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Authors: Craig Smith

Tags: #Histórico, Intriga

La lanza sagrada (10 page)

BOOK: La lanza sagrada
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Elise miró a Bachman mientras le decía a Rahn: —Lo siento, creía que...

—¿Es lo que le ha contado Magre? —le preguntó Rahn a Bachman, de repente—. ¿Que soy un buscador de tesoros?

Bachman asintió, porque eso había entendido. Rahn parecía atónito y algo irritado, aunque, al cabo de un momento, se rio. Al parecer, ya había tenido trato con el francés.

—Entonces, ¿qué está haciendo aquí? —preguntó Elise.

—Estoy investigando para el libro que pretendo escribir sobre la cruzada albigense del siglo XIII.

—¿De verdad? —exclamó Elise. Todo empezaba a cobrar sentido. Que estuviese escribiendo un libro explicaba su elocuencia natural y la confianza que lucía como una corona. ¡Era un hombre educado, como ella pensaba! No obstante, parecía algo joven para un tema tan..., bueno, tan acartonado.

—¡Otro entusiasta de los cataros! —exclamó Bachman después de darle un trago a su bebida. Parecía a punto de soltar uno de los grandilocuentes comentarios que le había oído pronunciar a Magre la noche anterior.

—Debo confesar algo horrible —intervino Elise, antes de que su marido volviese a poner en peligro la conversación. Sus dos acompañantes esperaban la confesión con las típicas sonrisas de los hombres que esperan ansiosos oír cosas «horribles» de labios de una mujer bella—. Después de pasarme anoche toda la cena escuchando a nuestro amigo, monsieur Magre, explicarnos la historia de los cataros, ¡sigo sin saber en qué creían, ni, en realidad, quiénes eran!

—¿Quiere saber por qué Magre no se lo dejó claro? —preguntó Rahn en voz baja, como si tuviese un interesante secreto que deseara compartir con unos buenos amigos.

—Me encantaría.

—¡Porque él tampoco tiene ni la más remota idea! Si quiere saber la «horrible» verdad —añadió esbozando una sonrisa que pretendía ser traviesa—, nadie lo sabe en realidad. ¡Ni quiénes eran, ni en qué creían! —se echó atrás en el asiento, como alguien con sangre de aristócrata, y terminó su bebida de un trago—. Por suerte para todos, tengo la intención de cambiar eso —anunció con autoridad, aunque sin alardes.

Tanto Elise como Bachman estaban deseando saber cuál era la esencia de la teoría de herr Rahn sobre los heréticos cataros, un grupo exterminado, literalmente, durante la primera mitad del siglo XIII. Sin embargo, Bachman consideró que era mejor tratar la materia durante la cena, así que se desplazaron al comedor del hotel, donde herr Rahn pudo proceder a ganarse el pan a cambio de su actuación.

Lo primero que deben comprender es que el ataque del Vaticano tuvo motivos económicos —empezó Rahn—. La «herejía» catara fue una excusa muy conveniente para la guerra. No había ningún movimiento para separar o purificar la fe, ni discusiones sobre dogmas. Los cataros, en realidad, se orientaban hacia lo espiritual, de forma parecida a San Francisco, en la misma época. Eran seguidores de las enseñanzas de Cristo, por así decir, aunque no rechazaban abiertamente la autoridad del Papa. Los sacerdotes del Vaticano recién llegados a la región se encontraron con una gente de fe, tanto que muchos de ellos empezaron a adaptarse a algunas de las costumbres del culto local. Obviamente, después de la guerra se trazaron líneas de separación.

—Por lo que he leído —dijo Bachman—, los cataros eran dualistas gnósticos, maniqueos, como quiera que se llamen. —Se lo había dicho Magre—. Dios y el Diablo en igualdad de condiciones. Algo similar.

—¿Un mundo dividido entre Dios y Satán? —preguntó Rahn, asintiendo con su cabeza dorada—. ¿Dos poderosas deidades en lucha por las almas de hombres y mujeres?

