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Authors: Laura Gallego García

La llamada de los muertos (6 page)

BOOK: La llamada de los muertos
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Oso no parecía muy convencido, pero no discutió.

El grito de Salamandra había despertado al resto de la cuadrilla.

—¿Qué diablos era eso? -rezongó Hugo, el líder-. Salamandra, ¿eres tú?

—No pasa nada -dijo Oso-. Solo se ha puesto un poco nerviosa.

Los demás hombres gruñeron y volvieron a acostarse. Aún se oyó la voz burlona de Hugo:

—Deberías calmarte un poco, preciosa. No sé qué diablos te pasa. Desde que hablaste con esa orejuda amiga tuya no has vuelto a ser la misma...

Ella no replicó. Pronto la tranquilidad volvió al campamento. Oso y Salamandra se quedaron en silencio, y los otros tres aventureros volvieron a dormirse.

Al cabo de un rato, sin embargo, la voz de Oso sacó a la joven de su ensimismamiento:

—¿Has oído eso?

La maga se incorporó inmediatamente, alerta, prácticamente lista para actuar.

—¿Qué es lo que pasa? -susurró Hugo, a quien Oso acababa de despertar.

—Se acerca alguien.

En apenas unos momentos, los cinco aventureros estaban en pie, con las armas dispuestas, escudriñando la maleza en el más absoluto silencio. Todos oyeron claramente el sonido de unos pasos acercándose hacia ellos. Pasos humanos.

Sin necesidad de hablar entre ellos, con una compenetración perfecta forjada a lo largo de las docenas de empresas que habían acometido juntos, la maga y los cuatro hombres se movieron, despacio y sin ruido, hacia el lugar por donde se acercaba el intruso. En cuanto entrase en el claro, estaría rodeado.

Todos sabían lo que había que hacer en aquellos casos. Que ellos supieran, no habían robado nada, al menos no últimamente, y no tenían enemigos conocidos en la región. Por tal motivo, era mejor preguntar antes de atacar. Pero, por si acaso, sería buena idea asegurarse de que el recién llegado no podría darles una sorpresa desagradable antes de que pudiesen mediar palabra.

Los pasos se oían cada vez más cerca. Los aventureros aguardaban en sus puestos inmóviles, en tensión.

Una sombra humana se recortó entre los árboles del bosque. Entonces, con una sola y breve mirada, Hugo indicó a Salamandra que entrase en acción.

Ella lo hizo.

Llevaba un buen rato preparando un hechizo ofensivo básico, de modo que las palabras brotaron de sus labios de manera instantánea y sus ojos centraron toda su energía en la silueta del intruso que estaba a punto de entrar en el claro.

Hubo un breve destello, nada más. Pero el hechizo de parálisis ya había sido lanzado, y ya había encontrado su objetivo.

Inmediatamente, Hugo y los demás avanzaron hacia el desconocido con intención de reducirle antes de que se le pasase el efecto de parálisis, pero algo inesperado los hizo detenerse.

Era noche cerrada. No era probable que nadie la oyese. Respiró hondo y se deslizó fuera de la habitación y escaleras abajo en silencio.

Llegó a la planta baja sin novedad. Halló la cocina completamente vacía y oscura, pero el hambre pudo con el miedo y la hizo encender una vela y avanzar sin dudarlo hasta la despensa.

«Solo tengo que llevarme un pan o dos, o alguna pieza de fruta», se dijo la niña. «Entonces podré multiplicarlos mediante la magia, y ya no tendré que salir más que al baño de vez en cuando.» No quiso pensar que ella estaba todavía en segundo grado y que para realizar aquel hechizo necesitaba una energía que no podía obtener con solo una manzana y un pedazo de pan.

Cogió todo lo que le cupo en los brazos, que no era mucho, y se dispuso a volver a subir a su escondite. Sin embargo, el olor de la comida le hacía la boca agua, y no pudo resistirse: se sentó en el suelo, en un rincón, y comenzó a comer.

Ocupada como estaba, no oyó el susurro de una túnica al deslizarse sobre el suelo de piedra ni se dio cuenta de que la observaban desde la oscuridad. Solo cuando sintió necesidad de beber algo y alzó la cabeza para buscar un jarro con agua vio por fin ante sí, a la trémula luz de la vela, la figura de Saevin, que la miraba.

—Qué tontería -bufó Salamandra-. ¿Cómo voy a abrasarme en mi propio fuego? Me sorprende que Dana haya dado crédito a los desvarios de una vieja loca.

Se habían alejado del campamento para hablar, y ambos estaban sentados junto a un arroyo, bajo la clara luz de la luna y las estrellas.

Jonás no dijo nada. Se limitó a recostarse contra el tronco de un árbol para contemplar el cielo nocturno.

—¿Has venido a buscarme solo para eso? -quiso saber Salamandra.

—La Maestra ha hecho evacuar la Torre -dijo él suavemente-. Supongo que opina que el Oráculo es algo más que una vieja loca, ¿no crees?

