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Authors: Alden Bell

Tags: #Terror

La ira de los ángeles (13 page)

BOOK: La ira de los ángeles
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—Ya basta —dice él, con una mirada feroz.

—Vale, vale. Sólo te estaba tomando un poco el pelo. Los Grierson sois gente muy susceptible. Todo son galletitas y barquitos en miniatura, y un minuto después el ultraje y el espanto. Tu familia vive en los extremos, mientras el resto del mundo ha tenido que hacerlo en los medios.

—Lo siento. Has hablado de conocer a mi padre…

—Está enfermo, ¿no? ¿Desde hace mucho?

—Cosa de un año.

—Eso es mucha enfermedad. ¿Qué es lo que le ocurre?

—Lo que le ocurre es que nació Grierson. Esta familia es una enfermedad.

—Ah, vamos… No sois tan malos. Puede que un poco chiflados, pero tenéis buen corazón.

—¡Corazón! —dice él burlándose—. ¿Quieres ver un buen corazón? Déjame que te lo muestre. Vamos… Te voy a presentar a mi padre.

—Pero bueno —dice ella—. Yo lo decía bromeando. No necesito conocer a más gente de tu familia. Tengo suficiente con los que conozco ya.

—No, con mi padre disfrutarás. Es distinto: mucho más tratable que nosotros.

La agarra de la muñeca y se la lleva de regreso a la casa, pero una vez dentro no suben por la escalinata, sino que penetran por una puerta de la cocina que desciende al sótano. Huele a humedad, y hay también otro olor que ella reconoce. Al darle al interruptor, se encienden las luces y ve una jaula hecha de alambrera y madera sin tratar. El suelo de cemento está cubierto con alfombras de pelo largo.

Al principio parece que no hubiera nada en toda la jaula. Después lo ve, acurrucado en un rincón.

—Te presento a Randolph Grierson —anuncia James—: el patriarca de la familia Grierson, el preciado hijo de Edna Grierson, un auténtico monumento a la aristocracia estadounidense, y mi padre.

La cabeza se mueve lentamente, elevándose para exponer unos labios resecos y unos ojos hundidos, además de la piel gris que está desprendida a trozos y ennegrecida por los bordes. La mirada misma parece turbia, como la de un ciego cuyos ojos siguen el sonido más que la luz.

—James, ¿cuánto tiempo lleva muerto tu padre?

—Ya te lo he dicho, como un año. Ya ves que a los Grierson les cuesta mucho desprenderse de las cosas. Puede que te refirieras a esto cuando dijiste que la familia tenía buen corazón.

Randolph Grierson tiene una mirada que Temple no ha visto nunca en un pellejo. Con las yemas desgarradas se toquetea en la cabeza y se le desprenden escamas de piel, pero sus ojos son rojos y húmedos, llenos de un líquido de vitalidad y decisión. Mira inquisitivamente a las dos figuras que lo estudian a través de la alambrera, como si pretendiera hacerles las preguntas más simples y fundamentales: qué forma tiene la Tierra y en qué parte de ella nos encontramos nosotros.

Se arrastra por el suelo y pasa los dedos por el alambre intentando alcanzarla. Temple vuelve a mirarlo, sopesando esa mirada confusa.

—Él nunca ha visto a otro pellejo —conjetura ella.

—No, efectivamente —confirma James

—No sabe en qué se ha convertido —comenta ella.

—Supongo que no. Dios…

Niega con la cabeza.

Temple alarga la mano y toca con sus dedos los de Randolph Grierson.

—Comprende que algo no está bien —explica—, pero no sabe qué es. Tiene la sensación de que ha hecho algo incorrecto pero no sabe cómo corregirlo.

—Eh, ten cuidado. Te morderá en cuanto le des ocasión. De vivo era la imagen misma del honor y la nobleza, pero de muerto es igual que cualquier otra babosa.

—Me lo imagino —dice ella cruzando los brazos—. Está débil. ¿Con qué lo alimentáis?

—Ése es el problema. Mi hermano piensa que puede engañarlo y hacerle comer carne de cerdo, de vaca o de caballo. Pero el gran papá Randolph Grierson ni la prueba.

—He visto que a veces ocurre, que coman carne de animal, pero no mucha. Para eso tienen que estar desesperados, y además uno de ellos tiene que estar bastante loco para lanzarse y enseñar a los demás cómo hacerlo.

James la mira atentamente.

—Sabes mucho de ellos —comenta.

—He viajado. Cuesta mucho evitarlos cuando se va por la carretera.

—Bueno, ¿habías visto alguna vez que alguien tuviera uno de mascota?

—No, eso nunca.

—Pues ya ves que los Grierson conservan todavía la capacidad de sorprender. En cualquier caso, me maravilla que mi abuela no te haya utilizado para alimentarlo.

—Bueno, le tiene cariño a su hijo.

—Éste no es su hijo.

—Ya.

