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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Intriga (Trilogía Diógenes 1)

La mano del diablo (15 page)

BOOK: La mano del diablo
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Apareció la siguiente imagen.

–Estas fibras proceden de la ropa de la víctima. Fíjense en los agujeros y en el rizo. Son efectos claros del ácido sulfúrico en las prendas de la víctima.

Tres imágenes más en rápida sucesión.

–Como están viendo, los agujeros microscópicos aparecen incluso en las gafas de plástico de la víctima, así como en el barniz de las paredes y del suelo, a causa de la abundante liberación de componentes sulfúricos.

–¿Tiene datos concretos sobre la fuente volcánica?

La pregunta procedía de Pendergast.

–Es casi imposible establecerla. Tendríamos que hacer un análisis y compararlo con miles de fuentes volcánicas conocidas; una labor inabarcable, suponiendo que pudiéramos conseguir las muestras. Lo que puedo decirle es que la elevada proporción de silicio índica una fuente continental, por oposición a una fuente marina. Dicho de otro modo: este sulfuro no procede de Hawai ni del fondo marino, por ejemplo.

Pendergast se apoyó en el respaldo. En la penumbra, su expresión era inescrutable.

–La siguiente imagen presenta algunas microsecciones de la madera quemada del suelo. De la zona de la huella de pezuña, para entendernos.

Vanas imágenes se sucedieron en la pantalla. Dienphong carraspeó. Empezaban las dificultades.

–Observen la altísima penetración de la quemadura en la madera. Se apreciará mejor con doscientas ampliaciones.

Otra diapositiva.

–La causa no fue un efecto de «hierro de marcar». –Hizo una pausa y tragó saliva–. Quiero decir que esta marca no fue hecha en el suelo por la impresión de un objeto al rojo vivo en la madera, sino por una intensa radiación no ionizadora, probablemente infrarrojos de onda muy corta, que penetró muy profundamente en la madera.

La previsible intervención de Carlton no se hizo esperar.

–¿Es decir que el culpable no calentó algo y lo aplicó a la madera?

–Exacto. No hubo ningún contacto con la madera. La quemadura se debe a una breve descarga de radiación pura.

El cambio de postura de Carlton hizo crujir peligrosamente la silla.

–Un momento, un momento. ¿Cómo puede ser?

–Mi trabajo es describir, no interpretar –dijo Dienphong, cambiando de diapositiva.

El jefe, sin embargo, no había terminado.

–¿Me está diciendo que hicieron la marca con una especie de pistola de rayos?

–No puedo pronunciarme sobre la fuente de la radiación.

Carlton se apoyó en el respaldo, que crujió precariamente.

–Y llegamos a la cruz. –Apareció la siguiente imagen–. Nuestro experto en arte la ha identificado como un ejemplo poco frecuente de cruz toscana del siglo XVII, de uso común entre la nobleza. Es de oro y plata, con varias capas fundidas, y está cincelada a mano para obtener un efecto muy interesante que se conoce como
lamelles fines.
Estaba engastada en madera, que se ha quemado en gran medida.

–¿Cuánto vale? –dijo Carlton (una pregunta inteligente, para variar).

–Teniendo en cuenta la calidad de las piedras preciosas, unos ochenta o noventa mil dólares. Intacta, claro.

Carlton silbó.

–La cruz apareció en el cuello de la víctima, en contacto con su piel. Ahora les enseño una fotografía de ella en el lugar del crimen, antes de ser retirada del cuello.

La aparición de la siguiente diapositiva fue acogida con expresiones de asco e incredulidad.

–Como ven, la cruz se calentó hasta el punto de fusión y quemó profundamente la piel con la que estaba en contacto. Observen, sin embargo, que la carne no está chamuscada ni tan siquiera enrojecida. Algo, desconozco qué pudo ser, calentó de forma selectiva la cruz sin calentar la piel de alrededor. Después la cruz se derritió parcialmente y penetró in situ en la carne de la víctima.

Proyectó la siguiente imagen.

–Bueno, esto es una micrografía de electrones a tres mil ampliaciones, donde se aprecian los mismos agujeros en la superficie de plata (que no en la de oro) de la cruz. Tampoco tengo ninguna explicación. Sospecho que pudo ser causado por una dosis intensa y prolongada de radiación, que parece haber eliminado las capas superiores de electrones y vaporizado una parte del metal. El efecto es mucho más intenso en la plata que en el oro. Una vez más, desconozco el porqué. Carlton se había levantado.

