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Authors: Anne Rice

Tags: #Erótico, Relato

La liberación de la Bella Durmiente (23 page)

BOOK: La liberación de la Bella Durmiente
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Casi era de noche. Bella estaba echada sobre la alfombra junto a Laurent y sus cabezas compartían almohada. El capitán, Nicolás y los otros que habían participado en el «rescate» se habían ido a cenar juntos. Ya habían dado de comer a los esclavos y Tristán estaba echado en el rincón. Lo mismo que Lexius. El barco era pequeño y estaba mal equipado. No había jaulas ni grilletes.

Bella aún estaba perpleja de que sólo ella, Laurent y Tristán hubieran sido rescatados. ¿Habría planeado la reina algún servicio nuevo y especial para ellos? Esta incógnita era toda una agonía, que se sumaba a la envidia que sentía por Dimitri, Elena y Rosalynd.

Además, Bella estaba preocupada por Tristán. Nicolás, su antiguo amo, no le había dirigido una sola palabra desde que habían zarpado.

No le perdonaba que se hubiera resistido a ser rescatado.

«Bueno, ¿y por qué no castiga de una vez a Tristán y lo deja en paz?», pensaba Bella. Durante toda la cena, la princesa había observado con admiración la severidad de Laurent con Lexius. Laurent le había obligado a comer la cena y a beber un poco de vino, a pesar de la insistencia de Lexius en rechazar los alimentos. Luego Laurent le hizo el amor lenta y deliberadamente, pese a la evidente vergüenza de Lexius por ser poseído delante de otras personas. Lexius era el esclavo más cortés y púdico que Bella había visto jamás.

—Casi es demasiado bueno para vos —le susurró a Laurent mientras permanecían echados juntos sobre la alfombra, en medio del camarote cálido y silencioso—. Es más indicado para servir como esclavo de una dama, creo yo.

—Podéis serviros de él si os apetece —dijo Laurent—. Podéis azotarle, también, si creéis que lo requiere.

Bella se rió. Nunca antes había azotado a otro esclavo, ni quería hacerlo... 0, bueno, tal vez...

—¿Cómo conseguisteis transformaros en amo con tal facilidad? —preguntó Bella. Le complacía tener la ocasión de hablar con Laurent, un esclavo que siempre la había fascinado. No podía borrar de su recuerdo la imagen de Laurent en el pueblo, amarrado con correas a la cruz de castigo. Había algo insolente y admirable en él. No sabría concretarlo. Parecía poseer una capacidad de entendimiento ajena a los demás esclavos.

—Yo nunca he considerado dos papeles tan diferenciados —contestó Laurent—. En mis sueños, siempre me han gustado los dos aspectos del drama. Siempre que tengo oportunidad, me convierto en amo. Pasar de una posición a otra consigue hacer más intensa toda la experiencia.

Bella sintió un leve torbellino en su pelvis al constatar la seguridad en el tono de su voz, la suave ironía, siempre al borde de la risa. La muchacha se volvió para mirarlo en la penumbra. Aquel cuerpo tan grande, tan repleto de poder latente, incluso allí echado en el pequeño camarote. Era más alto que el capitán. Su verga aún estaba un poco erecta, dispuesta para entrar en acción en cualquier instante. Bella observó sus oscuros ojos castaños y vio que él la estaba mirando con una sonrisa. Probablemente adivinaba sus pensamientos.

La princesa se ruborizó con una repentina timidez. No podía enamorarse de Laurent. No, eso era imposible, descartado.

Sin embargo, cuando sintió los labios de Laurent en la mejilla no se movió.

—Mi encantadora niña —susurró al oído de Bella—. Ya sabéis que ésta puede ser nuestra única oportunidad. —Su voz se desvaneció hasta convertirse en un gruñido más grave, como el ronroneo de un león, y sus labios le rozaron el hombro con ardor.

—Pero el capitán...

