—Me llevó al cuarto de Debbie, me enseñó fotos suyas y luego me llevó al área de descanso donde encontraron el jeep.
—¿Qué impresiones captó? —pregunté.
Reflexionó durante unos instantes, la mirada perdida en la lejanía.
—No las recuerdo todas… Ésa es la cuestión. Cuando hago lecturas me pasa lo mismo. La gente suele volver y me habla de cosas que les dije y de lo que pasó más tarde, pero no siempre me acuerdo de lo que he dicho, a menos que me ayuden.
—¿Recuerda algo de lo que le dijo a la señora Harvey? —quiso saber Marino, y parecía decepcionado.
—Cuando me enseñó la foto de Debbie, supe al instante que la chica estaba muerta.
—¿Y el muchacho? —le preguntó.
—Vi una fotografía suya en el periódico y también supe que estaba muerto. Supe que ambos estaban muertos.
—De modo que ha leído todo lo que han publicado los periódicos sobre estos casos concluyó Marino.
—No —respondió Hilda—. No leo los periódicos. Pero vi la foto del chico porque la señora Harvey la había recortado para enséñamela. No tenía ninguna foto suya, comprenda; sólo de su hija.
—¿Le importaría explicarnos cómo supo que ambos estaban muertos?
—Fue una sensación. Una impresión que capté cuando toqué sus fotografías.
Marino hundió la mano en el bolsillo de atrás del pantalón y sacó la cartera.
—Si le enseño una foto de alguien, ¿podrá hacer lo mismo? ¿Decirme sus impresiones?
—Lo intentaré —aceptó ella, y cogió la instantánea que le tendía.
Cerró los ojos y empezó a deslizar las yemas de los dedos sobre la fotografía, trazando círculos lentos. Permaneció al menos un minuto de esta manera antes de volver a hablar.
—Percibo un sentimiento de culpa. Ahora bien, no sé si es porque esta mujer se sentía culpable cuando le tomaron la fotografía o así es como se siente ahora. Pero lo capto con mucha fuerza. Conflicto, culpa. Adelante, atrás. Toma una decisión y al momento siguiente ya está dudando. Adelante y atrás.
—¿Está viva? —preguntó Marino, con un carraspeo.
—Percibo que está viva —contestó Hilda, sin dejar de frotar la fotografía—. También recibo la impresión de un hospital. Algo médico. Aunque no sé si eso significa que está enferma o si es alguien cercano a ella quien lo está. Pero tiene relación con algo médico, una preocupación. O quizá la tendrá en un futuro.
—¿Alguna otra cosa? —insistió Marino.
Volvió a cerrar los ojos y frotó la fotografía un poco más.
—Mucho conflicto —repitió—. Es como si hubiera pasado algo, pero a ella le resultara muy difícil sobreponerse. Dolor. Pero ella considera que no tiene elección. Es todo lo que capto. —alzó la mirada hacia Marino.
Cuando éste recobró la fotografía, tenía la cara enrojecida. Devolvió la cartera al bolsillo sin decir palabra, abrió el maletín y sacó una grabadora de microcasetes y un sobre de papel marrón que contenía una serie de fotos retrospectivas que empezaba en la pista forestal del condado de New Kent y terminaba en el bosque, donde se encontraron los cuerpos de Deborah Harvey y Fred Cheney. Hilda las extendió sobre la mesita de café y empezó a pasar los dedos sobre cada una de ellas. Estuvo un rato muy largo sin decir nada, con los ojos cerrados; mientras, el teléfono seguía sonando en la habitación de al lado. Cada vez que llamaban intervenía el contestador, sin que ella por lo visto se diera cuenta. Llegué a la conclusión de que su talento estaba más solicitado que el de cualquier médico.
—Capto miedo. —Empezó a hablar muy rápidamente—. Aunque no sé si es porque alguien lo sintió cuando se tomaron estas fotos; puede ser que alguien lo sintiera en estos lugares en algún momento anterior. Pero hay miedo. —Asintió con la cabeza, los ojos todavía cerrados—. Decididamente, lo capto en todas las fotos. En todas. Un miedo muy grande.
Como los ciegos, Hilda pasaba los dedos de una fotografía a otra, leyendo algo que para ella parecía tan tangible como las facciones de una persona.
—Siento muerte aquí —explicó mientras tocaba tres fotografías distintas—. La siento con fuerza. —Eran fotografías del claro donde se habían encontrado los cuerpos—. Pero aquí no la siento.
Sus dedos retornaron a las fotos de la pista forestal y a una parte del bosque por la que había pasado cuando me llevaron al claro bajo la lluvia.
Miré a Marino por el rabillo del ojo. Estaba inclinado hacia delante, los codos sobre las rodillas, los ojos fijos en Hilda. Hasta el momento, no nos había dicho nada espectacular. Ni Marino ni yo creímos nunca que Deborah y Fred hubieran sido asesinados en la pista forestal, sino en el claro donde aparecieron sus cuerpos.
