Peg arrastró el Parnaso por aquel camino secundario con un trote alegre. Creo que sabía que regresábamos para ver al profesor.
Bock corría a toda prisa a un lado de la caravana. Y a mí me sobraba tiempo para pensar. Bien pensado, aquello no me desagradaba en absoluto, pues tenía mucho que reflexionar.
Una aventura que, habiendo comenzado como una mera broma o un capricho, había acabado por convertirse en la sustancia misma de la vida. Era algo extravagante, supongo, y tan romántico como una gallina clueca, pero, ¡por los huesos de George Eliot!, me dan pena las mujeres que nunca tuvieron la oportunidad de vivir una extravagancia.
Mifflin estaba en la cárcel. ¡Ay, pero bien podría haber estado muerto! ¡E irreconocible! Mi corazón se negaba a hundirse en la tristeza. El hombrecillo pronto estaría a salvo de tan humillante oprobio.
Parecía haberse creado un parentesco entre la estación y mi espíritu, pensé al ver los rayos dorados, que ya se tornaban de bronce lánguido sobre el camino. Allí me encontraba, en la madurez de mi feminidad, al borde mismo del declive en el otoño. Quién lo iba a decir. ¡Por la gracia de Dios, había encontrado a mi hombre, a mi maestro! Él me había tocado con su fuego y su valentía. Ya no me importaba la suerte de Andrew o de la granja o ninguna otra cosa en el mundo. Mi hogar y mi morada estaban aquí, en el Parnaso. O donde quiera que Roger Mifflin montara su tienda de campaña. Imaginé que cruzaba el puente de Brooklyn junto a él al anochecer, observando los rascacielos recortados contra el cielo en llamas. Me gustaba llamar a las cosas por su nombre. La tinta es la tinta, aunque en el tintero ponga «fluido comercial». No intentaría ocultar el hecho de que estaba enamorada. De hecho, me regocijaba por ello.
Mientras el Parnaso avanzaba por el camino y las hojas de arce escarlatas giraban gráciles en el aire azul de octubre, inventé una especie de cántico que titulé Himno para una mujer de mediana edad (y gorda) que se ha enamorado.
«¡Oh, Dios, te doy gracias por haber puesto en mi camino esta gran aventura! ¡Te doy gracias por haber salido de la tierra yerma de las solteronas, por ver la gloria de un amor más grande que mi propio ser! Te doy gracias por enseñarme que mezclar y amasar y hornear no era lo único que la vida tenía reservado para mí. Incluso si él no me ama, Señor, siempre seré suya.»
Semejantes cosas canturreaba para mí misma cuando, cerca de Woodbridge, me topé con un lujoso y enorme automóvil a la orilla del camino.
Varias personas, a todas luces inteligentes y adineradas, estaban sentadas a la sombra de un árbol mientras el chófer luchaba por arreglar una rueda. Estaba tan absorta en mis propios pensamientos que de buena gana habría pasado de largo sin prestarles mayor atención, pero de repente recordé el credo del profesor: predicar el evangelio de los buenos libros día y noche, en todo momento. Domingo o no, pensé que la mejor forma de honrar a Mifflin sería actuando según su propio criterio. Me detuve a un lado.
Noté cómo se miraban entre sí con aire de sorpresa, murmurando. Había un hombre mayor, con el rostro enjuto y arrugado, una dama robusta, que era evidentemente su esposa, dos jovencitas y un hombre con ropa de jugar al golf. La cara del hombre mayor me resultó vagamente familiar. Me pregunté si acaso no se trataría de una de las amistades literarias de Andrew, cuya foto habría visto en algún lugar.
Bock se quedó junto a la rueda del Parnaso, su larga y curvada lengua entrando y saliendo del hocico. Dudé por un instante, pensando en la mejor manera de iniciar el ataque, pero entonces el hombre mayor gritó:
«¿Dónde está el profesor?»
