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Authors: Craig Smith

Tags: #Histórico, Intriga

La lanza sagrada (13 page)

BOOK: La lanza sagrada
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Como David Carlisle había pinchado el coche alquilado de los agentes del FBI pocas horas después de que llegasen a Hamburgo, sabía que les habían enviado a un tal señor Thomas del Departamento de Estado. Carlisle supuso que el señor Thomas era un alias de Thomas Malloy y procedió a seguirlos al aeropuerto para echarle un vistazo a aquel hombre. Se mantuvo a una distancia discreta cuando Malloy y Sutter salieron del interior y se reunieron con el agente Randal, que esperaba en el todoterreno. Una vez se hubo alejado el vehículo de la acera, un taxi ocupó su lugar y Carlisle se subió al asiento del copiloto, al lado de Helena Chernoff.

—¿Comprobado que se trata de Malloy? —le preguntó a la mujer.

—En carne y hueso.

Carlisle sonrió.

Una voz femenina automatizada dirigía al agente Randal en inglés británico por las calles de la ciudad.

—En Barcelona no conseguimos GPS y nos pasamos la mitad del tiempo intentando leer un puñetero mapa —comentó Randal—. Llegamos aquí y nos encontramos con la voz de esta chica... ¡A veces me equivoco a posta para que me regañe!

Avergonzado por la labia de su compañero, Josh Sutter dijo que lo bueno de perderse por Barcelona era que habían podido ver gran parte de la ciudad.

—¿Sabe algo de alemán, T.K.? —le preguntó Jim Randal.

Los padres de Malloy se habían mudado a Zúrich cuando él tenía siete años. A los catorce hablaba con fluidez alemán suizo y empezaba a comprender los matices del alto alemán, la lengua escrita de los suizos. Dos décadas de trabajo en Europa lo habían convertido prácticamente en nativo, pero, por supuesto, el FBI no tenía por qué saberlo.

—Sé pedir una cerveza o una taza de café.

—Son como... lo mismo que en inglés, ¿no? —preguntó Sutter, después de pensárselo un momento—. Coffee y beer?

Malloy respondió con, lo que esperaba, fuese una sonrisa encantadora.

—Ayer aprendimos unas cuantas cosas, bueno, lo esencial, ¿verdad? —intervino Randal—. Servicio es como en inglés, cerveza es como en inglés y café es como en inglés. Si averiguase cómo pedir un filete, podría quedarme a vivir aquí.

—Pues resulta que yo creía saber algo de español —repuso Josh Sutter—, pero, cuando llegamos a Barcelona, ¡ni siquiera los entendía cuando hablaban en inglés!

—¿Les tratan bien los polis?

—¡Son geniales!

—Unos profesionales, —corroboró Randal— sobre todo los alemanes.

—A decir verdad, me sorprendió. Bueno, ya sabe, después de todas esas pelis de guerra antiguas con los alemanes levantando el brazo y gritando Heil Hitler. En fin, que llegamos aquí listos para encontrarnos con las esvásticas en los brazaletes y los pasos militares, pero son como muy sonrientes y amistosos...

—¡Eficientes! —añadió Randal asintiendo—. Lo primero que notas es que sus despachos están limpios. Nada de papeles o archivos tirados por ahí, nada de manchas de café. ¡Más limpio que un quirófano! Si entra en una comisaría de la poli de Nueva York, ¿sabe lo que ve?

—Ayer nos pasamos por allí —lo cortó Sutter, para interrumpir la letanía que se avecinaba— y nos dieron los informes, porque ya los habían traducido. Y nos dan a ese tío...

—¡Hans! —exclamó Randal desde el volante. Le gustaba Hans.

—Hans, sí. ¡Aunque no le podría decir el apellido ni a punta de pistola! Pero fue al colegio en Carolina del Sur, así que tiene ese acento mezclado con el alemán. Eso sí, ¡habla inglés mejor que yo!