—¡Exacto! —exclamó Bachman. Justo lo que le había descrito Magre.

—Esa era la postura de la Iglesia en el siglo XIII, no la de los cataros. —Al ver la expresión de perplejidad de Bachman, Rahn siguió hablando—. San Agustín había alejado a la Iglesia de la herejía maniquea allá por el siglo V, pero, en los siglos XI y XII, el diablo había regresado. Solo hay que examinar cualquier texto medieval para ver el miedo universal al Malvado. Podría llegar a creerse que Cristo era un pobre segundón comparado con el Príncipe de las Tinieblas. La gente solía hablar tan a menudo de Cristo, los ángeles y los santos, que los habían transformado en espíritus benévolos que quizá ayudaran en momentos de necesidad, pero solo si el sol brillaba en el cielo. En cuanto caía la noche, surgía una fuerza más poderosa que dominaba la tierra, y nadie cometía la estupidez de susurrar el temido nombre de Satán, por miedo a convocarlo por accidente.

»Los cataros, por otro lado, no sentían ningún interés por el demonio, ni siquiera un miedo saludable. Comprendían el mal tal como lo había definido San Agustín, como apartarse de la luz de Dios. Para ellos, era lo que sucedía cuando uno se encaprichaba demasiado de los placeres del mundo, es decir, de los placeres de la carne. La batalla por su alma significaba una lucha constante entre los deseos de la carne y los del espíritu. Comprendían, por supuesto, que debemos nuestra existencia al mundo físico, pero también sabían que incluso nuestras necesidades físicas, lo que necesitamos para sobrevivir, hacen que disminuya nuestro interés por el mundo del espíritu. La idea es bastante natural en nuestros días; incluso la Iglesia predica ahora las creencias de los cataros y, sin duda, ya no nos atenaza el miedo a decir algún comentario irreflexivo que invoque a una legión de demonios, aunque les aseguro que, en el inculto mundo del siglo XIII, los cataros eran la excepción. Sin embargo, a nadie se le ocurrió considerarlo una herejía hasta que los reyes franceses empezaron a codiciar la riqueza de la región.

—Corríjame si me equivoco —se atrevió a intervenir Bachman—, pero, ¿no estaban los cataros en contra del matrimonio... y, en particular, del sexo?

—Es lo primero (y normalmente lo último) que suele decirse sobre los cataros.

—Es lo que nos había contado Magre —repuso Bachman, encantado de haber entendido bien algún detalle.

—No son más que tonterías —les aseguró Rahn—. Lo cierto es que los cataros inventaron el amor romántico. Aunque ahora lo llamamos amor cortés para distinguirlo de las citas románticas entre amantes, no se trataba de una noción insulsa de la sociedad educada de aquellos tiempos, como ahora se pretende. Para los cataros, el idilio no era todo adoración, pureza y buenos modales, ni tampoco platónico. Todo lo contrario, ardía de deseo. De hecho, su único propósito era despertar el deseo de los dos amantes hasta alcanzar su punto álgido. Pero, y he ahí lo importante, se negaban a rendirse a él. Una vez que un caballero le ofrecía su amor a una dama y la dama lo aceptaba, los dos iniciaban un idilio del corazón (literalmente del corazón) que duraba hasta el fin de sus días. No era algo sencillo. Muchos caballeros competían por la atención de una dama especialmente extraordinaria, pero, una vez que ella entregaba su corazón, el idilio quedaba sellado y era sacrosanto. Al no poder satisfacer sus deseos en lo físico (a veces hasta se negaban la oportunidad de estar a solas), los amantes al final descubrían un profundo vínculo espiritual a través de sus sentimientos, aunque no era amistad, ni siquiera la amistad de un cómodo matrimonio, sino la verdadera y trascendental dinámica de los amantes justo antes de la consumación, todo expresado sin contacto físico, sin un solo beso y con la fuerza suficiente para arder una vida entera... hasta la mismísima eternidad. O eso creían ellos.

—Lo que está diciendo es que celebraban un amor que estaba condenado al fracaso y a la decepción —murmuró Bachman.

