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Authors: Anne Rice

Tags: #Erótico, Relato

La liberación de la Bella Durmiente (22 page)

BOOK: La liberación de la Bella Durmiente
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No hice ningún movimiento, ni para obedecer ni para rebelarme. En un instante lo había comprendido. El más alto de los señores era el capitán de la guardia de la reina, y el hombre que lanzaba miradas furiosas a Tristán en aquellos instantes era su antiguo amo en el pueblo, Nicolás, el cronista de la reina.

Habían venido para llevarnos de nuevo con nuestra soberana.

Nicolás lanzó inmediatamente una cuerda alrededor de los brazos de Tristán, se los ató fuertemente ante el pecho y luego enlazó el extremo a sus muñecas, obligándole a ponerse de rodillas cerca del extremo de la alfombra.

—¡Os digo que no quiero ir! —protestó Tristán—. No tenéis derecho a secuestrarnos y hacernos regresar. ¡Os lo ruego, os lo ruego, dejadnos aquí!

—¡Sois un esclavo y haréis lo que yo os diga! —siseó Nicolás lleno de rabia—. ¡Echaos de inmediato y quedaos quieto, no sea que nos descubran a todos! —Arrojó a Tristán boca abajo y rápidamente le dio varias vueltas a la alfombra hasta que nadie hubiera podido decir que había un hombre escondido dentro.

—¡Y a vos, también debo obligaros! —me exigió el cronista real mientras me indicaba la otra alfombra. El capitán de la guardia, que sujetaba a Lexius con firmeza, me lanzaba miradas feroces.

—¡Echaos sobre la alfombra y permaneced quieto, Laurent! —ordenó el capitán—. ¡Estamos en peligro, todos nosotros!

—¿Ah, sí? —pregunté—. ¿Qué sucederá si descubren vuestro magnífico plan? —miré fijamente a Lexius. Estaba fuera de sí. Jamás le había visto tan encantador y hermoso como en estos momentos, con la mano del capitán tapándole la boca, el cabello negro caído sobre los enormes ojos y el delgado cuerpo que forcejeaba bajo una espléndida túnica. Así que no iba a volver a verlo.

Me pregunté si le culparían de esto. ¿Quién sabía lo que le sucedería si le culpaban?

—¡Haced inmediatamente lo que os ordeno, príncipe! —dijo el capitán con el rostro retorcido por la misma rabia desesperada que desfiguraba a Nicolás. Éste tenía otra cuerda lista para mí y los otros dos hombres esperaban dispuestos a ayudarle. Pero lo cierto era que nunca hubieran podido atraparme si yo no lo hubiera permitido. No estaba tan abrumado como Tristán.

—Hummm... dejar este lugar... —dije lentamente, estudiando a Lexius de arriba abajo— y volver al castigo del pueblo... —Yo parecía buscar una solución a aquello como si dispusiera de todo el tiempo del mundo. Mientras tanto veía cómo aumentaba su nerviosismo. Cada vez tenían más miedo de que nos descubrieran en cualquier momento.

Tras sus espaldas, el jardín continuaba tranquilo. Detrás de mí se extendía el pasillo por el que cualquiera podría aproximarse en cualquier momento.

—Muy bien —dije—. ¡Vendré, pero sólo si este hombre me acompaña! —Estiré el brazo y abrí de un tirón la túnica de Lexius, lo cual dejó su pecho desnudo descubierto hasta la cintura. Le aparté violentamente del capitán y le despojé completamente de la túnica. Se quedó de pie, tembloroso, pero no movió un dedo para defenderse.

—¿Qué hacéis? —preguntó el capitán.

—Nos lo llevamos con nosotros —dije yo—. 0 no voy.

Empujé a Lexius hacia delante y lo arrojé sobre la alfombra. El jefe de los mayordomos del sultán soltó un grito sofocado y se quedó quieto, con el pelo cubriéndole la cara y las manos apoyadas en la alfombra, como si en cualquier momento pudiera levantarse y salir corriendo. Pero no lo hizo. Las erupciones y marcas de su piel fulguraban en su trasero.