—¡Y mucho mejor que yo! —añadió Randal.

—Están avergonzados —comentó Malloy con total naturalidad. Tal como esperaba, los dos agentes se callaron. Al final, Sutter picó.

—¿Avergonzados por haber dejado escapar a Jack Farrell?

—Los alemanes nos estudian y después hacen lo mismo que nosotros, aunque esperan hacerlo mejor. n

—¡Bueno, nosotros también perdimos a ese tío!

—No somos tan eficientes —repuso Malloy, encogiéndose de hombros.

Randal miró a su compañero a los ojos a través del espejo. Estaban evaluando a Malloy, no lo que les contaba. Eso estaba bien, era el primer paso para ponerlos de su lado.

—Os van a enterrar en papeleo para demostraros lo eficientes que son.

—Me da igual por qué lo hagan —respondió Sutter, soltando una carcajada—. Es mucho mejor que lo que nos encontramos en Barcelona.

—¡En Barcelona ni siquiera sabían inglés! —añadió Randal—. Nos trajeron a una traductora y ni siquiera la entendíamos a ella. ¡Y los informes! Todo en español. Tuvimos que enviarlos por fax a Nueva York para que nos los tradujeran.

—Y todavía seguimos esperando el ADN de las sábanas de allí —añadió Josh Sutter—. Los alemanes ya tenían los resultados de ADN cuando nuestro avión tomó tierra. ¡Unas doce horas después de recoger las pruebas!

—Por lo que tengo entendido, hablasteis con Irina Turner en Barcelona —preguntó Malloy.

—Nada interesante —respondió Sutter con cara de frustración—. Es una... secretaria, supongo...

—Sexcretaria.

Malloy miró a Randal y después a Sutter. Josh Sutter se encogió de hombros, fiel a su estilo de chico granjero.

—Novia barra secretaria. Imagino que sería para tener mamadas en la oficina, con tres o cuatro ayudantes más alrededor para hacer el papeleo y preparar las reuniones.

—¿Rusa? —preguntó Malloy.

—Lituana.

—Ah.

—Metida en algo que le quedaba grande —gruñó Randal.

—¿Todavía la retienen en Barcelona?

—En realidad, creo que no la quieren —respondió Sutter—. Estaba viajando con un pasaporte falso, pero no había hecho nada más.

—A los países no les gusta eso —repuso Malloy.

—No firmó nada, no habló con Inmigración. Farrell manejaba todos los documentos. Si consigue un buen abogado dirá que creía que el pasaporte que le dio Farrell era suyo.

—Que solo hacía lo que Farrell le pedía —dijo Randal.

—Contó que llegaron a Barcelona y que la única cadena en inglés era la CNN, así que se pasaban todo el rato en el hotel viendo la CNN. Cuando salían, Farrell se ponía a hablar en español y ella se sentía... aislada. Así que se enfrentó a él y le dijo que quería ir a un lugar en el que ella entendiese a la gente, como Rusia, pero él no hablaba ruso.

—De todos modos —siguió Randal continuando la historia—, Farrell la envía al comedor a cenar una noche, le dice que baja enseguida...

—¡Y se larga!

—Estaba cansado de que le diese la lata.

—Ella espera toda la noche —explicó Sutter— y, a la mañana siguiente, baja y se entrega. No tiene nada: ni identificación, ni dinero, solo una puñetera factura hotelera que no puede pagar.

—Y muchas preguntas en español que ni siquiera entiende. —Muy duro —comentó Malloy.

—Le pregunté cómo creía que sería vivir en un sitio sin saber el idioma —dijo Sutter—, y ella contestó: «Así no».

—Una mujer guapa —aventuró Malloy. ! —Le quitas el maquillaje, le pones un mono carcelario y es bastante normal, la verdad —contestó Sutter. Malloy supuso que a Josh Sutter le gustaban las mujeres arregladitas. Seguramente no habría visto a su mujer sin maquillaje hasta llevar un año casados.

