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Authors: Irving Wallace

La isla de las tres sirenas (94 page)

BOOK: La isla de las tres sirenas
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—Di lo que te venga en gana dijo Tehura con displicencia.

Has sufrido la influencia constante de una persona determinada, durante estas últimas semanas… y por lo tanto, tengo que sospechar de esa persona, pues por desgracia la conozco demasiado bien. Marc es quien te ha hecho cambiar.

Has cambiado y el cambio se ha producido casi ante mis propios ojos. No eres la misma que conocí al venir aquí. Yo creía que esta sociedad era inmune a influencias exteriores y creía que en ciertos aspectos habíais progresado mucho más que nosotros. Así, estaba convencida de que nuestra visita no os produciría efectos nocivos de ninguna clase. Pero he visto que en Las Sirenas hay también seres humanos débiles y expuestos a todas las caídas, pues siempre habrá una o dos personas en todos los grupos humanos más susceptibles que las restantes y más sensibles a las influencias exteriores. Y tú te hallas bajo los efectos de una influencia maligna que ha depravado tu natural, sencillo y bondadoso. Has cambiado y te has convertido en otra persona, imperfecta y demasiado parecida a muchos de nosotros. En realidad, Tehura podía permitirse el lujo de no faltar a la verdad, y por lo tanto había un temblor de justa indignación en su voz cuando repuso:—¿Pues qué te figuras? Yo me he limitado a dar noticias e informes a tu marido. Al fin y al cabo, es marido bueno. Tú eres incapaz de apreciarlo. Tú eres la mala y tratas de hacerle todo el daño que puedes.

Tehura se inclinó hacia ella y habló con ira contenida:

—Marc no me ha hecho absolutamente nada… excepto bien. Marc es tuyo, no mío.

—No, mío no lo es —dijo Claire.

—Vaya, con que ésas tenemos —dijo Claire—. ¿Y tú qué sabes de mi marido? ¿Cómo sabes que es bueno?

—He trabajado con él todos los días durante varias semanas. Como no puede hablar contigo, habla conmigo. Por eso le conozco bien.

—¿De veras crees conocerlo, Tehura? ¿Hasta qué punto le conoces? ¿Muy íntimamente?

—No como tú piensas.

—Me limitaba a preguntarte hasta qué punto lo conocías.

—Lo conozco mejor que tú. Conmigo puede hablar, se siente libre, es un hombre. Contigo, tiene que morderse la lengua.

—¿Es eso lo que te ha dicho?

—No hace falta que me lo diga, porque lo veo con mis propios ojos. Le haces la vida imposible.

Claire apretó fuertemente los dientes antes de hablar.

—¿No crees más bien que es al contrario? ¿No has pensado que puede terminar por hacerte la vida imposible, como me la hace a mí?

—Eso no es verdad.

—La cosa es grave —dijo Claire—. Por lo que veo, te ha embaucado completamente. Permite que te dé un consejo gratuito, Tehura. No sé lo que te ha dicho ni qué se propone hacer contigo. No sé si lo único que se propone es yacer contigo o si te ha convencido para que le acompañes a Estados Unidos como su amante. ¿O acaso como su esposa?

—Eres tú quien dice todo eso, no Marc.

—No me importa lo que él se proponga hacer o lo que pienses hacer tú. Únicamente te pido que me escuches mientras seas capaz de hacerlo, Tehura. Todo son palabras. Marc sólo sabe hablar. Este es el modo más innoble de seducir a una mujer y el peor, porque después de las palabras no hay nada, sólo vileza. ¿Me entiendes? Todo cuanto te ha dicho estas últimas semanas acerca de sí mismo, sobre mí, sobre nuestra vida en Estados Unidos, sobre nuestro país, ha tenido por única y exclusiva finalidad engañarte y corromperte.

—No.

