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Authors: Agustín Sánchez Vidal

Tags: #Intriga

La llave maestra (76 page)

BOOK: La llave maestra
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A medida que avanza van apareciendo poleas, cabrestantes, cepos, rastrillos, pinzas, látigos, uñas de gato, sierras, hachas, embudos, pesas, aplastacabezas, rompecráneos, quebrantarrodillas, sillas erizadas de pinchos, hierros de marcar… Las manchas de la sangre desvaída salpican suelos y paredes.

Luchando contra el malestar que le invade, Randa intenta mantener la cabeza fría. Debe encontrar la comunicación con el convento sin tropezarse con la guardia, explorando la sala palmo a palmo hasta encontrar el paso.

Es al examinar el último rincón cuando tropieza con los restos de la bóveda que se ha desplomado en aquel punto sobre el ángulo que forman los dos muros. Arriba, en el techo, hay un gran hueco, y los escombros caídos casi llegan hasta él, obstaculizando el paso. Mientras ilumina los cascotes, Randa oye un ruido. Un desesperado arañar sobre el suelo.

Dirige la luz hacia el lugar donde suena. Pero no ve nada. Es al mover un pie cuando escucha un chillido agudo, y una rata intenta morderle. Está furiosa, porque pisa su cola. Levanta el pie y el animal desaparece huyendo entre las ruinas.

«No se metería ahí de no haber una salida», piensa Randa. Vuelve sobre sus pasos, recoge algunos de los hierros que ha ido encontrando, y se dispone a excavar en los escombros. A medida que cede la acumulación de ladrillos, mortero y cañizos, va quedando al descubierto la bajada a una escalera.

«Si consigo deslizarme al otro lado y cerrar detrás de mí, no sabrán que he pasado por aquí. Nadie me seguirá».

Así lo hace. Abre un hueco, que apuntala con las barras de metal. Pasa a través de él. Y, cuando ha comprobado que no es una trampa y puede continuar hasta el convento de los Milagros, vuelve sobre sus pasos para retirar los puntales metálicos. Los escombros se desploman tras él levantando una nube de polvo. Y cerrando de nuevo la comunicación.

Raquel y David estaban examinando los hierros oxidados de los antiguos instrumentos de tortura, cuando oyeron aquel nuevo ruido, delante y debajo de ellos. Un seco derrumbamiento de ladrillos, cascotes y maderos. Sonaba a hueco, bien distinto del anterior.

—Parece un desplome… —dijo Raquel—. Y es cerca de aquí. ¿Crees que puede ser mi madre?

—No lo sé —David consultó el plano de Gabriel Lazo, sobre el que había colocado la brújula—. Acabamos de encontrarnos con la esquina sureste de la Plaza Mayor. La estamos bordeando en el sentido de las agujas del reloj. Siempre hacia abajo, como un sacacorchos. Y siempre nos topamos con ese muro que nos impide entrar bajo ella. Según esta anotación, ahí delante empiezan los subterráneos del convento de los Milagros.

Entraron en una amplia estancia. La cruzaron en diagonal, para examinar los escombros de la esquina opuesta.

—Ten cuidado, parecen recientes —le advirtió Raquel apuntando con su linterna hacia lo alto—. Ese techo se encuentra en mal estado. Es peligroso.

Al examinar los cascotes que cubrían el rincón, la joven descubrió un pequeño frasco de plástico.

—Es el colirio que usa mi madre.

—Eso quiere decir que ha pasado por aquí —David le apretó la mano, y notó que la tenía helada—. Quizá entró directamente desde el convento.

Empezaron a retirar los escombros. No les costó mucho dejar libre el acceso a una escalera. Descendieron por ella hasta el piso inferior. Un largo pasillo les condujo a una gran nave, techada por una amplia bóveda de cañón rasgada en el centro por mínimos tragaluces. Pudieron sentir la corriente de aire, que mecía las telarañas, hinchándolas como velas desplegadas. Se tropezaron con una escalera de mano, con la madera medio podrida, abandonada contra la pared. En sus recios travesaños se destrenzaban cuerdas carcomidas, con restos ocres y rojizos de lo que quizá fuera sangre reseca.

Olía a letrinas. Y se oía el correr del agua resonando en la interminable red de alcantarillas de la ciudad, tan complicada que —según les había advertido el arquitecto Juan de Maliaño— no había un croquis ni siquiera aproximado de aquel cúmulo de afloraciones, aljibes y desagües.

En otros tiempos las monjas debían de haber utilizado aquella nave como lavandería. En uno de los flancos sobrevivían los pilones, adosados a los robustos contrafuertes que contenían la corrosiva labor del agua. Y en ellos se acumulaban restos de barreños y cántaros de barro, trébedes oxidados y tablas de lavar.

Se percibía en el ambiente el lento goteo, el rezumar de paredes y techumbre, verdosas de musgo y mucílago, tenuemente iluminadas por la escasa luz que se filtraba desde lo alto. El ruinoso estado del suelo, plagado de obstáculos, obligó a David y Raquel a extremar las precauciones mientras caminaban hacia el fondo de la nave. Los pilares estaban resquebrajados de arriba abajo, y la bóveda tenía sus sillares desencajados, amenazando con derrumbarse en cualquier momento.

