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Authors: Irving Wallace

La isla de las tres sirenas (62 page)

BOOK: La isla de las tres sirenas
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La aparición de Harriet no llamó excesivamente la atención. Esto la alivió, pero seguía sin comprender por qué Moreturi la había distinguido con aquella invitación especial. La atención general se dirigía a la choza de Huata. A los pocos minutos, media docena de jóvenes de la edad del difunto aparecieron ante la vista de todos y se abrieron paso entre el respetuoso duelo, transportando en hombros al finado, encerrado en un largo cesto de mimbres. De esta manera cubrieron la breve distancia que separaba la enfermería de su morada. Con gran diligencia, depositaron los restos mortales en medio de la cámara delantera de la cabaña. Así que lo hubieron depositado en el suelo, salieron y cerraron la puerta, para ponerse a demoler con celeridad la choza. Blandiendo afilados cuchillos de bambú, cortaron las cuerdas de fibra vegetal que aseguraban el techo de hojas de pándano y las paredes, empujando las ramas entrelazadas, que cayeron hacia el interior.

Así se formó sobre el difunto y sus bienes un montón de hojas de pándano y cañas de bambú rotas. Entonces Paoti aplicó una antorcha a la pila funeraria, que pronto ardió con altas llamaradas, para consumirse enteramente al poco tiempo, aunque las columnas de humo y polvo ascendieron hacia el cielo durante largo rato. Harriet supuso que, según las creencias de aquellas gentes, el alma de Huata, a la que el fuego había liberado y purificado, había ascendido al cielo, mezclada con las columnas de humo.

Harriet asistió apenada a la cremación, pero sin experimentar un dolor excesivo. La suerte de Huata le pareció tan evidente, después de examinarlo, que su fallecimiento, sobrevenido dos noches antes, no constituyó sorpresa para ella. Había cohabitado con Huata no una sino tres veces, en gloriosa unión, antes de su muerte, y se enorgullecía de haberle proporcionado aquella última dicha, por la que no se hacía el menor reproche.

Cuando el fuego se extinguió y las brasas se enfriaron, dejando únicamente montones irregulares de cenizas, Harriet se preguntó qué tenía que hacer. ¿Debía ir a consolar a los padres y demás parientes? ¿O debía desaparecer discretamente? Pero antes de que pudiera adoptar una decisión, Moreturi se acercó a ella. Vio que servía bebidas y que le tendía una concha llena hasta el borde.

—Es para celebrar su feliz ascensión al cielo —dijo Moreturi—. Sólo tiene que beber un sorbo. —Cuando se disponía a alejarse, se volvió para decir—: Quiero darle las gracias, Harriet.

Perpleja, ella mojó sus labios en la espesa sustancia y dejó la concha aún llena sobre la hierba. Al incorporarse, vio que ante ella se había formado una hilera de nativos, encabezados por los padres de Huata. Todos desfilaron ante ella y, después de decirle "Gracias" con voz muy grave y baja se alejaron. Luego el jefe Paoti efectuó la misma ceremonia, seguido por Hutia Wright y después otros varios ancianos, seguidos por una docena de jóvenes de ambos sexos, todos los cuales dieron las gracias a Harriet.

Terminada esta singular ceremonia, la enfermera observó que el duelo se daba por despedido. Ella también se apresuró a irse y bajó al poblado, siguiendo los lugares en sombra hasta llegar a la enfermería.

Encontró a Vaiuri rebuscando entre las medicinas. Cuando la oyó entrar, se levantó de un salto, con talante grave y compuesto.

Ella sacó un pañuelo del bolso y se secó la frente.

—Hace calor —dijo.

—Sí, el sol quema contestó Vaiuri—. Voy a buscarte agua.

—No, gracias, ya he bebido algo. Estoy bien. Lo único que necesito es un cigarrillo. —Sacó uno del bolso y Vaiuri se acercó a darle lumbre. Harriet exhaló una bocanada de humo.

—¿Qué tal la ceremonia?

—Triste pero muy digna.

—Sí. Por lo general, nadie llora. Vivimos. Morimos. Quizá volvemos a vivir.

Ella dio una chupada al cigarrillo y resolvió preguntarle:

—Vaiuri, quiero preguntarle algo relacionado con esa ceremonia.

—Pregunta. Con mucho gusto te contestaré.

—Después de la cremación todos se acercaron a darme las gracias.

¿Por qué a mí, precisamente?

Vaiuri no pudo ocultar su asombro.

—¿Es que no lo sabes?

—No tengo ni la más remota idea.

—Tú eres famosa en esta isla.

—¿Famosa?

Vaiuri asintió.

—Sí, tú tienes mana. Endulzaste los últimos días de vida a de Huata.

Fuiste muy buena con él. Lo complaciste. Todos estamos en deuda contigo.

¿Era verdad lo que estaba oyendo?

—¿Quieres decir que Huata reveló que habíamos hecho el amor?

