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Authors: Anne Rice

Tags: #Erótico, Relato

La liberación de la Bella Durmiente (33 page)

BOOK: La liberación de la Bella Durmiente
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Pero, una vez pasadas las primeras semanas de actividad frenética, en cuanto se serenaron las cosas en el castillo y pude dormir toda la noche sin interrupciones de los sirvientes ni de la familia, empecé a pensar en cuanto había sucedido. Ya no me quedaban marcas en el cuerpo pero me atormentaba un deseo infinito. Cuando comprendí que nunca volvería a ser un esclavo desnudo, casi no pude soportarlo. No quería mirar las baratijas que me había regalado la reina; los juguetes de cuero habían perdido todo significado.

Pero después me sentí avergonzado.

No era mi destino, como hubiera dicho Lexius, seguir siendo un esclavo. Tenía que ser un soberano bueno y poderoso, y lo cierto era que me encantaba ser rey.

Ser un príncipe era espantoso, pero ser rey no estaba nada mal.

Cuando mis consejeros vinieron a verme y me dijeron que debía buscar una esposa y tener descendencia para garantizar la sucesión, asentí mostrando mi conformidad. La vida cortesana iba a consumirme, así que por lo visto debía entregar todo lo que tenía. Mi antigua existencia era tan insustancial como un sueño.

—¿Y quiénes son las princesas que consideráis aptas? — pregunte a mis consejeros. Estaba firmando unas leyes importantes y ellos se hallaban de pie en torno a mi escritorio—. ¿Bien? —Alcé la vista—. ¡Hablad!

Pero antes de que alguno de ellos tuviera tiempo de decir algo, me vino un nombre de pronto a la mente.

—¡La princesa Bella! —susurré. ¡Era posible que aún no se hubiera casado! No me atreví a preguntar.

—Oh, sí, majestad —dijo el primer canciller—. Sería la elección más inteligente, sin lugar a dudas, pero rechaza a todos los pretendientes. Su padre está desesperado.

—¿Es eso cierto? —pregunté. Intenté disimular mi nerviosismo—. Me pregunto por qué los rechaza —comenté inocentemente—. Ensillad mi caballo de inmediato.

—Pero deberíamos enviar una carta oficial a su padre.

—No. Ensillad mi caballo —Insistí y me levanté de la mesa. Fui a la alcoba real para vestirme con mis mejores galas y coger algunas cosas.

Estaba a punto de salir precipitadamente cuando me detuve.

Sentí un repentino puñetazo invisible en el pecho, como si me hubieran dejado sin aliento de un golpe, y me hundí en la silla del escritorio.

Bella, mi querida Bella. La vi en el camarote del barco con los brazos tendidos, suplicándome. Sentí una oleada de añoranza que me dejó desnudo como no había estado nunca. Volvieron a mí otros pensamientos dementes: mi dominación sobre Lexius en la alcoba del palacio del sultán, Jerard abandonado totalmente en mis manos, la ternura que nacía en mí cuando miraba la carne enrojecida bajo la palma de mi mano, el peligroso despertar al amor de las víctimas de mis despiadados castigos, de aquellos que me pertenecían.

¡Bella!

Necesité una dosis sorprendente de coraje para levantarme de la silla. ¡Y aun así estaba impaciente! Toqué ligeramente el bolsillo donde había guardado las baratijas que le llevaba. Luego me observé brevemente en el distante espejo: su majestad vestido de terciopelo púrpura y botas negras, con el manto ribeteado de armiño resplandeciente tras él; y guiñé el ojo a mi reflejo.

—Laurent, sinvergüenza —dije con una sonrisa maliciosa.

Llegamos al castillo sin previo aviso, como era mi deseo, y el padre de Bella se mostró entusiasmado mientras nos acompañaba al gran salón. Últimamente no había recibido a demasiados pretendientes, y estaba ansioso por firmar una alianza con nuestro reino.

—Pero, majestad, debo advertimos de un inconveniente — dijo con amabilidad—. Mi hija es orgullosa y caprichosa, y se niega a recibir a nadie. Se pasa todo el día sentada ante la ventana, soñando.

—Majestad, complacedme, por favor —le respondí—. Sabéis que mis intenciones son honorables. Limitaos a indicarme la puerta de sus aposentos y yo me ocuparé de todo.

Estaba sentada ante la ventana, de espaldas a la habitación, canturreando en voz baja. Su cabello, que atraía la luz del sol, parecía oro hilado.

Mi dulce tesoro. El vestido que llevaba era de terciopelo rosa ribeteado con hojas de plata cuidadosamente bordadas. Con qué perfección se ajustaba a sus magníficos hombros y brazos. Unos brazos tan suculentos como toda ella, pensé. Esos pequeños brazos tan dulces de estrujar. Permitidme ver los pechos, por favor, ahora mismo... y ¡esos ojos, esa vivacidad!