Ante ellos se perfilaba la tercera esquina de la Plaza Mayor, la del suroeste, cerca ya de la catedral. Tan pendientes estaban del techo y las paredes, que al dirigirse hacia aquel ángulo no advirtieron dónde pisaban. Y cuando intentaron agarrarse al borde del agujero, ya era demasiado tarde. Se hundían.

Trataron de mantenerse muy juntos, apretándose el uno contra el otro, para protegerse. Estaban precipitándose desde lo alto de una cúpula. Era en su mismo centro donde se abría aquel embudo a modo de tolva, como el cráter de un volcán que los escupiese hacia abajo. La caída pareció durar una eternidad.

«Es como el sueño que tuve en el hospital», pensó David.

El aire le zumbaba en los oídos y los cabellos de Raquel se le enredaban en el rostro, mientras sentía el intenso calor del cuerpo de la joven, pegado al suyo.

La altura era tan grande que primero temió que se mataran, sin más. Luego, en sus vagas conjeturas, abrigó algunas esperanzas. Y se preguntó cómo iban a apañárselas para salir de allí si quedaban malheridos.

El impacto es terrible. Un escalofrío recorre el cuerpo de Randa, entre un chasquido prolongado e interminable de docenas de huesos convirtiéndose en astillas. Después, la negrura de la noche.

Cuando abre los ojos, lo primero que ve allá arriba, muy lejos, es el lugar desde el que ha caído. Los gallones de la cúpula, que se cierran convergiendo en el centro, como los gajos de una naranja, hasta culminar en la clave de la bóveda, que ha cedido bajo sus pies. Se sorprende de estar aún vivo.

Al limpiarse la sangre de la cara puede ver lo que le ha salvado. Está sobre un enorme montón de huesos. Calaveras, tibias, omóplatos, clavículas, costillares. Restos humanos. El osario de Antigua. Las catacumbas de la catedral.

Intenta ponerse en pie. Rueda entre un corrimiento de huesos, y cae dando tumbos por una de las laderas del montículo, para quedar tendido en una meseta más baja y asentada. Desciende hasta pisar suelo firme. Busca el farol, que se ha roto, pero aún conserva la llama. Hay un pebetero con antorchas y enciende una de ellas.

Ante él se abre un pasillo con huesos cuidadosamente apilados del suelo al techo. Hay tantos que no dejan ver las paredes. Incluso los pilares que se abren en el centro de una gran sala están revestidos de fémures y calaveras bien igualados. La luz de la tea, al bañarlos, desencaja los cráneos en una macabra travesía de risas desdentadas.

Por suerte para él, hay indicaciones grabadas al fuego, en flechas de madera. Calcula que se encuentra bajo la plaza del mercado, donde los pasadizos están cegados, y que debe seguir bordeándola en busca del nivel inferior, del agua que le conducirá hacia el río y, con él, hasta la libertad.

Lo que en modo alguno se espera es lo que se encuentra al doblar la última galería de las catacumbas.

El espacio se abre, se vuelve inmenso e inabarcable. Y hay un lago. Cuando baja la antorcha, comprueba que se halla sobre un embarcadero. Y un esquife se mece sobre las aguas, amarrado a él. Lo tantea para comprobar su estado. Aceptable. Sube, sujeta la tea a las argollas de la proa, y se pone a los remos. Sólo así podrá cruzar aquella masa de agua, profunda y negrísima cuando está lejos de la luz, azulada o verdosa cuando es herida por ella. El efecto es, a la vez, vertiginoso y de una aterradora belleza.

Al avanzar lago adentro, su sorpresa no conoce límites. Se encuentra navegando entre arcos de herradura cuajados de yeserías. Sostenidos por un nutrido bosque de columnas, rematadas por capiteles tallados tan delicadamente como una colmena. Aquel palmeral atrapado en piedra se abre en cualquier dirección que alcanza la luz y la vista. Las arquerías se entrecruzan sosteniendo una profusión de pequeñas estalactitas de yeso, una maraña de geometrías hipnóticas. Desde cada columna salen cuatro arcos que se despliegan en otras tantas direcciones, hasta unirse a otra, de la que salen otros cuatro arcos, y así hasta el infinito, creando un espacio inacabable.

No hay duda: se halla entre los restos de la Gran Mezquita de Antigua. Convertida ahora en una gigantesca cisterna, de la que se provee la ciudad en tiempos de sequía, tras cebar los conductos de la Casa de la Estanca.

Al internarse en el corazón del antiguo templo musulmán, los arcos y yeserías cabrillean en el agua, confundiéndose con su reflejo, siempre cambiante, y se trenzan y destrenzan en un caleidoscopio inagotable. La luz, rebotando en la neblina, produce un efecto mágico. Ganado por el momento, deja de remar y se detiene en aquel espacio irreal, revestido de una infinita melancolía.

