Luego me percaté de que el sultán me sonreía. Los ojos marrones, los labios lisos, se acercaban más y más. Parecía una deidad que descendía hasta nosotros y que sólo accidentalmente tenía cierto parecido con un hombre corriente. Se arrodilló a cuatro patas sobre mí.
Sus labios tocaron los míos. 0, para ser más sincero, tocaron la humedad de mis labios. Luego me abrió la boca y su lengua se hundió hacia dentro para lamer el semen de Tristán que aún seguía en mi lengua, en mi garganta.
Comprendí lo que quería y abrí mi boca para él. Besé y fui besado. Deseé sentir todo el peso de su cuerpo, aunque hiriera mis pezones aprisionados. Pero me negó este deseo y se mantuvo suspendido sobre mí.
Noté que Tristán se movía, sabía que Lexius estaba cerca. Pero no podía pensar en nada más que en estos besos, mientras el deseo decaía como era habitual después del clímax y luego retornaba con una dolorosa y exquisita rapidez.
Los besos dejaron de ser besos. El sultán me abría cada vez más la boca con la lengua y sacaba el semen a lametones. Por decirlo así, me limpiaba la boca con su lengua, y cada arremetida que recibía de ella me excitaba.
Lentamente, a través de la confusión de sensaciones reavivadas, vi a Tristán a su lado, sobre él. Sentí la presión del sultán encima de mí. Al igual que el cuerpo de Lexius, el del sultán era sedoso y mimado al tacto, fuerte pero delgado. Movió sus dedos sobre mi pecho y soltó las abrazaderas de los pezones que cayeron a un lado con las cadenas. Alguien se las llevó. Su pecho descansó sobre mi piel irritada y la hizo palpitar de un modo delicioso.
Tristán, encima de él, me miraba a la cara. Radiantes ojos azules. Cuando el sultán gimió, comprendí que Tristán le había penetrado. Sentí el peso de ambos.
El sultán continuaba hurgando en mi boca con su lengua, me obligaba a separar cada vez más las mandíbulas. Tristán chocaba pesadamente contra él, lo empujaba contra mí y mi verga se alzaba entre los muslos del soberano percibiendo la dulce carne sin vello de esa zona resguardada.
Cuando Tristán eyaculó alcé repetidamente mi cuerpo para rozar los tensos muslos del sultán con mis acometidas, forzando de nuevo el clímax, y sentí que sus muslos se juntaban con fuerza para acogerme. Me corrí, gimiendo a pesar de la lengua del sultán que continuaba con su labor, lamiéndome los dientes, debajo de la lengua y mis labios con lentitud.
Luego nuestro señor descansó durante un instante con su brazo debajo de mi cuello. Yo yacía atado e indefenso debajo de él mientras permitía que el placer se desvaneciera lentamente.
Después se agitó. Se levantó, fresco y dispuesto a más, y montó a horcajadas sobre mí. Su rostro era casi aniñado cuando nos miramos el uno al otro. Un mechón de cabello oscuro caía sobre sus ojos. Vi a Tristán que nos miraba sentado a su izquierda. El sultán me empujó con firmeza para hacerme entender que me volviera boca abajo. Me volví con esfuerzo.
Él se levantó para dejarme espacio suficiente y sentí las manos de Lexius que venían a asistirme. Luego el amo se situó sobre mi pecho y retiró los brazaletes de cuero de mis brazos. Mis hombros se relajaron. Todo mi cuerpo se distendió contra la colcha. Retiraron el duro falo de bronce de mi ano y, mientras permanecía inmóvil y mi orificio ardía como un aro de fuego, su verga, sumamente humana, se deslizó dentro de mí, avivando e incrementando el ardor. Qué agradable fue después del frío bronce, sentir aquel órgano humano en mi interior. Mantuve las manos pegadas a los costados y cerré los ojos. Mi pene estaba comprimido contra la áspera colcha tapizada pero mi escocido trasero se elevó para sentir el peso del sultán y su cadencia oscilante.