—Dana no ha salido de la Torre en veinticinco años, Jonás. Ha hecho viajes a lomos de Kai, sí, pero apenas se ha mezclado con la gente. Yo he visto cosas, he vivido cosas. No creo en el destino.

—Eres una mujer de acción, ya lo sé. Por eso te cuesta pensar que puede haber alguien que sepa mejor que tú qué es lo que vas a hacer mañana. Te gusta ser dueña de tu propia vida.

—Y, si tan bien me conoces, ¿por qué has venido?

La mirada de ella era desafiante, pero Jonás no tenía ganas de discutir.

—«Otro morirá entre horribles sufrimientos» -le recordó solamente-. «Aquel que escucha la voz de los lobos».

Observó un leve estremecimiento en Salamandra, y aquello le produjo una extraña mezcla de sensaciones: triunfo, tristeza, celos...

—¿O es que él no es dueño de su propio destino, Salamandra? -añadió con intención.

—No existe el destino.

—¿Y de qué tienes miedo, entonces? ¿O vas a negar que temes por él?

—Jonás, si me has seguido para hacerme una escena de celos, yo...

—No son celos, Salamandra. Ya no. He venido porque estaba preocupado por ti, para asegurarme de que vas a mantenerte al margen de todo esto...

—Descuida, tengo otras cosas más importantes que hacer.

—Sí, me he dado cuenta. Bien, supongo entonces que no te importará hablarle a Fenris de la profecía, ¿verdad? Estoy seguro de que pronto le encontrarás: estás poniendo mucho empeño en ello.

Salamandra enrojeció. Estaba demasiado oscuro como para que Jonás lo viera, pero él la conocía lo bastante bien como para saber la reacción que provocarían en ella sus palabras.

—¿Ya has acabado? -preguntó ella, cortante.

Jonás se envaró.

—Sí, he acabado. No te preocupes, no volveré a molestarte.

El mago se levantó de un salto y, sin añadir una sola palabra más, se alejó de ella hasta perderse en la oscuridad. Momentos más tarde, Salamandra oyó el relincho de su caballo mágico, ruido de cascos...

Y silencio.

La joven maga se quedó quieta un buen rato. «¿Cómo hemos llegado a esto?», se preguntó, algo angustiada. Ella y Jonás habían sido amigos. Más que amigos, de hecho. Quizá había sido aquello la causa de que se estropease aquella amistad. Salamandra había recordado a menudo aquella relación, concluyendo siempre que habría sido imposible que saliese bien, porque ambos eran muy diferentes. Pero ¿era necesario el rencor, la tirantez, las palabras hirientes? Salamandra había pensado siempre que era culpa de Jonás, que no aceptaba que su relación hubiese terminado.

Ahora, después de aquella conversación, ya no estaba tan segura.

—S... Saevin -dijo ella.

—Hola, Iris -saludó él, amablemente, agachándose junto a ella.

—No me delates -le pidió la muchacha-. No quería irme con los demás porque...

—Lo sé -respondió Saevin con suavidad-. Pero, aunque no voy a delatarte, la Señora de la Torre no tardará en descubrirte. Supongo que, si no lo ha hecho ya, es porque tiene otras muchas preocupaciones.

Iris se estremeció.

—Yo no quiero marcharme, Saevin.

—Eso también lo sé. No te preocupes, no te irás.

—¿Cómo puedes estar tan seguro?

Saevin le dirigió una mirada insondable.

—Porque así debe ser -dijo solamente.

Por primera vez desde que lo conocía, algo en los ojos de Saevin la hizo estremecer.

—Me das miedo -murmuró-. ¿Qué quieres decir con eso de que «así debe ser»?

Saevin no respondió. Solo esbozó una breve sonrisa.

—Vuelve a tu escondite, Iris. Y no te preocupes por nada más.

Iris iba a decir algo, pero no pudo.

Saevin había desaparecido.

Cuando Salamandra regresó al campamento, solo Hugo la vio llegar.

—¿Y bien?

—No es de tu incumbencia -dijo ella de mal humor.

—Ya veo -rió el mercenario-. Bueno, le he oído marcharse en ese caballo élfico que traía, y por tu cara deduzco que no habéis hecho las paces, precisamente.

Salamandra gruñó algo mientras se dejaba caer junto al fuego.

—No sufras, niña -dijo Hugo-. No tardarás en...

Un prolongado aullido resonó desde las montañas, ahogando sus palabras. Un aullido profundo, poderoso y enérgico. Un aullido que parecía un salvaje canto a la noche, a la libertad y al delirio.

Salamandra se estremeció de pies a cabeza, y el aventurero no pudo dejar de observar que había palidecido súbitamente.

—¿Temes a los lobos?

—No -replicó ella-. Temo a algunos hombres. Son mucho peores que los lobos.

La compañía de aventureros continuó avanzando hacia el norte durante todo el día siguiente. Atravesaron un par de aldeas situadas junto al bosque y hablaron con los campesinos. Generalmente era Salamandra quien hacía las preguntas. Escuchaba atentamente lo que los lugareños tenían que decirle, y entonces asentía, pensativa, pero sin compartir con nadie lo que le rondaba por la cabeza.