Empezaba a darme cuenta de que Mifflin era, en efecto, un personaje público.
«¡Cielos!», dije. «¿Usted también lo conoce?»
«Bueno, eso me temo», dijo. «La pasada primavera vino a verme para hablarme de una adquisición para las bibliotecas de las escuelas y no se marchó hasta que le prometí que haría lo que él me pedía. Pasó la noche con nosotros y estuvimos hablando de literatura hasta las cuatro de la mañana. ¿Dónde se encuentra ahora? ¿Es usted la nueva dueña del Parnaso?»
«Sólo de momento», dije. «El señor Mifflin está en prisión en Port Vigor.»
Las señoras soltaron chillidos de admiración e incluso el hombre no parecía menos sorprendido. (Creo que se trataba de un funcionario de educación o algo por el estilo.)
«¿En prisión?», dijo. «¿Y cómo rayos ha ocurrido algo así? ¿Acaso se ha propasado con alguien por leer a Nick Cárter o a Bertha M. Clay? Ése es el único delito que se me ocurre que haya podido cometer el profesor.»
«Lo acusan de haberme quitado cuatrocientos dólares valiéndose de artimañas», dije, «y mi hermano lo ha hecho encarcelar. Pero lo cierto es que el profesor no le robaría ni a una gallina que acaba de poner. Compré el Parnaso por mi propia voluntad. Voy camino de Port Vigor para sacarlo de prisión. Luego le pediré que se case conmigo. Si él quiere. Igual no es mi día de suerte.»
El rostro afilado del viejo me miró con simpatía. Era un hombre bien parecido, con el pelo corto y ya gris, la frente despejada, amplia y bien bronceada. Observé su traje oscuro y fino, el cuello impecable de la camisa. Era un hombre de buena familia, sin duda.
«Bien, señorita», dijo, «cualquier amigo del profesor es amigo nuestro.» Su esposa y las chicas asintieron con la cabeza. «Si lo desea podemos llevarla en nuestro automóvil para agilizar el trámite; estoy seguro de que Bob estará encantado de llevar el Parnaso hasta Port Vigor… Pronto estará lista la rueda.»
El joven asintió sinceramente, pero como dije antes, estaba decidida a llevar el Parnaso yo misma. Pensé que la imagen de su tabernáculo sería el mejor bálsamo para Mifflin, después de una experiencia tan embarazosa. Así que rechacé la oferta y les expliqué la situación con más detalle.
«Como quiera», dijo, «en todo caso, permítame que la ayude de otra forma.»
Sacó una tarjeta de su cartera y escribió algo en ella. «Cuando llegue a Port Vigor», dijo, «enseñe esto en la prisión y verá cómo no tiene ningún problema. Da la casualidad de que conozco a algunas personas allí.»
Así, después de un apretón de manos con toda la familia, seguí mi camino, mucho más animada después de este pequeño y amistoso incidente. No miré la tarjeta que me había dado hasta que hube recorrido un buen trecho. Entonces comprendí por qué el rostro del viejo me había resultado familiar. La tarjeta decía simplemente: «Raleigh Stone Stafford. Sede del Gobierno, Darlington». ¡Era el gobernador del estado!
No pude evitar reírme mientras el Parnaso llegaba a lo alto de una colina, desde la cual se divisaba a lo lejos el río. Qué distinto era todo esto de los sueños románticos que tenía en mi juventud. Y esto ha sido algo característico a lo largo de toda mi vida, una vida llena de acontecimientos cotidianos, sencillos y a menudo algo cómicos, a pesar de mis arduos esfuerzos por parecer seria y solemne. No obstante, estuve al borde de las lágrimas al pensar en el accidente de Willdon y en el dolor de los corazones por el luto. Me pregunté si el gobernador regresaba precisamente de Willdon, tras ordenar una investigación.