Me sumí en un ofuscamiento más absoluto que cualquier otro experimentado antes. Era una gracia tremendamente deliciosa que se sirviera de mí, que fuera a vaciarse en mí. Descubrí algo sobre él en esos instantes, algo interesante, aunque en realidad no tenía mucha importancia: le gustaban los fluidos de otros hombres. Era por eso por lo que había permitido que los nobles del jardín se sirvieran de nosotros y por lo que los criados no nos habían lavado antes de insertarnos los falos.
Aquello me divertía. Me habían purgado y luego me habían llenado de segregaciones masculinas, y en estos momentos él comía de mi boca y se introducía lentamente en mi trasero mientras procuraba afanosamente alcanzar la culminación, con su cuerpo pegado a mi carne rasgada y amoratada. Se tomó su tiempo y, otra vez, en medio de encantadoras imágenes borrosas, se me apareció el jardín, la procesión, su rostro sonriente, todos los fragmentos de este mosaico que constituía la vida en el palacio del sultán.
Antes de que acabara conmigo, Tristán volvió a montarle. Sentí el peso añadido y oí gemir al sultán con un quedo sonido suplicante.
Laurent:
Tristán y el sultán yacían abrazados, desnudos sobre la cama, y se besaban devorándose mutuamente con lentitud.
Lexius me indicó en silencio que me apartara del lecho. Observé que corría las cortinas alrededor de la cama y reducía la luz de las lámparas.
Luego procedí a salir a cuatro patas de la habitación y me pregunté por qué me inspiraba tanto temor que Lexius quedara decepcionado conmigo y que el sultán no me hubiera escogido para quedarme en lugar de Tristán.
Parecía imposible. Tanto a Tristán como a mí nos habían ordenado complacer a nuestro señor y luego nos habían incitado a enfrentarnos. ¿Era posible escoger a dos para permanecer junto al sultán?
Una vez en el lúgubre corredor, Lexius chasqueó los dedos para que acelerara la marcha. Durante todo el recorrido de regreso a la sala de baños, me azotó con fuerza y en silencio. Cada vez que girábamos por los pasillos, yo tenía la esperanza de que aflojara la azotaina, pero no fue así. Para cuando volvió a dejarme en manos de los criados, mi cuerpo volvía a palpitar de dolor y yo lloriqueaba quedamente.
Pero luego todo fue dulzura, excepto la purga en sí, que me impusieron a conciencia. Mientras me aplicaban los aceites y masajeaban mis brazos y piernas doloridos, poco a poco me quedé profundamente dormido, alejado de todo sueño o pensamiento relacionado con el futuro.
Cuando me desperté, estaba tumbado sobre un jergón en el suelo. Por toda la habitación había luces encendidas.
Reconocí la alcoba de Lexius. Me di media vuelta, apoyé la cabeza en mis manos y mire a mi alrededor. Él estaba de pie ante la ventana y miraba el jardín oscurecido. Llevaba puesta la túnica pero pude apreciar que estaba suelta, sin el fajín, y supuse que probablemente estaría abierta por delante. Parecía estar susurrando o murmurando enfrascado en sus pensamientos, pero no pude discernir las palabras que pronunciaba. También era posible que estuviera canturreando.
Cuando se volvió se sorprendió de encontrarme mirándolo. Yo apoyaba la cabeza en el codo derecho. Él llevaba la túnica abierta y, bajo ella, su cuerpo estaba desnudo. Se acercó un poco más, de espaldas a la pálida iluminación que se filtraba a través de la ventana.
—Nadie me había hecho jamás lo que vos hicisteis — susurró.
Me reí en voz baja. Allí estaba yo, en su habitación, sin manillas, y él, desnudo, hablándome de este modo.