Sus compañeros no discutían el nuevo cambio de liderato, porque lo consideraban provisional y pasajero. Todos sabían que era la misión de Salamandra, porque, además, solo ella sabía qué estaban buscando exactamente.

La criatura había cruzado aquellos bosques tiempo atrás, y sus huellas se habían borrado, pero, aun así, no era difícil seguirle el rastro. Por los relatos de los campesinos, Hugo y los demás suponían que estaban siguiendo a un lobo de excepcional tamaño.

Al caer la tarde abandonaron la región boscosa y llegaron al pie de las montañas. Fue entonces cuando Hugo, que iba en la vanguardia, se detuvo un poco mas allá para examinar las huellas del suelo. Sus compañeros lo oyeron exclamar:

—¡Por todos los...! ¡Venid a ver esto!

Salamandra se apresuró a alcanzarle para ver por sí misma qué era lo que le había sorprendido tanto. El aventurero se había agachado junto a un trozo de terreno que presentaba una gran profusión de huellas de animales. Parecían frescas.

—¿Tú qué opinas? -le preguntó a Oso.

Salamandra y los otros dos guerreros, Eric y Fabius, se arremolinaron en torno a ellos para estudiar el rastro. Oso observó las huellas con aire experto y dijo solamente:

—Lobos.

Salamandra no dijo nada.

—Bien, bien, por fin parece que vamos a algún sitio -dijo Hugo, satisfecho-. Hasta ahora solo teníamos relatos de aldeanos aterrados, el cadáver descuartizado de alguna res, marcas de garras en los árboles... pero ahora parece, compañeros, que le estamos dando alcance.

Oso, sin embargo, no parecía compartir su buen humor.

—Esto no me gusta, Hugo -dijo-. Se suponía que perseguíamos a una bestia de gran tamaño, y bastante lista, por lo que parece... Pero aquí hay más de una docena, todos animales distintos... todos enormes, más grandes que los lobos corrientes. ¿Podremos con todos ellos?

Hugo abrió la boca para replicar, pero no dijo nada. Salamandra se puso en pie.

—No podréis con todos ellos, y por eso voy a seguir yo sola.

Hubo un breve silencio lleno de incredulidad, como si los mercenarios pensasen que no habían oído bien. Pero enseguida todos protestaron a la vez:

—¡Estás loca! -decretó Fabius.

—Tú sola no lo conseguirás, Salamandra -opinó Eric-. Ya has oído lo que ha dicho Oso...

—Además, ¿cómo íbamos a dejar que te quedases con toda la recompensa? -zanjó Hugo.

Salamandra estaba cansada de explicar que no había ninguna recompensa y que sus motivos eran personales, pero había renunciado a hacérselo entender a Hugo y los suyos. Se había preguntado entonces qué había hecho ella exactamente como para que llegasen a pensar que no poseía sentimientos ni una vida anterior.

—He dicho que es cosa mía, y que iré yo sola.

Los aventureros cruzaron una mirada, y Hugo habló por todos.

—No irás tú sola. Somos un equipo, ¿no?

Los otros tres asintieron mostrando su conformidad. Salamandra sonrió.

V. EL DILEMA

La gran mesa del comedor estaba vacía esa tarde, a excepción de dos personas, que se habían sentado en uno de los extremos: Dana y Saevin.

Cenaban en silencio un plato de humeante sopa. Ninguno de los dos había dicho nada hasta entonces. Fue la Señora de la Torre la que rompió el silencio:

—Espero que no te importe que la comida se haya vuelto algo frugal últimamente. También he tenido que despedir a la cocinera -se encogió de hombros-. Una nunca sabe.

—No me importa -dijo Saevin a media voz-. Está bueno.

—¿Sí? -Dana sonrió-. Gracias; hacía mucho que no cocinaba. Cuando era niña solía ayudar a Maritta, la cocinera que había entonces en la Torre. Ella me enseñó que, en materia de cocina, es mejor un buen guiso casero que todos los exquisitos manjares que puedan crearse mediante la magia.

Saevin no respondió. Dana siguió cenando en silencio, perdida en sus pensamientos. Aquel extraño muchacho la desconcertaba. Por un lado, no podía olvidar que latía en él, en alguna parte, algún poder oculto, un poder que podría destruir o crear. Por otro lado, tampoco podía dejar de ver en él a un chico joven, solo y desvalido. ¿Cómo tratarle como a un... "elegido"?

Sacudió la cabeza, preocupada. Faltaban pocos días para que llegase el Momento y, con profecía o sin ella, aún no tenía ni la más remota idea de lo que podía suceder.

Además, había otra cosa... La Señora de la Torre frunció el ceño y se frotó la sien con los dedos, incómoda. Su subconsciente estaba tratando de decirle algo, algo relacionado con la Torre y la partida de los aprendices, algo que había pasado por alto... Pero no conseguía averiguar de qué se trataba.

Después de cenar, como de costumbre, acudió a ver a Kai. Estuvieron hablando e incluso volaron juntos un rato sobre las montañas, pero Dana quiso regresar enseguida, para no dejar solo a Saevin en la Torre.

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