–¿No podría explicárnoslo en cristiano?

–Con mucho gusto –dijo Dienphong secamente–. Algo calentó y fundió la cruz sin calentar nada alrededor. En mi opinión se trata de algún tipo de radiación que el metal absorbió con más fuerza que la carne.

–¿La misma radiación que causó la huella, por ejemplo?

Dienphong tuvo que reconocer que Carlton se hacía el tonto, pero que no lo era.

–Es una posibilidad a tener muy en cuenta.

Pendergast levantó el dedo.

–¿Agente Pendergast?

–¿Había indicios de quemadura o calentamiento por radiación en alguna otra superficie de la habitación?

Mejor pregunta todavía.

–Efectivamente. Los postes de la cama, que eran de pino barnizado, presentaban señales de calentamiento, así como la pared de detrás de la cama, que era de pino pintado. En algunas zonas la pintura se ablandó y formó ampollas.

Pasó el puntero por el menú de la pantalla y abrió otra imagen.

–Esto es una sección de la pared, con cuatro capas de pintura. Nos encontramos con otro pequeño misterio: parece que la única capa que se calentó y que formó ampollas fue la inferior. Las otras estaban intactas, sin alteraciones químicas.

–¿Han analizado las cuatro? –preguntó Pendergast.

Dienphong asintió.

–¿La inferior era de pintura a base de plomo?

Quedó sorprendido. Ya veía hacia dónde apuntarían las preguntas del agente: en un sentido que no se le había ocurrido contemplar.

–Déjeme consultarlo...

Hojeó los informes del laboratorio, organizados por temas en un clasificador de tres anillas con la etiqueta «Azufre». Todas las investigaciones del FBI tenían su apodo. Ese era de su cosecha. Quizá pecara de melodramático, pero le iba como anillo al dedo.

Levantó la vista.

–Pues sí, la verdad es que era a base de plomo.

–¿Y el resto no?

–Correcto.

–Otra prueba de que se trata de alguna clase de radiación.

–Muy bien, agente Pendergast. –Era la primera vez en su carrera que un agente del FBI se le adelantaba en alguna conclusión. Pendergast se estaba mostrando a la altura de su fama–. ¿Alguna otra pregunta o comentario?

Carlton volvió a sentarse y levantó la mano con gesto de cansancio.

–¿Sí?

–Me estoy perdiendo algo. ¿Cómo es posible que algo afectase a la capa inferior de pintura sin afectar a las de encima?

Pendergast se volvió.

–Lo que reaccionó fue el plomo de la pintura, al igual que el metal de la cruz. Absorbió con más intensidad la radiación. Doctor, ¿las investigaciones posteriores detectaron algún indicio de radioactividad?

–En absoluto.

Carlton asintió.

–¿Te encargas de estudiarlo, Sam?

–Claro que sí, señor –dijo uno de los agentes.

Dienphong pasó a la siguiente imagen.

–Esta es la última: un primer plano de una sección de la cruz. Observen el carácter puntual de la fusión, que no concuerda con una fuente convectiva de calor. Es otra prueba de que intervino alguna radiación.

–¿Qué clase de radiación calentaría selectivamente el metal más que la carne? –preguntó Pendergast.

–Rayos X, rayos gamma, microondas, infrarrojos de onda larga y algunas longitudes de onda del espectro de radio, sin olvidar la radiación alfa y un flujo de neutrones rápidos. No es nada inhabitual. Lo inhabitual es la intensidad.

Dienphong se dispuso a oír la inevitable protesta de Carlton, pero esta vez el jefe no dijo nada.

–¿Le sugieren algo los agujeros de la cruz? –preguntó Pendergast.

–De momento no.

–¿Alguna hipótesis?

–Nunca las hago, señor Pendergast.

–¿No cree que pudo haberlo provocado un haz intenso de electrones?

–Sí, pero un haz de electrones tendría que haberse propagado por el vacío. El aire lo habría dispersado uno o dos milímetros. Repito que podría corresponder al espectro de infrarrojos, microondas o rayos X, con la salvedad de que para generar un haz de esa fuerza se habría necesitado un transmisor de varias toneladas.

–En efecto. Dígame, doctor, ¿qué le parece la teoría que ha presentado el
New York Post?

El cambio de enfoque hizo que Dienphong tardara un poco en responder.

–No tengo costumbre de tomar mis teorías de las páginas del
Post.

–Han publicado la hipótesis de que el diablo se llevó su alma.