Otra vez volví a sentir aquel puñetazo invisible y completamente imaginario en el pecho.

Me acerqué cautelosamente por detrás y, justo cuando ella se sobresaltó, le cubrí firmemente los ojos con las manos enguantadas.

—¿Quién osa hacer esto? —susurró en tono asustado, suplicante.

—Tranquila, princesa —contesté—. Ha llegado vuestro amo y señor, ¡el pretendiente que no os atreveréis a rechazar!

—¡Laurent! —exclamó con un grito sofocado. La solté, se levantó, dio media vuelta y se arrojó en mis brazos. La besé mil veces, rozándole los labios apenas. Estaba tan maravillosa y dócil como en la bodega del barco, igual de apetecible, ardiente y desenfrenada.

—Laurent, ¿no habréis venido de verdad con una proposición de matrimonio?

—¿Proposición, princesa, proposición? —contesté—. Vengo con una orden. —La obligué a abrir ampliamente los labios con la lengua, mientras le apretaba los pechos a través del terciopelo—. Os casareis conmigo, princesa. Seréis mi reina y mi esclava.

—¡Oh, Laurent, no me atrevía a soñar con este momento! —dijo ella. Su rostro se cubrió de un atractivo rubor, sus ojos fulguraban. Percibí su excitación a través de la falda pegada a mi pierna. La oleada de amor volvió a invadirme con una fuerza abrumadora, mezclada con un sentido demencial de posesión y poder que me obligó a estrecharla con fuerza.

—Id a comunicar a vuestro padre que seréis mi esposa y que partiremos de inmediato hacia mi reino. ¡Y luego volved conmigo!

Obedeció al instante y, cuando regresó, cerró la puerta a sus espaldas. Se quedó observándome con una mirada de incertidumbre, apoyada en la madera con aire huidizo.

—Echad el cerrojo ordené—. Partiremos enseguida. Reservaré para mi lecho real el acto de poseeros pero antes de irnos quiero prepararos para el viaje como es debido. Haced lo que os digo.

Bella echó el cerrojo. Cuando se acercó a mí era la pura imagen de la hermosura. Metí la mano en el bolsillo y saqué un par de regalos que había traído conmigo de la reina Eleanor: dos pequeñas abrazaderas de oro. Bella se llevó la palma de la mano a los labios. Un gesto encantador, pero inútil. Sonreí.

—No me digáis que voy a tener que enseñároslo todo desde el principio otra vez —le dije, guiñándole un ojo y dándole un rápido beso. Deslicé la mano por debajo del ajustado corpiño y atrapé el pezón con firmeza. Luego el otro.

Un estremecimiento recorrió su torso y se propagó hasta su boca abierta. Qué zozobra tan deliciosa.

Saqué el otro par de abrazaderas de mi bolsillo.

—Separad las piernas —dije. Me arrodillé, le subí la falda y deslicé la mano hasta encontrar el húmedo sexo desnudo. Cuán hambriento y predispuesto estaba. Oh, qué encanto tan espléndido. Una sola oleada a su rostro radiante que me escudriñaba desde arriba y me volvería loco. Apliqué las abrazaderas cuidadosamente a los húmedos labios secretos.

—Laurent —susurró—, no tenéis compasión. —Sufría ya medio asustada, medio aturdida, el padecimiento oportuno, y yo conseguía a duras penas resistirme a ella.

Entonces saqué del bolsillo un pequeño frasco de líquido de color ambarino, uno de los obsequios más preciados de la reina Eleanor. Lo abrí y olí el fragante aroma. Pero esto había que usarlo en contadas ocasiones. Al fin y al cabo mi tierno y pequeño encanto no era un corcel fuerte y musculoso acostumbrado a tales suplicios.

—¿Qué es?

—¡Chist! —le toqué los labios—. No me obliguéis a azotaros hasta que os tenga en mi alcoba y pueda hacerlo adecuadamente. Permaneced en silencio.

Di un golpecito al frasco, vertí unas gotas en mi dedo enguantado y luego levanté la falda una vez más para esparcir el fluido por el pequeño clítoris y los labios temblorosos de la princesa.

—Oh, Laurent, es... —se arrojó a mis brazos y yo la sostuve. Cuánto sufría intentando no apretar las piernas, completamente temblorosa.

—Sí —afirmé agarrándola con firmeza. Era pura gloria—. Y picará de la misma manera durante todo el trayecto hasta mi castillo. Una vez allí lo retiraré con la lengua, hasta la última gota, y os poseeré como merecéis.

