—Veo en los periódicos que últimamente has estado muy ocupada, Kay —comenzó—. ¿Ya puedes con todo?
Me pregunté si habría leído el Post. El capítulo de aquella mañana incluía una entrevista con Hilda Ozimek y una fotografía de ella con un pie que rezaba: «La vidente sabía que estaban todos muertos». El artículo citaba también a parientes y amigos de las parejas asesinadas, y media página estaba ocupada por un gráfico a color que indicaba dónde se habían encontrado los coches abandonados y los cadáveres.
Camp Peary aparecía ominosamente situado en el centro de esta constelación como la calavera y las tibias en el mapa de un pirata.
—Me las arreglo bien —respondí—. Y todo iría aún mejor si pudieras ayudarme en una cosa. —le expliqué lo que necesitaba y añadí—: Mañana te mandaré por fax una copia del formulario donde se cita el artículo del código que me concede derechos legales sobre el historial de Jill Harrington.
Era un formulismo. Aun así, me resultaba violento tener que recordarle mi autoridad legal.
—Puedes traer el papel en persona. ¿Qué tal si cenamos juntas el miércoles, a las siete?
—No hace falta que te molestes…
—No es molestia, Kay —me interrumpió calurosamente—. Ya echaba de menos tus visitas.
Los edificios art déco de color pastel del distrito residencial me recordaban Miami Beach. Las casas eran de color rosa, amarillo y azul Wedgwood, con llamadores de latón bruñido y brillantes gallardetes hechos a mano aleteando sobre las entradas, una imagen que el clima aún volvía más incongruente.
La lluvia se había convertido en nieve. El tráfico era atroz, de hora punta, y tuve que dar dos vueltas a la manzana antes de descubrir un hueco para aparcar a una distancia razonable de mi tienda de vinos favorita. Elegí cuatro buenas botellas, dos de tinto, dos de blanco. Conduje por Monument Avenue, donde unas estatuas ecuestres de generales confederados se erguían sobre el tráfico con aire fantasmal entre los remolinos lechosos de la nieve. Durante el verano anterior recorrí aquel camino cada semana para ver a Anna, hasta que las visitas empezaron a espaciarse en otoño para interrumpirse por completo en el invierno.
Tenía el consultorio en su vivienda, una encantadora casa antigua pintada de blanco con el tejado a dos vertientes, en una zona donde las calles eran de adoquines cubiertos de asfalto y las farolas de gas brillaban al anochecer. Llamé al timbre para anunciar mi llegada, como hacían todos sus pacientes, y pasé a un corredor que conducía a la sala de espera de Anna. Sillones tapizados de cuero rodeaban una mesita cargada de revistas, y una alfombra oriental antigua cubría el suelo de madera. Había una caja en un rincón con juguetes para sus pacientes más jóvenes, un escritorio de recepción, una cafetera y una chimenea.
Al final de un largo pasillo estaba la cocina, donde se guisaba algo que me hizo recordar que me había saltado el almuerzo.
—¿Kay? ¿Eres tú?
La inconfundible voz de pronunciado acento alemán sonó al mismo tiempo que unas enérgicas pisadas, y Anna, después de enjugarse las manos en el delantal, me saludó con un abrazo.
—¿Has dejado cerrada la puerta?
—Sí, y sabes que deberías cerrarla por dentro cuando se va el último paciente, Anna.
—Se lo repetía cada vez.
—Tú eres mi última paciente.
La seguí a la cocina.
—¿Te traen vino tus pacientes?
—No lo consentiría. Y no los invito a cenar ni me relaciono socialmente con ellos. Por ti rompo todas las reglas.
—Sí. —suspiré—. ¿Cómo podré pagártelo?
—Espero que no sea con tus servicios. —dejó la bolsa de la compra sobre un mostrador.
—Te prometo que sería muy delicada.
—Y yo estaría muy desnuda y muy muerta, y me importaría un bledo toda tu delicadeza. ¿Te has propuesto emborracharme o es que estaban de rebajas?
—Me olvidé de preguntarte qué ibas a preparar —le expliqué—, y no sabía si traer blanco o tinto. Así que, para estar segura, he traído dos de cada.
—En tal caso, recuérdame que no te diga nunca lo que pienso cocinar. ¡Santo cielo, Kay! —dejó las botellas sobre el mármol —. Esto tiene un aspecto maravilloso. ¿Quieres que abramos una ahora o prefieres algo más fuerte?
—Algo más fuerte, por favor.
—¿Lo de costumbre?
—Sí, gracias. —contemplé la gran cazuela que burbujeaba sobre el fogón y añadí —: Espero que sea lo que creo que es. —Anna preparaba un chile fabuloso.
—Nos hará entrar en calor. He echado una lata de los chiles verdes y tomates que trajiste la última vez que estuviste en Miami. Los guardo como oro en paño. Hay una hogaza de pan casero en el horno, y ensalada de col. Y, a propósito, ¿cómo está tu familia?