—Más bien es... sumisa —explicó Randal—. Hacía todo lo que Farrell quisiera.

—Ojalá mi mujer se le pareciese un poco más en eso —comentó Josh Sutter—. En fin, es genial, pero, a veces...

—Te lo he dicho mil veces: llevas unas esposas encima, ¡úsalas!

—Y me lo dice el tío con dos divorcios y una larga lista de ex novias.

Jim Randal sonrió y se encogió de hombros. Al parecer, sus mujeres aceptaban órdenes mientras le duraban. Desde atrás, Sutter dijo:

—Hans nos contó que muchas de estas chicas de la antigua Unión Soviética se van a Occidente como pueden y se casan con el primer tipo con dinero que se presente. Ya sabes, como un tío viejo que no quiere que lo fastidien. Hacen lo que se les dice y así consiguen vivir allí.

—Muchos alemanes odian a los rusos —respondió Malloy—. Resulta difícil de creer, pero se remonta a la Segunda Guerra Mundial. En ambos lados se cometieron atrocidades, pero, ya sabéis, cuando se trata de tu familia no lo ves de forma objetiva y no se te olvida aunque hayan pasado cincuenta o sesenta años. Nuestro enfrentamiento con los rusos fue ideológico. Los alemanes lo llevan en la sangre. Además, las tensiones de la Guerra Fría lo mantuvieron fresco. Si lo sumas todo, te encuentras con gente honrada que aprovecha la menor oportunidad para decir algo así. Ya sabéis: los hombres rusos son todos unos borrachos, las mujeres son todas unas putas. Ese tipo de cosas. Procurad no aceptar sin más esa clase de comentarios. Irina Turner podría ser cualquier cosa.

—Menos lista —repuso Randal, recuperando con fuerza su acento de Queens.

—Para que te hagas una idea de cómo fue la entrevista, le preguntamos dónde pensaba ir Farrell —añadió Sutter—. Nos respondió que quizá a Italia. Le preguntamos que si había mencionado alguna ciudad italiana, y ella va y dice: «¿Ginebra?».

—Conoció a su primer marido en San Petersburgo. Es un empresario estadounidense al que no le importaba tener una mujer guapa al lado, pero que preparó un contrato prenupcial para que no se quedase con nada (pero con nada de nada) si se divorciaban. Se cansa un poco del acento ruso y ella acaba en la calle con la ropa que lleva puesta.

—Ve un anuncio en el periódico en el que buscan chicas para fiestas y acaba en una de las juergas de Jack Farrell en Long Island —siguió Josh Sutter—. Es la reina de la orgía, así que, la semana siguiente Farrell la contrata de ayudante.

—Vale —respondió Malloy, entre risas—, puede que Hans tuviese razón sobre la rusa.

—¿Eres una especie de perito contable? —preguntó Jim Randal con su acento de Queens. Mientras hablaba, lo miraba fijamente por el espejo retrovisor. Su compañero y él habían estado especulando sobre el tema.

—La idea es que, si encontramos su dinero, solo tendremos que esperar a que Farrell vaya a recogerlo —respondió Malloy, asintiendo.

—Sí, conozco el razonamiento —respondió Randal con un poco de condescendencia—. Tenemos a tipos como tú haciendo ese trabajo a tiempo completo desde que llegamos. Te puedo decir una cosa: el dinero no está. Tenemos unas tarjetas de crédito vinculadas a cuentecitas bancadas en medio de ninguna parte.

—Pero el dinero tiene que llegar de alguna parte.

—Claro que sí, de un lugar llamado Montreal. Lo primero que hizo Farrell fue abrir una cuenta en Montreal con efectivo. Hizo lo mismo en un banco de Barcelona, cincuenta mil dólares en cada uno. Están como locos regalándole tostadoras y tarjetas de crédito. Mientras tanto, lo gordo, lo que transfirió a distintas cuentas antes de huir, se ha movido por bancos que no nos dan información. Sitios como...

