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Authors: Agustín Sánchez Vidal

Tags: #Intriga

La llave maestra (77 page)

BOOK: La llave maestra
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Se refugió en el hueco de una ventana, esperando a Raquel. La joven estaba paralizada, sujetándose a un contrafuerte con las manos agarrotadas.

—¿Qué te pasa? —le preguntó David.

Ella no contestó. Señalaba hacia abajo con su linterna.

—¿Tienes vértigo? —insistió él.

—Mira eso —le dijo la joven con voz entrecortada.

David se asomó al borde de la torre, siguiendo el haz de luz. Y vio el pañuelo que colgaba de uno de los estribos.

—Es de mi madre.

—Pero eso no quiere decir que haya caído en este precipicio —trató de animarla, tendiéndole la mano.

Fue en ese momento cuando oyeron voces lejanas. David alzó la cabeza y le pareció percibir una luz al fondo de la cisterna.

—Creo que viene alguien. ¡Dame la mano, deprisa!

Al acercarse a ella, pisando sobre la cenefa de ladrillo sin contrafuertes, notó el crujido de la estructura y la primera sacudida de la torre. Desequilibrado por este imprevisto, estuvo a punto de rodar hacia al abismo, y hubo de sujetarse con fuerza a un saliente de la ventana.

—Por favor… No lo conseguiremos —se lamentó Raquel.

Se agarraba al contrafuerte más cercano, y gruesas gotas de sudor le resbalaban por la frente. David intentó animarla aparentando una calma que estaba lejos de sentir.

—Ya casi estamos. Agárrate bien.

Al mirar hacia atrás, por encima del hombro de la joven, advirtió que la luz del fondo de la cisterna había crecido. Poco después, pudo ver con claridad la lancha neumática que se acercaba hacia ellos, con un foco en la proa. Rezó por que no les hubieran visto. Alguien movía el reflector en todas direcciones, tratando de orientarse. Cuando la luz rebotó en una de las columnas semihundidas en el agua, e iluminó la lancha, David alcanzó a distinguir tres hombres. Reconoció de inmediato a Kahrnesky, su inconfundible y ganchudo garabato de perfil. El que remaba le pareció el matón que les había abordado en los sótanos de El Escorial. Y le costó un poco más identificar al tercero, que manejaba el foco.

—¡Es James Minspert! —exclamó, sin poder contenerse—. Pero ¿por dónde han entrado?

Quizá lo hubieran hecho por el convento. O por los sifones de la Casa de la Estanca, si tenían equipos de buceo. Un nuevo crujido de la torre le puso en guardia, haciéndole volver al peligro más inmediato.

—Voy a tirar de ti —previno a Raquel.

Sujetó a la joven con tiento, ayudándola a avanzar centímetro a centímetro, mientras sentían bajo ellos la inestable vibración de aquel improvisado puente tendido sobre el abismo. Hasta que resultó imposible seguir adelante.

—Espera, me he enganchado —le pidió ella.

El reflector de la lancha neumática hizo una pasada en horizontal, a lo largo de la torre. Y se detuvo al llegar a su altura. Los habían localizado. David observó cómo se acercaban y oyó a Minspert dar órdenes para arrimarse al muro donde estaban amarradas las otras dos embarcaciones. Cuando bajaron de la lancha, dejaron encendido el foco, apuntando hacia ellos.

—¡Lo que nos faltaba! —maldijo David, cubriéndose los ojos con una mano, para evitar el deslumbramiento.

James y el sicario encendieron las linternas sujetas al cañón de sus armas largas y se dirigieron a la base de la torre. Ahora estaban a unos pocos metros. Desde allí, gritó mientras les apuntaban:

—¡Volved aquí, y entregadme ese plano!

David ayudó a desengancharse a Raquel, hasta que la joven pudo avanzar de nuevo y unirse a él para reanudar su angustiado gatear sobre la torre. Y, de pronto, sonó un disparo. El eco de la detonación repercutió largo rato en las paredes antes de perderse en lo más hondo del tajo.

