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Authors: Irving Wallace

La isla de las tres sirenas (29 page)

BOOK: La isla de las tres sirenas
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El calor del cigarrillo encendido llegó a los dedos manchados de nicotina y Claire se inclinó hacia delante para tirarlo y aplastó la colilla con la suela de su zapato plano. Sacó un nuevo cigarrillo y, tras de encenderlo, se recostó en el asiento, con las piernas extendidas y cruzadas por los tobillos, para ponerse a considerar lo irreales que eran aquellos momentos. Hasta entonces, pese a las investigaciones preliminares efectuadas, su objetivo final polinésico y aquel lugar llamado Las Tres Sirenas no habían pasado de ser una quimera, un oasis para las vacaciones parecido tal vez a uno de los restaurantes hawaianos de imitación que visitaba de vez en cuando en compañía de Marc, cuando iban a Los Ángeles o San Francisco. A la sazón, en aquel viejo hidroavión, la mañana y el atolón que era su destino convergían, y ella se sentía algo confusa acerca de lo que la esperaba y de cómo sería su vida durante seis semanas. Por motivos que no se había detenido a analizar profundamente, aquel viaje y el lugar que se convertiría pronto en su hogar temporal habían asumido para ella una importancia crucial. Le parecía como si estuviese a punto de cambiar los embotados cuchillos de la rutina y la costumbre, y sentía cierta satisfacción por algo afilado como una navaja que, de un solo golpe, la seccionaría del pasado permitiendo que penetrase en compañía de Marc en un nuevo y más dichoso nivel de vida.

Embutida en el duro asiento cóncavo, sentía una tirantez en el pecho, que se extendía incluso a sus brazos, por debajo del suéter azul pálido. ¿Sería preocupación por lo que no le sería familiar, por lo desconocido, como sospechaba ocurría a la joven Mary Karpowicz y Lisa Hackfeld? ¿O sería, sencillamente, la fatiga natural después del frenesí que había precedido aquellos últimos días? Llegó a una solución intermedia. Eran ambas cosas, un poco de cada una.

Sólo cinco días antes, el equipo se había reunido por primera vez en Santa Bárbara, en casa de los Hayden, y el presidente Loomis proporcionó amablemente a los visitantes alojamiento en la residencia universitaria. Los diez se reunieron y, después de las mutuas presentaciones, empezaron a sondearse, a tratar de descubrir sus distintas personalidades, y acto seguido Maud, en su calidad de directora de la expedición, dio una serie de instrucciones, tras lo cual se abrió lo que podría llamarse un período de ruegos y preguntas. A última hora, hubo que reunir precipitadamente unos artículos necesarios para la expedición y en los que nadie había pensado hasta entonces y, después de una considerable labor de embalaje, se celebró un almuerzo ofrecido a los expedicionarios, por Loomis y los miembros de la facultad.

A última hora de aquella misma tarde, en tres automóviles facilitados por Cyrus Hackfeld (dos para los expedicionarios y uno para el equipaje) fueron al Beverly Hilton Hotel, que se alzaba al pie de Beverly Hills. Hackfeld les había mandado reservar habitaciones —su esposa no quiso regresar con él a su mansión de Bel-Air y, a pesar de su oposición, se quedó con los expedicionarios—, y después se celebró una conferencia de prensa, dirigida por la experta mano de Maud, que fue seguida por una cena de despedida, organizada por Hackfeld de acuerdo con varios miembros de la Fundación.

A las once de la noche, los automóviles particulares les llevaron, por las calles casi sin tránsito, hasta el distante Aeropuerto Internacional, de Sepúlveda Boulevard. En la vasta y moderna estación aérea, donde Maud comprobó los pasaportes, visados, certificados de vacunación antivariólica, lista del equipaje y otros detalles, todos se sintieron dominados por una sensación de soledad, como si estuviesen agrupados en el corredor de un hospital cuando todos se habían acostado ya. Solamente Cyrus Hackfeld acudió a despedirlos. Llegó un telegrama de Colorado Springs para Orville Pence, y Rachel DeJong recibió aviso de que un tal señor Joseph Morgen la llamaba al teléfono. A excepción de esto, todo indicaba que los antiguos vínculos empezaban a aflojarse. Parecía que el mundo conocido les abandonase.

Por último fue anunciado el vuelo número 89 de la TAI y, en medio de un grupo de otros cansados y soñolientos pasajeros, desfilaron hacia la pista y penetraron en la cabina metálica del reactor DC-8 de la Compañía de Transportes Aéreos Intercontinentales, que iba a partir en vuelo sin escalas de Los Ángeles a Papeete, isla de Tahití. Viajaban en clase económica y no en primera. Maud insistió a Hackfeld para que así fuese y consiguió salirse con la suya gracias al apoyo de Lisa. Así, esta diferencia de clase, que en realidad significaba muy poca privación, les permitía ahorrar 2.500 dólares en total, en el viaje de ida y vuelta. En la clase económica, las mullidas butacas de tela estaban en número de tres por cada lado del pasillo, con el resultado de que pudieron sentarse en filas de seis, ocupando casi dos filas.