—Lucy ha empezado de repente a interesarse por los chicos y los coches, pero no me lo tomaré en serio hasta que le interesen más que su ordenador —respondí—. Mi hermana publica otro libro infantil el mes que viene, y sigue sin tener la menor idea acerca de la niña que se supone que está educando. En cuanto a mi madre, aparte de sus protestas de costumbre por lo que se ha hecho de Miami, donde ya nadie habla inglés, está muy bien.
—¿Fuiste a verlas por Navidad?
—No.
—¿Te lo ha perdonado tu madre?
—Todavía no.
—No se lo reprocho. Las familias deben reunirse por Navidad.
No respondí.
—Pero me parece bien —añadió, para mi sorpresa—. No tenías ganas de ir a Miami y no fuiste. Te he dicho siempre que las mujeres hemos de aprender a ser egoístas, y parece que tú estás aprendiendo, ¿no?
—Creo que el egoísmo siempre se me ha dado muy bien.
—Cuando dejes de sentirte culpable por él, sabré que estás curada.
—Todavía me siento culpable, conque supongo que no estoy curada. Tienes razón.
—Sí. Ya lo veo.
La observé mientras descorchaba una botella para dejarla respirar. Llevaba la blusa de algodón blanco arremangada hasta los codos, y sus antebrazos eran tan firmes y robustos como los de una mujer que tuviera la mitad de sus años. Ignoraba qué aspecto había tenido Anna en su juventud, pero cerca de cumplir los setenta años seguía siendo una figura imponente de marcadas facciones teutónicas, cabello blanco corto y ojos azul celeste. Anna abrió un armario, sacó botellas y en un abrir y cerrar de ojos me sirvió un escocés con soda y empezó a prepararse un manhattan.
—¿Qué ha sido de tu vida desde la última vez que nos vimos, Kay? —llevamos las bebidas a la mesa de la cocina—. Eso debió de ser antes del Día de Acción de Gracias.
Claro que luego hablamos por teléfono. Tu preocupación por el libro, ¿verdad?
—Sí, ya sabes lo del libro de Abby, o al menos sabes tanto como yo. Y sabes lo de estos casos. Y lo de Pat Harvey. Todo. —saqué los cigarrillos.
—Lo he seguido en los periódicos. Tienes buen aspecto. Un poco cansada, quizá. ¿No estás demasiado delgada?
—Nunca se puede estar demasiado delgada —repliqué.
—Te he visto en peores condiciones, eso quería decir. De modo que sabes llevar la tensión del trabajo.
—Unos días mejor que otros.
Anna se llevó el manhattan a los labios y contempló la cocina con aire reflexivo.
—¿Y Mark?
—Nos hemos visto —le expliqué—. Y hemos hablado por teléfono. Sigue confuso e inseguro. Y supongo que yo también. Así que no sé si hay nada nuevo.
—Os habéis visto. Eso es nuevo.
—Todavía le quiero.
—Eso no es nuevo.
—Es muy difícil, Anna. Siempre lo ha sido. No sé por qué soy incapaz de dejar este asunto.
—Porque los sentimientos son intensos, pero a los dos os asusta comprometeros. Los dos queréis vivir vuestra propia vida, y que sea interesante. Vi que el periódico hablaba de él.
—Ya lo sé.
—¿Y?
—No se lo he dicho.
—No creo que sea necesario. Si no lo ha visto él mismo, seguro que alguien del FBI se lo habrá dicho. Si le hubiera sentado mal te llamaría, ¿no?
—Tienes razón —admití, aliviada—. Me habría llamado.
—O sea que al menos mantenéis el contacto. ¿Eres más feliz ahora?
Lo era.
—¿Tienes esperanzas?
—Estoy dispuesta a ver qué sucede —respondí—, pero no estoy segura de que funcione.
—Nadie puede estar nunca seguro de nada.
—Ésa es una verdad muy triste —asentí—. No estoy segura de nada. Sólo sé lo que siento.
—Entonces, vas por delante del pelotón.
—Sea cual sea el pelotón, si yo voy por delante, ésa es otra triste verdad.
Se levantó para sacar el pan del horno. La observé mientras llenaba con chile los boles de alfarería, aliñaba la ensalada de col y escanciaba el vino. Recordé entonces el impreso que había traído conmigo, lo saqué de la cartera y lo dejé sobre la mesa.
Anna ni siquiera le echó una ojeada mientras servía la cena y tomaba asiento.
—¿Quieres examinar su historial? —me preguntó.
Conocía a Anna lo suficiente para saber que no habría incluido los detalles de sus sesiones de terapia. La gente como yo tiene derechos legales sobre los historiales médicos, y cabe la posibilidad de que estos documentos acaben ante un tribunal. La gente como Anna es demasiado astuta para hacer constar las confidencias en un papel oficial.
—¿Por qué no me lo resumes? —sugerí.
—Le diagnostiqué un trastorno de adaptación —comenzó.