Minspert no había tirado a dar. El impacto de la bala se había producido varios metros por delante de ellos, a modo de advertencia. Pero lo sabían capaz de todo. David avanzó un poco más sobre la torre, y se acercó a la parte superior de la ventana en la que se apoyaba para tender la mano a Raquel.

—¿Estás preparada? —le preguntó cuando la joven hubo llegado hasta el alféizar.

—¿Preparada para qué?

—Vamos a meternos aquí… —y señalaba la ventana que les permitiría refugiarse en el interior de la torre.

—¿Estás seguro?

—Te ayudaré a descolgarte.

Sonó un nuevo disparo. Éste mucho más cerca. Era el sicario, que se había encaramado al dorso de la torre, al apercibirse de lo que trataban de hacer.

—¡Aprisa! —la apuró David—. Este tipo es el que mató a Juan de Maliaño, y está tirando a dar.

Mientras Raquel se descolgaba por la ventana, se oyó la voz de James Minspert. Primero, abroncando al agente por haber disparado tan cerca. Y, luego, dirigiéndose a ellos:

—¡No podréis pasar al otro lado!

—Este James, tan simpático y oportuno como siempre —murmuró David.

Vio cómo se acercaba el sicario, de pie sobre la torre, y se dejó caer en el interior para evitar que le alcanzase. «Demasiado brusco», pensó mientras doblaba las rodillas para atenuar el impacto. Pero ya no tenía remedio. Estaban en el centro, y cualquier movimiento resultaba allí crítico. El improvisado puente acusó el suyo con una fuerte sacudida. Oyeron un grito, que se perdió sima abajo. Las amenazas de Minspert les hicieron comprender que su agente había caído en el abismo. La estructura del minarete experimentó un nuevo crujido, algunos ladrillos del remate se desprendieron y cayeron tras él.

—No podemos quedarnos aquí —dijo David—. Tenemos que seguir.

—No sabemos lo que hay delante. Puede no tener salida y quedarnos atrapados —objetó Raquel.

—Hemos de arriesgarnos. Esto no va a aguantar mucho. Avanzaron, agachados, por el angosto eje hueco. El aire estaba enrarecido, el ambiente era cada vez más agobiante y, para acabar de arreglarlo, no tardaron en sentir pasos encima de ellos. David pidió silencio a Raquel con un gesto, señalando hacia arriba. Alguien caminaba por el exterior de la torre. Minspert y Kahrnesky, sin duda. Y, a pesar de la cautela con que se movían, estaban sobrecargando el maltrecho edificio.

—Ya llegamos —la animó.

Ahora se encontraban casi al final y podían ver el chapitel en el que se apoyaba el minarete.

Otro tanto debían de pensar Minspert y Kahrnesky, quienes habían acelerado la marcha, en su afán por alcanzarles desde su recorrido en paralelo por el exterior.

Fue al salir del tercer cuerpo y entrar en el remate cuando comprobaron que se trataba de la parte más endeble y castigada. Estaba muy resquebrajado, y al acercarse se abrieron nuevas grietas en los bajos. A través de ellas podían ver el otro lado, la pared que caía a plomo sobre el abismo, y el lecho de piedra donde se asentaba el estribo de la torre. Apenas les quedaban tres metros.

Pero el edificio no parecía dispuesto a soportar aquel último esfuerzo que se le pedía. Empezó a vibrar a todo lo largo de su estructura. Una sacudida lo estremeció, en un espasmo convulso, y David y Raquel comprendieron que estaba a punto de ceder y caer a la sima, arrastrándoles consigo.

En ese momento oyeron la voz de Minspert, detrás y encima de ellos:

—¡Aquí están!

Un haz de luz cayó desde lo alto del remate. James les apuntaba a través de una brecha, mientras Kahrnesky, a gatas, se agarraba al borde. Estaba temblando y su rostro tortuoso tenía un aspecto más agónico que nunca. El minarete comenzó a resquebrajarse por su parte inferior, y a través de la abertura pudieron ver una roca que sobresalía por debajo del nivel en el que se asentaba el chapitel.