Los dos asientos sobrantes en la segunda fila fueron ocupados por un atento dentista de Pomona que iba de vacaciones y un joven obeso, bien vestido y barbudo, que celebraba así el término de su carrera.

Una hora justa después de medianoche, el reactor empezó a moverse, para avanzar lentamente, ganar después velocidad y lanzarse por último rugiendo por la pista de cemento. El aparato no tardó en despegar las lucecitas amarillas de la gran metrópolis desaparecieron, cruzaron después sobre otras brillantes agrupaciones urbanas, para verse disparados como en una catapulta a gran altura sobre el océano Pacífico y empezar a volar por espacios tenebrosos.

Aquella parte del viaje fue muy sosegada. Sentada entre su marido y su madre política, Claire empezó a leer una gruesa guía de Oceanía, mientras Maud y Marc hojeaban las revistas en tres idiomas que la TAI facilitaba amablemente a sus pasajeros. Después pidieron unas copas de champaña Mumm, que la compañía proporcionaba a precios reducidos y que les fue servido por una azafata tahitiana de cabello negro como ala de cuervo, que lucía un pareo de algodón azul.

El champaña dio a Maud una sensación de bienestar y su rechoncha persona relajó su tensión, mientras se volvía locuaz. Al hallarse de buen talante, terminó por aceptar de buen grado el número de personas que formaban el equipo e, incluso, pensó que la diversidad de expertos reunidos podía resultar beneficiosa para la empresa.

—Diez personas es un verdadero récord, ¿sabéis? —dijo—. Una vez, un joven muy rico, que, según creo recordar, pertenecía a una familia de banqueros, se fue a África con un equipo de veinte personas… de veinte, fijaos bien, y creo que la expedición tuvo éxito. El joven en cuestión vestía de una manera tan atildada como nuestro doctor Pence. En África, llevaba camisa de cuello duro, corbata y un traje hecho en Brooks Brothers. Según lo que un día me contaron, los indígenas de una tribu africana invitaron a aquel opulento joven a comer con ellos.
La piéce de résistance
era una empanada frita en cuya composición entraban diversas hortalizas, verduras y barro. Cuando más tarde el joven refirió el episodio, alguien le preguntó:

"¿Pero usted la comió?". Levantando las manos, él dijo: "¡Ni por pienso! ¡Con decirle que ni siquiera me gusta la comida que preparan en el club de Yale!".

Claire, Marc y Lisa Hackfeld, que estaban al otro lado del pasillo, soltaron la carcajada y Maud siguió contando anécdotas durante otra media hora. Por último se cansó de hablar y se volvió de costado para descabezar un sueñecito. Poco a poco, y como no había otra cosa que hacer ni nada que ver, casi todos los expedicionarios se fueron quedando amodorrados, arrullados por la monotonía del vuelo, por el champaña y por los sedantes.

A las seis y media de la mañana los despertaron uno a uno. Las últimas tinieblas nocturnas ocultaban aún la Polinesia y entonces ellos pasaron a los lavabos, se dedicaron a recoger sus cosas y a desayunar. Durante todo este tiempo, la noche fue batiéndose en retirada, el sol apareció sobre el horizonte y a gran profundidad se distinguió el amplio y brillante océano.

El altavoz dio instrucciones: "Colóquense los cinturones, apaguen los cigarrillos, dentro de unos minutos llegaremos a Tahití."

Para Claire, la legendaria isla evocaba un amasijo de lecturas, en las que se mezclaban Cook y Louis-Antoine de Bougainville, el capitán Bligh y Christian, Melville y Stevenson, Gauguin y Pierre Loti, Rupen Brooke y Somerset Maugham y, con la cara pegada a la ventanilla, trató de avistar aquel lugar encantado. Al principio sólo vio el cielo pálido y sin nubes que se confundía con el mar cerúleo y después, como una débil y distante transparencia salida del pincel frágil y delicado de Hiroshige, surgió Tahití, con un color verde esmeralda oriental proyectado sobre un telón de aire.

Claire quedó sin aliento al ver cómo aumentaban visiblemente las dimensiones de aquella encantadora acuarela. Por un fugaz momento sintió una punzada de dolor al pensar que aquella isla había estado tanto tiempo sobre la tierra y ella había vivido hasta entonces sin conocerla. Pero reconoció su buena suerte al poder contar con semejante recuerdo y recordó con exactitud, como epígrafe para aquella escena, las palabras de Robert Louis Stevenson: "El primer amor, el primer amanecer, la primera isla de los Mares del Sur, son recuerdos aparte, que poseen una virginidad para los sentidos". Ella le dio las gracias en silencio por haber interpretado tan a la perfección sus propios sentimientos.