—Sí, se enfadará tanto... —rió Laurent. Se dio la vuelta sobre la alfombra y la cubrió con su cuerpo. Bella lo abrazó.

La gran corpulencia del príncipe la asombró y debilitó. Si la besaba una vez más, no podría, no, no podría resistirse.

—Nos castigará —dijo Bella.

—¡Bueno, eso espero! —replicó Laurent con las cejas alzadas simulando indignación, y de pronto la besó. Su boca era más ruda y exigente que la del capitán.

Aquel beso parecía querer abrir su alma más profundamente, de un modo más deliberado. Se rindió.

Sus senos se convirtieron en dos corazones que latían contra el pecho de su compañero. Sintió la descomunal verga que la poseía a un ritmo descontrolado, urgente.

El enorme miembro le levantaba las caderas del suelo y volvía a hundirlas hacia abajo; la anchura del pene era tan punitiva que enseguida la venció el calor de los espasmos; el clímax anuló enteramente su voluntad, y sus brazos y piernas se desplomaron debajo de Laurent. Cuando eyaculó en su vagina, Bella sintió su propio cuerpo abatido, dominado por él y por su tempestuoso y enigmático carácter.

Después yacieron tranquilos, nadie los molestó.

En parte se arrepentía de haberío hecho. ¿Por qué no lograba amar a sus amos? ¿Por qué este extraño e irónico esclavo le interesaba tanto? Sintió ganas de llorar en silencio. ¿Nunca encontraría a alguien a quien amar?

Había querido a Inanna, pero este amor ya quedaba fuera de su alcance; el capitán, por supuesto, era su preciado tesoro, el bruto grande, pero... lloraba. Sus ojos se desplazaban de vez en cuando a la forma durmiente de Laurent, allí a su lado.

Permaneció en silencio.

Cuando el capitán vino para llevársela a la cama, Bella dio un pequeño apretujón a la mano de Laurent y el príncipe le respondió en silencio.

Bella permanecía echada junto al capitán y se preguntaba qué le sucedería cuando llegaran a las costas del territorio de la reina. Con toda seguridad, tendría que trabajar una temporada en el pueblo, era lo más justo. No podían obligarla a regresar al castillo. Laurent y Tristán también se quedarían en el pueblo, sin duda. Si la obligaran a volver al lado de la reina, siempre podría escaparse, como había hecho Laurent. De nuevo apareció él en su recuerdo, sujeto a la cruz de castigo.

Los días en el mar pasaron como un desmayo. El capitán era estricto con Bella y le dedicaba toda su atención y castigos. Pero aun así, la princesa encontró oportunidades para copular otra vez con Laurent. En todas las ocasiones lo hicieron a hurtadillas y en silencio, y cada vez le arrebató el alma.

Tristán, entretanto, insistía en no mostrarse afectado por el enfado de Nicolás. Una vez de vuelta en el reino de su soberana, se entregaría al pueblo, tal como se había entregado al palacio del sultán. Sostenía que su breve estancia en esta tierra extranjera le había enseñado cosas nuevas.

—Teníais razón, Bella, cuando afirmabais que sólo pedíais un severo castigo.

Pero Bella sabía muy bien que Laurent tenía completamente dominado a Tristán, tanto como a Lexius, y mantenía relaciones con ambos según le apeteciera. Tristán sentía una adoración por Laurent que era claramente individual y personal.

En una ocasión, Laurent incluso cogió prestado el cinturón del capitán para azotar a sus dos esclavos, y ambos respondieron estupendamente al instrumento. Bella se preguntaba cómo reaccionaría Laurent cuando llegaran al pueblo y tuviera que volver a vivir como un esclavo. El sonido que provocaba con sus golpes a los otros dos cautivos llegaba hasta la habitación donde ella dormía con el capitán. A veces no la dejaba conciliar el sueño.

Era un milagro que Laurent no dominara también al capitán.