—Qué desgracia para vos —repliqué—. Si me lo pedís quizá vuelva a hacerlo. —No quería esperar a que él me respondiera. Me puse de pie—. Pero, primero, decidme, ¿agradamos al sultán?, ¿estáis satisfecho?
Dio un paso atrás. Comprendí que podría empujarle contra la pared simplemente avanzando hacia él. Era demasiado divertido.
—¡Le agradasteis! —dijo casi sin aliento.
Era tan apuesto, a su frágil manera: un hombre felino, algo como la espada con la que luchaba la gente del desierto; de forma elegante, ligera, pero aun así mortífera.
—Y vos, ¿quedasteis satisfecho? —me acerqué un paso más y de nuevo él retrocedió.
—¡Qué preguntas tan ridículas hacéis! —exclamó—. Había cientos de esclavos nuevos en el sendero del jardín. Podría haber pasado de largo junto a vosotros, pero lo cierto es que os escogió a ambos.
—Y ahora yo os escojo a vos —dije—. ¿No os sentís halagado? —Estiré el brazo y le agarré un mechón de cabello.
Lexius se estremeció.
—Por favor... —dijo en voz baja, y bajó la vista. Qué irresistible, pensé.
—Por favor, ¿qué? —pregunté. Besé el hoyuelo de su mejilla y luego sus ojos, obligándole a cerrarlos con mis besos. Era como si él estuviera atado y esposado y no pudiera moverse.
—Por favor, con suavidad —respondió. Luego abrió los ojos y me rodeó con los brazos como si no pudiera controlarse. Me abrazó y me agarró con fuerza como si fuera un niño perdido. Le besé el cuello, los labios. Introduje las manos bajo su túnica y recorrí su estrecha espalda, gozando del contacto de su piel, su olor, su vello contra mi cuerpo.
—Por supuesto, lo haré con suavidad —ronroneé a su oído. Seré muy dulce... si me viene en gana.
Me Soltó, se arrodilló y se llevó mi verga a la boca, demostrando con todo su cuerpo el hambre que lo consumía. Me quedé inmóvil. Permití que desplazara su boca a lo largo de mi pene y que su lengua y sus dientes hicieran su trabajo, con mi mano apoyada en sus hombros.
—No tan deprisa, jovencito —le advertí amablemente. Era una tortura echar su boca hacia atrás. Él besó la punta de mi pene. Yo le quité la túnica y lo levanté—. Echadme los brazos al cuello y sujetaos con firmeza —le ordené. Cuando él obedeció le alcé las piernas y las coloqué alrededor de mi cintura. Mi verga chocaba contra su trasero abierto así que la empujé hasta dentro de él, atenazando sus nalgas con mis manos, mientras Lexius me agarraba con más fuerza, con la cabeza reclinada en mi hombro. Aguanté de pie con las piernas separadas y arremetí contra él con toda mi fuerza. Su cuerpo cedía al impacto de las acometidas mientras mis dedos le pellizcaban y se hincaban en la carne que yo antes había azotado.
—En cuanto me corra —le susurré al oído, estrujando su trasero—, voy a coger la correa y os azotaré otra vez, os azotaré con tal fuerza que vais a sentir durante todo el día las marcas bajo esos hermosos ropajes vuestros. Así descubriréis que sois tan o más esclavo que esos seres a los que dais órdenes, y os enteraréis de quién es vuestro señor.
Recibí otro prolongado beso como única respuesta mientras yo me vaciaba en él.
No lo azoté con tanta fuerza. Al fin y al cabo, él aún era un novato. Pero le hice arrastrarse por la habitación, le obligué a lavarme los pies con la lengua y le mandé arreglar las almohadas de la cama. Una vez acomodado en ella, le hice arrodillarse a mi lado con las manos en la nuca, como enseñaban a los esclavos del castillo.
