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Authors: Irving Wallace

La isla de las tres sirenas (30 page)

BOOK: La isla de las tres sirenas
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Para Claire, el resto de las diecisiete horas que pasó en Tahití fue algo vertiginoso No tuvo tiempo de descansar ni reflexionar para adaptarse al súbito cambio. En una sola noche había pasado del mundo de Raynor, Suzu, Loomis, Beverly Hilton, al mundo de la Polinesia, Easterday, Rasmussen, Les Tropiques.

Efectuaron la vuelta a la isla. Los coches de alquiler se dirigieron hacia el norte, en aquella atmósfera cálida. Visitaron la tumba del último rey de Tahití, Pomare V, tan aficionado al licor, que la reproducción en coral de una botella de Benedictine coronaba su tumba situada entre árboles; contemplaron el espléndido panorama que se divisaba desde la punta de Venus donde en 1796 se situó el capitán Cook para observar el paso de la luna frente al sol; fueron después a la distante cascada de Faaru, que daba la impresión de una serie de hebras blancas balanceándose a impulsos de la brisa; almorzaron muy tarde, en el comedor de bambú del restaurante Faratea, embalsamado por el aroma de las acacias rosadas; para experimentar luego la frescura de la gruta de Maraa, con su estanque interior, y ver las paredes de lava negra del Templo de las Cenizas, donde los sacerdotes celebraban ritos paganos, para terminar visitando el grupo de chozas que constituía la segunda población de la isla, Taravao, con los próximos surtidores marinos.

Cuando hubieron dado la vuelta completa a la isla y regresaron a Papeete, los fragmentos de vidrios de colores que formaban el calidoscopio mental de Claire reflejaban una curiosa mezcla de imágenes: los espumeantes arrecifes de coral; el bar de la carretera donde servían vino argelino; la mansión colonial rodeada de árboles del pan de espeso follaje verde; las blancas iglesiucas de campanario color de herrumbre; las cajas que parecían buzones puestas junto a la carretera, para la recogida de barras de pan al estilo francés y la leche pasteurizada; el desvencijado autobús indígena, abarrotado de colegialas vestidas de azul marino, que llevaban barras de hielo sobre el techo; las verdes gargantas, centelleantes arroyuelos y rojas buganvillas, que se veían por doquier.

De Papeete recordaba solamente las rollizas y risueñas muchachas con pareos multicolores, que paseaban en parejas; las motocicletas que corrían zumbando por las anchas calles de tierra apisonada; las goletas que transportaban copra, los yates, las barcas de pesca y un trasatlántico gris atracado en el muelle; las letras de bambú que rezaban "Quinn's" a la puerta de un ruidoso club nocturno; los comercios franceses y chinos y el amasijo de artículos exóticos que tenía Easterday en su tienda de la Rue Jeanne d'Arc.

A la hora de cenar, se sentía muy cansada, le pesaban los párpados, le dolían las piernas, sus sentidos estaban fatigados y durante la cena con Easterday en Chez Chapiteau, se dedicó a comer su filet mignon con patatas fritas, sin escuchar apenas a Maud y Marc, mientras éstos hablaban de Rasmussen y Las Tres Sirenas con su anfitrión. De regreso a Les Tropiques, se dejó caer sobre la cama, para quedar dormida como un tronco hasta medianoche. Cuando Marc la zarandeó para despertarla, y le dijo que Maud ya había ido al Café Vaima para reunirse con Rasmussen, y que un joven polinesio llamado Hapai esperaba fuera para conducirlos en coche al hidroavión.

Había dado ya la una de la madrugada cuando el aparato hendió las aguas, dejando atrás las luces, la música y el bullicio de Papeete, y se elevó hacia el cielo, para conducirles en dirección a Las Tres Sirenas. Después del despegue, vio a Rasmussen un momento. Dejando a Hapai en los mandos, Rasmussen entró en la cabina y Maud se encargó de hacer las presentaciones. A Claire le gustó su aspecto: era un tipo rudo de marino tocado con una gorra mugrienta, una camisa blanca, abierta y de mangas cortas, pantalones azules y unos sucios zapatos de tenis. Sus ojos inyectados en sangre eran reumáticos y su cara escandinava, llena de cicatrices y sin afeitar, era un campo de batalla para la disipación. Hablaba con voz ronca y sin atenerse demasiado a las normas gramaticales, pero de un modo directo, serio y desprovisto de humor. Una vez efectuadas las presentaciones, desapareció por donde había venido, metiéndose en la cabina de pilotaje, sin dejarse ver más.

