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Authors: Irving Wallace

La isla de las tres sirenas (60 page)

BOOK: La isla de las tres sirenas
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Cuando él exponía estas magnificencias autobiográficas, Tehura se limitaba a escuchar en silencio. Salvo sus ojos, muy atentos, su expresión no mostraba interés, ambición ni deseo. A veces, hablando sin inflexiones en la voz, rasgo poco natural en ella, hacía una o dos preguntas, pero a esto se limitaban sus reacciones. A otra persona le hubiera parecido ligeramente aburrida o un poco incrédula, aunque cautivada por la retórica. Para Marc, que creía conocer su psicología, estaba muy impresionada ante el mundo y la vida que él le descubría, pero era demasiado altiva para mostrarlo. Sólo alguna que otra vez, él dudaba de que hubiese conseguido convencerla. Por ejemplo, cuando ella tildaba una costumbre norteamericana de inferior a la suya correspondiente, pero esta clase de objeciones se hacían cada vez menos frecuentes.

Lo que Marc no manifestaba, refrenándose y esperando a tenerla completamente desarmada, era el fuego abrasador que lo consumía. Su instinto le decía que si actuaba prematuramente, la asustaría o haría que se sintiese repelida. El momento adecuado sería aquel en que le inspirase tal temor y ella se sintiese tan intimidada ante todo cuanto él representaba, que sucumbir a él sólo sirviese para llenarla de orgullo. En espera de que llegase aquel momento, Marc vivió durante dos semanas una vida totalmente imaginaria en compañía de la joven, de la que ésta nada sabía en absoluto. No tuvo tiempo para tomar tediosas notas; Matty se hubiera quedado estupefacta de saber que no tomó ni una sola nota desde su llegada a la isla, y tampoco tenía paciencia para soportar a su madre ni sentía interés por su esposa. Su espíritu estaba totalmente lleno de la seductora Tehura.

Entre las retorcidas neuronas de su gris materia cerebral, se había acostado con la desnuda Tehura sobre las esterillas de su choza, entre la hierba de la arboleda, sobre la arena de la playa; se acostó con ella en Papeete, en Santa Bárbara y en Nueva York; lo hizo en esta posición, en aquélla y en la otra; una hora, diez horas, cien horas, y ella siempre se abrazó a él con frenesí y él dejó que lo abrazase, gozando más por su apasionada súplica que por su arte consumado. En su cerebro pululaban las partes más eróticas de su anatomía al desnudo, y cuando juntaba todas aquellas partes, las públicas y las privadas, ella siempre aparecía reclinada con expresión amorosa, y aquella primera seducción era el instante que él más fantaseaba y que más ansiaba por alcanzar en la realidad diaria.

El momento se acercaba. El seguía sentado en la hierba, cubriéndose los ojos con la mano y esperando con impaciencia.

… y así, cuando nos criamos con tal libertad, forzosamente todos sentimos lo que yo siento —decía ella—. Nuestra vida amorosa es sencilla, como todo cuanto hacemos.

El apartó la mano de los ojos.

—Comprendo todo cuanto dices, Tehura. Sólo una cosa me sorprende. Tú y todos los de la isla os referís al amor como un arte. Así lo has dicho hace unos minutos. Sin embargo, reconoces que tú y todos vosotros no creéis en los preliminares, lo que nosotros, en Norteamérica, llamamos escarceos. No creéis en los besos ni permitís que vuestra pareja os haga caricias de cintura para arriba…

Ella se incorporó para volverse hacia él, poniéndose de costado, con lo que le vio plenamente los senos.

—Yo no he dicho eso, Marc. Claro que tenemos eso que tú llamas preliminares. Lo que pasa es que son distintos de los vuestros. En tu país, las mujeres van vestidas y se quitan sus ropas para excitar al hombre. Como vosotros no veis los senos, cuando los veis descubiertos, os excitáis. Aquí todas llevamos lo mismo, apenas podemos quitarnos nada y, al mostrar siempre el pecho, ya no produce excitación alguna. Entre nosotros, un hombre demuestra su ardor trayéndonos regalos…

—¿Regalos?

