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Authors: Craig Smith

Tags: #Histórico, Intriga

La lanza sagrada (12 page)

BOOK: La lanza sagrada
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—Teniendo en cuenta el avanzado estado de las condiciones políticas y económicas, es natural que centraran su atención en cosas que asociamos con la civilización: la música, la poesía, las artes y los buenos modales —explicó Rahn.

Y lo que empezó aquí, sobre todo la noción de amor romántico, empezó a extenderse por las cortes de Europa..., junto con las leyendas del grial.

Durante el café, Elise le preguntó por qué se había interesado por el estudio de los cataros.

—Para mí, todo se remonta a la historia de Perceval contada por Wolfram Eschenbach.

—¿El caballero que buscaba el grial? —le preguntó ella.

—Perceval fue el primero de muchos y el único que llegó a verlo.

—Hace mucho tiempo que leí a Eschenbach —repuso Bachman.

—Lo esencial es que Perceval encontró el camino al castillo del Rey Pescador. En un banquete fue testigo de una procesión de caballeros y damas que llevaban una lanza de marfil y un cáliz de oro por el gran salón. La punta de la lanza goteaba sangre sin parar, pero el cáliz la recogía toda. Perceval observó fascinado la imagen, por supuesto, pero le habían advertido que no hablase demasiado, ya que era muy joven, así que no se atrevió a preguntar por lo que había visto. Esa fue su perdición. De haber preguntado, el grial habría sido suyo, el Rey Pescador se habría curado de su debilidad y el reino moribundo habría renacido de nuevo. Al no hacerlo, se quedó dormido y se despertó algún tiempo después, completamente solo, en un páramo.

»Cuando me di cuenta de que la historia de Eschenbach no era un cuento que tenía lugar en una tierra lejana, sino que, en realidad, se trataba de una alegoría sobre el destino de los cataros (que todavía no se habían extinguido cuando escribió la historia, pero estaban a punto de hacerlo), empecé a leer sobre las familias locales y descubrí que el castillo del grial del romance de Eschenbach era Montségur, la última fortaleza de los cataros que todavía se resistía al ejército vaticano. En ese momento supe que tenía que venir aquí y verlo por mí mismo.

Después de comer, Rahn los llevó a la Grotte de Lombrives. La cueva, cuyas columnas de color jazmín y sus relucientes estalactitas cristalinas colgaban como los dientes de un tiburón, era uno de los grandes tesoros del sur de Francia. En lo más profundo encontraron la catedral, una bóveda subterránea más grande que las más grandiosas catedrales europeas.

—Los íberos adoraban aquí a su dios sol mucho antes de la llegada de los griegos —les contó Rahn—. Después del inicio de la cruzada en 1209, los cataros del valle del Ariége se reunían aquí para sus oficios, ya que la Iglesia había reclamado sus iglesias y sustituido a los curas simpatizantes por dominicos, la orden que dirigió la Inquisición.

Más tarde, en una de las cámaras laterales, les enseñó una pintura desvaída de una lanza derramando sangre en una copa.

—Es la lanza ensangrentada que Perceval encontró en el castillo del grial. La imagen se hizo más popular entre los cataros que la cruz, y por un buen motivo: representaba a los caballeros y no tenía equivalente dentro de la Iglesia, así que se convirtió en el emblema de su fe.

—Si la lanza siempre sangra —observó Elise— y la copa nunca se llena, debe simbolizar la pasión eterna y no correspondida entre los amantes.

—No se me había ocurrido —dijo Rahn, mirándola con interés—, pero sin duda da que pensar.

—Sin embargo, ¿habrían comprendido el simbolismo de lo masculino y lo femenino en la copa y la lanza? —preguntó Bachman—. Es decir, ¿no es un concepto moderno?

—Supongo que para un cátaro el poder de la imagen radicaba en la sangre en sí, no en la lanza, ni la copa. Habrían entendido la imagen como una expresión de continua renovación y potencia.

—Como sus pasiones —susurró Elise.

L
OS
P
IRINEOS FRANCESES
V
ERANO DE 1931
.

Entre los tres no hubo ningún entendimiento explícito, ni tampoco un pacto. Ninguno de los tres, y menos herr Bachman, intentó establecer los límites, ni siquiera discutir la naturaleza de lo que buscaban. Sin embargo, en los días siguientes, los tres cada vez se sentían más cómodos con el desarrollo de su relación. Los Bachman eran buenos viajeros: sentían curiosidad por las costumbres locales y del campo, incluso por el dialecto, que era particular de la región. Herr Bachman hizo numerosas preguntas bien fundadas sobre las fortalezas, ya que había luchado en la guerra y había alcanzado brevemente el grado de comandante antes de su licenciamiento. A Elise la afectaban más los idilios amorosos, y atendía a las historias de los matrimonios, las familias y los asuntos del corazón con el entusiasmo de una mujer adicta a las novelas francesas del siglo xix. En vez de sentir celos por el obvio afecto de su mujer por el guía, Bachman a veces procuraba dejarlos solos. No durante mucho tiempo y rara vez en la intimidad, pero parecía darles libertad para que pudiesen hablar algunos minutos. Conforme pasaban los días, Rahn cada vez se sentía más tentado a decir algo durante aquellos momentos de soledad, a preguntarle si sería posible ir a visitarla a Séte o quizá pasarse por Berlín cuando llegase el invierno. Estaba desesperado por saber si el interés de ella iba más allá de los flirteos, flirteos que incluso su marido parecía alentar. Lo cierto era que él se estaba enamorando y, aunque sabía que nunca podría convencerla para que abandonase la fortuna de su marido, estaba dispuesto a hacer todo lo posible por tener una aventura con ella.