Es una casa grande. Temple aprende a llamarla por su nombre, Belle Isle, y le gusta explorar todos sus rincones, porque por todas partes hay cosas que descubrir: casas de muñecas de color verde pastel con gabletes blancos y cocinita de plomo completa, con sus juegos de sartenes; estanterías de viejos álbumes de fotos que puede coger y abrir sobre la alfombra y examinar detenidamente con alegría. Los pasillos del piso superior están abarrotados de puertas y habitaciones, y nadie le dice que no pueda entrar en ellas.

En cierta ocasión, al abrir una puerta encuentra una sala que parece un taller. Bajo la ventana que está al otro lado de la habitación, hay una mesa abarrotada de diminutas herramientas, pinzas de metal, pequeños tornos de banco, espigas de madera ligera, astillas y virutas de latón… En el centro de la mesa hay una maqueta de barco puesta boca abajo sobre un soporte, con el casco a medio cubrir con tiras de cobre que tienen el tamaño de mondadientes. Una delgada capa de serrín lo recubre todo, y Temple dibuja en ella una cara sonriente sobre la mesa antes de soplar para borrarla. Las paredes están cubiertas de mapamundis, en los que hay lugares marcados con una cruz roja, y líneas de puntos que son rutas marítimas trazadas de una punta a otra de azules océanos. Temple utiliza la yema del dedo para seguir una de las líneas de puntos desde una cruz a la otra, a través de los bien perfilados océanos del mundo.

—¿Quién te ha dado permiso para entrar aquí? —le pregunta una voz a sus espaldas.

Temple se vuelve y descubre a Richard Grierson, que está de pie en la puerta, con los puños apretados a los lados. Tiene cinco años más que ella, pero es uno de esos jóvenes que no han terminado de cerrar el apartado de su infancia.

—Sólo estaba mirando —responde Temple—. Lo que tienes aquí parece la cabina del capitán de un barco.

Él depone su rabia y se alisa las solapas de la chaqueta.

—Perdona —dice con una formalidad que le proporciona un aire casi femenino—. Es que no estamos habituados a las visitas. Por supuesto que puedes entrar aquí siempre que quieras.

—Así que me imagino que tú eres el responsable de todos los barcos que he visto por la casa, comenta.

—Sí.

—Tienes buena mano —le dice ella—. Hace falta habilidad para tocar música y construir barcos tan chiquitines. Mis dedos, sin embargo, están hechos para cosas más grandes.

Y levanta sus manos, con el meñique cortado, para que las vea. Él se estremece ligeramente.

—Sí, dice. Bueno…

—¿También dibujas tú los mapas?

—No —responde él—. Me limito a encontrarlos en los libros. James me trae algunos también cuando los encuentra.

—Ya me imagino que no los cartografías tú ni nada de eso, pero las rutas ¿las has trazado tú?

—Sí.

—¿Qué son?

A Richard se le ilumina la cara. Se coloca a su lado y saca algunos libros de un estante bajo.

—Son los lugares que voy a visitar cuando todo vuelva a la normalidad. Navegaré por el mundo.

—¿De verdad? ¿Podrás hacer eso?

—La gente lo hacía. Mira, ¿has oído hablar de Nueva Zelanda?

—Yo ni siquiera sabía que hubiera una vieja Zelanda.

—Mira este —le dice él abriendo los libros para mostrar brillantes fotos de colinas redondeadas, altas montañas, cóncavas playas, mercados extranjeros poblados de tenderetes y personas vestidas de colores, postales de todo el mundo—: una auténtica colección de lugares hermosos. Y esto es Australia, y esto Tahití. Y Madagascar. Incluso Groenlandia, que aunque significa tierra verde, en realidad está todo el año cubierta de hielo.

—Caramba —dice ella—. ¿Podrías ir a esos sitios?

Richard cierra un libro y contempla la cubierta.

—Lo intentaría —dice.

—Entonces, ¿por qué no lo haces ahora? Groenlandia no vendrá a ti. ¿A qué estás esperando?

La mira con estupor.

—¿Con lo que hay por el camino? —pregunta—. Sería imposible. Pero un día, cuando el mundo vuelva a ser como tiene que ser…

—¿Qué sabes tú sobre cómo tiene que ser? Tú no eres mucho mayor que yo. Naciste en el mismo mundo que yo.

—Pero yo he leído sobre él —dice pasando la mano para mostrar los lomos desgastados de los libros de las estanterías—. Todos estos libros. Cientos. Sé cómo era… y cómo volverá a ser. Mi abuela dice que sólo es cuestión de tiempo.

Richard Grierson sonríe, pero se trata de una sonrisa que apunta hacia dentro, la sonrisa de alguien que se repliega en los coloridos rincones de sus propias fantasías infantiles. Temple observa los libros, cuyos títulos están semiborrados por la tenue capa de serrín; y contempla los barcos de juguete construidos para navegar en travesías imaginarias a lo largo de las líneas de puntos rojas del mapa de un niño; y observa las fotos exóticas de los libros que siguen abiertos delante de ella; y comprende que esos lugares son tan sólo lugares de la mente. Y quisiera poder exaltar aquellos sueños e imaginaciones desbocados haciéndolos suyos, pero hay algo en ellos que hace que le parezcan la cosa más triste que ha visto nunca.