El cigarrillo de Claire se había consumido totalmente y ella lo dejó caer junto a sus pies.

Oyó crujir un asiento, a causa del movimiento de Maud, y volviéndose, vio que ésta se había incorporado y se desperezaba con los brazos en alto, moviendo la cabeza como si quisiera sacudir su somnolencia.

—Debí dormir como un tronco —dijo Maud, bostezando—. ¿Tú no has dormido nada?

—No. He estado siempre despierta. Afortunadamente, pude descansar después de la cena.

—¿Qué ha pasado? ¿Ha vuelto a entrar Rasmussen?

—No. Ha habido mucha calma. Sólo Ms. Hackfeld y yo hemos estado despiertas.

Maud consultó su gran reloj de pulsera, de acero inoxidable.

—Son más de las seis y Rasmussen ha dicho que llegaríamos al amanecer. Ya debemos de estar cerca.

—Ojalá.

Maud observó a Claire.

—¿Te encuentras bien?

—Desde luego. ¿Por qué no había de encontrarme bien?

Maud sonrió.

—La primera expedición es, para una muchacha joven, como la primera cita con un chico. O sea, algo nuevo e importante. Es natural que se sienta inquieta. ¿Qué la espera? ¿Cómo reaccionará y cómo se portará?

—Estoy muy bien, Maud. —Vaciló—. Únicamente…

No terminó la frase.

—Prosigue. ¿Qué ibas a decir…?

—Únicamente me preocupa pensar que tal vez no seré de utilidad, en este caso. Quiero decir que… ¿Cuál es mi especialidad? ¿Ama de casa?

—Por Dios, Claire, a veces la esposa de un etnólogo puede ser más importante en una expedición que su marido. Y por muchas razones. Un equipo formado por marido y mujer parece menos intruso, menos extraño, más aceptable entre muchas culturas. Además, una mujer puede averiguar más cosas puramente femeninas y comprenderlas mejor, que su marido. Ya sabes… cuestiones domésticas, puericultura, cocina… para ella resulta más fácil darse cuenta de las diferencias que existen en estas cosas y asimilarlas.

Y quizá sea aún más importante el hecho de que… verás, existe un gran número de sociedades que han erigido tabús contra los hombres, es decir, los hombres extranjeros, que deseen observar y entrevistar a sus mujeres. No sé si esta regla se aplica en Las Tres Sirenas, pero pudiera ser que a Marc no quisieran explicarle nada acerca de… por ejemplo, la menstruación, las relaciones sexuales, el embarazo, los sentimientos íntimos de esas mujeres, sus pasatiempos, antipatías, deseos… por la sencilla razón de que él es un hombre. Pero su esposa podría ser aceptada entre ellas e incluso recibida con agrado. En este caso, tú puedes realizar una labor que a mí me está vedada por mis otras muchas ocupaciones. Así es que tendrás mucho que hacer, Claire, y de verdadero valor.

—Te doy las gracias por tu magnífico discurso —dijo Claire, poniéndose el suéter sobre la blusa y abrochándoselo.

—Además, confío en que continuarás ayudándome a tomar notas y…

—Claro que sí, Maud. —La ansiedad que su madre política demostraba por ella le hacía gracia—. ¿Quieres que te diga la verdad? Ya me siento abrumada de trabajo.

—Eso es bueno —dijo Maud, levantándose del asiento—. Vamos, Claire, a ver si averiguamos dónde estamos.

Levantándose, Claire precedió a Maud por el pasillo. Avanzaron despacio en la semioscuridad que reinaba en el interior del avión, y así pasaron junto al compartimiento que contenía el equipo de desembarco, frente a las secciones del correo y equipajes, frente al lavabo, frente a la puerta principal y de pronto se encontraron con Rasmussen y Hapai en la cabina de pilotaje del hidroavión, llena de humo.

