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Authors: Alden Bell

Tags: #Terror

La ira de los ángeles (12 page)

BOOK: La ira de los ángeles
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¿Qué le ha pasado al brazo del tío Jackson?
—preguntó Malcolm. Miraba al hombre que estaba tendido en la cama, al otro lado de Temple. Malcolm era de los que se preocupan por todo, y a veces se alteraba tanto que había que calmarlo haciéndole respirar dentro de una bolsa.


Ha tenido un accidente.


¿Ha sido un pellejo?


Se pondrá bien. Ve al pozo y tráeme un poco de agua.


Pero ¿dónde tiene el brazo?


Haz lo que te he dicho.

Calentaron agua en la estufa de leña y le pusieron al tío Jackson trapos húmedos en la frente, tratando de hacerle beber. Durante mucho tiempo estuvo sufriendo pequeños ataques. Movía la cabeza a un lado y a otro, y con la mano que le quedaba se agarraba el lugar donde tendría que haber estado el otro brazo.

Al final se durmió, igual que Malcolm. Ella estaba sentada muy erguida, observando al tío Jackson a la luz de la lumbre.

El tío Jackson despertó pasada la medianoche, pero ya no era el mismo. Lo embargaba esa tranquilidad propia de alguien que se ha dado por vencido.


¿Cómo te encuentras, pequeña?


Estoy bien
—respondió ella.


A mí me ha agarrado
—explicó él—.
Lo noto.


Pero, tu brazo… A lo mejor hemos llegado a tiempo. Puede que no te pase nada.

Él negó con la cabeza.


Lo noto
—dijo—.
Eso está dentro de mí. Sea lo que sea, forma ya parte de mí. Tendrás que llevarte de aquí a Malcolm.


No
—repuso ella—.
No lo puedes saber. Te encuentras mal, pero podría tratarse de otra cosa. Puede que te pongas bien. Podría no ser eso.


Escúchame, pequeña. Tienes que comprenderlo, porque es importante. Cuando ocurre, uno lo nota. ¿Entiendes? ¿Me estás escuchando? Cuando ocurre, uno lo sabe.


Pero…


Pásame esa pistola que está en la mesa.

Ella le entregó la pistola. Él extrajo el cargador.


Ahora quita todas las balas menos una.


Podría ser…


Vamos, pequeña. Haz lo que te pido. Deja sólo una bala. Necesitarás las demás.

Lo hizo.


Ahora coge las pistolas y mételas en el maletero del coche. Llévate a Malcolm, y alejaos de aquí para no volver nunca. ¿Lo has entendido? ¿Me escuchas?

Ella se secó los ojos en la manga y negó con la cabeza.


Temple, te estoy hablando
—le dijo él. Su voz sonó brusca, e hizo que ella se pusiera bien tiesa—. Ahora harás exactamente lo que te diga, ¿de acuerdo?


Sí, señor.


Yo estaré bien aquí. Cuidaré de mí mismo hasta que eso se apodere de mí.

Apretó la pistola contra el pecho.


Ahora tienes cosas más importantes en las que pensar. De algún modo, has hecho de este mundo tu hogar. No sé cómo lo has logrado, pero el caso es que lo has logrado. Y eso significa que puedes ir adonde quieras. El mundo entero es tu patio trasero. ¿Me comprendes?


Sí, señor.


No permitas que nadie te diga nunca que no perteneces al lugar en que te encuentras. Eres mi niña, y vas a llegar alto y ponerte por encima de todos.


Sí, señor.


Ahora, vamos: fuera de aquí. Ésa es mi niña. Te recordaré. Promesa de muerto. Adondequiera que vaya mi mente, te prometo que te llevará con ella.

—A todo el mundo le llega la hora de morir —dice Temple—. Aquella fue la suya. Supongo que Dios lo tiene todo escrito en alguna parte. Aunque no creo que nos haría ningún bien leerlo.

James le pasa la botella, y Temple bebe. El ardor se le extiende por el pecho y le llega a las mejillas. Toquetea con los dedos el terso tafetán de su vestido. El cálido aire nocturno le hace cosquillas en la nuca y le produce escalofríos.

—¿Cuánto tiempo estuviste con él?

—Dos, tres años —dice ella encogiéndose de hombros—. No se me da muy bien calcular el tiempo.

—¿Y estás viajando desde entonces?

—Más o menos.

—¿Qué me dices del niño? De Malcolm. ¿Qué le pasó a él?

Temple aprieta los labios y mira al frente, hacia el horizonte negro amoratado.

Fue el gigante que se encuentra a las afueras de Tulsa. Allí fue donde sucedió. Bajo el gigante. Se trata de un hombre de hierro con casco que yergue orgulloso sus ocho pisos de altura. Tiene un brazo en jarras, el puño puesto en la cintura mientras el otro descansa en una torre de perforación petrolífera. Una cosa adusta y potente, que parece como un soldado de Dios que haría temblar la tierra con sus pasos. La gente de por allí le había hablado de él, le habían dicho que era un artilugio del pasado, un imponente homenaje a la industria del petróleo durante las pasadas décadas de esplendor.

