Read La librería ambulante Online

Authors: Christopher Morley

Tags: #Relato

La librería ambulante (12 page)

BOOK: La librería ambulante
13.69Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

«¡El muy idiota!», dije. «¿Qué puedo hacer?»

«Le sugiero que llame por teléfono al banco de Redfield», dijo, «y dé la orden de ignorar las instrucciones de su hermano. A no ser que haya cambiado de idea. No quiero aprovecharme de usted.»

«¡Tonterías!», dije. «No voy a permitir que Andrew arruine mis vacaciones… Siempre ha sido así: si se le mete algo en la cabeza es como una mula… Llamaré a Redfield y a continuación iremos al banco de aquí.»

Metimos el Parnaso en la cochera del hotel y fuimos a telefonear. Estaba furiosa con Andrew y primero intenté comunicarme con él. Pero nadie contestó en la granja. Luego llamé al banco de Redfield y me pasaron con el señor Shirley, el cajero, a quien conozco bien. Supongo que reconoció mi voz, pues no puso ninguna objeción cuando le dije lo que quería.

«Llame ahora mismo al banco de Woodbridge», dije, «y dígales que el señor Mifflin está autorizado para cobrar su dinero. Lo acompañaré para identificarlo. ¿Bastará con eso?»

«Desde luego», dijo el muy tramposo gusano. ¡Si yo hubiera sabido lo que estaba tramando!

Mifflin dijo que había un tren a las tres en punto. Entramos en una casa de comidas para tomar un refrigerio, y luego fuimos al banco. Le preguntamos al cajero si había llegado algún mensaje de Redfield.

«Sí», dijo. «Acabamos de recibirlo.» Y me miró de un modo bastante raro.

«¿Es usted la señorita McGill?»

«Sí, señor», dije.

«¿Le importaría venir conmigo un momento?», me preguntó cortésmente.

Me llevó a una salita y me pidió que me sentara. Supuse que iría a buscar los papeles que yo debía firmar, de modo que esperé pacientemente durante varios minutos. Había dejado al profesor frente a la ventana del cajero para que recibiera el dinero.

Esperé un rato y finalmente me cansé de hojear los calendarios de las compañías de seguros. Luego miré por la ventana y justo entonces me pareció ver que el profesor doblaba en la esquina acompañado por otro hombre.

Regresé al escritorio del cajero.

«¿Qué ocurre?», dije. «Sus muebles de caoba son muy bonitos pero ya me he cansado de ellos. ¿Cuánto más tendré que sentarme aquí? ¿Y dónde está el señor Mifflin? ¿Recibió su dinero?»

El cajero era una criatura horrorosa de largos bigotes.

«Lamento que haya tenido que esperar, señorita», dijo. «La transacción acaba de realizarse. Le dimos al señor Mifflin lo que debíamos. No hace falta que espere usted más.»

Me pareció algo extraordinario. ¿De verdad el profesor se había marchado sin siquiera despedirse? Sin embargo, noté que el reloj daba las tres menos tres minutos, así que pensé que tal vez había tenido que salir corriendo para alcanzar el tren. Al fin y al cabo era un hombre tan singular…

Al fin decidí volver al hotel, un poco molesta por esta súbita partida. Aunque me alegré de que el hombrecillo hubiera podido recibir su dinero. Probablemente me escribiría desde Brooklyn, pero desde luego yo no recibiría su carta hasta que volviera a la granja, la única dirección que Mifflin tenía. Quizás tampoco pasaría tanto tiempo hasta entonces, aunque aún no tenía ganas de regresar después del horrible comportamiento de Andrew.

Subí el Parnaso al ferry y cruzamos el río. Me sentí perdida, irritada. Ni siquiera el aire fresco que soplaba me dio ningún placer. Bock aullaba desconsolado dentro de la caravana.