Inspeccioné los resultados de la azotaina y jugueteé un poco con su verga, mientras me preguntaba qué le parecería aquella provocación, aquel hambre. Le fustigué el pene con la correa. Lo tenía de un color encarnado, que a la luz de la lámpara casi adquiría un tono púrpura. Su rostro atormentado me pareció de gran belleza y los ojos, llenos de sufrimiento, estaban absortos en lo que le estaba sucediendo. Al mirarlo a los ojos sentí una agitación peculiar en mi interior, algo extraño y fuerte, diferente a la debilidad general que había experimentado al mirar al sultán.
—Ahora, hablemos —dije—. Antes que nada me diréis dónde está Tristán.
Esto le sorprendió, naturalmente.
—Durmiendo —respondió—. El sultán le dejó ir hace una hora más o menos.
—Mandadle llamar. Quiero hablar con él y ver cómo os posee.
—Oh, por favor, no... —suplicó. Se agachó para besarme los pies.
Doblé la correa en mi mano y le azoté la cara con ella:
—¿Queréis que vean marcas en vuestra cara, Lexius? — pregunté—. Poned las manos en la nuca y mantened los modales cuando os hable.
—¿Por qué me hacéis esto? —me susurró—. ¿Por qué os tomáis la revancha conmigo? —Tenía unos ojos tan grandes, tan hermosos... No pude evitar inclinarme y besarle, sentir su boca lamiendo la mía.
No era lo mismo que besar a cualquier otro hombre. Con sus besos arrojaba su espíritu derretido. Decía cosas con ellos: más de lo que él sabía, sospeché. Podía haberle besado durante largo rato Y sólo con eso le hubiera provocado oleadas de placer.
—No lo hago por venganza —respondí—, sino porque me gusta y porque lo necesitáis. Sois vos quien indudablemente lo requerís. Deseáis estar a cuatro patas con nosotros. Sabéis que es así.
Estalló en lágrimas silenciosas al tiempo que se mordía el labio.
—Si siempre pudiera serviros a vos.
—Sí, lo sé. Pero no podéis escoger a quién servís. Ahí está el truco. Debéis entregaros a la idea de la servidumbre. Debéis entregaros a eso... y cada amo de verdad que encontráis se convierte en todos los amos.
—No, no puedo creer eso.
Me reí en voz baja.
—Debería escaparme y llevaros conmigo... Ponerme vuestros hermosos ropajes, oscurecerme el rostro y el cabello y llevaros conmigo, desnudo sobre mi silla como os dije antes.
Lexius estaba temblando, absorbía lo que oía y se sentía intoxicado por todo ello. Lo sabía todo sobre la formación, castigo y disciplina y absolutamente nada acerca de cómo se siente quien se encuentra en el otro extremo de ello.
Le levanté la barbilla. Quería que le besara de nuevo y así lo hice, esta vez tomándome mi tiempo, deseando no sentirme de repente también su esclavo. Pasé la lengua por el interior de su labio inferior.
—Traed a Tristán —ordené—. Traédmelo aquí. En cuanto a vos, si decís una sola palabra más de protesta, dejaré que Tristán os azote también.
Si no era capaz de adivinar mi maniobra, no sólo era hermoso sino además estúpido.
Después de que hiciera sonar la campana, se acercó a la puerta y esperó. Sin siquiera abrirla, dio la orden. Permaneció de pie con los brazos cruzados y la cabeza inclinada, con aspecto perdido, como si necesitara algún príncipe perfecto y fuerte que combatiera los dragones de su pasión y lo rescatara de la destrucción. Qué enternecedor. Me senté en la cama, devorándolo con los ojos. Adoraba la curva de sus pómulos, la fina línea de su mandíbula, la forma en que cambiaba de actitud adoptando la de un hombre, muchacho, mujer y ángel con gestos variables y pequeños cambios en su expresión.
Cuando llamaron a la puerta, él se sobresaltó. Habló otra vez. Escuchó. Luego abrió la puerta, hizo una señal y Tristán entró de rodillas, con la vista baja y mostrando gran recato. Lexius volvió a echar el cerrojo tras él.