—Pues yo te digo que sí —prosiguió Claire con firmeza—. Nuestra vida en Estados Unidos es aburrida y monótona… tratamos de rivalizar con los Jones…, oh, ya sé que tú no sabes qué significa esto, pero trata de comprenderlo, es una continua lucha por obtener mejores empleos, ascender en la vida, luchando contra el arrinconamiento y el hastío… es una vida agotadora, limitada, que termina por destrozar los nervios más templados… tan sólo piensan en cómo podría huir de ella o hacerla mejor y más agradable. Tu vida aquí es mil veces mejor. En tu vocabulario no existen palabras para designar cosas como sedantes, política de campanario, ambición, frustración, envidia, deudas, frigideces y soledad. Pero todos estos términos reflejan aspectos muy importantes de la vida que llevamos en mi país. No quiero decir con eso que todo sea malo en nuestra vida y todo sea bueno en la vuestra, pero sí que quiero decir, y de esto no tengo la menor duda, que Marc no te ha presentado una imagen auténtica de la realidad.

—Tomó aliento antes de continuar—. Te diré más, Tehura. Marc no es un hombre para ti ni para cualquier mujer normal. Lo he descubierto en Las Sirenas. ¿Qué puede darte que no tengan también tus compatriotas? Es inteligente, muy culto, bastante atractivo y a veces incluso le sobra dinero para comprarme alhajas… medallones, por ejemplo, eso es cierto, pero es muy poco, Tehura, muy poco. Le falta hombría y el valor para ser tierno, comprensivo y amoroso. Espiritualmente es un enano… un enano siempre disgustado, ególatra, excesivamente neurótico, de mente enfermiza, incapaz de actuar y portarse como un hombre hecho y derecho. Se halla corroído por la envidia, el odio, la compasión de sí mismo y lleno de prejuicios fantásticos y de sueños irrealizables. Su tabla de valores es propia de un adolescente, quizás menos. He mencionado el amor. En tu isla habéis llegado a extremos de perfección en el terreno amoroso que raramente han sido alcanzados en otras sociedades. Tú has confesado que tus compañeros indígenas te han producido un gran placer. Un hombre de mi país no te lo produciría…

—Tom Courtney me hizo el amor.

—Ni siquiera Tom, pese a que es un millón de años más formado y maduro que Marc. Tú misma me dijiste que tuviste que enseñarle a portarse como un hombre. Pero Marc no es Tom y no aprendería. Es muy distinto a los hombres que tú has conocido. Yo no sé lo que es un buen amante, pero te aseguro que Marc se cuenta entre los peores. No siente el menor interés por las mujeres. Es incapaz de entregarse. Sólo piensa en sí mismo.

Te advierto por tu bien, Tehura, no por el mío…

Tehura se levantó, tratando de mantener cierta apariencia de dignidad.

—No te creo —dijo rotundamente.

Claire también se levantó.

—¿Por qué no me crees?

—Porque eres una mujer incapaz de retener a su marido. Los celos y el miedo te hacen hablar.

—¿Cómo puedo convencerte, Tehura? —dijo Claire con tono suplicante—. ¿Cómo puedo convencerte de que te ha metido el demonio en el cuerpo? —Comprendió que todo era inútil, y dijo—: Bien, como tú quieras, pero al menos, querría que pensaras que no son los celos los que me hace hablar. Marc y yo hemos terminado. Ahora, haz lo que te parezca.

Después de pronunciar estas palabras, se dirigió a la puerta.

—Tu medallón —le dijo Tehura.

—Puedes quedarte con él —contestó Claire, mirando a la puerta, con la mano en el pestillo y sin volverse—. Quédate con él, pero no te quedes con Marc, si pensabas hacerlo, porque si lo haces, demostrarás ser tan estúpida como yo lo fui.

Salió, y después de cerrar la puerta, sintió que las piernas le flaqueaban. Tuvo que apoyarse en la choza. En sus ojos no había lágrimas ni sentía amargura, pero se sentía agotada emocionalmente.

Gracias a Dios que ha terminado, pensó. Estaba decidida a irse con Rasmussen, en el primer vuelo de regreso que éste efectuase. Ojalá fuese mañana, pensó.