—Se sentía orgulloso de ello. Aquí, esto no tiene nada de malo. El era un hombre que sólo vivía para el cuerpo y los sentidos. Esto era lo único que necesitaba para morir dichoso. Pero la costumbre no lo permitía. Únicamente tú, en tu calidad de forastera, podías romper esa costumbre, y lo hiciste. Su familia, sus deudos, te reverencian como si fueses una divinidad.

Y también… —Se interrumpió de pronto—. Y por eso te dieron las gracias.

—¿Y también qué, Vaiuri? Ibas a decir algo más.

—No deseo ofenderte, aunque en realidad no se trata de nada ofensivo sino de algo de lo que hay que enorgullecerse.

—No debe haber secretos entre nosotros, Vaiuri. Trabajamos juntos.

Además, ahora ya sabes lo que… lo que hice… Sabes que hice el amor con uno de tus pacientes. Por eso me invitaron al funeral, ¿no es cierto?

—Te consideraban pariente de Huata.

—Por favor, dime lo que ibas a decir. No me ocultes nada.

—Desde la primera noche, y las que siguieron, Huata confesó sus relaciones contigo tanto a mí como a Moreturi y a todos sus visitantes. No podía contenerse, tan dichoso se sentía. Había conocido a muchas mujeres, muchísimas… mujeres apasionadas y llenas de experiencia… pero dijo que ninguna podía compararse contigo. Explicó con detalle todas tus magníficas dotes. Dijo que ninguna hembra poseía tu habilidad para proporcionar placer. Pero él no se refería tanto a tu destreza como a tu ternura, tu ternura desbordante. Sus parientes se enteraron y pronto lo supo todo el pueblo.

Es posible que tú aún no lo sepas, pero te has convenido en una leyenda.

Todos te consideramos como la mujer más hermosa, deseable y bella de la isla.

La mente de Harriet corrió a través del tiempo, volviendo al instituto de Cleveland, a los hombres de la Bellevue neoyorquina, al anestesista y a Walter Zegner y San Francisco. Todos los hombres que pasaron por su vida la consideraron deseable y hermosa en la cama, pero únicamente allí.

Ninguno de ellos había conseguido atravesar la Máscara, para descubrir que la belleza de su amor era una sola e idéntica belleza con su persona.

Pero allí… le dijo su corazón palpitante… tal vez allí, en aquella isla… la Máscara hubiese caído para siempre. Sin embargo, no se atrevía a confiar en nadie, después de su desengaño con Zegner. Debía ser muy cautelosa.

—Yo… no sé qué decirte, Vaiuri. Créeme, el pobre Huata, que en paz descanse, exageraba. Yo no soy todo eso que él dice.

—No debes mostrarte modesta. Esto es verdad. Está demostrado.

Eres la mujer más deseable y bella de la isla.

Sin parpadear, ella examinó el rostro grave, franco y extrañamente romano del practicante.

—¿La más bella de la isla, Vaiuri? Eso es mucho…

—Sí, la más bella para todos —repuso él, con tono contundente.

Harriet comprendió que hablaba en serio y en su corazón se elevó un gozoso cántico.

Nunca, en todos los años que había consagrado al estudio comparado de las costumbres sexuales, Orville Pence se había sentido más desconcertado que entonces y había experimentado un mayor sentimiento de frustración.

El sudor, como una bandada de hormigas transparentes, descendía por su frente huidiza y se le metía en los ojos, obligándole a quitarse las gafas con montura de concha para secárselos. La corbata, que se empeñaba en seguir llevando, pese a las burlas de Sam Karpowicz y las súplicas de Marc para que renunciara a ella, le apretaba el cuello de la camisa a la sudorosa garganta y le dificultaba la respiración.

En momentos como aquél, hubiera deseado empezarlo todo de nuevo.

En vez de la maravillosa boda que ya casi alcanzaba con la mano —que se fuesen al cuerno Crystal, Dora y Beverly; como quiera que se llamase entonces—, participó en aquella espantosa expedición, para encontrarse entonces sentado con desesperación en el suelo de la estancia delantera de su choza, rodeado por un semicírculo de seres medio primitivos e idiotas, de expresión estólida, que se negaban a cooperar con él.

Eran seis, tres hombres y tres mujeres, de edades que oscilaban entre los veinte y los cincuenta años. Se ofrecieron voluntarios para participar en los tests de Orville. El primero, que él mismo había inventado y desarrollado, para aplicarlo después con el mayor éxito, era su amado "test de reacción al estímulo por la imagen"… y, por primera vez, parecía dar malos resultados.

Orville se sentía muy orgulloso de su test y confiaba en escribir una notable comunicación sobre su empleo en el seno de una sociedad remota y muy obsesionada por las cuestiones sexuales, como era la de Las Sirenas.

En la conferencia que celebró la noche anterior con Rachel DeJong y Maud Hayden no negó, empero, que su test, en el fondo, no era completamente original.