Esperé un segundo más, luego me eché a su lado y le rodeé los hombros con mi brazo, acomodándome para que la lana caliente y tupida nos envolviera.

—¡Muy bien! ¡Vámonos! —oí que decía Nicolás en tono desesperado—. ¡Deprisa! —Se dejó caer de rodillas y buscó los extremos de la alfombra.

Pero el capitán de la guardia avanzó un paso y apoyó el pie sobre mi espalda con decisión.

—Levantaos —ordenó a Lexius—. De lo contrario os llevaremos con nosotros, os lo juro.

Yo me reí para mis adentros y vi a Lexius inmóvil, totalmente callado, incapaz de ponerse a salvo.

En un instante, nos envolvieron a ambos con la alfombra, fuertemente comprimidos y juntos, y echaron a correr con los pesados bultos. Mi brazo rodeaba el cuello de Lexius, que lloraba suavemente contra mi hombro.

—¿Cómo podéis hacerme esto? —se quejaba suplicante pero con un grave tono de dignidad que me gustó.

—No interpretéis ese papel conmigo —le dije al oído—. Venís de buen grado, mi melancólico señor.

—Laurent, tengo miedo —susurró.

—No temáis —dije yo, compadecido, lamentando un poco mi tono ominoso—. Nacisteis para ser un esclavo, Lexius. Lo sabéis, y ha llegado el momento de olvidar todo lo que habéis aprendido de sultanes, grilletes dorados, cueros enjoyados y espléndidos palacios.

REVELACIONES EN EL MAR

Bella estaba sentada, llorosa, en medio de una alfombra. La bodega del barco era pequeña, el farolillo rechinaba en su horquilla, el barco avanzaba a toda prisa por alta mar, la espuma batía contra las ventanas, y toda la embarcación se escoraba levemente.

De vez en cuando, Bella alzaba la vista para mirar al desconcertado capitán de la guardia y al furioso Nicolás, quien por su parte también observaba a la princesa.

Tristán estaba sentado en un rincón con las piernas encogidas y la cabeza apoyada en las rodillas.

Laurent yacía en la litera, sonriente y observándolo todo como si aquella situación le resultara divertida.

Lexius, el pobre y hermoso Lexius, estaba apoyado contra la pared más alejada, con el rostro enterrado en el pliegue del codo. Su cuerpo desnudo parecía infinitamente más vulnerable que el de la princesa. No alcanzaba a comprender porqué lo había azotado ni por qué lo habían secuestrado.

—No diréis en serio, princesa, que en realidad deseabais permanecer en esta tierra extraña —trataba de convencerla Nicolás.

—Pero señor, ese lugar era muy elegante y lleno de deleites y nuevas intrigas. ¿Por qué tuvisteis que venir? ¿Por qué no rescatasteis a Dimitri o a Rosalynd, o a Elena?

—Porque no nos enviaron a rescatar a Rosalynd ni a Dimitri ni a Elena —replicó Nicolás sumamente airado—. Según todos nuestros informes, ellos están contentos en la tierra del sultán, así que nos indicaron que les dejáramos allí.

—¡También yo estaba contenta en la tierra del sultán! —se encolerizó Bella—. ¿Por qué me hacéis esto a mí?

—Yo también estaba contento —intervino Laurent con tranquilidad—. ¿Por qué no nos dejasteis con los demás?

—Debo recordaros que sois los esclavos de la reina — bramó Nicolás, quien dirigió airadas miradas a Laurent y luego al silencioso Tristán—. Es su majestad quien decide dónde y cómo le servirán sus esclavos. ¡Vuestra insolencia es intolerable!

Bella se deshizo de nuevo en desconsolados sollozos.

—Vamos —dijo finalmente el capitán—, tenemos que pasar una buena temporada en alta mar. Será mejor que no os la paséis lloriqueando. —Ayudó a Bella a ponerse en pie.

La muchacha, incapaz de resistir la necesidad apremiante de apoyarse en él, apretujó el rostro contra el coleto sin mangas del oficial.