En efecto, éste admiraba a Laurent, y eran buenos amigos, aunque el capitán le recordaba con frecuencia que era un fugitivo condenado y que cuando llegaran al pueblo podía esperar lo peor.

« ¡Qué distinto es este viaje! —pensó Bella con una sonrisa. Palpó los moratones que el capitán le había ocasionado, los apretó con los dedos y sintió cómo palpitaban—. Por mí puede durar eternamente, no me importa.»

Pero ésta no era realmente la expresión exacta de sus sentimientos. Añoraba el mundo absorbente del pueblo. Necesitaba ver la pequeña sociedad funcionando al completo, esforzándose en torno a ella. Necesitaba encontrar el puesto que le correspondía en el esquema, rendirse a él, como decía Tristán.

Sólo entonces olvidaría la inmensidad y el artificio del palacio del sultán, y entonces la abandonaría el recuerdo de la fragancia de Inanna y de su amoroso abrazo.

Hacia el decimosegundo día, el capitán le comunicó a Bella que estaban a punto de arribar. Harían escala en un puerto de un reino vecino y a la mañana siguiente desembarcarían en territorio de la reina. Los anhelos y recelos inquietaban a la princesa. Mientras Nicolás y el capitán bajaban a tierra para reunirse con los embajadores de su majestad, Tristán, Laurent y Bella permanecieron sentados, conversando en voz baja.

Todos abrigaban la esperanza de que los dejaran en el pueblo. Tristán repitió una vez más que ya no amaba a Nicolás.

—Amo a quien me castiga —añadió tímidamente y echó una ojeada a Laurent con ojos brillantes.

—Nicolás tendría que haberos azotado con mano dura nada más subir a bordo —replicó Laurent—. Entonces volveríais a pertenecerle.

—Sí, pero no lo hizo. Él es el amo, no yo. Algún día amaré otra vez a un amo, pero tendrá que ser un señor poderoso capaz de tomar todas las decisiones por sí mismo y perdonar todas las flaquezas del esclavo en su formación.

Laurent asintió.

—Si alguna vez suspenden mi condena —dijo con voz suave, mirando a Tristán—, si alguna vez me conceden la ocasión de convertirme en miembro de la corte de la reina, os escogeré a vos como esclavo y os llevaré a experimentar sensaciones que nunca habéis soñado.

Tristán sonrió al oír estas palabras, se sonrojó de nuevo y sus ojos centellearon mientras bajaba la vista y volvía a alzarla para mirar a Laurent.

Lexius era el único que permanecía en silencio. Pero Laurent le había instruido tan bien que Bella estaba convencida de que podría soportar cualquier dificultad que surgiera en su camino. Le asustaba un poco imaginárselo sobre la plataforma de subastas. Era demasiado grácil y digno, su mirada casi demasiado plena de inocencia. Cómo le despojarían de todo ello. Pero, de cualquier modo, ella y Tristán lo habían superado.

Era de madrugada cuando el barco zarpo para emprender la última etapa del viaje. El capitán bajó los escalones, con el rostro sombrío y abstraído. Arrastraba con él un cofre de madera de magnífica factura, que dispuso ante Bella en el pequeño camarote.

—Es lo que me temía —dijo. Su actitud había cambiado. Daba la impresión de no querer mirar a la princesa. Bella estaba sentada en la cama mirándolo fijamente.

—¿De qué se trata, mi señor? —preguntó.

Observó cómo abría el cofre. En el interior había vestidos, velos, el alto cono puntiagudo de un sombrero, brazaletes y otras galas.

—Alteza— dijo con suavidad, y desvió la mirada—, llegaremos a puerto antes del amanecer. Debéis vestiros y preparamos para reuniros con los emisarios del reino de vuestro padre. Van a liberaros de vuestra servidumbre y os enviarán de regreso con vuestra familia.

—¡¿Qué?! —exclamó Bella con un grito agudo y brincó de la cama—. ¡No podéis hablar en serio! ¡Capitán!