—¿Ves ese saliente? —susurró David a Raquel—. Prepárate para saltar.

Al ser tomada como trampolín por los dos jóvenes, la torre experimentó una nueva sacudida, que estuvo a punto de descabalgar a Minspert. Kahrnesky se agarraba a la grieta, aterrado.

Desde la seguridad del saliente rocoso, David se volvió hacia él. —¡Salte! —le gritó tendiéndole la mano—. ¡Y tú también, James, no seas idiota!

Pero Minspert, una vez recuperado el equilibrio, les apuntaba de nuevo con el arma. Kahrnesky no se lo pensó dos veces, y saltó hacia a ellos. Se oyó un disparo, que le alcanzó en la espalda, haciendo que se doblara con una mueca de dolor. Y habría caído al vacío de no sujetarle David y Raquel.

Fue lo último que hizo Minspert. Un crujido recorrió de arriba abajo la torre, que se rompió en pedazos, formando quiebros en el aire hasta plegarse sobre sí misma. Las esquirlas saltaron en todas direcciones, y los fragmentos del edificio empezaron a desplomarse contra el tajo de piedra con gran estrépito. Cuando éste se hubo apagado, aún alcanzaron a escuchar los gritos de James y su último alarido, al golpearse contra un saliente de las rocas. Luego, se oyeron los sucesivos rebotes de su cuerpo en las paredes del precipicio y el chapoteo final del agua en el fondo del barranco. Y después, el silencio. Un silencio que recibieron con un suspiro de alivio.

Kahrnesky estaba malherido. David le dio a beber de su cantimplora y buscó en el botiquín.

—No se moleste, esto ya no tiene remedio —dijo—. Les envidio, porque van a poder ver lo que he buscado toda mi vida. Escúchenme… Ahora es cuando deben llevar más cuidado… Tienen que protegerse de eso que hay abajo, antes de que les afecte de un modo irreversible…

—Protegernos ¿cómo?

—Por de pronto, recorriendo ese laberinto en orden.

—¿Siguiendo la aleya del Trono?

—Eso es… Sin desviarse del recorrido que marca, porque fuera de él habrá trampas… Pero también sin saltarse un solo paso, porque debajo está esa clave que deben componer en una secuencia muy precisa… Es difícil de explicar… Digamos que, para entrar en fase con ese artefacto, deben interiorizar esa secuencia, absorberla, magnetizarse ustedes mismos, de manera que al acoplarse con la radiación que emite, no les afecte… Porque entonces estarán en la misma onda y pasará a su través…

Respiraba con gran dificultad y perdía sangre en abundancia.

—Protéjanse de esa radiación… De lo contrario, les desintegrará…

—¿Qué tipo de radiación? —preguntó Raquel, sosteniéndole la cabeza.

Kahrnesky estaba al límite de sus fuerzas. Hizo un último acopio de ellas para decir:

—Más potente que cualquiera de las que conocemos… Es un agujero blanco de… Información Pura, con tal grado de concentración que destruye la estructura de cualquier organismo…

Raquel iba a hacerle otra pregunta. Pero David la atajó, tomándola de la mano para ayudarla a levantarse:

—Es inútil insistir. Ha muerto. Tendremos que enfrentarnos por nuestros propios medios a lo que haya ahí abajo.

Raimundo Randa toma aliento tras atravesar el precipicio a lomos de la torre. Se sienta en el suelo de piedra y considera la situación.

Sabe que ha llegado la hora de la verdad. Que va a entrar en la gran ciudad subterránea, donde es más fácil extraviarse que salir. Y donde habita aquella fuerza destructora. Si la despierta, su suerte estará echada. Ahora ya no le valdrán planos ni guías. Sólo cuenta con aquellas trazas que evocó en su interior, en la Casa del Sueño, y que deberá oponer al laberinto hasta encajar con él en perfecta coincidencia, como una llave en una cerradura, para pasar a través suyo sin forzar ni una sola de sus piezas.