—Flores de tiaré bellamente dispuestas. O guirnaldas, o piezas cazadas por él. Si la mujer se siente atraída, se encuentra con él y ambos bailan juntos. ¿No conoces nuestra danza? Excita mucho más que vuestra estúpida costumbre de unir vuestros labios. Después de la danza, la mujer se tiende para recuperar aliento, y el hombre le acaricia el cabello, los hombros y los muslos. Entonces, la mujer ya está dispuesta.

—¿Y nada más? ¿Ningún beso, ninguna caricia?

Ella movió la cabeza negativamente.

—Marc, Marc… ¿cuándo querrás entenderlo? ¡Si pudiera hacértelo entender, enseñártelo…!

Marc se agitó con desazón.

—Ojalá pudieras hacerlo.

—Eso tiene que hacerlo tu esposa. Primero tiene que aprenderlo ella y después podrá darte lecciones, si tú te hallas dispuesto a aprender nuestras costumbres.

—Quiero comprenderlo a través de ti. Quiero ser como tú. Enséñamelo tú, Tehura.

Ella aún seguía tendida de costado. Fue a decir algo, se contuvo y luego apartó la vista.

Había llegado el momento, se dijo. Una vieja máxima resonaba en su cabeza: "Quien calla otorga". Ahora, se dijo Marc. Todo su cuerpo estaba lleno de deseo. Cambió lentamente de posición, tendiéndose a su lado y mirándola al rostro, mientras ella desviaba la vista de sus ojos brillantes.

—O deja que te enseñe yo —dijo en voz baja.

Ella permaneció silenciosa e inmóvil.

Tendió la mano hacia el brazo de la joven, que ésta tenía sobre su turgente pecho.

—Tehura, si yo… si yo te tocase los senos, ¿estás segura de saber lo que sentirías?

—Sí. No sentiría nada.

—¿Estás segura?

—Sería lo mismo que si me tocases el codo o un dedo del pie… o pusieras tu boca sobre la mía… nada.

—Déjame demostrarte que te equivocas —dijo él con intensidad.

Su mirada se cruzó con la de Marc y éste leyó confusión en ella.

—¿Cómo? —preguntó—. ¿Qué quieres decir?

—Esto —contestó él, sujetándole el brazo y tendiéndose impetuosamente sobre ella. Su boca encontró sus labios abiertos y sorprendidos y mientras la besaba con fuerza, por último pudo poner la palma de la mano sobre uno de sus senos.

Le sorprendió que ella no luchase y se aprovechó de esta ventaja, besándola rabiosamente, bajando la mano hasta el faldellín de hierbas y después hasta el muslo. Cuando empezaba a subirla centímetro a centímetro, ella lo apartó bruscamente, empujándolo en mitad del pecho con la mano.

—No —dijo, en el tono con que hubiera regañado a un chiquillo.

Después, se sentó, bajándose el faldellín.

Anonadado, Marc se enderezó.

—Pero, Tehura, yo creía que…

—¿Qué creías? —dijo ella con voz tranquila y sin la menor cólera—.

¿Que tus escarceos me preparaban para el amor? No, ya te he dicho que estos estúpidos contactos no provocan en mí el deseo. Te he permitido hacerlo para ver si me lo despertaban, pero ha sido inútil. Y cuando proseguiste, tuve que pararte las manos.

—¿Y por qué tuviste que parármelas? Ya ves que te necesito, que te quiero…

—Es cierto, en lo que a ti concierne. Pero para mí eso no basta. Yo aún no te quiero.

—Yo creía que no te era indiferente. Estos últimos días…

—Despiertas mi interés. Eres diferente a los otros que conozco. Tienes mana. Pero entregarme a ti sin deseo… eso, no.

Las palabras lo habían llevado hasta allí, y estaba decidido a que terminasen por darle la victoria. Le asió el brazo.