Lo que después dominó el panorama fue el aterciopelado verde del altivo Monte Diadema, lo último que vieron antes de aterrizar. Maud se inclinó hacia la ventanilla, tapándola en parte, y Marc llamó a Claire para darle unas instrucciones. A causa de ello, después de distinguir fugazmente las techumbres pardorrojizas de Papeete, ya no pudo ver nada más. Se produjo el silbido y el fragor acostumbrados de todo aterrizaje el avión fue aminorando su marcha en la pista y por último se detuvo. Todos se pusieron de pie con sus bolsas de viaje y salieron al neblinoso y tibio aire matinal. En el aeropuerto les esperaba una indescriptible confusión de morenos tahitianos, flores perfumadas y música. Las sonrientes y lindas jóvenes tahitianas tan flexibles con sus pareos de vivos colores y sandalias de correas, con flores blancas en las orejas, como si fuesen joyas, se veían por doquier. Una de ellas colocó una guirnalda de flores en torno al cuello de Claire y otra besó riendo a Marc y le dijo "la orana", la salutación de bienvenida tahitiana.

Claire identificó a Alexander Easterday inmediatamente, aun antes de que se lo presentasen maravillándose una vez más ante la gran memoria de Maud y lo fiel de su descripción. Al observar a Easterday, mientras éste estrechaba la mano de Maud, Claire vio un hombrecillo rechoncho, con andares de ganso y tipo germánico, tocado con un salacot de corcho y un traje tropical muy bien planeado pero usado. La puso nerviosa ver cómo sus precarias antiparras, su canoso bigotillo bailoteaban a ambos lados de su nariz de patata roja como un pimiento. También le pareció increíble que aquella caricatura de un Herr Professor, tan incongruente entre aquel derroche de flores y pareos, fuese el causante de que ellos diez se encontrasen en aquellos momentos en la isla de Tahití.

Se produjo una nueva sacudida que arrancó a Claire de los recuerdos de su llegada a Tahití, para volverla de nuevo a la realidad del duro asiento del avión de Rasmussen, que en aquellos momentos volaba hacia Las Tres Sirenas. Cambiando de posición, Claire vio que Maud se había despertado ligeramente a consecuencia de la sacudida, pero cerrando con decisión los párpados sobre sus cansados ojos, continuaba durmiendo. Al otro lado del pasillo, Marc continuaba dormitando como si tal cosa, pero Pence se había despertado y trataba de orientarse.

Claire había consumido el cigarrillo en una tercera parte. Sacudió la ceniza, se lo llevó a los labios y aspiró una bocanada, decidida a acabar de fumarlo con la mente en Tahití. Acto seguido se esforzó en continuar evocando la fantasía de la víspera, que había pasado con tal rapidez. Fue un día caleidoscópico y no hacía más que dar vueltas en su mente, escogiendo los fragmentos de cristal coloreado e intentando reconstruir la verdadera forma de todo cuanto había visto.

El multicolor dibujo no quería adquirir forma y cambiaba en su memoria, con el resultado de que sólo podía ver piezas sueltas. Recordaba que las formalidades de aduana fueron muy rápidas. Después los llevaron, en unos Peugeots de alquiler, a las afueras de la ciudad, donde había un racimo de chozas con techumbre de bálago y palmeras, a orillas de una laguna que daba al océano. En realidad aquello era el hotel Les Tropiques, donde podían cambiarse o descansar se les habían reservado varios bungalows.

El almuerzo, que tomaron muy temprano en el patio, era a base de pescado al vapor, pollo asado, ron de la Martinica y poi caliente, consistente en taro con ananás, plátanos y papaya con crema de coco. Desde allí se divisaba un bello panorama hacia el lado de Moorea, al otro lado de la bahía, a diez millas de distancia. Easterday dijo que el capitán Ollie Rasmussen vivía en Moorea y vendría después de cenar en la lancha.

Easterday dio a Maud el horario que había organizado para el grupo.

Se había tomado la libertad de preparar una visita en automóvil a la isla de Tahití, lo cual significaba un recorrido costero de ciento sesenta kilómetros. Esto, junto con la visita a Papeete y las compras que allí efectuarían les ocuparía la tarde. Confiaba que los Hayden se dignarían aceptar su invitación para cenar. Los demás miembros de la expedición cenarían en el hotel, naturalmente. Dejó la noche libre, permitiéndose indicar la conveniencia de que descansaran, pues necesitarían hallarse frescos y descansados para el viaje a Las Sirenas. A medianoche acompañaría a Maud, sola, al Café Vaima, situado en el muelle, para presentarle a Rasmussen, mientras los demás serían conducidos en automóvil junto con los equipajes al puerto ara subir a bordo del hidroavión. Easterday creía que despegarían rumbo a Las Sirenas una o dos horas después de medianoche, para llegar a su destino al amanecer. Por intermedio de Rasmussen, ya había organizado con Courtney y Paoti todo lo referente a la estancia en Las Sirenas, donde se proporcionaría alojamiento al equipo, durante las seis semanas convenidas. Easterday agregó que había otro pequeño detalle, sólo un detalle más… El compromiso de guardar el secreto de la situación de Las Sirenas debía entrar en vigor a partir de aquel mismo momento. Nadie debía irse de la lengua. Rogó a Maud que hiciese ver la importancia del secreto a todos los miembros del equipo y ella así lo prometió.

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