Temple permanece en la casa otra semana, que es más de lo que quisiera, caminando por la cerca durante el día y ayudando a Maisie en la cocina nada más que por hacer algo. La señora Grierson le enseña un juego de cartas llamado pinnacle, pero Temple empieza a ser demasiado buena y deja ganar a la anciana dama por pura gentileza. Por las noches toma el camino del risco, contempla la ciudad y cuenta las luces. A veces James Grierson sube con ella, y a veces va sola. A veces Temple pasa por el cuarto de él en medio de la noche y la puerta está abierta, y lo encuentra sobre la cama, aguardándola. Se dedican a sus asuntos privados cuando él no está demasiado borracho, pero ella no duerme con él porque no está acostumbrada a dormir con nadie, y tampoco quiere acostumbrarse. En la oscuridad, Temple se pregunta de dónde viene la luz que se refleja en la superficie de los ojos de James. Beben de la misma botella, y él la invita a acompañarlo en la siguiente ocasión que se escape en busca de provisiones.

Temple asiente con la cabeza, pensando que para entonces hará tiempo que se habrá ido. Se imagina la carretera, el coche, volver a estar sola, el largo y estrecho asfalto que penetra hondo en un país que no deja de extenderse, muerto y vivo.

Se pregunta adónde irá. Ya lleva mucho tiempo, casi todo el que puede recordar, en el sur, volando como un mirlo de un lugar a otro, de atrás hacia delante y de delante hacia atrás, a lo largo de la misma valla decrépita. Tal vez vaya al norte a ver las cataratas del Niágara, donde estuvo Lee el cazador, con toda esa agua que cae por el borde de la Tierra, y ese río que nunca cesa de ofrecerla. Es algo que le gustaría ver, de eso no le cabe duda. Y después tal vez podría seguir hasta Canadá, ya que nunca ha estado en otro país, salvo tal vez en México, y eso tan sólo porque la frontera no está ya muy clara y puede que sin saberlo la traspasara una o dos veces cuando se encontraba en Texas.

O a las playas de California, que ha visto en desgarradas revistas publicadas hace décadas. Puestas de sol entre palmeras, anchos y blancos meridianos de arena, embarcaderos que se proyectan hacia el horizonte, y agua que rompe con violencia contra los postes recubiertos de percebes. Ha oído que en California hay lugares para vivir: grandes zonas cercadas y seguras. Lugares donde se ha reanudado el comercio y se han restablecido gobiernos a pequeña escala. Oasis de civilización. Eso le hace pensar en un nuevo mundo. Tal vez le gustaría ver algo así.

O las montañas nevadas, donde podría construirse un castillo de hielo. Una vez vio la nieve en las montañas de Carolina del Norte. Se puede conducir durante horas por una carretera nevada sin encontrar una sola babosa, pues el frío no les va. No mueren, pero se van moviendo cada vez más despacio hasta que se quedan quietas y se congelan. Recuerda una pequeña ciudad construida en torno a una estación de esquí abandonada. En las calles había una comunidad de pellejos congelados como estatuas. Temple caminaba entre ellos y se preguntaba qué habría tenido que ver Dios con un cuadro como aquél, porque sin duda Él estaría al corriente de la existencia de semejante cosa.

Hasta Richard Grierson sabe que el mundo es un lugar amplio. Y en opinión de Temple, le pertenece a ella tanto como a cualquier otro. Pero sólo hay algunas cosas que van contigo vayas adonde vayas.

James se acerca para acompañarla en el risco una noche después de cenar en que no hay nubes en el cielo y las luces de la ciudad, allí abajo, parecen deslumbrantes reflejos de las estrellas.

—¿Qué sabes de alguien llamado Moses Todd?

Ella nota retortijones en el estómago.

—¿Cómo sabes ese nombre?

—Porque es el nombre que ha dado un hombre al que Johns ha encontrado en la cancela. En este momento está en la salita. Richard le está ofreciendo un recital.

7

Le habían dejado entrar antes de que James se enterara, según le explicó a Temple. Cuando lo vio, él ya estaba sentado en el sofá, sorbiendo su infusión fría y escuchando cómo tocaba su hermano Richard, con un brazo extendido sobre el respaldo del sofá y una pierna cruzada a lo ancho sobre la otra. Sonrió al ver a James.

—Buenas noches —dijo el hombre levantándose del sofá y tendiéndole la mano.

Era un grandullón, y su puño cerrado en torno a la mano de James fue como un ladrillo no cocido.

—James —le dijo la abuela—, déjame que te presente al señor Todd, Moses Todd. Va de viaje.

—Encantado —dijo James.

—¿Es otro de sus nietos, me imagino?

—Son mis niños —dijo ella asintiendo con la cabeza—. Su padre está enfermo, así que no nos puede acompañar. Pero tenemos otra invitada, y se la presentaremos en cuanto regrese. A Sarah Mary le gusta dar paseos por la noche.

James notó que había algo agazapado en los ojos del hombre.

—Para mí será un honor saludarla —comentó Moses Todd.

—Han sido una bendición estos días que ella ha pasado con nosotros —comentó la abuela—. Richard, James: ¿no es verdad que han sido una bendición?

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