La princesa gimió. Sus caderas se retorcían en contra de su voluntad mientras la poción urticante surtía efecto. Con su boca pegada a la mía, frotó sus senos contra mi pecho como si yo pudiera salvarla de algún modo.

—Laurent, no puedo soportarlo —dijo susurrando las palabras entre besos—. Laurent, me muero por vos. No me hagáis sufrir mucho rato, por favor, Laurent, no debéis...

—Chist, no podéis hacer nada —advertí amorosamente. Una vez más, me llevé la mano a los bolsillos y extraje un pequeño y delicado arnés unido a un falo. Mientras lo desenvolvía, Bella se llevó las manos a los labios y juntó las cejas en un pequeño gesto de terror. Pero no opuso resistencia cuando me arrodillé para introducirle suavemente el falo en su apretado trasero. Lo aseguré firmemente en el ano y le até el arnés alrededor de las caderas y cintura. Naturalmente, también podía haber aplicado el fluido urticante al falo pero eso hubiera sido demasiado cruel. Sólo era el principio, ¿o no? Ya habría tiempo para eso.

—Vamos, preciosa, en marcha —dije al tiempo que me levantaba. Ella estaba radiante, completamente sumisa. La alcé en mis brazos, la saqué de la habitación y luego seguí escaleras abajo hasta el patio, donde su caballo esperaba ensillado. Pero no la dejé en su caballo.

La instalé sobre mi montura delante de mí. Cuando nos alejábamos para introducirnos en el bosque, deslicé la mano bajo su falda para acariciar las correas del pequeño arnés y el húmedo y tierno sexo que ahora me pertenecía. Era toda mía, oprimida por aquella comezón de deseo, preparada para mí. Sabía que poseía una esclava que ninguna reina, noble, ni capitán de la guardia podrían arrebatarme otra vez.

El mundo real era éste: Bella y yo libres para tenernos el uno al otro, sin los demás. Sólo los dos en mi alcoba, donde yo podría envolver su alma desnuda con rituales y pruebas rigurosas que superarían nuestras experiencias anteriores, nuestros sueños. Nadie podría salvarla de mí. Nadie me salvaría de ella. Mi esclava, mi pobre esclava indefensa...

Me detuve de repente. Otra vez sentí aquel puñetazo en el pecho. Sabía que me había quedado pálido.

—¿Qué sucede, Laurent? —preguntó Bella llena de inquietud. Se agarró a mí con fuerza.

—Pánico —le susurré.

—¡No! —gritó.

—Oh, no os preocupéis, mi tierno amor. Os golpearé lo bastante fuerte cuando lleguemos a casa, y adoraré cada uno de los azotes. Haré que os olvidéis del capitán de la guardia, del príncipe de la Corona y de todos los que os poseyeron en el pasado, los que se sirvieron de vos y que os satisficieron. Pero, lo que sucede es que... voy a amaros cada vez más. — Miré su rostro vuelto hacia mí, sus ojos salvajes, su pequeño cuerpo contorsionándose bajo el suntuoso vestido.

—Sí, lo sé —contestó en voz baja y temblorosa. Me besó ardientemente. Con un susurro suave, entregado, dijo lenta y reflexivamente—: Soy vuestra, Laurent, aunque todavía ignoro el significado de estas palabras. ¡Enseñadme vos! No es más que el principio. Va a ser el peor y más irremediable de los cautiverios.

Si no dejaba de besarla nunca llegaríamos al castillo. El bosque era tan hermoso y oscuro... y ella estaba sufriendo, mi tesoro...

—Y seremos felices para siempre —le dije entre mis besos— como en los cuentos.

—Sí, siempre felices —contestó—, mucho más felices, creo, de lo que nadie podría imaginar.

FIN

A. N. Roquelaure
fue el seudónimo escogido por la escritora americana Anne Rice para la publicación en los años 80 de tres novelas en las que mezcló la historia de la Bella Durmiente con fantasías de dominación y erotismo.

La liberación de la bella durmiente, 1985 (1999)

El castigo de la bella durmiente, 1984 (1997)

El rapto de la bella durmiente, 1983 (1997)

Nació en Nueva Orleans, 4 de octubre de 1941.

El verdadero nombre de Anne Rice es Howard Allen O'Brien. Ha publicado bajo diversos seudónimos como Anne Rampling o A.N. Roquelaure. Nació en Nueva Orleans y fue la segunda de cuatro hermanos. Rice estudió en la Universidad de Berkeley, donde vivió el movimiento hippie de los años setenta, pero terminó sus estudios en la Universidad Estatal de San Francisco donde se graduó en Filosofía y Letras, en la especialidad de Ciencias Políticas y Escritura Creativa.

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