Malcolm tenía que verlo.

Así que tomaron un desvío y fueron a detenerse allí. Lo contemplaron desde abajo y se sintieron diminutos.


¿Quién lo construyó?
—le había preguntado Malcolm.


No lo sé. La ciudad, supongo.


¿Para qué lo hicieron?

Temple se encogió de hombros:


No lo sé
—respondió—.
A la gente le gusta construir cosas grandes. Me parece que se sienten como si estuvieran haciendo un gran progreso.


¿Un gran progreso hacia dónde?


Eso da igual. Da igual que sea para llegar más alto o más hondo o más lejos. Con tal de que uno se mueva, no importa mucho adónde vaya ni qué sea lo que está persiguiendo. Por eso lo llaman progreso. El progreso sigue por sí mismo, sin pararse.


¿Siguen construyendo cosas como ésta?


No muchas, me parece.


¿Eso es porque ya no hay progreso?


¿Qué estás diciendo? Claro que sigue habiendo progreso. Lo que pasa es que el progreso ya no consiste en hacer estatuas de hierro.


¿Dónde está entonces?


En un montón de sitios. Por ejemplo, dentro de ti.


¿Dentro de mí?


Claro. En toda la historia del planeta no ha habido nunca un niño como tú. Un niño que haya visto las cosas que has visto tú. Un niño que se vea metido en las peleas que te metes tú. Tú eres algo completamente nuevo. Un último modelo.

Malcolm pensó en ello mientras se rascaba el picor de la nariz. Entonces volvió a levantar la vista hacia el hombre de hierro.


El caso es que me gusta
—dijo—.
No va a morir nunca.

Tenía razón. Él le hizo coger el desvío, y le hizo parar el coche para mirarlo. Y después todo sucedió como sucedió, y no hay nada que ella pueda hacer para volver atrás y cambiar las cosas, pero sobre el hombre de hierro él tenía razón. Era un gigante sobrecogedor que hablaba de la ingenuidad y el orgullo humanos, y del espectro inmortal de la evolución, un objeto de poder que proyectaba su sombra mucho más allá del otro lado de la carretera, hacia las fértiles llanuras de Estados Unidos. Un país de locura y maravilla, de magnificencia y perversidad. Sentirse como Dios cenando en el cielo, entre horizontes de color azul y rosa, una frontera abierta a base de aliento e industria, y parece que Dios mismo pudiera ahogarse en la belleza del lugar, pudiera hacerse un ovillo y morir contemplando su propia creación, con todos los rojos de navaja del oeste y el descompuesto sur, siempre inclinado en postura elegante, el aullido del coyote, el canibalesco kudzu y las polvorientas ventanas que no han visto un trapo del polvo desde…

—Eh —dice James Grierson—. ¿Adónde te has ido?

Se da cuenta de que lleva un buen rato sin decir una palabra. Hay cosas en las que no le gusta pensar, pues pensar en ellas le ocupa cada átomo de su mente y de su cuerpo.

—¿Eh…? —dice ella.

—Te preguntaba por el niño. ¿Qué le ocurrió?

—Ya no está conmigo.

—Pero ¿qué ocurrió?

James Grierson con su pálida piel y sus ojos oscuros. Es distinto ahora que antes, y podría flotar por los aires haciendo círculos.

Para que se calle, ella se inclina hacia él y le besa fuerte en los labios. La botella que está entre los dos se cae al suelo, y Temple prueba el aliento de James, que sabe como su propio aliento, y él le coge la cabeza en las manos y la besa como si quisiera consumirla.

Durante un rato Temple lo besa con fuerza, y es como si fueran dos lobos que se mordisquean el uno al otro.

Temple levanta su cuerpo y lo balancea para sentarse a horcajadas sobre él, en el banco. Entonces alarga la mano y le desabrocha los pantalones.

—Eh —dice él, apartándose de sus besos—. Espera. No podemos… tú eres…

—No pasa nada —dice ella sintiendo en el cuello la humedad de sus labios—. No puedo tener niños.

Alarga la mano y lo aferra. Está caliente, como si estuviera bien guisado. Y ella se aprieta con fuerza hacia abajo, contra su pierna.

—Pero, espera —repite él—. Esto no está bien. Yo tengo veinticinco años y tú eres…

—Cállate —le dice ella—. Y hazlo. Ya está bien de pensar. No tienes más que hacerlo.

Temple le tapa la boca con la suya. Mete la mano bajo el vestido, se aparta a un lado la ropa interior, se levanta y se coloca encima de él, y las rodillas empiezan a dolerle en las tablas de madera del banco, pero lo que tiene dentro de ella es una cosa viva, y le gusta el modo en que su cuerpo la agarra. Y le gusta pensar cómo será la sensación que él siente al contacto con esa parte de ella que la constituye en mujer. Y la palabra le retumba en la cabeza: mujer, mujer, mujer, mujer, y ella se la cree, sabe que es verdad. Mierda si no se la cree con el estómago y los dedos de los pies y hasta con los dientes.