—Así, así, cielo mío —la tranquilizó el capitán—. No habréis olvidado a vuestro amo, ¿verdad que no? —La ayudó a salir de la habitación y pasaron a un pequeño camarote. El bajo techo de madera se inclinaba sobre la cama fija. Un débil rayo de sol se filtraba por la húmeda y pequeña portilla.

El capitán se sentó a un lado de la cama y dejó a Bella sobre su regazo. Inspeccionó el cuerpo de la princesa con los dedos: los pechos, el sexo, los muslos.

Bella tenía que admitir que sus caricias la serenaban. Al apoyarse en el hombro del capitán, el contacto con su áspera barba y el olor de las prendas de cuero le parecieron una delicia. Le pareció percibir en su cabello el aroma de los frescos vientos de las campiñas europeas e incluso la hierba recién cortada de los campos de las casas solariegas del pueblo.

No obstante, no podía dejar de llorar. No volvería a ver a su querida Inanna. ¿Recordaría la mujer las lecciones que le había enseñado? ¿Descubriría alguna pasión compartida junto a las otras mujeres del harén? Bella esperaba que se cumplieran sus deseos. Guardaría para siempre lo que había aprendido de la dulzura e intensidad de un amor como aquél.

Pero, mientras permanecía en los brazos del capitán, pensó en otras clases de amor, en la áspera pala de madera de la señora Lockley que tan a conciencia la había castigado en el pueblo, en la correa de cuero del capitán, en su dura verga, que en esos instantes le presionaba el muslo desnudo, aprisionada cruelmente por el tosco tejido de los pantalones. Bella acarició el miembro a través de la tela. Sintió que se movía, como si se tratara de un ser con vida propia.

Sus pezones se transformaron en dos pequeños puntos erectos y, entre suspiros, miró boquiabierta al capitán. Él sonreía mientras la observaba.

Permitió que la princesa besara la incipiente barba del mentón y mordisqueara su labio inferior. Bella se agitaba sobre el regazo del capitán y apretaba los pechos contra el coleto. El oficial deslizó la mano bajo el trasero de la muchacha y estrujó la tierna carne.

—No hay marcas, ni erupciones —susurró al oído de Bella.

—No, mi señor —contestó ella. Sólo la habían fustigado con aquellas delicadas correíllas. Cómo las odiaba. Echó los brazos alrededor del cuello de su capitán y se apretó contra él. Le cubrió la boca con un beso y luego introdujo la lengua entre los labios.

—Nosotros somos mucho más severos —comentó el capitán.

—¿Os desagrada, mi señor? —susurró Bella, saboreando el labio inferior de él, lamiéndole la lengua y los dientes como había hecho con Inanna.

—No, no puedo decir que sea así —contestó—. No sabéis cómo os he echado de menos. —Como respuesta la besó con intensidad y levantó su ancha y ruda mano para apretarle el pecho y tirar de él hacia sí.

El tamaño imponente de él excitó a Bella.

—Me gusta que vuestro traserito esté caliente y deliciosamente rosado cuando os poseo dijo él.

—Haré cualquier cosa por complaceros, mi señor — respondió Bella—. Hace tanto tiempo. Estoy... estoy un poco asustada. Deseo satisfaceros.

—Por supuesto que sí —comentó él deslizando las manos entre las piernas de Bella y levantándola por el pubis.

Las piernas de la princesa flaquearon como si no pudieran sostenerla. Para Bella, regresar al pueblo era como volver a un sueño del que no podía zafarse, del que era incapaz de despertar. Iba a empezar otra vez a llorar si pensaba demasiado en aquello. Encantadora Inanna.

El capitán le parecía un dios dorado a la luz del sol que atravesaba la pequeña ventana. Su barba mal afeitada destacaba entre las sombras y sus ojos ardían en las profundas hendiduras bronceadas de su atractivo rostro.

Al darle él media vuelta sobre su regazo, algo se agitó en la cabeza de la princesa, un último resto de resistencia. Pero cuando su enorme mano aferró el trasero de Bella, ésta lo levantó para adaptarse a la palma, y gimió al sentir el doloroso pellizco y los dedos que le frotaban la piel.

