Read La isla de las tres sirenas Online

Authors: Irving Wallace

La isla de las tres sirenas (28 page)

BOOK: La isla de las tres sirenas
6.6Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Tendió la mano hacia la lamparilla y la apagó.

—No bromeaba, Marc —dijo ella en aquellas súbitas tinieblas—. Yo creo que vale la pena hablar con más respeto de esas fiestas de los pueblos primitivos. Si me callé, lo hice únicamente al ver que tú te enfadabas.

Unos segundos antes, la voz de Marc, pese a censurar sus acciones, aún estaba cargada de deseo. De pronto cambió, y el deseo se convirtió en disgusto.

—¿Qué quieres decir, con eso de que me enfadaba? ¿Dónde quieres ir a parar?

—No quise decir nada, Marc. Dejémoslo, por favor…

—No, te exijo que me expliques qué querías decir.

—Pues que cada vez que menciono el tema sexual —y lo hago muy raramente—, tú te disgustas conmigo. Siempre es así… no sé por qué ser ni por qué motivo.

—¿Por qué motivo? Vaya.

—Vamos, Marc, no hagamos una montaña de un grano de arena. No sé ni lo que digo… estoy cansada…

—Desde luego, es verdad que no sabes lo que dices. Me gustaría saber lo que piensas en realidad, pero voy a decirte una cosa: valdrá más que te esfuerces por convertirte, lo antes posible, en una persona responsable, como corresponde a una mujer casada, en vez de…

Ella se sentía débil y agotada.

—¿En vez de qué, Marc?

—Bueno, dejémoslo. Yo también estoy cansado.

La cama se movió cuando él, incorporándose, se sentó en el borde. Buscó a tientas las zapatillas, se las puso y se levantó en la oscuridad.

—Marc, ¿qué te pasa…? ¿Adónde vas?

—Voy abajo a beber algo —dijo con tono hosco—. No puedo dormir.

Cruzó a tientas la habitación, chocando contra una silla, y Claire le oyó salir y bajar las escaleras.

Claire continuó tendida de espaldas, con el inútil camisón blanco, inmóvil. Estaba triste, aunque tampoco era la primera vez que aquello sucedía. Por extraño que resultase, la verdad era que aquellas explosiones ocasionales de mal humor tenían un ritmo. Cada vez que ella repetía algo que había oído, un chiste o un chisme de carácter más o menos picante, cada vez que ella decía con franqueza lo que pensaba, él se disgustaba. La última escena ocurrió dos semanas antes, en un momento de intimidad como aquél. Ambos fueron al cine, a ver una película cuyo protagonista era un campeón de boxeo. Cuando ella comentó después la cinta y trató de analizar en qué consistía el atractivo que el apolíneo campeón ejercía sobre las mujeres, Marc tomó a mal estas observaciones y se enfadó con ella. Sí, la verdad era que cada vez que Claire hacía alguna referencia favorable al sexo o a cualquier aspecto de la sexualidad, Marc lo tomaba como una afrenta personal, un insulto a su virilidad. En aquellos momentos, su talante bondadoso y afable, su espíritu sólido de hombre cultivado, se esfumaban en un santiamén, quedando tan sólo una tensa y defensiva petulancia. Gracias a Dios, aquello no era frecuente, pero sin embargo sucedía, sumiéndola como entonces, en la mayor confusión. Qué ridículo resultaba que él hiciera eso, se dijo, preocupada. ¿Qué le ocurría cuando se ponía así? Se preguntó si aquellas explosiones de mal genio serían también frecuentes entre los demás hombres…

Soñolienta, recordó sus antiguos sueños sobre el amor y el matrimonio, los sueños que acarició en Chicago, cuando tenía once y doce años, después en Berkeley, cuando tenía dieciséis, y después en Westwood, cuando tenía dieciocho y diecinueve, y por último cuando conoció a Marc a los veintidós. En cierto modo, podía relacionar sus sueños con la realidad actual. El matrimonio proporcionaba cierto bienestar y seguridad, especialmente de día. De noche, y sobre todo en noches como aquélla, el abismo que separaba los sueños de la realidad era insondable.