—Me hago una idea.

—¿Y puedes seguirle el rastro? —preguntó Josh Sutter. Estaba dispuesto a creer que Malloy podía atravesar paredes, porque estaba deseando atrapar a Jack Farrell. La detención y la extradición de Farrell a Estados Unidos suponían un ascenso.

—Eso he venido a averiguar —respondió Malloy.

Guardaron silencio, dándole vueltas, aunque los dos pensaban que era un espía.

Chernoff y Carlisle escucharon toda la conversación entre los dos agentes y Malloy de camino a la ciudad. Cuando los tres hombres salieron del todoterreno y no hubo más audio, Carlisle siguió a los dos agentes en la pantalla de ordenador de Chernoff, gracias a las señales de sus móviles. Los dos hombres entraron en el hotel, seguramente con Malloy.

—¿Qué te parece? —preguntó Chernoff. Era una mujer bajita con ojos oscuros y piel clara. Habían sido amantes hacía unos cuantos años, aunque de los que no cierran los ojos al besarse, así que, al final, se habían limitado a la relación laboral. Al cabo de un tiempo ni siquiera se molestaban en mantener las típicas conversaciones triviales. Chernoff asesinaba gente y ganaba mucho dinero con eso. Cuando Carlisle por fin comprendió que a la asesina no le importaba lo que pensara de ella, decidió que charlar por charlar era una pérdida de tiempo. A pesar de su considerable experiencia con asesinos de todo tipo, podía asegurar que Helena Chernoff era la criatura más fría que había conocido.

Nunca parecía cansarse del juego al que se dedicaba, ni reflexionar sobre las decisiones tomadas en su juventud. Era previsora y dejaba atrás el pasado con la misma facilidad con la que se tira la ropa vieja. En resumen, en la vida de aquella mujer no existía más placer que el de los momentos íntimos en que cortaba los genitales de un hombre mientras él miraba. Comía con indiferencia. Bebía vino si se lo ponías delante. Podía sobrevivir sin comer ni beber un día entero y después tomar una cantidad modesta al final del día, sin importarle ni el sabor, ni el alivio que le proporcionaba. Vivía siempre en la sombra y había aprendido a hacer el amor como una acompañante de lujo. Lo hacía de forma competente y profesional, y después era tan cariñosa como una prostituta callejera.

David Carlisle, por otro lado, se consideraba una criatura del sol. Podía soportar el dolor y vivir sin casi nada, si debía hacerlo. Era un soldado entrenado para soportar privaciones, pero, cuando podía elegir, prefería los placeres sensuales. Era dado a gastar con generosidad; le gustaban las mujeres de todo upo, incluso los casos más duros, como Helena Chernoff, de vez en cuando; amaba el vino y podía pasarse la noche entera hablando de los matices de sabor que ofrecía; disfrutaba viajando y viendo los colores del mundo, y adoraba la buena comida. Pasar un día con Chernoff era como estar sentado al lado de un fantasma. En respuesta a su pregunta, el primer comentario que ella le hacía desde que identificaran a su objetivo, Carlisle soltó una carcajada sarcástica.

—Creo que quizá hayamos sobrestimado a nuestro señor Malloy. No estoy seguro de que sea lo bastante listo para encontrarte.

—Encontró a Jack Farrell —respondió Chernoff, con la vista fija en la carretera que iba del hotel al lago. —Tuvo ayuda.

—No es problema. Si no puede encontrarme, lo encontraré yo.

—Si solo quisiera verlo muerto, podría haberme encargado en Nueva York.

—Lo sé, pero, a veces, la gente muere.

—No la gente como Malloy. Si cae aquí, tiene que haber un motivo. Si no creamos uno que resulte convincente, sus amigos seguirán escarbando hasta averiguar qué hacía. De repente podríamos encontrarnos con muchos más problemas que antes.

—Es sencillo: vino a buscarme y yo lo encontré.

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