Al oír que se aproximaban, Rasmussen soltó prontamente los mandos y, como si fuese un niño travieso sorprendido detrás del granero jugando con un clavo de ataúd, trató de ocultar el cigarro que fumaba. Apartó la nube de humo azulado con la mano que tenía libre e inclinó la cabeza en un gesto de salutación.

—Hola, ¿cómo están? —dijo, apartándose a un lado para aplastar el extremo del puro en un cenicero de metal que había en el piso de la cabina.

—Supongo que no le molestará que venga a curiosear… —empezó a decir Maud.

—En absoluto, señora. Usted paga y por lo tanto tiene derecho a mirar lo que quiera.

Claire se esforzó por introducirse entre Maud y los asientos de los pilotos. Su mirada pasó del complicado tablero de instrumentos al parabrisas y trató de ver lo que había más allá de los dos motores gemelos. Aún era de noche, ya no cerrada, sino teñida de tintas grises, como si una densa niebla se levantase y aclarase. El océano todavía era invisible.

—Está amaneciendo —dijo Claire a Maud.

—Sí, pero no se ve nada…

—Tenga usted paciencia un cuarto de hora más, señora —terció Rasmussen— y verá asomar el sol y podrá mirarse también en el viejo Pacífico.

—Ejem… capitán… —Incluso a Maud le era difícil darle ese rango—. ¿Nos queda aún mucha distancia?

—Como le digo, quince minutos para que amanezca… y otros cinco minutos hasta ver Las Sirenas.

Conversar con Rasmussen era tan fácil como arrastrarse por una ciénaga, pero Maud no se arredró y continuó, impertérrita.

—¿Quién las bautizó con el nombre de Las Tres Sirenas?

Rasmussen se tapó la boca para ocultar un eructo y después pidió disculpas en un confuso murmullo.

—Sería más propio preguntarlo a Tom Courtney, pero la verdad es que yo también lo sé, ya que él me lo contó. Resulta que en 1796, cuando el viejo Wright, o sea el primero de ese nombre, zarpó de su patria chica, en busca de algún sitio donde establecerse, mataba el tiempo con la lectura… es decir, leía todos esos viejos librotes. Y cuando el vigía, al ver unas islas desconocidas, las mismas a las que ahora nos dirigimos, gritó tierra… el viejo Wright estaba tumbado en su litera, leyendo un libro de ese autor que sólo tiene un nombre… sí, Homero… ¿Conocen ustedes a Homero?…

Maud y Claire hicieron un grave gesto de asentimiento.

… pues estaba leyendo ese libro, que nunca puedo recordar cómo se llama, en el que aparece un sujeto que va de una parte a otra, pasando un sinfín de penalidades para volver a su casa, donde le espera su señora…

—La Odisea —aclaró Maud con tono indulgente.

—Sí, creo que así se llama; pues como decía, el viejo Wright estaba allá abajo leyendo ese libro, en el capítulo donde dice que el tal sujeto pasa frente a unas islas en las que cantan unas vahinés, tratando de seducirlo —usted perdone— y entonces él se pone cera en los oídos para no oírlas y hace que lo aten al mástil… después ya no me acuerdo qué pasa…

Empezó a dar vueltas en su mente al pasaje, tratando de hallar la continuación y entonces Claire citó, haciendo acopio de valor:

—Circe dijo a Ulises: "Primeramente te saldrán al paso las Sirenas, esas encantadoras que fascinan a todos los hombres que se acercan a sus costas. ¡Desdichado el imprudente que se detiene a escuchar sus cantos! Jamás vuelve a ver su morada…".

—¡Sí, eso es! —gritó Rasmussen. Miró a Claire bizqueando los ojos, como si acabara de hacer un admirable descubrimiento—. Es usted muy lista, señora, casi tan lista como Courtney.

A ella le gustó ser casi tan lista como Courtney.

—Gracias, capitán.