Sabía que Marc estaba abajo, bebiendo coñac. Esperaría allí a que ella se durmiese, antes de volver a la cama.

Durante una hora se esforzó en conciliar el sueño sin conseguirlo.

Cuando él finalmente regresó al dormitorio, ella fingió dormir. Quería que Marc fuese feliz…

CAPÍTULO TERCERO

Como el ave colosal de las leyendas polinesias, el hidroavión anfibio se cernía sobre el oscuro y vacío caos inicial, preparándose para dar nacimiento al Principio.

Existían muchos mitos cosmogónicos en Oceanía, pero aquel en que aquella noche creía Claire Hayden era el siguiente: en el ilimitado universo sólo existía el cálido mar original, sobre el que volaba un ave gigantesca, que dejara caer un huevo colosal en las aguas. Cuando la cáscara se rompía, de ella salía el dios Taaroa, que creaba los cielos y la tierra por encima y por debajo del mar, junto con el primer hálito de vida.

Para Claire, amodorrada en una agradable dormivela, no era difícil imaginar que el hidroavión del capitán Ollie Rasmussen era el ave parda de las leyendas polinesias, que se disponía a dar nacimiento al paraíso de Las Tres Sirenas, que iba a ser el único universo, sobre las aguas del Pacífico Meridional.

Partieron de Papeete de noche y Claire sabía que aún no había amanecido, pero como había dormido a ratos, no tenía la menor idea de dónde estaban ni de la distancia que habían recorrido en vuelo. Sabía también que desde el primer momento, Rasmussen se había propuesto conservar el misterio.

Sintiéndose muy incómoda en el gastado y duro asiento, uno de los diez que Richard Hapai, ayudante de Rasmussen, había vuelto a instalar —la cabina principal se empleaba antes de su llegada para transportar carga—, Claire se incorporó, estiró las piernas y trató de acostumbrar su vista a la tenue luz de la lámpara alimentada por pilas. Tratando de no molestar a Maud, que dormitaba en el asiento de su derecha, ni a Marc, que roncaba suavemente al otro lado del pasillo, a su izquierda, buscó a tientas bajo el asiento y después en el pasillo su espacioso bolso con la tira para colgárselo del hombro y, cuando consiguió localizarlo, sacó un cigarrillo y el encendedor.

Cuando ya bien despabilada se puso a fumar, Claire se volvió para contemplar el interior de la abarrotada cabina. Además de ellos tres y sin contar a Rasmussen y Hapai, que estaban en la cabina de pilotaje, había en el avión otros siete miembros del equipo. Contó sus cabezas bajo aquella luz mortecina, buscando sin darse cuenta otro que estuviese despierto y dominado por la misma expectación que ella sentía.

Hundido en el asiento contiguo a Marc, estaba Orville Pence, con su ridículo salacot gris tirado hacia delante, tapándole la calva y sus diminutos ojillos. Vio que se había quitado sus gafas de concha y roncaba débilmente, a dúo con Marc. A pesar de que había encontrado a Pence más cordial y menos obsesionado por cuestiones sexuales que la vez que se lo presentaron en Denver, no podía encontrar razón que los uniese, aunque era evidente que Marc no opinaba lo mismo. Lejos del fantasma amenazador de su madre y de su ambiente acostumbrado, Pence era menos repulsivo, aunque no por ello dejaba de ser menos ridículo.