—Supongo que es una afirmación legítima según el pensamiento actual —respondió Rahn esbozando una sonrisa—.

Ellos consideraban que tales idilios los inspiraban. No hace falta más que observar el amor de Dante por Beatrice para entender el efecto sublime de su pasión. No se limitó a ver en Beatrice un grado imposible de belleza y bondad, sino que persiguió esa imagen hasta que, en virtud de su amor, se hizo digno del afecto de su amada. Antes de los cataros, la pasión era un pecado. Destrozaba matrimonios, lo que, a su vez, tenía repercusiones económicas y políticas. Era una idea nueva que ofrecía una intimidad romántica socialmente aceptable entre un hombre y una mujer, todo ello sin amenazar de ningún modo los aspectos prácticos de la institución del matrimonio. Una mujer podía darle hijos a su marido y permanecer a su lado como aliada política, e incluso como confidente y amiga, mientras se carteaba con el verdadero amor de su vida.

—¿Y qué pensaban los maridos de que sus mujeres disfrutaran de tales idilios delante de sus narices? —preguntó Bachman, algo indignado—. No puedo creerme que aceptasen esa condición sin..., bueno, ¡sin los celos de toda la vida! —miró a Elise—. ¡Yo no podría soportar que Elise amase a otro hombre!

—Si me permite el atrevimiento, lo que no podría aceptar sería la idea de que su relación pudiera cambiar o destruirse por culpa de semejante idilio del corazón. En el mundo de los cataros, ese miedo era irrelevante, porque el amor romántico nunca llevaba a otra cosa que no fuese el deseo. Se desarrollaba en el reino eterno del espíritu y, al final, acercaba a los participantes más a Dios y, sin duda, al ideal de las virtudes de la fe. Los enseñaba a través de la dura práctica de la abnegación a ser menos dependientes del mundo sensorial.

Bachman sonrió, aunque sacudió la cabeza poco convencido. Tampoco lo estaba Elise, que preguntó:

—¿Alguna vez ha disfrutado de un idilio de esa naturaleza?

Por fin, Adonis perdió su confianza y clavó la mirada en la mesa, sonriendo con melancolía.

—Ya no vivimos en ese mundo. Por mucho que alabemos los dones del espíritu y todo lo demás, lo que queremos es saborear nuestra comida y nuestro vino —levantó la copa e hizo girar el líquido rojo para recalcar lo que decía—. Queremos a nuestros amantes cerca y a nuestro dinero más cerca aún. Vivimos inmersos en las sensaciones y, por lo que veo, nunca estamos satisfechos.

—Entonces, ¿ahora nos es imposible amar así? —preguntó Elise.

—Si le escribiese a usted el tipo de carta que los caballeros cataros enviaban a sus amadas —respondió Rahn, dirigiéndose a Elise, aunque mirando a Bachman—, estoy seguro de que su marido me pegaría un tiro... ¡y en el juicio lo absolverían!

—¿Aunque supiera que nunca nos tocaríamos? —preguntó ella. La voz le tembló un poco al hablar y, al terminar la frase, también miró a Bachman. Fue un instante de curiosidad y desafío, quizá incluso de esperanza. ¿Soportaría Bachman que ella amase a otro hombre (a aquel hombre) si no pasaba nada físico entre ellos?

—No creo que fuese posible —respondió su marido al fin, casi como si respondiese una pregunta directa—. Creo que... donde hay sentimientos, los hombres actúan y las mujeres se dejan llevar.

—Está hablando de la gente de nuestra época —les dijo Rahn, como si estuviesen dirimiendo una discusión entre eruditos—. Estamos corrompidos, no por el deseo, sino por rendirnos a él tan a menudo. Necesitamos demasiada seguridad, demasiada comodidad. No podemos confiar en el amor de otra Persona sin un contacto físico que selle la promesa.

—¿De verdad cree que sucedía de ese modo? —le preguntó Bachman—. ¿Que había gente loca de amor que ni siquiera disfrutaba de intimidad física? ¿No cree que, en realidad, decían una cosa y, cuando los demás no miraban..., bueno...?