—Pues sí —prosiguió Rasmussen—, entonces el viejo Wright subió al puente y al ver aquellas islas tan hermosas dijo que, si se quedaban en ellas, les pondría el nombre que había encontrado en aquel libro que usted ha dicho… las Sirenas… Y como eran tres, las llamó Las Tres Sirenas. Y ahí lo tiene usted explicado.

Claire encontró tan absurda aquella conversación, teniendo en cuenta el abismo cultural que mediaba entre los interlocutores, suspendidos a dos o tres mil metros sobre el nivel del mar, que no pudo contener una sonrisa.

—Capitán Rasmussen —dijo Maud—. ¿Me permite que le haga una pregunta de carácter personal?

El curtido y ajado rostro del aventurero mostró una expresión suspicaz, que le hizo parecer desdentado.

—Depende de qué pregunta sea.

—El profesor Easterday y todos ustedes han impuesto un secreto tan riguroso en todo cuanto concierne a Las Sirenas, rodeándolas de un telón de silencio, que me pregunto si habrá alguien, fuera de las islas, que conozca su existencia. ¿Cómo la conoció Courtney, por ejemplo? ¿Y usted? ¿Cómo supo que existían?

Rasmussen arrugó la frente, como si examinara la respuesta que debía dar. Sin duda, pensar representaba para él un proceso lento y laborioso. Necesitaba tiempo para contestar. Cuando por último habló, dijo:

—No quiero hablar por Tom Courtney. Esto es cuenta suya y tal vez no quiera decir cómo vino a parar aquí. Eso pregúnteselo a él. Tendrá tiempo más que suficiente para hacerlo. Es muy dado a hablar y conversar, como todos los que vivimos por estas latitudes, pero no le gusta mucho hablar de sí mismo. Así que pregúnteselo usted.

—Pero ¿y usted? —insistió Maud.

—¿Quién, yo? No tengo por qué ocultarlo, y en especial teniendo en cuenta que usted se dirige allí. ¿Yo, dice? Pues verá, hace mucho tiempo que no pensaba en ello, ni me acordaba. Ocurrió hace unos treinta años, cuando yo aún era casi un muchacho, que metía las narices en todas partes, a veces para recibir un sopapo. Entonces trabajaba al servicio de importantes plantadores de copra… los que se quedaron con la empresa de J. C. Godeffroy e Hijo, y aquellos ingleses, los Hermanos Lever… conseguí un buen paquete de acciones y las cosas me iban muy bien. Compré entonces una goleta —una preciosidad— y me puse a trabajar por mi cuenta. Pues tiene usted que saber que en uno de mis viajes abandoné las rutas comerciales, para fisgonear un poco… y una mañana, he aquí que vemos a un joven polinesio a la deriva en una canoa de balancín, con una vela de pándano desgarrada y navegando sin gobierno. Lo subimos a bordo, lo reanimamos, y nos contó que iba no sé adónde cuando de pronto se puso malo y perdió el conocimiento. Luego, tendido en la canoa, sufrió una insolación.

Yo no sabía qué hacer con él, pues me dijo que se moriría si no lo llevábamos a su casa que, según aseguraba, estaba cerca. Dijo que allí le curarían.

Nos indicó dónde estaba su isla y yo pensé que la enfermedad le había hecho perder el juicio, pues yo nunca había oído mencionar aquel sitio, y mire que los conozco casi todos. En fin, que lo llevamos hacia donde él nos indicaba y, sí, señor, allí estaban Las Sirenas y nosotros echamos el ancla frente a la playa. Cuando llevé el chico a tierra —entonces ya se encontraba mejor—, él estaba muerto de miedo, porque me había dado aquellas explicaciones mientras deliraba y hasta entonces nadie conocía la existencia de su isla, donde los extranjeros se consideran tabú. Pero como yo también era un muchacho irreflexivo, dije que me importaban un pepino todas esas tonterías de los indígenas y como veía que aquel muchacho apenas podía tenerse en pie y mucho menos desembarcar, fui con él a tierra y lo llevé casi en brazos hasta el poblado. Y entonces, en lugar de cortarme la cabeza, aquellos indígenas me consideraron casi como un héroe, porque el chico que había salvado era pariente del jefe. Además, es…, bien, era, porque ha muerto, el padre de Dick Hapai.

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