La librería ambulante (13 page)

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Authors: Christopher Morley

Tags: #Relato

BOOK: La librería ambulante
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HOTEL MOOSE, BATH

Mañana de domingo

Querido Andrew:

Parece absurdo pensar que sólo han pasado tres días desde me que marché de Sabine Farm. Honestamente: me han ocurrido más cosas en estos tres días que en los últimos quince años allí.

Lamento que el señor Mifflin y tú hayáis discutido, aunque puedo entender cómo te sientes. No obstante, me he enfadado mucho al saber que habías intentado detener el pago del cheque. Sencillamente, no era asunto tuyo, Andrew.

Telefoneé al señor Shirley y le pedí que diera la orden de pagar al señor Mifflin en el banco de Woodbridge. El profesor no me engañó para que comprara su Parnaso. Lo hice por mi propia voluntad. Si quieres saber la verdad, ¡la culpa es tuya! ¡Lo compré porque tenía miedo de que lo compraras tú si no lo hacía yo! Y no quería quedarme sola en la granja de aquí al Día de Acción de Gracias mientras tú te ibas a otro de tus viajes. De modo que decidí que lo haría yo.

Pensé que así verías lo que se siente al quedarse solo y a cargo de todo en casa. Pensé que sería bueno para mí despejar mi mente durante un tiempo y vivir mi propia aventura.

Ahora, Andrew, he aquí algunas instrucciones para ti:

1.
No olvides alimentar a las gallinas dos veces al día y recoger todos los huevos. Hay un nido detrás de la pila de leña y algunas de las cluecas han estado poniendo debajo de la despensa de hielo.

2.
No dejes que Rosie toque la porcelana azul de la abuela porque estoy segura de que la rompería en cuanto pusiera sus gruesos y torpes dedos suecos sobre ella.

3.
No olvides tu ropa interior de invierno. Las noches empiezan a ponerse frías.

4.
Olvidé cubrir la máquina de coser. Por favor, cúbrela tú o se llenará de polvo.

5.
No dejes que el gato ande libremente por la casa de noche: siempre rompe algo.

6.
Envíale tus calcetines o cualquier cosa que necesites remendar ala señora McNally. Ella lo hará por ti.

7.
No olvides alimentar a los cerdos.

8.
No olvides reparar la veleta del granero.

9.
No olvides mandar el barril de manzanas a la fábrica de sidra o no tendrás nada que beber cuando el señor Decameron venga a vernos a finales de otoño.

10.
Sólo para llegar a los diez mandamientos, añadiré uno más: llama a la señora Collins y dile que la reunión de las Dorcas tendrá que hacerse en otra casa la próxima semana, porque no sé cuándo regresaré. Quizás me ausente durante quince días más. Éstas son mis primeras vacaciones en mucho tiempo y pienso disfrutarlas al máximo. El profesor (el señor Mifflin, quiero decir) ha regresado a Brooklyn para trabajar en su libro. Lamento que os hayáis puesto a pelear en medio del camino como dos rateros. Él es un buen hombre y estoy segura de que te caería bien si lo conocieras mejor.

Pasaré el domingo en Bath y mañana iré hasta Hastings. He vendido cinco dólares en libros esta mañana, a pesar de ser domingo.

Tu hermana,

HELEN McGILL

P. D. No olvides limpiar el alambique cuando lo uses, de lo contrario quedará en un estado lamentable.

Después de escribirle a Andrew pensé en enviarle un mensaje al profesor. Ya le había escrito una larga carta en mi mente, pero, no sé por qué, en cuanto intenté ponerla por escrito me sentí algo torpe. No sabía por dónde empezar. Pensé en lo divertido que sería que estuviera allí conmigo y que pudiera escucharme. Y, entonces, mientras escribía las primeras líneas, algunos de los vendedores regresaron a la sala de estar.

«Pensé que quizás le gustaría ver el periódico del domingo», dijo uno de ellos.