La quilla del esquife tropieza con un obstáculo y el bosque de columnas cesa bruscamente. Una sombra opaca y maciza irrumpe al fondo, violando el delicado encaje. Son los cimientos de la catedral. Se le encoge el ánimo al pensar que tiene encima aquella mole pétrea, cerrándole el paso. El único camino libre conduce hasta un abismo, la gran grieta que le impide seguir, y en cuyo fondo lejano resuena el agua, despeñándose y marcándole la salida. Pero ¿cómo atravesar aquel precipicio?

Navega pegado junto al muro que sirve de presa al lago, bordeando la sima que se abre ante él. Tantea con la antorcha, el brazo extendido, buscando algún modo de salvar aquel tajo. No parece haber ningún paso. Vuelve sobre su rumbo, se acerca a la orilla de la que surge el muro de contención y amarra el esquife a una roca.

Tras caer sobre el osario de las catacumbas, que amortiguó el impacto, David y Raquel tomaron las galerías atestadas de huesos. Terminaban éstas a la orilla de una enorme cisterna. Bordearon sus aguas, conteniendo el asombro, hasta encontrar una lancha neumática. Subieron a ella y remaron atónitos mientras atravesaban las alucinadas ruinas de la antigua Mezquita Mayor. Se toparon con la torva mole de los cimientos de la catedral, en cuyas piedras se empotraba el muro que servía para contener la oscura masa de agua. Detrás de él, vieron la ancha y profunda grieta, y oyeron la corriente subterránea que resonaba en su fondo lejano. Y al navegar pegados a aquella pared, buscando algún lugar por donde atravesar el abismo, se tropezaron con una barca de madera que allí estaba amarrada.

—Si la lancha en la que vamos es la de Lazo, ¿de quién es esta barca? —se preguntó David.

—La que utilizó mi madre —respondió Raquel mostrando los objetos abandonados por Sara en su interior—. Aligeró aquí la mochila antes de seguir.

—Pero ¿hacia dónde? —insistió David señalando el tajo que les cerraba el paso.

—Tiene que haber algún modo de cruzar ese precipicio. Descendieron de la lancha neumática y echaron a andar sobre el muro que cerraba el aljibe, al borde de la sima. Para evitar el vértigo, y cualquier tropiezo, mantenían los haces de las linternas delante de sus pies, ceñidos al estrecho remate de la presa.

David se detuvo e hizo un gesto a Raquel, que venía tras él, para advertirla de aquel obstáculo inesperado. El muro de contención estaba roto en su parte superior, interrumpido por un desplome que había caído sobre él. Al acercarse, pudieron comprobar que se trataba de la base de una torre de gran antigüedad, cuyos cimientos descansaban en centenares de pilotes de madera, para asentarla sobre el cenagoso fondo inestable. Y que, al ir cediendo al cabo de los siglos, la habían hecho caer sobre el profundo tajo. A juzgar por su aspecto, se había ido inclinando lentamente hacia el precipicio, hasta caer sobre él, sin llegar a quebrarse. Y allí había quedado, en posición horizontal, tumbada sobre el abismo, tendiendo un puente sobre él.

A primera vista, parecía bastante entera. Sólo tenía desmochado el capitel de su puntiagudo remate, que debió de actuar como freno, resbalando a lo largo de la techumbre bajo la cual se abría el despeñadero. Y ahora, aquel remate estaba resquebrajado, soportando el anclaje al otro lado de la sima.

—Ya veo por qué aligeró mi madre su mochila —dijo Raquel—. ¿Tú crees que esa torre aguantará nuestro peso si nos subimos encima para cruzar?

—También yo tengo mis dudas —respondió David—. Pero me temo que no hay otra opción, y que el único modo de averiguarla es montar sobre ella.

Observaron que tenía tres cuerpos. El primero era la sólida base cuadrangular de piedra, que había actuado como un ariete contra el muro de contención del aljibe. El segundo, ya sobre el precipicio, consistía en un cuerpo octogonal en ladrillo más liviano. Hacia la mitad, ese octógono se convertía en una esbelta estrella de dieciséis puntas, dando lugar al tercer cuerpo, rematado en aquel airoso chapitel, ahora quebrado, que la sujetaba al otro lado del tajo. Las esquinas estaban reforzadas por salientes que recorrían las aristas del octógono a todo lo largo, formando un espinazo que había contribuido sin duda a mantener el formidable aparejo. Y que ahora les sería muy útil para sujetarse, pues formaban unos amplios surcos de ladrillo por los que podrían caminar.

Treparon hasta lo alto de la torre tendida sobre el abismo, y comprobaron que se mantenían sin dificultad cabalgando sobre su lomo. Y así, encaramados en el improvisado puente, empezaron a gatear sobre las prolijas filigranas, las historiadas ventanas y los adornos de cerámica.

Pronto comprobaron que lo más complicado iba a ser el paso del cuerpo octogonal hasta el siguiente, la estrella de dieciséis puntas. Ahí cesaban los contrafuertes, para dar paso a una cenefa con una decoración en ladrillo. Ése sería su único agarradero. Al explorarla, en busca de sujeción, David se dio cuenta del alcance de aquellas inscripciones. Imposible no reconocer algunos de los versículos de la aleya del Trono.

«Ojalá nos traigan suerte, como es su obligación», pensó.

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