como si alguien la observara en la noche a través de una oscura ventana. Él está allí sentado y atado, como una estatua egipcia en la entrada de un antiguo pasadizo de ultratumba.

Temple no desea compartir con él sus secretos, así que se pone en pie y coge la pistola de la mesita del café.

—Bueno —dice ella—, no has hecho nada más que amargarme. Y no creo que pueda matarte por eso.

—Tienes un fuerte sentido de la honradez, chiquilla. Tú y yo todavía sacudiremos un poco el polvo de la tierra antes de ponernos a matarnos.

Temple está sentada en la cama de su habitación del piso de arriba, al lado de aquel hombre de ojos lentos y grises y cara de sartén. Piensa en lo mucho que se parece su tamaño al de Moses Todd, pero la diferencia está en que este hombretón trata de agarrar el aire con las manos y va por ahí sin pensar en la creación ni en la mano de Dios. Temple le frota con la mano la afeitada cabeza, y siente cómo raspa el pelo que está saliendo. Él gira el cuello y dirige a su mano una mirada inquisitiva. Temple se la enseña, con la palma hacia arriba y los dedos separados. Él la cubre con su propia manota gigante.

—En fin, bobo —le dice Temple—. Me parece que es aquí donde nos separamos.

Él juega delicadamente con los dedos de ella.

—Y ahora tienes que ser bueno. Se sorprenderán por la mañana al ver que yo me he ido y tú sigues aquí, pero te tratarán bien. Mientras tengas cuidado de que no den de comer a su papá, estarás bien.

Temple le sonríe, y él sigue jugando con sus dedos.

—Sólo bromeaba, bobo. No te harán ningún daño, son buena gente.

Su plan es pedirle a James Grierson que vigile a Moses Todd mientras ella escapa. Estará demasiado distraído para caer en la cuenta de lo que ella deja allí.

Los Grierson se ocuparán del bobo mejor que ella. Temple no es una blanda niñera, ni una bondadosa salvadora de hombres mansos. Sabe bien a qué especie pertenece ella: a la de los caníbales y los locos, a la de los comedores de carne y los caminantes de una tierra asolada, a la especie de las abominaciones. Ha hecho cosas que la marcarán para siempre tanto como si llevara una señal en la frente. Y negarlas sería inútil. No sería más que vanidad.

—¿Adónde vas a ir? —le pregunta James Grierson.

—Al norte, estaba pensando. —Se encoge de hombros.

Están en la biblioteca del segundo piso. Hay puertas de estilo francés que dan a una terraza en la parte delantera de la casa y estanterías que llegan hasta el techo, abarrotadas de volúmenes de coloridos lomos. Temple se pregunta, como hace a veces, cómo habría sido su vida si hubiera nacido cien años antes. Se imagina sentada en un pupitre, aprendiendo las letras, ante una mujer de pelo gris que, ataviada con un vestido precioso, se encuentra en la parte de delante del aula y utiliza un puntero largo para señalar lugares en un mapamundi; se imagina cumplimentando exámenes encorvada sobre el pequeño pupitre de madera, mordiendo el lápiz. Pero es difícil conservar ese mundo quieto en la mente, y su imaginación se desboca, y de pronto aparece un pellejo que irrumpe en el aula, y todos los niños echan a correr, y ella saca de la cartera escolar su daga de los gurkhas y la hunde con firmeza en el cráneo del pellejo, notando la resistencia del espeso elemento en que se hunde la hoja. Y entonces todos los demás niños la vitorean, y la maestra de pelo gris mueve la cabeza de arriba abajo para mostrar su aprobación. Imaginar esas cosas le provoca una sonrisa.

—Moses te seguirá —está diciendo James Grierson.

—Ya me supongo. Pero no es tan buen rastreador como él se cree. Además, si salgo con medio día de ventaja no habrá modo de que me pueda encontrar.

—Lo retendré más tiempo.

—No, con medio día es suficiente. Saldrá disparado de aquí si piensa que tiene alguna posibilidad de alcanzarme, pero si lo retienes más tiempo te arriesgas a que haga algún daño antes de irse.

—Puedo encargarme de él.

—Seguro que puedes, pero tu abuela no quiere jaleos. Ni tampoco tu hermano, ni Johns, ni Maisie. Todos ellos hacen un excelente trabajo manteniendo el mundo a distancia. No creo que haya ahora ninguna necesidad de montarles una guerra en la salita.

—¿Estás segura de que sabes lo que haces? No puedes seguir recorriendo el país durante toda la vida.

—¿Por qué no voy a poder? Sólo un par de veces me he encontrado con alternativas interesantes. Y esas situaciones… bueno, o no duran o yo no armonizo con ellas. Estaré bien, supongo. Y si encuentro algo por lo que merezca la pena pararse, me pararé.

Él niega con la cabeza y sonríe.

—Tendría tentaciones de irme contigo si no tuviera que cuidar el patrimonio de los Grierson.

—Tú tienes tu misión y yo tengo la mía. No sirve de nada soñar con viajes románticos.

—Bueno —dice él sirviéndole un vaso de bourbon y levantando el suyo—, puedes beber conmigo cuando quieras. Será un honor.

—Gracias —dice ella, y bebe—. La próxima vez que pase por aquí pagaré a saludar a la familia.

—La hacienda seguirá intacta, sin duda.

—Por la abuelita Grierson —propone Temple levantando el vaso.

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