Tomé el periódico, le di las gracias y le eché un vistazo a los titulares. Las desproporcionadas letras negras surgieron ante mí y mi corazón se contrajo de horror. Sentí que se me enfriaban los dedos. «Terrible accidente en la vía del río. Tren expreso descarrila. Diez muertos y decenas de heridos. Error en la señalización.»

Las letras parecían levantarse como un anuncio de leche merengada. Con temblorosa aprehensión leí los detalles. Al parecer, el expreso que había salido de Providence a las cuatro del sábado por la tarde se había estrellado en un campo cercano a Willdon hacia las seis, chocando con una fila de vagones de carga vacíos. El vagón principal había quedado destruido y la locomotora había volcado antes de dar contra un muro de contención. Diez hombres habían muerto… Mi cabeza dio vueltas. ¿No era aquél el tren del profesor? Vamos a ver, salió de Woodbridge en un tren local a las tres. El día anterior había dicho que el expreso salía de Port Vigor a las cinco… Si había hecho el cambio al expreso…

Con una mezcla de fascinación y horror, mis ojos cayeron en la lista de muertos.

Recorrí los nombres. Gracias a Dios, no, Mifflin no estaba entre ellos.

Entonces vi la última línea: «Hombre de mediana edad sin identificar».

¿Sería el profesor?

De repente, me sentí mareada, y por primera vez en mi vida me desmayé.

Gracias a Dios no había nadie en aquella sala. Los vendedores habían vuelto a salir y nadie oyó cómo me desplomaba. Recuperé la conciencia poco después, mi corazón giraba sin parar como una veleta. Al principio no me daba cuenta de qué me ocurría. Entonces mis ojos volvieron a caer sobre el periódico. Febrilmente leí el relato de los hechos y los nombres de los heridos que antes había pasado por alto. Por ningún lado aparecía un nombre conocido. Pero las trágicas palabras «hombre sin identificar» bailaron ante mis ojos. ¡Oh! Si fuera el profesor…

La verdad no tardó en cubrirme como una ola. Amaba a aquel hombrecillo: lo amaba, lo amaba. Había llevado hasta mi vida algo completamente nuevo, y sus maneras tan pintorescas y atrevidas habían calentado mi gordo y viejo corazón, que, por primera vez, con un borboteo intolerable de dolor, parecía saber que mi vida ya no volvería a ser la misma sin él. Y ahora… ¿qué podría hacer?

¿Cómo saber la verdad?

Si él estaba en ese tren y había salido ileso del accidente, seguramente me había enviado un mensaje a Sabine Farm. Era posible, sí. Corrí al teléfono y llamé a Andrew.

¡Oh, la agónica lentitud de las conexiones telefónicas cuando algo urgente nos apremia! Mi voz tembló cuando le dije a la operadora: «Redfield 158d». Zapateando con nerviosismo esperé a escuchar el familiar clic de la bocina al otro lado de la línea. Oí cómo en la centralita de Redfield recibían la llamada y conectaban con nuestro teléfono. Pude ver en mi imaginación el aparato colgado del muro, en el viejo pasillo de la granja Sabine. Pude ver el sucio refuerzo de yeso donde Andrew pone el codo mientras habla por teléfono y el lugar donde anota los números con lápiz, cubierto de migas de pan. Vi a Andrew saliendo de la sala para contestar. Y entonces la operadora dijo con indiferencia: «No contestan». Mi frente estaba llena de sudor cuando salí de la cabina.

Espero no tener que volver a vivir nunca los horrores de la siguiente hora. A pesar de mis modales campechanos y sentimentales, en los momentos difíciles soy más reservada que una ostra. Estaba decidida a ocultar mi angustia y mi ansiedad de la bienintencionada clientela del Hotel Moose. Corrí a la estación de ferrocarril para enviarle un telegrama al profesor, a Brooklyn, pero el lugar estaba cerrado. Un chico me dijo que no abrirían hasta la tarde. Desde una cafetería llamé a «información» en Willdon y finalmente me conectaron con un enterrador de aquel pueblo. Una horrible y compasiva voz (¿alguna vez habéis hablado con un enterrador por teléfono?) me dijo que nadie llamado Mifflin estaba entre los muertos, pero admitió que aún había un cuerpo sin identificar. Utilizó una palabra espantosa que me hizo sentir escalofríos: irreconocible, dijo. Y colgó.