En su tarjeta había escrito: «Por favor, liberen al señor R. Mifflin de inmediato y muéstrense corteses con esta dama». Así que imaginé que no habría ningún problema. Esto aumentó mi ansiedad por llegar cuanto antes, y después de cruzar el río a bordo del ferry nos detuvimos en Woodbridge sólo para comer algo. Pasé delante del banco donde me habían hecho esperar por la tarde y de buena gana le habría dado unos azotes a aquel entrometido cajero. Me pregunté cómo habrían llevado al profesor hasta Port Vigor y pensé irónicamente que la mañana anterior Mifflin había pensado en la posibilidad de llevar a los rufianes a aquella misma cárcel. Sin embargo, no tuve dudas de que su espíritu filosófico sacaría el mejor provecho de la situación.
Woodbridge estaba tan muerto como cualquier pueblo de la comarca en una noche de domingo. En el pequeño hotel donde cené no se hablaba de otra cosa que del accidente de tren. Pero cuando pagué la cuenta, el propietario notó la presencia del Parnaso en el establo.
«¿Ése es el autobús que le vendió el delincuente, no es así?», preguntó con una mirada satírica.
«Sí», contesté secamente.
«Supongo que vuelve para llevarlo a juicio», dijo. «Ese tipo es el demonio, créame. Cuando el sheriff intentó ponerle las esposas le dio un puñetazo en el ojo y estuvo a punto de romperle la mandíbula. ¡Muy bravucón para ser un enano!»
Mi pequeño pendenciero, pensé, hinchada de orgullo.
El camino de regreso a Port Vigor me pareció interminable. Me puse un poco nerviosa al recordar a los bandidos de la cantera de Pratt, pero pensé que bastaría con tener a Bock sentado a mi lado en el pescante para amedrentarlos. Avanzamos a buen paso por la oscuridad, entre los entintados pasillos que formaban los pinos, allí donde la luz de las estrellas se estiraba sobre nosotros como un ribete. Y, más allá, sobre las suaves dunas que se alzan frente al río. Estaba terriblemente cansada, me sentía sola y deseaba fervientemente encontrarme con mi pequeño Barbarroja. Peg estaba exhausta también y ahora caminaba lentamente. Era quizás medianoche cuando vimos las luces rojas y verdes de las señales ferroviarias, y entonces supe que Port Vigor estaba muy cerca.
Decidí acampar allí mismo. Llevé a Peg hasta un prado junto al camino, la amarré a una valla y llevé al perro a la caravana. Estaba demasiado cansada como para quitarme la ropa. Me desplomé sobre el catre y me tapé con las sábanas. Al mismo tiempo algo cayó al suelo con un golpe seco. Era una de las pipas mugrosas y llenas de hollín que el profesor se había dejado olvidada. La puse bajo mi almohada y me quedé dormida.
Lunes, 7 de octubre. Si ésta fuera una novela sobre una chica encantadora, esbelta y de mirada coqueta, cuán diferente habría sido mi descripción de los sentimientos que me embargaban a la mañana siguiente. Pero tratándose de unas pocas páginas acerca de la vida de un ama de casa gorda de Nueva Inglaterra, me veo obligada a ser sincera. Me desperté sintiéndome una mujer sosa y amargada. El día estaba gris, helado: suaves retazos de niebla se cernían sobre el Sound y flotaba en el aire un desolador chirrido de gaviotas. Me sentía molesta, infeliz y, por supuesto, avergonzada. Guiada por mi pasión deseaba correr a encontrarme con el profesor, apretarlo entre mis brazos, estar a solas con él en el Parnaso, viajando por algún camino soleado. Pero entonces recordé sus palabras: yo no era nada para él. ¿Qué ocurriría si después de todo él no me amaba?