—Tehura, escúchame… ya te he dicho que… en Norteamérica yo soy muy… en fin… cien, mil jóvenes como tú se volverían locas si yo las hiciese objeto de mis atenciones.

—Tanto mejor para ellas y para ti. Yo no estoy en Norteamérica.

—Tehura, quiero demostrarte mi amor. ¿Cómo podré convencerte de que esto no es un simple pasatiempo? ¿Cómo podré demostrarte que hablo en serio?

Ella le dirigió una ladina mirada.

—Tienes una mujer. En Las Tres Sirenas, los hombres casados son tabú.

—Desde luego, tengo una mujer. Pero si hubiese sabido que tú existías, hubiera esperado y ahora no la tendría. Haré lo que tú quieras. Te trataré lo mismo que a ella.

—¿Sí? ¿Cómo?

—Dándote todo cuanto ella tiene. Te compraré vestidos caros, todo lo que tú quieras…

—¿Vestidos? —Ella lo miró como si estuviese loco—. ¿Qué haría yo con esas estúpidas prendas aquí?

—Otras cosas, pues. Dices que aquí, los hombres dan a sus enamoradas toda clase de regalos… cuentas… ¿quieres cuentas?… lo que tú desees.

—Entonces se acordó—. El broche de brillantes… el medallón que llevaba mi mujer. El que a ti tanto te gustaba. Te regalaré uno igual. Lo encargaré y haré que lo traigan en avión. Me costará una fortuna, pero no importa. ¿Te gustaría eso?

Ella vaciló, frunciendo el entrecejo, antes de replicar con tono excesivamente ligero:

—No te molestes.

La ansiedad que lo dominaba le ponía frenético. —Pues di lo que quieres, caray. ¿Qué puedo hacer para impresionarte?

—Nada.

—Tú me dijiste… que entregaste tu amor a Courtney… y a todos esos hombres. Incluso piensas ir con ese nuevo… ¿cómo se llama?

—Huatoro. Sí, me gusta.

—¿Y por qué tiene que gustarte? ¿Quién demonios es? ¿Por qué tienes que considerarlo más que a mí?

—En primer lugar, es libre. Después, me quiere…

—Yo también —interrumpió él.

—Tú eres importante en Norteamérica, pero aquí Huatoro tiene más mana. Será nuestro primer atleta en el festival. Ganará la carrera de natación, y todas mis amigas lo querrán. Y yo también lo quiero.

—¡Qué ridiculez! ¿Y te entregarás a un hombre porque gane una estúpida carrera de natación?

Ella pareció ofenderse.

—Para nosotros, esto es importante —dijo—. Es tan importante para nosotros ganar esta carrera como en Norteamérica meter mucho dinero en el banco o tener una casa o un rascacielos.

—De acuerdo, te concedo la importancia que eso tiene —se apresuró a responder Marc—. Pero ¿quién te asegura que él ganará la carrera? Estoy seguro de que si yo lo intentara, le sacaría una milla de ventaja. En California, yo formaba parte del equipo de la universidad, teníamos más candidatos para ese equipo que habitantes tiene este pueblo, y desde entonces no he dejado de nadar. Me veo capaz de vencer a cualquiera de mis compañeros de facultad y también a casi todos los estudiantes. —Le disgustaba rebajarse al nivel juvenil de Tehura—. ¿Me permitirá tu tío que participe en la carrera?

—Todos en la isla pueden participar en ella. Serán de diez a veinte.

Tom concurrió algunas veces, y siempre perdiendo.

—Muy bien —dijo Marc con truculencia—. Contad conmigo. Y si venzo a tu amigo Huatoro, y lo venceré, puedes estar segura, si lo venzo.

¿Qué pasará entonces? ¿Me tratarás como hubieras tratado a él?

Ella se puso en pie riendo.

—Primero gánalo —dijo— y después veremos.