Fue la primera vez que sentí el horror de la soledad. Pensé en el cuaderno del pobre hombrecillo. Pensé en sus modales temerarios y amables, en su ridícula gorra de tweed, en el botón que le faltaba a su chaqueta, en los chapuceros remiendos de sus mangas. En ese momento me pareció que el paraíso se reducía a viajar por caminos polvorientos a bordo del Parnaso en compañía del profesor. A duras penas lo conocía, claro, ¿pero qué más daba? Había llevado el esplendor de un ideal a mi vida rutinaria y gris. Y ahora… ¿lo había perdido para siempre? Andrew y la granja parecían desvanecerse en la lejanía. Yo era una mujer sencilla, mortalmente solitaria y desamparada. En medio de mi perplejidad caminé hasta las afueras del pueblo y rompí a llorar.

Finalmente recuperé la compostura. No me avergüenza decir que entonces pude aceptar con franqueza lo que me había ocultado a mí misma durante tanto tiempo. Estaba enamorada. Enamorada de un librero de barba roja que era para mí más formidable que Sir Galahad. Y juré que si me aceptaba, lo seguiría hasta el mismísimo fin del mundo.

Regresé al hotel andando. Intentaría llamar otra vez a Andrew por teléfono. Mi alma entera se estremeció cuando por fin escuché el clic.

«¿Sí?», dijo la voz de Andrew.

«Oh, Andrew», dije, «soy yo, Helen.»

«¿Dónde estás?» Parecía enojado.

«Andrew, ¿hay algún… algún mensaje del señor Mifflin para mí? Aquel accidente de ayer… Quizás iba a bordo de ese tren. Estoy tan preocupada… ¿Crees que le habrá pasado… algo?»

«Vaya tontería», dijo Andrew. «Mifflin está preso en la cárcel de Port Vigor.»

Creo que en ese momento Andrew debió de quedarse estupefacto, pues empecé a llorar y a reírme al mismo tiempo. Y, así, en medio de tanta agitación, colgué.

Capítulo 13

Mi primer impulso fue buscar un rincón donde esconderme para dar rienda suelta a mis sentimientos sin ningún reparo ni temor. Me arreglé lo mejor que pude antes de salir de la cabina; luego pasé a través de la recepción y salí por la puerta lateral. Caminé hasta el establo, donde la buena de Pegaso estaba rumiando. El agradable y familiar olor a caballo y a cuero gastado entró directamente en mi corazón, y mientras Bock se apoyaba en mis rodillas apoyé mi cabeza en el cuello de Peg y lloré. Creo, de verdad, que aquel viejo y obeso animal me entendió. Era tan prosaica, rechoncha y madura como yo. Y amaba al profesor.

De repente, las palabras de Andrew hicieron eco en mi mente. Apenas les había prestado atención, presa de la sensación de alivio que me produjeron. Pero entonces, su significado se hizo patente. «En la cárcel.» ¡El profesor en la cárcel! Así se explicaba su misteriosa desaparición en Woodbridge. El horripilante tipo de Shirley debió de telefonear desde Redfield, y cuando el profesor llegó al banco para cobrar su cheque lo arrestaron. Por eso me habían encerrado en esa sala llena de muebles de caoba. Andrew tenía que estar detrás de todo esto. ¡Maldito chiflado! Mi rostro ardió de rabia y humillación.

Nunca antes había sentido lo que era estar realmente furiosa. Podía sentir cómo hormigueaba mi cerebro. ¡El profesor en la cárcel! El galante y caballeroso hombrecillo, que se las había visto con rufianes y ladronzuelos, sospechoso de ser un timador… ¿Acaso pensaban que yo no podía cuidar de mí misma? ¿Qué se pensaban que era? ¿Un secuestrador?