No tardé mucho en darme cuenta de que viajar en el Parnaso a solas había perdido parte de su encanto. Echaba de menos al profesor, su forma abrupta y simple de decir las cosas y su ingenio juguetón. Y también me enojaba que se hubiera escurrido sin una sola palabra de despedida. No me parecía natural.

Logré apaciguar un poco mi irritación al detenerme en una granja al otro lado del río, donde vendí un libro de cocina. Luego continué mi camino hacia Bath, que quedaba unas cinco millas más adelante. A Peg no parecía molestarle la pata, así que decidí que lo más seguro sería recorrer esa distancia y pasar la noche a cubierto. Después de contar los días (con cierta dificultad, pues me sentía como si hubiera estado viajando durante un mes), recordé que era la noche del sábado. Pensé que lo mejor sería quedarme en Bath hasta el domingo para tomar un buen descanso. Avanzamos a paso lento por el camino y saqué un ejemplar de La feria de las vanidades. Estaba tan absorta en Becky Sharp que ni siquiera me preocupé por detenerme a vender libros en las casas por las que pasábamos.

Creo que leer un buen libro te hace modesto. Cuando uno logra ver con lucidez el interior de la naturaleza humana, cosa que te proporcionan los grandes libros, uno siente la necesidad de hacerse pequeño. Es como mirar la Osa Mayor en una noche clara o como ver el amanecer en invierno cuando uno va a recoger los huevos de la mañana. Y cualquier cosa que te haga sentir pequeño es maravillosamente buena.

«¿A qué te refieres con un gran libro?», dijo el profesor, es decir, me imaginé que decía el profesor. Por un momento era como si estuviera allí junto a mí, con su pipa en la mano y mirándome con esa expresión enigmática. De algún modo, hablar con el profesor me había hecho reflexionar. Era tan bueno como uno de esos cursos por correspondencia de Scranton, creo yo, y encima no había que pagar las estampillas.

Bueno, le dije, o más bien me dije a mí misma, vamos a ver: ¿qué es un buen libro? No me estoy refiriendo a libros como los de Henry James (el gran ídolo de Andrew, aunque a mí siempre me ha parecido que tenía un aluvión de palabras en la cabeza y nunca se detenía a elegirlas adecuadamente). Un buen libro debe ser simple. Y como Eva, debe provenir de algún lugar entre la segunda y la tercera costilla: debe haber un corazón latiendo en su interior. Una historia que es sólo cerebro no vale demasiado. O, en todo caso, no pasaría la prueba en una reunión de la sociedad caritativa Dorcas. Ése es el problema con Henry James. Andrew hablaba tanto de él que un día llevé uno de sus libros al grupo de costura de Redfield para leerlo en voz alta. Después de un primer intento tuvimos que volver a Pollyana, de Eleanor H. Porter.

No me he pasado quince años ocupándome de las labores domésticas de la granja sin haber elaborado mis propias ideas sobre la vida. Y sobre los libros. No enfrentaría mi visión de la literatura a la suya, profesor (aún seguía hablando con Mifflin en mi mente), no, ni siquiera a la de Andrew. Pero, como le dije, tengo mis propias ideas. He aprendido que el trabajo honesto vale tanto en la escritura de libros como a la hora de lavar platos. Supongo que los libros de Andrew deben de ser buenos porque, después de todo, trabaja en ellos sin descanso. Puedo perdonarle que sea un granjero inconstante mientras realice a destajo sus tareas literarias. Un hombre puede ser un holgazán en todo lo demás mientras haga una sola cosa con todo el esmero posible. De modo que no importa que yo sea una ignorante en literatura mientras sea la mejor en la cocina. En eso solía pensar mientras sacaba brillo, fregaba, limpiaba, desempolvaba y barría, justo antes de ponerme a preparar la cena. Si alguna vez me sentaba a leer durante diez minutos el gato iba a comerse las natillas. Ninguna mujer en el campo puede sentarse más de quince minutos seguidos entre el amanecer y la caída del sol, a menos que tenga una docena de sirvientes, claro. Y nadie sabe nada sobre literatura a menos que pase la mayor parte de su vida sentado. Como usted mismo, profesor.