Aun así, una sola palabra equivocada podría destruirlo todo. No tenía ni idea de si ella era consciente de los sentimientos que le inspiraba, ni tampoco de si se tomaba aquellos coqueteos en serio. Estaba claro que disfrutaba de su compañía, ¡aunque eso no era lo mismo que asegurarse de que su marido dormía para ir al encuentro de un amante! Si tenía que pasar algo, estaba decidido a esperar a una señal de Elise, pero la señal no llegaba. Ella disfrutaba con sus charlas a solas o en compañía de su marido. No le molestaba sentarse en el regazo de Rahn durante kilómetros y más kilómetros. A veces se apoyaba en él, y su encantador cabello acariciaba el rostro de Rahn. Al joven le daba la impresión de ser una fantasía para ella, y no lograba averiguar hasta qué punto Elise se lo tomaba en serio. A veces le parecía que solo necesitaba un momento más a solas para hacerla caer en sus brazos. A veces estaba seguro de que ella protestaría con vehemencia si se le ocurriese pedirle un beso.

Una noche, durante la cena, después de un día subiendo por las espléndidas ruinas de Minerve, al norte de la región, herr Bachman sugirió que acabasen con las formalidades. Iban a viajar juntos unos cuantos días más y era una tontería no relajarse un poco. Se habían hecho amigos y, al fin y al cabo, ¡ya no estaban en el siglo XIX! Él era Dieter y su mujer se llamaba Elise. Rahn contestó que le gustaba que lo llamasen Otto.

Como exigía la costumbre, lo celebraron con brindis por su nueva amistad... y por el agradable paso del Sie de los extraños al du de los íntimos. Lo festejaron como era debido, y Bachman perdió su rigidez habitual y su miedo casi patológico a la falta de decoro. Elise también perdió parte de su cautela y rio más que de costumbre. Al relajarse la gramática y pasar al tuteo y los nombres de pila, resultó obvio para los tres que, aunque el viaje terminara, su amistad no debía hacerlo. ¡Tenían que seguir en contacto! Una visita de vez en cuando, cartas para mantenerse al día. Era lo natural entre amigos.

A altas horas de la noche, con los camareros dando vueltas a su alrededor para animarlos a terminar la fiesta, Bachman dijo:

—Otto, si te estás enamorando de mi mujer, por mí no hay ningún problema. —Ante la sorpresa de Rahn, añadió—: ¡Lo digo en serio! ¡Pero no me hagas quedar como un imbécil! ¡No permitiré que nadie me tome por imbécil!

—Eso no hace falta ni mencionarlo —respondió Rahn, como un caballero. Después miró a Elise—. La verdadera pregunta es si Elise está interesada.

—¡Con eso no puedo ayudarte! ¡No hay quien entienda a las mujeres! ¿Estás interesada en su honroso afecto, querida?

Avergonzada por el insensible comportamiento de su marido, Elise clavó la mirada en la copa de vino.

—Estás borracho, Dieter, creo que deberíamos irnos a nuestra habitación.

Pero Bachman no estaba de humor para irse a la cama, así que siguió hablando durante un rato sobre la costumbre de los cataros de escribir cartas a sus amadas jurando pasión eterna. En realidad no era tan mala idea, siempre que los matrimonios permaneciesen intactos. No le importaba en absoluto que estuviesen enamorados, si la relación era pura.

—Las miradas lánguidas son otra cosa —masculló con peor humor—. ¡Y vosotros lleváis así desde el principio!

Más tarde, en las escaleras, Bachman estuvo a punto de tropezar y Rahn tuvo que ayudar a Elise a subir con él los últimos escalones. Una vez dentro del dormitorio a oscuras, Rahn le preguntó si necesitaba ayuda para meterlo en la cama.

—Si no te importa... ¡Creo que ya se ha desmayado!

Estaba furiosa con Bachman, que solía comportarse mejor, y quizá también irritada con herr Rahn, que no había protestado cuando su marido la había ofrecido como un mercader... ¡fuesen puras las intenciones o no! Después de dejarlo en la cama, Rahn hincó una rodilla en el suelo y se puso a desatarle los zapatos. Elise pensó que era una buena acción, aunque algo servil. ¡Era su guía, no su ayuda de cámara!

—Yo me ocuparé de él —le dijo.

—No es ningún problema —repuso Rahn, levantando la vista—. Yo también he pasado por un par de noches como esta, y lo mejor es quitarse los zapatos.