—Princesa, por favor, ya es bastante —difícil dijo él. Se ruborizó y desvió la mirada—. Hemos recibido el mensaje de nuestra reina, es inevitable.

—¡No iré! —declaró Bella con voz entrecortada—. ¡No iré! ¡Primero el rescate y ahora esto! ¡Esto! —Estaba fuera de sí. Se levantó y asestó una patada al cofre con el pie descalzo—. Llevaos las ropas y arrojadlas al mar. No me las pienso poner, ¿me oís? —Si aquella pesadilla no cesaba acabaría enloqueciendo.

—¡Bella, por favor! —susurró el capitán como si temiera levantar la voz—. ¿No lo entendéis? Era a vos a quien nos enviaron rescatar del palacio del sultán. Vuestros padres son los aliados más próximos de la reina. Se enteraron enseguida de vuestro secuestro y se indignaron al descubrir que la reina había permitido que se os llevaran de su país. Exigieron vuestro regreso inmediato. Trajimos también a Tristán únicamente porque Nicolás lo solicitó, y a Laurent porque se nos presentó la ocasión y la reina nos había dicho que debía volver para cumplir su castigo como fugitivo. Pero el verdadero objetivo de nuestra misión erais vos. Ahora vuestros padres exigen que se suspenda vuestro vasallaje a cuenta del infortunio del que habéis sido víctima.

—¿Qué infortunio? —gritó Bella.

—La reina tiene que acceder. Se avergüenza de que consiguieran secuestraros y os sacaran de su reino. —El capitán bajó la cabeza—. Piensan casaros de inmediato —balbució—. Al menos eso he oído.

—¡No! —chilló Bella—. ¡No iré! —Sollozaba y apretaba los puños—. ¡No iré, os lo aseguro!

El capitán se limitó a dar media vuelta y salir del camarote con aire apesadumbrado.

—Por favor, princesa, vestíos —dijo desde el otro lado de la puerta cerrada—. No tenemos doncellas que puedan ayudaros.

Alboreaba. Bella seguía echada en la litera, desnuda. Se había pasado toda la noche llorando. No consentía en mirar el cofre con las ropas.

Cuando oyó la puerta ni siquiera alzó la vista. Laurent entró en silencio en el camarote y se inclinó sobre ella. Era la primera vez que Bella lo veía en esa pequeña habitación y le pareció un gigante. Le resultó insoportable mirarlo, ver los fuertes miembros que nunca más podría acariciar, ni su rostro de extraña sabiduría y paciencia.

Laurent tendió los brazos a la princesa y la levantó de la almohada.

—Vamos, tenéis que vestiros —dijo—. Yo os ayudaré.

Tomó un cepillo de mango de plata del cofre y se lo pasó por la larga cabellera mientras ella continuaba lloriqueando. Con un pañuelo limpio le secó los ojos y las mejillas.

A continuación, Laurent seleccionó un vestido violeta oscuro, un color que únicamente llevaban las princesas. Al ver el tejido, Bella pensó en Inanna y lloró aún más desconsoladamente. El palacio, el pueblo, el castillo, todo ello pasó por su mirada. La aflicción la desbordó.

La prenda le pareció demasiado calurosa e incómoda. Mientras Laurent le ataba las cintas de la parte de atrás, sintió que la introducían en una nueva clase de cautiverio. Las pantuflas le estrujaron los pies cuando se las puso. No podía soportar llevar el sombrero con forma de cono sobre la cabeza, y los velos que caían a su alrededor la confundían, le provocaban picores, la molestaban.

—¡Oh, esto es horrible! —gruñó finalmente.

—Lo siento, Bella —dijo él, con una voz que adquirió una ternura desconocida para la princesa. Lo miró a los oscuros ojos marrones y presintió que nunca volvería a conocer el ardor y la pasión, el dolor dulce y el verdadero arrebato.

—Besadme, Laurent, por favor —le pidió mientras se levantaba de la cama con los brazos tendidos a él.

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