—Veo un hombre —continuó Hilda—. De tez clara. No es muy alto. Ni bajo. De estatura media y esbelto, pero no delgado. No sé quién es, pero como no capto nada con mucha intensidad, debo suponer que se trata de alguien que tuvo un encuentro con la pareja. Capto un ambiente amistoso. Oigo risas. Es como si hubiera tenido una relación amistosa con la pareja; ya me entienden: quizá se conocieron en alguna parte, y no sé por qué pienso esto, pero tengo la sensación de que en un momento u otro se rieron con él. Que confiaban en él.
Habló Marino:
—¿No puede ver nada más acerca de este hombre? ¿Qué aspecto tenía?
Hilda siguió frotando las fotografías.
—Veo oscuridad. Es posible que tenga una barba oscura o algo oscuro que le tape parte de la cara. Quizá va vestido con ropa oscura. Pero lo que es seguro es que lo percibo en relación con la pareja y con el lugar donde fueron tomadas las fotos. —Abrió los ojos y levantó la mirada hacia el techo—. Tengo la sensación de que el primer encuentro fue amistoso. Nada que les diera motivo de preocupación. Pero luego hay miedo. En ese lugar, en el bosque, hay un miedo muy grande.
—¿Qué más?
Marino estaba tan en vilo que se le hinchaban las venas del cuello. Si se inclinaba un centímetro más hacia delante, se caería del sofá.
—Dos cosas —respondió ella—. Tal vez no signifiquen nada, pero vienen a mí. Percibo la sensación de otro lugar que no aparece en estas fotos, y es un lugar relacionado con la chica. Quizá la llevaron a algún lugar o fue a algún lugar. Es posible que ese lugar esté cerca. O quizá no. No lo sé, pero recibo la sensación de un sitio muy lleno, de cosas que agarran. De pánico, mucho ruido y movimiento. En estas impresiones no hay nada bueno. Y hay una cosa perdida. La percibo como algo de metal que tiene que ver con la guerra. No capto nada más, excepto que no percibo nada malo; no percibo que el objeto en sí sea dañino.
—¿Quién perdió esa cosa de metal, sea lo que sea? —quiso saber Marino.
—Tengo la sensación de que es una persona que aún está viva. No capto ninguna imagen, pero siento que es un hombre. Percibe el objeto como algo perdido, no desechado, y no está muy preocupado por él pero tiene cierto interés. Como si de vez en cuando pensara en ese objeto que ha perdido.
Quedó en silencio mientras el teléfono volvía a sonar.
—¿Le dijo algo de esto a Pat Harvey cuando habló con ella el otoño pasado? pregunté.
—Cuando me llamó —respondió Hilda—, aún no se habían encontrado los cuerpos. No vi estas fotos.
—Entonces, no percibió ninguna de estas impresiones.
Reflexionó intensamente.
—Fuimos al área de descanso y me condujo al sitio exacto en que se había encontrado el jeep. Permanecí un rato allí. Recuerdo que había un cuchillo.
—¿Qué cuchillo? —preguntó Marino.
—Vi un cuchillo.
—¿Qué clase de cuchillo? —insistió, y recordé que Gail, la cuidadora del perro, había abierto la puerta del jeep con una navaja del ejército suizo que le había prestado Marino.
—Un cuchillo largo —contestó Hilda—. Como un cuchillo de caza, o quizás una especie de cuchillo militar. Parece que había algo característico en el mango… Negro, de goma, quizá, con una de esas hojas que sirven para cortar cosas duras, como madera.
—No sé si la entiendo —comenté, aunque me hacía una idea de a qué se refería. Pero no quería darle pistas.
—Con dientes. Como una sierra. Supongo que estoy intentando decir que tenía una hoja serrada —respondió.
—¿Eso es lo que le vino a la cabeza cuando estaba allí, en el área de descanso? preguntó Marino, contemplándola con incredulidad.
—No percibí nada que fuese amenazador —continuó—. Pero vi el cuchillo y supe que cuando dejaron el jeep allí la pareja no iba en su interior. No percibí su presencia en el área de descanso. No estuvieron allí en ningún momento. —hizo una pausa y, frunciendo el entrecejo, volvió a cerrar los ojos —. Recuerdo que sentí nerviosismo. Tuve la sensación de alguien nervioso y con mucha prisa. Vi oscuridad, como si fuera de noche. Y luego alguien que andaba muy deprisa. Pero no pude ver quién era.
—¿Puede ver a esa persona ahora? —pregunté.
—No. No lo veo.
—¿Era un hombre?
Una nueva pausa.
—Creo que tengo la sensación de que era un hombre.
Esta vez habló Marino.
—¿Le dijo todo esto a Pat Harvey cuando fue con ella al área de descanso?
—En parte, sí —contestó Hilda—. No me acuerdo de todo lo que le dije.
—Necesito ir a dar un paseo —masculló Marino, y se puso en pie. Hilda no se mostró sorprendida ni molesta porque se fuera, ni porque la puerta se cerrara tras él de un portazo.
—Hilda —comencé—, cuando se entrevistó con Pat Harvey, ¿captó algo acerca de ella?
¿Tuvo la sensación, por ejemplo, de que sabía algo de lo que le había ocurrido a su hija?