En cuanto a Marc y Tehura, no sabía si había algo entre ellos o si lo habría alguna vez. En cuanto a Marc, no le importaba. Mas por un instante se apiadó de Tehura.

Pobrecilla pensó, antes de abandonar a la joven indígena entregada a su propio purgatorio.

La noche había caído sobre Las Tres Sirenas hacía algunas horas, y Marc Hayden, que se hallaba de regreso al poblado, comprendió que llegaba tarde a su última cita en la isla. Cuando distinguió desde el sendero por el que descendía la achaparrada silueta de la cabaña de Auxilio Social, que tenía a sus pies, se estremeció de alivio al pensar que hasta entonces todo salía a pedir de boca.

Al descender hacia el poblado en dirección a la morada de Tehura, experimentaba una sensación de bienestar. Le parecía que a cada paso que daba emergía más y más de su crisálida. No tardaría en estar libre y en emprender el vuelo…

Se sentía muy contento de sí mismo, por la manera como había resuelto las cosas aquella tarde. Después de ocultar lo que Rex Garrity llamaba "la única prueba irrefutable, la prueba de que Las Tres Sirenas existen y de que son como decimos", después de cubrirla con ramaje, Marc se deslizó al interior de la vacía choza de Tehura para tomar un tentempié que le permitiese mantenerse en forma hasta la noche. Cuando estuvo seguro de que no podían verlo, salió de la choza y evitó la posibilidad de encontrarse casualmente con su mujer o con miembros de la expedición, siguiendo uno de los pocos senderos que salían del poblado y que ya había seguido con anterioridad. Ascendió a la eminencia que se alzaba detrás de la cabaña de Auxilio Social y llegó al claro donde él y Tehura, en su calidad de etnólogo e informante, respectivamente, habían pasado tantas horas. Después de descansar a la sombra, siguió paseando hasta reconocer el escenario de su fracaso natatorio, donde seguramente ningún miembro de la expedición se aventuraría en una jornada normal de trabajo.

En la ensenada que se abría a sus pies, donde las olas lamían la base del acantilado, vio a varios jóvenes indígenas disponiéndose a botar sus largas canoas. Creyendo reconocer entre ellos a Moreturi, continuó avanzando cautelosamente y empezó a descender por la colosal escalinata de roca, mientras pensaba por un momento que fue allí donde trató de retener a Huatoro y allí también había demostrado hasta qué punto amaba a Tehura.

Llegó por último al borde del agua. Los nativos en cuestión salían de pesca y su jefe era, efectivamente, el propio Moreturi.

Pese a lo mucho que Marc detestaba a aquel sujeto, en particular y a todos los indígenas en general, comprendió que hablar con ellos le haría bien, pues por un momento le arrancaría a sus propios pensamientos y lo distraería. Como ya esperaba, le invitaron a que fuese de la partida. Iban a la pesca del albacora en aguas profundas y él no se hizo invitar dos veces.

Se ofreció para manejar un canalete y esto, junto con su amabilidad, sorprendió a Moreturi y agradó a los demás indígenas. La larga canoa se llenó de pesca y cuando regresaron a tierra, ya era de noche.

Muy animado por su excursión acuática, Marc siguió a los indígenas cuando éstos ascendieron por el acantilado. Uno de ellos, que se había adelantado a sus compañeros, encendió una hoguera en la cúspide. Después cinco o seis de ellos se quedaron al borde del acantilado, sentados en torno a las brasas, sobre las que asaron pescados y boniatos. Marc no recordaba haber probado en su vida una cena tan sabrosa. Mientras comían los nativos sólo hablaron en inglés, por deferencia a su invitado. La conversación giró en torno al mar y se refirieron algunas hazañas de los antepasados. Tirando con habilidad de la lengua a Moreturi, Marc consiguió formarse una idea aproximada de la posición de Las Tres Sirenas respecto a las otras islas desconocidas que las rodeaban. Pero lo que pudo confirmar a su entera satisfacción fue que Tehura estaba en lo cierto al hablar de una isla situada a dos días y una noche de navegación. Esto hizo que aumentase la confianza que le inspiraba Mataro, el hermano medio idiota de Poma. Llegó a la conclusión de que la huida no ofrecería dificultades.