A Elise le costaba respirar después de los esfuerzos por cargar con Bachman, pero de repente era como si el jadeo se debiese a la emoción que le provocaba estar por fin a solas con él.

—¡Yo lo haré! —exclamó, y le rozó el hombro con un pecho al inclinarse para quitarle a su marido el segundo zapato. No había sido intencionado, aunque, por un instante, no se retiró.

Rahn se olvidó de la presencia de Bachman y retiró el brazo, pero solo para poder tocarle el pelo y apartárselo de la cara para verla mejor... o para besarla. Elise no estaba muy segura.

La mujer soltó el pie de su marido y se levantó de golpe, como si aquellos dedos quemasen.

—Váyase a su habitación, señor Rahn.

Él se levantó, aunque no se retiró. Se enfrentó a ella mirándola a los ojos, con una sonrisa mucho menos ebria de lo que ella se había imaginado. —¿Vienes conmigo?

—¡Váyase! ¡O le contaré a Dieter cómo se ha comportado!

—No creo que lo hagas —respondió él cogiéndole la mano. Ella sacudió la cabeza mientras él se la sujetaba, pero no logró reunir la voluntad suficiente para apartarse—. Creo que quieres venir conmigo —añadió Rahn. Se acercó más, con la intención de besarla si ella se lo permitía.

—Quizá sea cierto —respondió ella, apartando la barbilla—. Quizá lo desee más de lo que se imagina, pero lo que desee y lo que haga son dos cosas muy distintas. Ahora, váyase, por favor.

—Seguro que hay muchas personas que envidian a tu marido por su riqueza —comentó Rahn, esbozando una última sonrisa antes de dirigirse a la puerta. Se detuvo antes de salir y se apoyó en el umbral—. Sé que la gran mayoría de los hombres lo envidiarían por tener una esposa tan bella. ¿Quieres saber por qué lo envidio yo?

—No tengo ni la menor idea, ni tampoco me interesa oír sus tonterías.

—Por la lealtad que le demuestras. Si fueses mía, no me arriesgaría a...

—Pero no soy suya. —Esta noche no.

—Ni nunca, señor Rahn. m

—Es Otto, ¿o ya se te ha olvidado? I

—¡Váyase! —susurró ella—. Y cierre la puerta al salir. Una vez a solas, Elise no podía dormir, no hacía más que Pensar en el joven de la habitación de al lado. Lo oyó moverse por el cuarto y desnudarse. Después oyó los muelles de su colchón y pensó: «Podría estar allí en vez de aquí. Podría tener todo lo que deseo con tan solo llamar a su puerta. Y nadie lo sabría nunca...».

Sin embargo, no lo hizo, y ni siquiera ella habría sabido decir por qué.

H
AMBURGO
(A
LEMANIA
)
V
IERNES, 7 DE MARZO DE 2008
.

El avión de Malloy aterrizó en Londres. Tres horas después estaba de nuevo en el aire de camino a Hamburgo. A media mañana pasó por aduanas y vio a un estadounidense fornido de pelo rubio rojizo con un cartel en el que ponía «Señor Thomas». El hombre iba camino de la cuarentena, y tenía un rostro agradable, hombros anchos, cintura delgada y un anillo de boda que parecía soldado al dedo.

—Creo que me está buscando —le dijo Malloy.

—Soy Josh Sutter, señor Thomas —Sutter le dio su tarjeta de visita y Malloy la aceptó sin ofrecerle la suya.

—Yo soy T.K. Encantado de conocerlo —respondió, dándole la mano.

—Mi compañero nos espera en el coche, en la puerta.

El coche era un todoterreno rojo chillón que habían alquilado el día anterior, y el compañero era el agente especial Jim Randal. Randal era educado, pero más suspicaz que su colega, porque pidió ver una identificación. Todos enseñaron las suyas, dos placas y el desgastado carné del Departamento de Estado que llevaba Malloy y que informaba de su puesto, técnico especialista en contabilidad.

Randal tendría la edad de Sutter, aunque parecía mayor y, sin duda, más hastiado; pesaba algunos kilos de más y estaba perdiendo el cabello. Después de intercambiar algunas frases sobre el tiempo y el vuelo de Malloy, T.K. estaba dispuesto a apostar lo que fuera a que Randal era neoyorquino de nacimiento, mientras que Sutter, cuyo acento tenía algunos toques de Nueva York, procedía originalmente del Medio Oeste, de algún lugar al norte de Chicago, probablemente. Quizá Wisconsin. Aquel hombre tenía los modales de un honrado y trabajador granjero que se ha mudado a la ciudad. A pesar de las claras diferencias entre ambos, Malloy notó que los dos llevaban tiempo de compañeros y eran buenos amigos.

—¿Le parece bien el Royal Meridien? —le preguntó Josh Sutter.

—¿Ahí se alojan ustedes? —preguntó Malloy.

—El detective alemán que trabaja con nosotros nos consiguió un descuento —respondió con una gran sonrisa. ¿A quién no le gustaba disfrutar de un hotel de cinco estrellas con la asignación diaria del Gobierno?

—¿Buenas habitaciones?

—¡ Son geniales!

—Suena bien.

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