Se levanta y encamina hacia la gruta que se abre a su paso. Cuando entra, le sirve de orientación aquel ruido que viene de lo más hondo. Siguiéndolo, toma un pasadizo que le conduce hasta una cámara de grandes dimensiones. Al mirar hacia arriba, se queda anonadado: la altura es enorme. Le sorprende la curvatura de las paredes. Húmedas y resbaladizas, cuando las toca. Una baba espesa chorrea de ellas. Cree estar en la guarida de una alimaña. Ha oído hablar de un dragón. Pero aquello hace pensar más bien en la sustancia pegajosa que segregan algunas arañas para sujetar las presas en sus telas.

El centro está atravesado por un hermético cilindro, que le recuerda el Pozo de las Almas. Porque de allí procede aquel sonido estremecedor, como de miles y miles de alma en pena. Sin embargo, también lo siente reverberar en su propio interior, en aquel agazaparse de todos los antepasados que lo han hecho posible. Y quizá, de los que aspiren a sobrevivirle, irrumpiendo en su descendencia como una torrentera para alcanzar, de su mano, nuevas vidas. Sabe que sólo acoplando el laberinto que hay en su interior con aquel externo, que ha de recorrer, se apaciguarán esas fuerzas que en él duermen. Y al ponerse en armonía con las que aguardan, al encajar y soldarse con ellas, podrá navegar sin peligro por aquel océano de generaciones, sin que su flujo desmesurado le desmorone, aplaste y engulla.

Tales sensaciones no son sino un modo tosco de intentar expresar lo inexpresable. De reducir al pensar ordinario lo que ha dejado de ser común, abolidas las leyes que rigen y separan los contrarios. Porque aquel pozo parece comunicarlo todo, en la doble dirección de cada una de las tres dimensiones: lo alto con lo bajo, lo diestro con lo siniestro, lo anterior con lo posterior, engarzando los espacios que se abren en las vueltas y bifurcaciones del camino. De ahí la luz que cae desde arriba como una lluvia benigna, hasta unirse al resplandor lechoso que brota del fondo inaccesible, rodeado por un despeñadero.

Desciende con tiento. Y pronto se encuentra en el centro de un hipogeo perfectamente labrado, que continúa en sucesivos dinteles de piedra, desembocando en un largo corredor trapezoidal, iluminado de trecho en trecho por el resplandor que irradia del pozo central. Al caminar por él, la alternancia de luz y sombra produce un efecto hipnótico. Mantiene los ojos entornados, hasta toparse de nuevo con el muro circular del Pozo de las Almas, del que se aleja en cada giro, para retornar a él en el siguiente. Vuelve de nuevo aquel sonido que empieza a ser obsesivo, las paredes vibrando estremecidas como los tubos de un órgano. Prueba a taparse los oídos, pero es inútil, porque brota también de su interior, intentando acoplarse al margen de su cuerpo, que se alza en medio como un obstáculo.

Introduce la cabeza en una leve ventana abierta en las paredes externas del cilindro y mira hacia abajo. Es mucha su hondura, el trecho que le queda. Pero ahora le bastará con descender por la rampa helicoidal que discurre pegada a su hermética pared y encontrar la entrada a los restos del Palacio de los Reyes.

Aquel ruido sigue surgiendo de las entrañas de la tierra y reverbera en las paredes del pozo. Experimenta un ahogo que le perfora la cabeza y le nubla la vista. En su descenso, bordeando el estricto muro curvo, se asoma a las troneras que lo acribillan de luces frías e insidiosas, cada vez más densas, hasta adquirir una textura lechosa. Barrunta el talismán allá abajo, el cubo aposentado en el centro del laberinto, rodeado por el tesoro innumerable. Se adivina a través de los agujeros que le taladran los ojos con sus alfilerazos de luz, aquel potentísimo resplandor que se propaga a través del cilindro de piedra.

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