Crucé andando un extenso campo hasta llegar a la playa donde las pequeñas olas azotaban los guijarros. Me lavé el rostro y las manos con el agua salada. Luego regresé al Parnaso y preparé algo de café con leche condensada. Les di su desayuno a los animales. Luego le puse los arneses a Peg y me sentí mejor. Cuando entrábamos en el pueblo tuve que esperar en el paso a nivel mientras el tren accidentado, que volvía de Willdon, pasaba por las vías. Eso quería decir que todo estaba despejado ya. Observé a los hombres llenos de hollín que viajaban en los vagones y me estremecí al pensar en lo que habían estado haciendo.
La cárcel del condado de Vigor queda a una milla del pueblo y es un conjunto de feas barracas grises rodeado por un elevado muro con pinchos de metal en lo más alto. Di gracias a Dios porque aún fuera tan temprano, y así pude transitar por las calles vacías sin encontrarme con ningún conocido. Finalmente llegué a la entrada de la prisión. Un guardia me salió al paso. «No puede entrar, señora», dijo. «Ayer fue el día de visitas. Nada de visitas hasta el mes que viene.»
«Debo entrar», dije. «Han encerrado a un hombre aquí con falsos cargos.»
«Eso dicen todos», respondió con calma y lanzó un escupitajo hasta el otro lado del camino. «Usted no pensaría que ninguno de nuestros inquilinos debería estar aquí si oyera hablar a cualquiera de sus amigos.»
Le enseñé la tarjeta del gobernador. El hombre quedó muy impresionado y corrió a una garita junto al muro. Para telefonear, supongo.
Volvió al instante.
«El sheriff dice que la recibirá, señora. Pero tendrá que dejar este furgón de dinamita aquí mismo.» Abrió una portezuela en medio del inmenso portón de hierro y me condujo hasta donde se hallaba otro hombre. «Lleva a esta dama hasta el despacho del sheriff», dijo.
Algunos de los prisioneros del condado de Vigor debían de haber aprendido bien el oficio de jardineros, pues el terreno, allí dentro, tenía muy buen aspecto. El césped era verde y estaba finamente podado, y había arriates con flores.
A lo lejos, un grupo de hombres con uniforme a rayas arreglaba un caminillo. El guía me dejó frente a una cabaña que se hallaba junto al edificio principal. Había dos niños jugando fuera. Recuerdo haber pensado que, sin duda, aquél era un lugar extraño para criarlos.
Sin embargo, tenía otras cosas en que pensar. Levanté la vista hacia el lúgubre y gris edificio. Detrás de una de aquellas pequeñas ventanas con barrotes se hallaba el profesor. Sabía que debía enfadarme con Andrew, pero todo aquello parecía parte de un sueño.
Después de recorrer un pasillo, dentro de la cabaña del sheriff, me hallé delante de un hombre muy alto con cuello de toro y un gran bigote.
«¿Se encuentra aquí un preso llamado Roger Mifflin?», dije.
«Querida señorita, no tengo una lista de todos los internos en mi cabeza. Si me acompaña a mi oficina podemos comprobarlo en los registros.»
Le enseñé la tarjeta del gobernador. La cogió y se quedó mirándola durante un rato, como esperando a que el mensaje escrito en ella se borrara o cambiara por sí solo. Cruzamos una franja de césped hasta el edificio de la prisión. Allí, en una sobria oficina, revisó sus archivos el sheriff.
«Aquí está», dijo. «Roger Mifflin. Edad, 41. Rostro: ovalado. Complexión: rubicundo. Cabello: rojo, pero no demasiado. Altura: 64 pulgadas. Peso: 120 libras, sin ropa. Marcas de nacimiento…»
«No siga», dije. «Es él. ¿De qué se le acusa?»
«Está detenido por no pagar la fianza, puesto que está pendiente de juicio. Se le acusa de intento de fraude a la señora Helen McGill, soltera, cuya edad…»
«¡Sandeces!» dije. «Yo soy Helen McGill y ese hombre no me ha hecho nada.»
«Las acusaciones y la orden judicial fueron hechas por su hermano, Andrew McGill, que actuó en su nombre.»