El cultivo de la reflexión filosófica era una experiencia nueva para mí. Peg trotaba satisfecha y el perro iba corriendo, atado bajo la caravana. Leía La feria de las vanidades y pensaba en toda clase de cosas. Me bajé un momento para recoger algunas hojas de arce de color escarlata que me llamaron la atención. Los coches a motor que pasaban me molestaban con su ruido y el polvo que dejaban a su paso. Pero pronto uno de ellos se detuvo, los ocupantes miraron mi caravana con curiosidad y me pidieron algunos libros. Levanté las tapas y nos hicimos a un lado del camino para charlar animadamente. Al final me compraron dos o tres libros.

Cuando nos aproximábamos a Bath las manecillas de mi reloj indicaban la hora de la cena. Aún me daba vergüenza copiar el plan de Mifflin de pasar la noche en las granjas, así que decidí que entraría directamente al pueblo y buscaría un hotel. Al día siguiente sería domingo, de modo que parecía razonable darle un descanso al caballo y quedarme dos noches en Bath. Hominy House parecía limpia y anticuada y su nombre me resultaba divertido, así que entré en la recepción. Era una especie de casa de huéspedes de clase alta, ocupada casi exclusivamente por señoras mayores. Me pareció un lugar casi literario, y comparado con el Grand Central de Shelby incluso tenía un aire a lo Elbert Hubbard. Las personas que estaban en la recepción me miraron con suspicacia y, por un momento, pensé que me dirían que allí no recibían vagabundos. Pero en cuanto puse un reluciente billete de cinco dólares sobre el mostrador recibí la mejor atención. Un billete de cinco dólares es como un título nobiliario en Nueva Inglaterra.

¡Oh, por Dios, cuánto disfruté del pastel de pollo con tostadas! ¡Y de las tortitas de trigo sarraceno con sirope de arce!

Cuando una está acostumbrada a cocinar su propia comida, comer algo hecho con esmero en el horno de otra persona es la mejor recompensa que se puede obtener. Después de cenar me disponía a pasar un buen rato sentada en una mecedora en el porche, con mi jersey puesto, cuando recordé que estaba obligada a cumplir con las tradiciones del Parnaso. Estaba allí para divulgar el evangelio de los buenos libros. Me puse a pensar que el profesor nunca había desfallecido en el cumplimiento de su deber y resolví que a partir de entonces sería siempre digna de la causa.

Cuando rememoro la experiencia me parece un poco alocada, pero a la vez llena de un aura casi evangélica. Pensé que si mi propósito era vender libros también era necesario que me divirtiera haciéndolo. Casi todas las señoras mayores estaban apoltronadas en el salón, bordando, leyendo o jugando a las cartas. En el salón de fumadores vi a dos hombres muy arrugados. La señora Hominy, la encargada del hotel, estaba sentada en su escritorio tras una reja, revisando las cuentas con una pluma de oca en la mano. Deduje que en aquella casa no había ocurrido nada emocionante desde que Walt Whitman escribiera Hojas de hierba. Imbuida del espíritu «ahora o nunca», decidí que les levantaría el ánimo.

Había visto en el comedor una campana detrás de la puerta. Después de hacerme con ella, de pie en medio del salón principal, empecé a tocarla con todas mis fuerzas.

Alguien podría haber creído que se trataba de una alarma de incendio. La señora Hominy, aterrada, dejó caer su pluma. Las damas coloniales del salón volvieron a la vida y corrieron al salón principal como cucarachas. En un minuto había congregado a una audiencia bastante considerable. Ahora tendría que cautivarlos a todos.

«Amigos», dije, imitando inconscientemente los trucos del profesor, supongo, «esta campana que generalmente os convoca a la hora de los alimentos, ahora os llama para un ágape literario. Con el permiso de la administración, y disculpándome por haber perturbado vuestra tranquilidad, os obsequiaré con algunas reflexiones sobre el valor de los buenos libros… Veo que a muchos de vosotros os gusta leer, de modo que quizás el tema os resulte ameno.»