Impelido por la obligación de atender a sus propios planes, Marc dio las gracias efusivamente a los indígenas y los dejó sentados aún en torno al fuego. A causa de la oscuridad reinante, tardó doble tiempo en recorrer el camino de vuelta al poblado. Cuando llegó al claro donde había hablado tantas veces con Tehura, se sintió ya en seguridad y se echó al suelo para descansar un rato, mientras soñaba en los gloriosos días que le aguardaban.

Mientras permanecía allí tendido, contemplando el inmenso cielo estrellado, aquel vastísimo y desdeñoso dosel que había contemplado tantas debilidades, fracasos y locuras, sintió de nuevo la satisfacción de saber que él no sería otra de las pisoteadas hormigas del planeta. Siempre le había dominado el miedo mortal de pasar por la tierra sin dejar rastro en ella. Su plegaria constante e inarticulada era no desaparecer como una simple cifra, como uno de tantos números estadísticos que expiran en la tierra a cada segundo que pasa. El terror que más obsesionaba a Marc era el de abandonar este valle de lágrimas pasando completamente desapercibido, recordado únicamente como "el hijo de la eminente Dra. Hayden" por los que sobrevivirían, tan anónimos como él; recordados sólo por unos cuantos amigos que también desaparecerían pronto, y su paso por la tierra señalado tan sólo por unas cuantas esquelas pagadas de antemano y un epitafio grabado en una lápida. Pero a la sazón, gracias a su fuerza de carácter, aquella triste situación había cambiado. De entonces en adelante se convertiría en un aristócrata ante los ojos del mundo, en el niño mimado de la fama y, cuando muriese, miles de personas llorarían su óbito, los periódicos publicarían páginas enteras con su retrato y elogiosos artículos funerarios, y su recuerdo perduraría en la tierra mientras sobre ella alentasen hombres. Su nombre, se dijo, ya no sería un nombre escrito sobre la arena.

¡Ah, qué bien se sentía aquella noche!

Por último su mente descendió de aquellas empíreas regiones para evocar recompensas de carácter más terrenal. Una de las recompensas inmediatas que se le ofrecían era de menor importancia, pero la otra era muy importante. La de menor importancia estaba representada por el hecho de que, a partir del día siguiente, podría abandonar para siempre la etnología.

Tuvo que estudiar aquella carrera contra su voluntad. Se la impusieron los tiranos de sus padres. El hijo de Adley Hayden y su esposa Maud sólo tenía una elección posible. Hacía ya nueve años que se licenció en Filosofía y Letras, para participar después en una expedición que duró un año. Esta expedición fue seguida por dos años de seminario, necesarios para doctorarse. La expedición en compañía de Adley y Maud fue de lo peor que había tenido que sufrir. Ya había acompañado antes a sus padres en otras expediciones, de niño, pero a pesar de que entonces era un adulto y licenciado por añadidura, los terrores de su infancia volvieron a asediarle.

En las remotas alturas de los Andes (que sus padres visitaron por segunda vez, para darle gusto), aislado de la civilización, hasta la última fibra de su ser se resistió contra aquella soledad. Le obsesionaba la posibilidad de un accidente, del que pudieran ser víctimas sus padres o él. Si le ocurriese a él, tendrían que dejarlo allí. Si las víctimas fuesen sus padres, él se quedaría solo. Nunca pudo sacudirse por completo de aquellos temores, y aborrecía una vida en la que, si se quería progresar, había que someterse periódicamente a aquellos destierros en lugares remotos y solitarios. La aborrecía casi tanto como detestaba la vida anónima del profesor dedicado a la enseñanza del grupo de nulidades, con la única esperanza de alcanzar tal vez, algún día, el puesto de catedrático, con sus veinte mil dólares anuales.

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