—Capté una sensación de culpa muy intensa, como si se sintiera responsable. Pero eso ya era de esperar. Cuando trato con los parientes de alguien que ha muerto o desaparecido, siempre percibo culpa. Lo que no era tan corriente era su aura.
—¿Su aura?
Sabía qué se entendía por aura en medicina, una sensación peculiar que puede preceder a los paroxismos epilépticos, pero no creía que Hilda se refiriese a eso.
—Para la mayoría de la gente, las auras son invisibles —me explicó—. Yo las veo como colores. Un aura que rodea a la persona. Un color. El aura de Pat Harvey era gris.
—¿Significa eso algo?
—El gris no es ni muerte ni vida —respondió—. Yo lo asocio con la enfermedad.
Alguien que está enfermo de cuerpo, mente o alma. Como si algo le robara el color de la vida.
—Supongo que es lógico, si tenemos en cuenta su estado emocional en aquellos momentos —observé.
—Podría ser. Pero recuerdo que me produjo una mala impresión. Me dio la sensación de que estaba en peligro. Su energía no era buena, no era positiva ni sana. Tuve la sensación de que estaba en peligro porque ella misma se abría al mal, o quizás atraía el mal sobre sí misma por sus propios actos.
—¿Había visto antes un aura de color gris?
—No a menudo.
No pude resistirme a preguntarlo:
—¿Ve algún color en mí?
—Amarillo con un poco de marrón.
—Eso es interesante —comenté—. Nunca llevo ropa de esos colores. De hecho, no creo que en casa tenga nada amarillo ni marrón. Pero me encanta la luz del sol y el chocolate.
—Su aura no tiene nada que ver con los colores o los alimentos que le gustan. —Sonrió—. El amarillo puede significar espiritualidad. Y el marrón suelo asociarlo con el buen sentido, con el sentido práctico. Alguien que toca de pies al suelo. Su aura me parece muy espiritual, pero también muy práctica. Ahora bien, ésta es sólo mi interpretación. Los colores significan una cosa distinta para cada persona.
—¿Y Marino?
—Un fino reborde rojo. Eso es lo que veo a su alrededor —contestó—. Con frecuencia el rojo significa ira, pero me parece que él necesita más rojo.
—No lo dirá usted en serio —dije extrañada, porque lo último que se me hubiera ocurrido era que Marino necesitara más ira.
—Cuando alguien está bajo de energía, le digo que necesita más rojo en su vida. Ese color da energía. Ayuda a hacer las cosas, a enfrentarse a cualquier problema. El rojo puede ser muy bueno, si se canaliza adecuadamente. Pero tengo la sensación de que él teme sus sentimientos, y eso es lo que lo de irrita.
—Hilda, ¿ha visto usted retratos de las otras parejas que desaparecieron?
Hizo un gesto de asentimiento.
—La señora Harvey tenía sus fotos. De los periódicos.
—¿Y las tocó usted? ¿Qué percibió?
—Muerte —dijo—. Todos aquellos jóvenes estaban muertos.
—¿Y el hombre de tez clara que quizá tuviera una barba o algo oscuro que le tapaba parte de la cara?
Reflexionó unos instantes.
—No lo sé. Pero recuerdo que capté esa sensación amistosa de que hablaba antes. En su primer encuentro no hubo miedo. Capté la impresión de que al principio ninguno de los jóvenes tuvo miedo.
—Ahora me gustaría preguntarle por una carta —le expliqué—. Ha dicho usted que lee las cartas a la gente. ¿Se refiere a cartas normales de juego?
—Se puede utilizar casi cualquier cosa. Las cartas del tarot, una bola de cristal… No tiene importancia. Estas cosas sólo son herramientas. Cualquier cosa que le ayude a concentrarse puede servir. Pero, sí, utilizo una baraja de naipes corrientes.
—¿Cómo lo hace?
—Pido a la persona que corte la baraja, y luego voy sacando las cartas de una en una y comento las impresiones que me vienen a la mente.
—Si saliera la jota de corazones, ¿tendría eso un significado especial? —quise saber.
—Todo depende de la persona con quien esté tratando, de la energía que yo recoja de esa persona. Pero la jota de corazones es lo mismo que el caballo de copas en la baraja del tarot.
—¿Es una carta buena o mala?
—Depende de a quién represente la carta en relación con la persona a quien le hago la lectura —me explicó—. En el tarot, las copas son cartas de amor y emoción, como las espadas y los oros son cartas de dinero y negocios. La jota de corazones sería una carta de amor y emoción. Y eso podría ser muy bueno. Pero también podría ser muy malo, si el amor se ha agriado o se ha vuelto vengativo, rencoroso.
—¿Qué diferencia puede haber entre una jota de corazones y el diez o la reina del mismo palo, por ejemplo?
—La jota de corazones es una figura —señaló—. Yo diría que esta carta representa a un hombre. Ahora bien, el rey de corazones también es una figura, aunque yo lo asocio con el poder, con alguien que es visto o se ve a sí mismo en una posición de control, de mando, tal vez un padre o un jefe, algo así. La jota, como el caballo, podría representar a alguien que es visto o se ve a sí mismo como un soldado, un defensor, un campeón.