—Desde luego, me lo inspiró la labor realizada con el test de apercepción temática, el test Szondi, y el de imágenes frustradas, ideado por Rosenzwig —admitió francamente a Maud—, pero cada uno de ellos presenta limitaciones, al menos para mí. Consideremos el test de apercepción temática, por ejemplo. Tomo las veinte imágenes, que representan seres humanos en distintas situaciones capaces de provocar un estímulo, y pregunto a estos indígenas que me digan lo que ven. Las situaciones resultan demasiado remotas para ellos para provocar sus comentarios. Les enseño un hombre armado de una daga que se dispone a cometer un asesinato, y les pregunto qué ha pasado y qué va a suceder. Cuando enseñé esta imagen en las islas del litoral de Alaska, la situación resultó demasiado extraña para provocar reacción alguna. Aquel acto resultaba incomprensible. Así, ¿cómo podía esperar que me revelasen sus propias actitudes y conflictos?

Después le enseñé el Szondi, esa colección de cuarenta y ocho fotos de tipos humanos anormales, y obtuve el mismo resultado. No se producía la identificación. Los sujetos no conocían aquellos tipos. Y lo mismo con los cartones del Rosenzwig (¿los has visto, Maud?), que siempre presentan a dos personas que se molestan de distintas maneras, y hay que preguntar al sujeto qué haría o diría el que es molestado. Los sujetos primitivos no consiguen identificar las situaciones. Fue entonces cuando ideé mi test de reacción al estímulo por la imagen. Se basa también en bastantes tanteos, pero finalmente conseguí dejarlo reducido a treinta fotografías enmarcadas, de obras de arte clásicas y modernas, de tema erótico. Esto sí que todos los hombres lo conocen, sea cual sea su idioma o su cultura. De este modo se estimula la reacción auténtica del sujeto, y sabemos si tiene la manga ancha o es muy pacato. Sin darse cuenta, el sujeto proyecta al exterior todos sus deseos y ansiedades, al ver esas imágenes, revelando sus actitudes hacia sí mismo y los demás. Así, tenía que dar un resultado perfecto. Todos lo entenderían.

Después de ceder a Rachel DeJong los derechos exclusivos para el empleo de los tests con manchas de tinta del médico suizo Dr. Hermann R. Rorschach, todas las pruebas para calcular el cociente de inteligencia de los indígenas y el empleo de las asociaciones de palabras, Orville Pence abandonó la reunión de la víspera como único y exclusivo propietario de su test de reacción al estímulo por la imagen, guardando en reserva el de apercepción temática, por si se presentase ocasión de emplearlo.

Ansioso e impaciente, Orville esperó a que llegasen sus voluntarios.

Después de una breve y lúcida explicación preliminar, puso ante ellos sus preciosas imágenes. Levantó la primera de la pila, la volvió boca arriba y la ofreció a la curiosa atención de sus seis sujetos.

Acto seguido puso en marcha su magnetófono portátil y dijo a los nativos, que se pasaban la reproducción sin hacer el menor comentario:

—Lo que ustedes ven es una pintura procedente de uno de los numerosos frescos que adornan las paredes de la Casa del Ristorante, la cual se encuentra en Pompeya, una ciudad antigua de un país llamado Italia. Estos famosos frescos muestran todos los sistemas de unión sexual. El que ahora contemplan ustedes reproduce a la mujer desnuda de rodillas sobre el lecho, con el hombre situado detrás…

Le devolvieron la reproducción.

—Bien —preguntó—. ¿Qué les parece?

Esperaba oír animados comentarios, pero ninguno de los seis sujetos habló ni se movió.

—A ver, hablen por turno —dijo, para ayudarles a vencer lo que sin duda era nerviosismo y timidez. Señaló a la primera persona del semicírculo, una mujerona de media edad.

—¿En qué le hace pensar esta imagen?

Y sostuvo ante sus ojos la reproducción del fresco.

—Es muy bonita —dijo ella.

Orville indicó al segundo, un hombre de más edad.

—¿Qué dice usted?

—Que está bien —respondió el sujeto—; muy bien.

—¿Y usted?

—Es muy bonita.

—¿Y…?

—Muy bonita.

Orville se interrumpió, desconcertado.

—¿No tienen nada que añadir? ¿No les produce sorpresa? ¿No se escandalizan? ¿No reaccionan?

Orville espero a que contestasen. Los miembros del grupo se miraron, se encogieron de hombros y por último la mujerona de media edad tomó la palabra en nombre de todos.

—Es algo muy corriente —dijo.

—¿Quiere usted decir que todos ustedes lo encuentran familiar?

—preguntó Orville.

—Eso, familiar —respondió ella, y todos hicieron ademanes de asentimiento.

Esforzándose por dominar su desconcierto, Orville trató de continuar. Si no podía arrancar a aquella gente una reacción auténtica, no podría examinar ni analizar su reacción al estímulo.

—¿Ninguno de ustedes desea comentar esta imagen? ¿Qué creen que ocurrió antes de este momento, durante el mismo y qué suponen que ocurrirá después?

Los reunidos en semicírculo efectuaron una silenciosa consulta, enarcando las cejas y encogiéndose de hombros, como si todos estuviesen de acuerdo en considerar chiflado a su visitante. Uno de ellos levantó la mano, por último. Era un joven delgado de unos veinte años.

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