Al día siguiente despierta cuando el sol todavía está muy bajo en el cielo. Se dirige a la ventana y contempla el liso camino de los coches, el barranco cortado hasta lejos en la tierra, y más allá, como una superficie plana, el cielo.

Abre la puerta que comunica con la habitación de al lado y ve aquella forma corpulenta hecha una maraña con las sábanas y mantas de la cama. Las dos almohadas han caído al suelo, y una mano descansa en la mesita, donde ha derribado el despertador.

—Eres lo más inútil que he visto nunca, ¿a que sí, bobo?

Coloca en su sitio el despertador e intenta cubrir con las sábanas el cuerpo dormido, pero al hacerlo se sueltan las mantas dejando los pies al descubierto, así que se dirige al otro lado de la cama e intenta volver a taparle los pies, pero sólo puede encontrar una punta de la manta, y con eso no se puede hacer gran cosa. Al final suelta la manta y se queda mirando al bobo con los brazos en jarras.

—Menos mal que te hemos encontrado este lugar, bobo, porque una cosa está clara: para mamá no valgo.

Llega música desde el salón del piso de abajo.

La señora Grierson está sentada en una silla con respaldo en forma de abanico, escuchando discos y tejiendo algo de color azul claro y largo.

—Te levantas tempranito —comenta la señora Grierson.

—No duermo mucho.

—Siempre tienes que estar haciendo algo, como yo.

—Supongo que sí.

Se sienta al lado de la señora Grierson y le cambia los discos cuando llegan al final. No había visto nunca un tocadiscos salvo en las películas, y le gusta contemplar el delicado mecanismo. La música es rápida y alegre, con muchos instrumentos de metal, y suena como algo que se podría estar bailando en un salón lleno de gente con faldas y jerseys.

Más tarde hay un desayuno formal, que incluye galletas, mermelada, café, y a todos los Grierson sentados en torno a la mesa, con Richard y su madre tratando de enzarzar una conversación agradable mientras James mira a Temple sólo cuando ella no lo mira a él. Pero ella lo ve por el rabillo del ojo.

Después de desayunar, Temple se lleva un plato lleno de galletas a la habitación contigua a la suya, y Maisie le ayuda con aquella especie de oso lento, levantándolo, dándole de comer y vistiéndolo. Maisie es buena con él y le habla como si fuera un bebé de cien kilos. Él parece responder a su voz.

Después, se encuentra con que no tiene nada que hacer. La señora Grierson hace solitarios en su salón, y Richard practica al piano la misma canción una y otra vez sin ninguna diferencia que ella consiga apreciar. En cuanto a James, no lo ve por ninguna parte. Se pregunta cómo puede la gente vivir aquel tipo de vida, encerrada en una casa llena de ventanas que le muestran a uno dónde podría estar.

Sale y camina alrededor de la casa, baja por el camino del coche y vuelve a meterse en el bosque que domina la casa. Encuentra el alambre electrificado y sigue recorriendo los límites de la propiedad, intentando no llenarse los pies de barro. Se trata de una propiedad de buen tamaño, y le lleva media hora recorrer todo el perímetro. A un lado de la casa hay una pérgola, y un columpio de madera cuelga de la rama de un árbol. Se sienta en el columpio y se impulsa varias veces hacia delante y hacia atrás con las piernas.

—¿Qué haces?

James Grierson aparece por detrás de ella, apoyado contra un árbol.

—Nada —le dice—. Sólo probando este columpio. Chirría, pero funciona.

—No es eso lo único que haces. Has dado la vuelta a la propiedad dos veces ya esta mañana. ¿Estás haciendo un reconocimiento?

—No. Sólo me estaba asombrando de que el mundo se haya vuelto de repente tan pequeño que se puede recorrer dos veces en una mañana.

Él asiente con la cabeza.

—De todas formas, ¿qué haces tú siguiéndome? —le pregunta ella.

—Escucha —dice él—. Anoche… yo no debería haber… yo no pretendía… Creo que fue un error.

—¿A qué te refieres? ¿Quieres decir que no estás enamorado de mí? ¿Quieres decir que no me vas a poner un pomposo vestido blanco para llevarme al altar?

Temple se ríe.

—De acuerdo —dice él, bajando la mirada al suelo—. Sólo quería dejar las cosas claras. Yo sólo estaba…

—¿Quieres decir que he mancillado mi floreciente doncellez con un hombre que no tiene en mente nobles planes para nuestro futuro?

Temple vuelve a reírse. Él parece abatido.

—¿Cuándo me presentarás a tu padre para que pueda conseguir su aprobación?

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