Con estas palabras echó a correr y desapareció entre los árboles, mientras él se quedaba rabiando y chasqueado, pero consolándose con la idea de que el momento que tanto ansiaba quizá no podía darse aún enteramente por perdido.

Mary Karpowicz contuvo el aliento, rogando al cielo que nadie, ni siquiera Nihau, sentado a su lado en la última hilera de la clase, notase su turbación.

El profesor, Mr. Manao, acababa de sacarse sus antiparras; jugueteó con ellas un momento y, después de colocarlas de nuevo sobre su nariz, cerca de la punta, declaró:

—Hoy podemos dar por terminada la fase preliminar de nuestro estudio delfaa bina aro. Durante doce días he comentado la evolución del apareamiento en los animales, de las especies inferiores a las superiores. En la clase de hoy trataremos del orden más elevado de la vida… el ser humano.

Como hemos hecho con los animales, nuestro método insistirá en los aspectos prácticos, más que en los teóricos. En mi cuarto tengo dos voluntarios de la cabaña de Auxilio Social. Voy a buscarlos, y empezaremos.

Recogiéndose el taparrabos, que resbalaba por su flaca anatomía, Mr. Manao salió de la estancia.

Los alumnos de primera fila empezaron a hablar en susurros y Mary Karpowicz hizo un esfuerzo por bajar los hombros, que involuntariamente había alzado hacia su cabeza como un caparazón de tortuga, y lanzó un profundo suspiro. Hubiera deseado dirigirse a Nihau, siempre tan amable con ella, para preguntar qué iba a pasar luego. Sin embargo, tenía miedo de traicionarse. Y, por encima de todo, no deseaba mostrar su ingenuidad.

Mantuvo la vista fija ante sí, mientras pasaba revista a lo que Mr. Manao les había enseñado los días anteriores. Lo que dijo de los animales no dejaba de ser interesante, pero le produjo cierta decepción, porque no veía que tuviese relación alguna con su propia vida. Eran cosas curiosas. Pero se podían deducir las mismas enseñanzas útiles, leyendo entre líneas, el Reader's Digest o un libro de texto de biología. Desde luego, nada de lo que aprendió allí le podía ser de utilidad en Alburquerque. No podría considerarse la igual de Leona Brophy sólo por conocer el período de gestación del oso silvestre. Hubiera querido aprender cosas sobre sí misma, sobre los misterios que aquello encerraba, y, llena de gran expectación, asistió puntualmente a las clases todos los días, informando fielmente a sus padres sobre todo cuanto le explicaban, pero sin mencionar aquel tema, que había resuelto mantener en secreto. Y a la sazón, lo que tanto había anhelado, la clave de su propia seguridad interior, estaba a punto de revelársele. Y ella tenía miedo y echaba de menos las explicaciones sobre el oso silvestre.

Los susurros cesaron en el aula y los alumnos tendieron el cuello y se esforzaron por ver bien lo que iba a suceder. Mr. Manao había regresado, seguido por la pareja de la cabaña de Auxilio Social. Mary enderezó la espalda y deseó llevar anteojeras protectoras. La pareja era de una belleza nada vulgar. El joven frisaba en los treinta años, era de estatura media y muy bronceado. Tenía las facciones anchas y bondadosas, hombros hercúleos, y todo su cuerpo desnudo, por encima de los suspensorios blancos, estaba recubierto de músculos semejantes a las placas óseas de un armadillo. La muchacha, de veintitantos años, era de pura raza polinesia, de negra cabellera que le caía en cascada sobre los hombros, senos perfectamente redondos que parecían dos melones, y opulentas caderas, ceñidas de manera muy precaria por el cinto de su faldellín de hierbas.

Mary oyó que Nihau susurraba en su oído:

—Los dos son muy conocidos en el poblado. El es Huatoro, uno de nuestros mejores atletas y triunfador en todos los festivales. Tiene veintiocho años. Ella es Poma y, aunque sólo tiene veintidós años, ya es viuda y muy apreciada por los hombres a causa de sus modales.

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