—Algunas personas fallaban, no lo dudo. Es la naturaleza humana. Sin embargo, estoy convencido de que muchos experimentaban una alegría y un amor tan profundo que, a pesar de toda nuestra sofisticación, ni siquiera imaginamos. Piensen que era como la primera sensación de profundo deseo, pero prolongada toda una vida. Piensen en la locura, la desesperación y la felicidad de enamorarse (como tener el mundo en la palma de la mano), y después añádanle la sensación de alguien que siempre permanecerá más allá de las puertas de ese bendito lugar. Creo que tales emociones deben conducirnos a un plano superior, a la humildad y la paciencia, y, probablemente, incluso a la plegaria, pero no estoy seguro. Para mí no es más que un ejercicio académico. Estar enamorado así es iniciar un viaje que nunca he experimentado.

—¿Qué te parece herr Rahn? —preguntó Bachman, de vuelta en su habitación.

Era tarde, pero parecía vigorizado. Sonrió con ironía al hacer la pregunta. A Elise le daba la impresión de que, en realidad, se refería a los aspectos prácticos de las teorías de herr Rahn sobre el amor.

Elise se ruborizó ligeramente al oír el nombre de Rahn, pero respondió con honestidad:

—Creo que nunca había conocido a nadie como él.

—¿Tanto como para enamorarte?

Resultaba tentador imaginar que el deseo se transformase en algo intachable. Quería pasión, pero no lo que sucedía cuando una mujer casada hacía el ridículo. A pesar de que en su vida no se había permitido muchos excesos, pensó que estar loca de amor por alguien debía de ser maravilloso. ¡Se acabaron las relaciones educadas! ¡Quería arder! Sin embargo, no si eso significaba culpabilidad y escándalo. Al fin y al cabo, la sociedad de Berlín seguía siendo un círculo muy cerrado en el que se observaba con mil ojos a las esposas imprudentes y a las coquetas. Resultaba muy entretenido verlas volar cada vez más cerca de la llama, pero llegaba un momento en que se acercaban demasiado y, después, como había visto tantas veces, todos las excluían de manera muy discreta. Como le había dicho sin más rodeos una amiga íntima, si una mujer deseaba demasiado los placeres de la calle, ¡con la calle se la recompensaba!

—Dime —contestó, lanzándole una mirada a su marido en la que le dejaba claro que aquella era la respuesta a su pregunta—, ¿de verdad tenemos que regresar a Séte mañana?

N
UEVA
Y
ORK-
H
AMBURGO

J
UEVES-VIERNES, 6-7 DE MARZO DE 2008.

Malloy llegó al JFK una hora antes de su vuelo. Como volaba en primera clase, no fueron muy duros con él. Lo que realmente les preocupaba era su decisión de viajar en el último minuto. Ante la pregunta, él enseñó su identificación del Departamento de Estado y adoptó los rígidos modales de un burócrata del Gobierno muy cabreado: ni una palabra de explicación.

—¿Jack Farrell? —preguntó la mujer, con ojos brillantes.

—¿Quién? —repuso Malloy, parpadeando, fingiendo un aburrimiento muy estudiado.

—Lo siento, es que... que tenga un buen vuelo, señor.

La CNN estaba dando las últimas noticias cuando Malloy llegó a su puerta de embarque: tenían la historia de Chernoff. Les llevaban una hora de adelanto a las cadenas (sin duda, gracias a Gil Fine) y ya estaban mostrando una foto de archivo de Helena Chernoff con veintidós años, con el uniforme militar de Alemania del Este. Tenía buena pinta, una pinta muy buena si te gustaban las chicas guapas vestidas de militar, ¿y a quién no? «Se parece mucho a Gwen», pensó. Ojos grandes y bonitos, pelo corto y oscuro, algo ansiosa y con una inocencia permanente. Por supuesto, en el caso de Helena Chernoff, la inocencia era puro teatro.

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