Detrás de Pence y Marc estaban Sam Karpowicz y su hija Mary. El padre dormía a pierna suelta, como hombre ya acostumbrado a aquellos precarios medios de transporte, mientras su hija tenía un sueño inquieto, como si sintiese temor ante lo desconocido, sentimiento que Claire compartía. Al observar a los Karpowicz, sin olvidar a la madre, Estelle, dormida en el asiento de atrás, Claire recordó haber experimentado una simpatía inmediata por ellos, en el mismo momento en que se los presentaron. Experimentó simpatía por Sam, alto y huesudo, un Ichabod Crane de aspecto intelectual, con fervientes ideas liberales y gran entusiasmo por sus cámaras fotográficas y prensas para plantas. Sintió simpatía por Estelle, blanda y complaciente, porque inspiraba confianza, como la Madre Tierra. Mary, con sus dieciséis años, tenía el mismo carácter que su padre; era franca, inteligente, entusiasta y activa. Sus negros ojos de Rebeca resaltaban en su tez sin mácula, sonrosada como el alba, y se combinaban con su figura virginal para convertirla en un decorativo complemento del equipo.

Sentada junto a Estelle Karpowicz, muy tiesa y completamente despierta, masticando lentamente un chicle, estaba Lisa Hackfeld. A semejanza de Orville Pence, que llevaba corbata y cuello duro con su traje de calle, color negro humo, Lisa Hackfeld vestía con incongruencia. Su vestido Saks, muy caro y poco práctico, era de nívea tela blanca, muy adecuado y a la última moda en el club de tenis de Palm Springs, pero completamente absurdo en una expedición antropológica, cuyo punto de destino era una isla salvaje de la Polinesia. Una de las solapas del níveo vestido mostraba ya una mancha de grasa y tenía numerosas arrugas en la cintura. Claire trató de captar la mirada de Lisa, sin conseguirlo, pues ésta se hallaba sumida en una profunda introspección subterránea.

En el fondo se sentaban Rachel DeJong y Harriet Bleaska. Claire consiguió verlas con gran dificultad. Dormitaban o trataban de descansar.

Desde el primer momento, Claire no supo a qué atenerse respecto a los sentimientos que le inspiraba Rachel DeJong.

Al asociar la profesión de psicoanalista de Rachel con su porte, frío, preciso y formal, resultó difícil a Claire sostener una conversación con ella.

Lo que más sorprendía a Claire era que Rachel DeJong fuese joven y agraciada. Sin embargo, su aire rígido y dominante la hacía parecer mucho mayor de sus treinta y un años, y endurecía su cabello castaño, sus ojos vivos, sus facciones de una regularidad clásica y su esbelta figura.

Claire volvió su atención a la enfermera, llegando a la conclusión de que Harriet Bleaska era un caso muy distinto. Cuando uno se reponía de la impresión inicial causada por su fealdad, era posible discernir en ella excelentes cualidades. Harriet Bleaska era una mujer extrovertida, apacible, amable y cariñosa… Deseaba agradar, y si bien este rasgo quedaba forzado y opresivo en algunas personas, en Harriet era natural y sincero. Quienes la conocían se sentían contentos y cómodos en su compañía. A decir verdad, estas virtudes internas eran tan dominantes que, al cabo de poco tiempo, parecían eclipsar la fealdad de su propietaria.

Claire empezaba a sentir gran simpatía por Harriet Bleaska y estaba contenta de que Maud se hubiese visto obligada a aceptarla en la expedición. Cuando ésta quedó aumentada con la inclusión de Lisa Hackfeld y fue necesario aceptar también a la familia de Sam Karpowicz, Maud se hallaba dispuesta a rechazar a la enfermera Harriet como sustituta del doctor Walter Zegner, médico e investigador. Se produjo una última protesta familiar, ante Marc y ella. Maud dijo, en aquella ocasión, que el equipo perfecto era el formado por una sola persona, dos o tres a lo sumo, y que su plan original, consistente en un equipo de siete personas fue una concesión a la munificencia de Hackfeld, pero que de ese límite no se podía pasar. Con la presencia de la esposa del mecenas, la de Karpowicz y Harriet Bleaska, la empresa de investigación corría el riesgo de convertirse en una opereta, con grave daño para sus finalidades científicas. Si la presencia de los Karpowicz y de Lisa era inevitable, al menos Harriet, una enfermera desconocida, podía quedar al margen. Nueve era más factible que diez.