De inmediato decidí regresar a toda prisa a Port Vigor. Si Andrew había conseguido meter al profesor en la cárcel, sólo podía haberlo hecho acusándolo de timarme a mí. Desde luego, no sería por haberle roto la nariz en el camino de Shelby. Y si yo me presentaba para anular los cargos, seguramente lo dejarían salir.

Creo que debía de estar hablando en voz alta junto al cuello de Peg. En todo caso, justo en ese momento apareció el mozo de cuadra y me miró asombrado cuando vio, con el rostro sonrojado de emoción, que estaba hablando con un caballo. Le pregunté a qué hora salía el próximo tren para Port Vigor.

«No, señora», respondió, «dicen que todos los trenes locales están suspendidos hasta que no se despeje la vía después del accidente de Willdon. Y, como es domingo, no creo que consiga nada hasta mañana por la mañana.»

Pensé con calma qué debía hacer.

Port Vigor no quedaba tan lejos después de todo. Un automóvil del garaje local podría llevarme hasta allí en un par de horas como mucho. Sin embargo, me pareció que sería más apropiado ir a rescatar al profesor en su propio Parnaso, aunque me tomara más tiempo.

A decir verdad, pese a que me sentía furiosa y humillada al pensar que Andrew lo había hecho encarcelar, al mismo tiempo no podía evitar sentir gratitud en lo más profundo de mi alma. ¿Qué habría pasado si hubiera tomado aquel tren? En realidad, la Saga de Redfield había hecho el papel de la Providencia. Y si salía en ese mismo instante con el Parnaso, podría llegar a Port Vigor… bueno, llegaría durante la mañana del lunes.

Las buenas gentes del Hotel Moose se llevaron una gran sorpresa al ver cómo devoraba mi almuerzo a toda velocidad. Pero no les di explicaciones. Mi cabeza estaba llena de otros pensamientos y la salsa de manzana era como el amianto de mis ideas.

Ya sabéis que una mujer sólo se enamora una vez en su vida y si la cosa no ocurre hasta entrados los cuarenta años… En fin, ¡hay que apresurarse!

Veréis, no estaba vacunada contra el amor mediante algún flirteo juvenil. Empecé a trabajar como institutriz desde muy joven, y una institutriz no tiene demasiadas oportunidades para poner a prueba su templanza. Así que el golpe, aunque tardío, había sido muy fuerte. Es ahí cuando una mujer se encuentra consigo misma: cuando se enamora. No importa si es vieja o gorda o aburrida o simplona. Siente ese cosquilleo debajo de las costillas y se cae del árbol como una fruta madura. No me importaba que Roger Mifflin y yo hiciéramos una pareja tan extraña como la del doctor Johnson y su esposa, sólo estaba segura de una cosa: que en cuanto volviera a ver a aquel diablillo me entregaría totalmente a él… si él quería, claro. Por esto, el viejo Hotel Moose es para mí un lugar sagrado. Es allí donde supe que la vida todavía me reservaba cosas frescas, cosas mejores que amasar pastelillos para Andrew.

Aquel domingo fue uno de esos días dorados y cálidos que solemos tener en octubre aquí en Nueva Inglaterra. El año empieza realmente en marzo, como saben los granjeros, y hacia finales de septiembre o comienzos de octubre la estación llega a la madurez y perfección de su clímax. Hay días en que el mundo parece mecerse en los brazos de un sueño dulce, en lo más álgido de la plenitud de la fruta, justo antes del inicio del declive. No tengo palabras como Andrew para describirlo, pero cada otoño, desde hace muchos años, puedo percibirlo. Recuerdo que, a veces, en la granja solía apoyarme sobre una pila de troncos, justo antes de la cena, a contemplar por un instante esas puestas de sol púrpura de octubre. Escuchaba el tintineo agudo de la pequeña máquina de escribir de Andrew proveniente del estudio. Y luego intentaba tragarme, bien dentro de mí, la belleza y la nostalgia de todo aquello, antes de correr a la cocina a hacer el puré de patatas.

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