—Demasiado lisa, demasiado perfecta —susurró el capitán encima de ella—. ¿No saben estos infieles castigar como es debido?

Con los primeros golpes, el sexo de la princesa, pegado al muslo del capitán, se inundó de segregaciones y el corazón se le desbocó. Los azotes reverberaron sonoramente en el diminuto camarote. La carne escocía, luego quemaba y a continuación se colmó de un dolor delicioso. Las lágrimas le saltaron a los ojos y empezaron a derramarse rápidamente.

—Soy vuestra, mi señor —susurró medio rendida, medio suplicante, al recibir los golpes cada vez más rápidos y severos sobre las nalgas. El capitán le aferró la barbilla con la mano izquierda y le levantó la cabeza, mientras seguía castigándola—. Oh, Dios mío, os pertenezco —gimoteó y lloró, como si todos los recuerdos del pueblo regresaran a ella—. Seré vuestra de nuevo, ¿verdad que sí? ¡Os lo suplico! —gritó.

—Silencio, basta de impertinencias —reprendió él con suavidad, y enseguida la premió con una nueva tanda de fuertes azotes mientras ella se agitaba y retorcía debajo, sin pudor ni moderación alguna.

A medida que la azotaina seguía sin tregua, aquel castigo le pareció a la princesa el más duro de los que había recibido. Se mordió el labio para no suplicar clemencia. No obstante, presentía que era lo que ella necesitaba, lo que precisaba para despejar sus dudas y temores.

Cuando el capitán volvió a arrojarla sobre la cama, Bella ya estaba lista para recibir su verga y levantó las caderas para acogerla. La pequeña litera parecía temblar bajo las potentes embestidas. La muchacha botaba sobre la manta, sus irritadas nalgas saltaban sobre la basta tela, el peso del capitán la dominaba, la aplastaba, la verga la dilataba y la llenaba de un modo divino. Finalmente, Bella alcanzó el clímax, gritando bajo sus labios sellados. Entre ardorosos fogonazos de placer, no sólo vio al capitán sino también a Inanna. Pensó en sus espléndidos pechos, en su pequeña vagina húmeda, y también en el grueso órgano del capitán y en el semen que derramaba en su interior con la más violenta de las embestidas; lloró de júbilo y de dolor, acallada por la mano del capitán que silenciaba sus gritos hasta que le permitió liberarlos de su ser.

Por fin concluyó y permaneció quieta y jadeante bajo el cuerpo de su apresador. Cuando él la levantó, Bella estaba desfallecida. El capitán se estaba quitando el cinturón.

—Pero ¿qué he hecho yo, mi señor? —protestó susurrante.

—Nada, amor mío. Quiero que ese trasero y esas piernas adquieran un buen color, el mismo que tenían en el pasado. — El capitán la puso de pie ante él y volvió a sentarse junto a la cama, con los pantalones aún desabrochados y la verga erecta.

—Oh, mi señor —suplicó Bella, deshecha por la debilidad. Las sacudidas posteriores al placer cobraban cada vez más fuerza en vez de disolverse. Él estaba doblando la correa.

—Y bien, cada día que pasemos en el mar, comenzaremos la jornada con una buena azotaina, ¿me oís, princesa?

—Sí, mi señor —respondió con un gemido. Todo volvía a la rutina de siempre. Así de simple.

Se llevó las manos a la nuca. ¿Y aquel sueño durante el anterior viaje en barco, aquel sueño sobre encontrar el amor? Bien, lo había saboreado por un breve y celestial momento. Volvería a suceder, pero por ahora tenía a su capitán.

—Separad las piernas —le ordenó—. Ahora, quiero que bailéis al ritmo de los latigazos. ¡Moved esas caderas! —La correa descendió sobre su carne mientras ella gemía y meneaba el trasero, con movimientos que parecían aliviar el dolor, mientras su sexo palpitaba. Sentía el corazón oprimido por el miedo y la felicidad.

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