Me miraron con calidez, como un grupo de colegiales.

«Damas y caballeros», proseguí, «seguro que recordáis la historia de Abe Lincoln cuando dijo: Si llamas cola a una pata, ¿cuántas colas tiene un perro? Cinco, me diréis. No es correcto. Porque, como dijo el señor Lincoln, llamar cola a una pata…»

Aún sigo pensando que era una buena manera de empezar. Pero sólo pude llegar hasta allí. La señora Hominy salió de su trance, saltó fuera de su jaula de metal y me agarró del brazo. Estaba roja de ira.

«¡De verdad!», dijo. «¡De verdad se lo digo!… ¡Tendrá que continuar con esto en algún otro lugar! ¡En esta casa no aceptamos esa clase de comercio ambulante!»

Y en menos de quince minutos ya habían enganchado a Peg y me estaban pidiendo que me marchara. Lo cierto es que me había quedado tan desconcertada que a duras penas pude protestar. Abatida, me vi a mí misma registrándome en el Hotel Moose, donde me aseguraron que no tenían nada contra el gremio de los comerciantes. Subí directamente a mi cuarto y me quedé dormida en cuanto llegué al colchón de paja.

Ésa fue la primera y única vez que hablé en público.

Capítulo 12

El día siguiente fue domingo, 6 de octubre. Recuerdo bien la fecha.

Desperté tan animada como cualquier heroína de Robert W. Chambers. Todas mis dudas y tristezas de la noche anterior se habían disipado y me sentía en placentera armonía con el mundo y todo lo que éste contenía.

El hotel se encontraba en un estado bastante precario, pero eso no bastaba para arruinarme el ánimo. Me di una ducha terriblemente helada en una auténtica bañera de campo y luego desayuné huevos y tortitas. En la mesa había un tipo que vendía pararrayos y muchos otros viajantes de comercio.

Mucho me temo que mi conversación aquella mañana estuvo conscientemente modelada por lo que el profesor habría dicho si hubiera estado allí; sea como fuere, conseguí arreglármelas. Los viajantes, después de un momento de embarazosa indiferencia, me trataron como a una más de los suyos y me preguntaron por mi «línea» de negocio con vivo interés.

Les conté lo que hacía y todos dijeron que me envidiaban por mi libertad de ir y venir sin necesitar de los trenes. Hablamos animadamente durante largo rato y, casi sin proponérmelo, empecé a predicar sobre los libros. Al final insistieron en que les enseñara mi Parnaso.

Salimos todos al establo, donde se hallaba la caravana, y aquellos hombres husmearon entre las estanterías. Vendí cinco dólares en libros en un momento, a pesar de que había decidido que no haría ningún negocio al ser domingo. Sin embargo, no pude negarme a venderles aquellos volúmenes, pues todos parecían agradecidos de conseguir algo bueno que leer. Un hombre se puso a hablar sin parar de Harold Bell Wright, pero por desgracia tuve que admitir que no sabía quién era. Evidentemente, el profesor no tenía ninguna de sus obras. Me alegró un poco saber que, después de todo, el pequeño Barbarroja no sabía absolutamente todo acerca de la literatura.

Después de aquello dudé sobre si debía ir a la iglesia o dedicarme a escribir algunas cartas. Finalmente me decidí por las cartas. Empecé por Andrew y escribí:

BOOK: La librería ambulante
13.69Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Once a Cowboy by Linda Warren
Tuppence to Tooley Street by Harry Bowling
Redemption by Veronique Launier
The Willbreaker (Book 1) by Mike Simmons
(#15) The Haunted Bridge by Carolyn Keene
Maid of Dishonor by Heidi Rice
Follow the Sun by Deborah Smith
HerVampireLover by Anastasia Maltezos