—Sé que ya lo he dicho antes, pero ahora lo repito —protestó Maud—.

Un grupo numeroso de antropólogos que caiga de pronto en el seno de una pequeña cultura, puede alterar y destruir dicha cultura. Tenemos un clásico ejemplo sucedido recientemente. Se sabe que un equipo formado por doce etnólogos se presentó en dos automóviles con el propósito de estudiar una tribu indígena. ¿Sabéis qué sucedió? Que los echaron a pedradas de la aldea. Representaban una invasión, no unos cuantos participantes que hubieran podido integrarse en el poblado. Si a Las Sirenas vamos diez, acabaremos convirtiéndonos en una colonia norteamericana en medio de un grupo de indígenas, seremos incapaces de mezclarnos con la vida de la tribu, de convertirnos en parte integrante de ella, y acabaremos estudiándonos nosotros mismos.

Maud se presentó ante Cyrus Hackfeld con su lista de nueve personas y el mecenas encontró a faltar inmediatamente el nombre de Zegner. Maud le señaló que la doctora DeJong había terminado la carrera de Medicina hacía bastantes años, pero Hackfeld siguió en sus trece, insistiendo en que Harriet Bleaska reemplazase a Zegner. Exigió la presencia de una profesional que estuviese familiarizada con los últimos adelantos de la Medicina, como salvaguardia para su esposa, pues ésta nunca había estado en lugares primitivos ni islas tropicales. Maud, que no estaba acostumbrada a ningún Waterloo ni a un Appomattox, y que tenía fama de poseer un carácter combativo y belicoso, comprendió que no le tocaba otro remedio que rendirse. Así, pues, tuvo que aceptar a Harriet, con la cual se redondeó el número hasta diez.

El hidroavión, que acababa de caer en un bache aéreo, dio un salto y tembló. Los dos motores aumentaron su zumbido y el aparato se estabilizó de nuevo. Claire percibió la sacudida en su asiento y miró a Marc, para ver si el bache le había despertado. Marc seguía durmiendo, sin roncar ya, pero respirando profundamente. Claire lo observó mientras dormía. Sus tensas facciones parecían más apacibles. A decir verdad, exceptuando su ruidosa respiración, le pareció tan atractivo como en los días de antes de conocerle bien; con su cabello cortado casi al cero, hubiérase dicho que era un aseado colegial, saludable y enérgico. Su modo de vestir aumentaba esta impresión. Llevaba una ligera chaqueta de sarga con seis bolsillos, una camisa a cuadros, lavable y muy fina, pantalones caqui y desgarbadas botas de paracaidista.

Esforzándose por admirarlo, por sentirse orgullosa de él, recordó varias de las últimas conversaciones que habían sostenido en casa. Teniendo en cuenta que el Dr. Walter Scott Macintosh había asignado a Maud un lugar destacado para que leyese su comunicación sobre Las Sirenas en la reunión que celebraría en otoño la Liga Antropológica Americana (y estaba seguro de que anularía la candidatura de Rogerson para el puesto de director de Culture), Marc empezó a trazar ambiciosos planes para su propio futuro. Cuando su madre abandonase el Colegio Raynor, él heredaría la importante cátedra de Etnología. Aunque obtendría este cargo gracias a ella y al apellido que llevaba, se vería libre de Maud y Adley y podría actuar por su cuenta, con su propia identidad y sus propios adulones. Este era su principal objetivo: actuar por su cuenta, ser alguien. No lo había expuesto a Claire exactamente en estos términos, pero ella sabía que éstos eran sus sentimientos y a lo que se refería cuando hablaba del futuro inmediato y de la necesidad de que la expedición a Las Sirenas constituyese un éxito.

BOOK: La isla de las tres sirenas
6.6Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Twisted Fate by Norah Olson
The Vanishing Girl by Laura Thalassa
The Immortality Virus by Christine Amsden
Bleak Expectations by Mark Evans
El Paso: A Novel by Winston Groom
Pixie's Passion by Mina Carter