Era como si yo hubiera dicho que la muerte de Jill se debía a un paro cardíaco o respiratorio. Tanto si te pegan un tiro como si te atropella un tren, te mueres porque dejas de respirar y se para el corazón. El diagnóstico de trastorno de adaptación era un cajón de sastre sacado directamente de las páginas del Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales. Permitía que el paciente se beneficiara del seguro sin divulgar ni una migaja de información útil acerca de su historial o sus problemas.
—Toda la raza humana padece un trastorno de adaptación —observé.
Anna sonrió.
—Respeto tu ética profesional —añadí—. Y no tengo ninguna intención de incluir en mi expediente ninguna información que consideres confidencial. Pero es importante que sepa todo lo que pueda arrojar la menor chispa de luz sobre el asesinato de Jill. Si había algo en su forma de vivir, por ejemplo, que hubiera podido ponerla en peligro.
—Yo también respeto tu ética profesional.
—Gracias. Y ahora que ya hemos establecido nuestra mutua admiración por la integridad y el sentido de la justicia de la otra, ¿podemos dejar a un lado los formalismos y conversar?
—Naturalmente, Kay —contestó con voz suave—. Me acuerdo muy bien de Jill. Es difícil no acordarse de una paciente fuera de lo común, sobre todo si ha muerto asesinada.
—¿En qué era especial?
mdash;¿Especial? —Anna sonrió con tristeza—. Una joven muy brillante y cautivadora.
Todo eso tenía a su favor. Esperaba con impaciencia sus visitas. Si no hubiera sido paciente mía me habría gustado tenerla por amiga.
—¿Cuánto tiempo llevaba viéndote?
—Tres o cuatro veces por mes durante más de un año.
—¿Por qué tú? —pregunté—. ¿Por qué no alguien de Williamsburg, más cerca de donde vivía?
—Tengo bastantes pacientes que no viven en la ciudad. Algunos vienen hasta de Filadelfia.
—Porque no quieren que nadie sepa que visitan la consulta de un psiquiatra.
—Por desgracia —asintió—, a mucha gente le aterroriza la idea de que se enteren los demás. Te sorprendería saber cuánta gente ha salido de mi consulta por la puerta de atrás.
Yo no le había dicho a nadie que visitaba a una psiquiatra, y si Anna no se hubiera negado a cobrarme, le habría pagado las sesiones en efectivo. Lo último que necesitaba era que algún empleado de la sección de Beneficios Sociales encontrara mis papeles del seguro y empezara a extender rumores por todo el Departamento de Salud y Servicios Humanos.
—En tal caso, es evidente que Jill no quería que nadie supiera que frecuentaba a una psiquiatra —concluí—. Y eso podría explicar también por qué llevaba sus recetas de Librax a una farmacia de Richmond.
—Antes de que llamaras, no sabía que comprara el Librax en Richmond. Pero no me extraña. —cogió la copa de vino.
El chile estaba tan picante que me hacía saltar las lágrimas. Pero era excelente. De los mejores que había hecho Anna, y así se lo dije. A continuación, le expliqué lo que probablemente ya sospechaba.
—Es muy posible que Jill y su amiga, Elizabeth Mott, fueran asesinadas por el mismo individuo que ha matado a estas parejas —comencé—. O, por lo menos, entre esos homicidios y los posteriores existen ciertas semejanzas que me preocupan.
—No me interesa conocer los detalles de los casos en que estás trabajando, a menos que juzgues necesario contármelos. De modo que empieza a preguntar y yo intentaré recordar todo lo que pueda sobre la vida de Jill.
—¿Por qué le preocupaba tanto que se supiera que iba al psiquiatra? ¿Qué es lo que ocultaba? —pregunté.
—Jill pertenecía a una prominente familia de Kentucky, y la aceptación y la aprobación de la familia eran muy importantes para ella. Estudió en los lugares adecuados, le fue bien y estaba en camino de convertirse en una abogada de éxito. Su familia estaba muy orgullosa de ella. No lo sabían.
—¿Qué no sabían? ¿Que visitaba a una psiquiatra?
—Eso tampoco lo sabían —respondió Anna—. Pero, lo más importante, no sabían que mantenía una relación homosexual.
—¿Con Elizabeth? —supe la respuesta antes de terminar la pregunta. Alguna vez se me había ocurrido la posibilidad.
—Sí. Jill y Elizabeth trabaron amistad durante el primer curso de Jill en la facultad de derecho. Luego se hicieron amantes. Era una relación muy intensa, muy difícil, cargada de conflictos. Era la primera vez para las dos, o al menos así me lo presentó Jill. Debes recordar que no conocí a Elizabeth ni oí jamás su versión. Jill vino a verme, en principio, porque quería cambiar. No quería ser homosexual, y esperaba que la terapia pudiera redimir su heterosexualidad.
—¿Existía alguna esperanza? —pregunté.
—Ignoro qué habría ocurrido a la larga —dijo Anna—. Lo único que puedo decirte es que, según lo que contaba Jill, sus lazos con Elizabeth eran muy poderosos. Saqué la impresión de que Elizabeth se tomaba la relación con más tranquilidad que Jill, que intelectualmente no podía aceptarla y emocionalmente no podía renunciar a ella.
—Debía de ser un suplicio.