La reacción fue un breve silencio, seguido por varias risitas nerviosas. Evidentemente, Pendergast bromeaba. ¿O no? No se le apreciaba la menor sonrisa.

–Pues mire, señor Pendergast, yo no suscribo esa teoría.

–¿No?

Dienphong sonrió.

–Soy budista, y para nosotros el único diablo es el que está en el corazón humano.

Dieciocho

No era menester un escrutinio muy detenido de la multitud que afluía hacia el Metropolitan Opera House para reconocer al conde Isidor Fosco, ya que su físico descomunal, teatralmente apostado junto a la fuente del Lincoln Center, resultaba inconfundible. Pendergast siguió el movimiento general de la multitud para reunirse con él. Alrededor todo eran hombres con esmoquin y mujeres con collares de perlas conversando con gran animación. Era una noche de estreno. El Metropolitan Opera ponía en cartel
Lucrezia Borgia,
de Donizetti. El conde llevaba una corbata y un frac blancos, a la perfecta medida de su enorme gordura. El corte era a la antigua. En vez del previsible chaleco blanco, Fosco llevaba uno de magnífica seda de Hong Kong con bordados blancos y gris perla, además de una gardenia en el ojal. Su agraciado rostro presentaba un impecable color rosa, fruto de un afeitado y un empolvado sin tacha, y su poblada melena gris estaba peinada hacia atrás, con rizos de león. Sus manos, pequeñas y rechonchas, se acomodaban al milímetro a unos guantes grises de cabritilla.

–¡Querido Pendergast! ¡Tenía la esperanza de verle llegar con corbata blanca! –dijo Fosco, jubiloso–. No me cabe en la cabeza que en una noche así la gente se vista de tan bárbara manera como esa. –Hizo un gesto de desdén hacia los esmóquines del público que concurría en el vestíbulo–. Esta época es tan triste que solo nos deja tres ocasiones para vestir nuestras mejores galas: la boda de uno, el propio funeral y una noche de estreno en la ópera. De las tres, con diferencia, la más feliz es la última.

–Depende de cómo se mire –dijo secamente Pendergast.

–¿Debo entender que está usted felizmente casado?

–Me refería a la otra ocasión.

–¡Ah! –Fosco rió en silencio–. Tiene razón, Pendergast; nunca he visto una sonrisa más feliz que la de algunos muertos en su velatorio.

–Me refería a los herederos del difunto.

–Qué malo es usted. ¿Entramos? Espero que no le importe sentarse en platea. Yo evito los palcos, por lo impreciso de su acústica. Tenemos entradas para la fila N, al centro a la derecha. La experiencia me ha demostrado que es el punto de mejor sonoridad de toda la sala, en especial entre las butacas veintitrés y treinta y uno. ¡Mire! Ya se apagan las luces. Será mejor que nos sentemos.

Fosco mantuvo erguida su cabeza de gigante, el mentón en alto, y surcó la muchedumbre, que se apartaba automáticamente. En su avance hacia la puerta central, entre empleados que repartían programas, el conde no miró una sola vez a derecha o izquierda. Cuando estuvo a la altura de la fila N, en el pasillo central, aguardó al final de la cola e hizo gestos a una docena de personas para que abandonasen sus asientos y saliesen al pasillo, a fin de no encontrar ningún obstáculo en su camino. Había comprado tres entradas solo para él. Ocupó la butaca del medio, apoyando los brazos extendidos en el asiento de las de al lado, que había puesto en su posición vertical.

–Perdone que no me siente a su lado, querido Pendergast, pero mi corpulencia exige espacio y no se deja contener.

Se sacó del chaleco unos gemelos con gemas y perlas y los dejó en uno de los asientos desocupados. Acto seguido hizo su aparición un catalejo de máxima potencia, al que le fue destinada la butaca opuesta.

La gran sala se estaba llenando. Reinaba una gran expectación. Se oía subir del foso el murmullo de los músicos afinando sus instrumentos y tocando fragmentos de la ópera, que estaba a punto de empezar.

Fosco se inclinó hacia Pendergast y apoyó en su brazo una mano enguantada.

–A ningún amante de la música puede dejar de conmoverle
Lucrezia Borgia.
¡Un momento! ¿Qué es esto? –Miró con atención al agente–. ¡No se habrá puesto tapones!

–No, no son tapones. Solo atenúan el sonido. Tengo un oído excepcionalmente sensible, y cualquier volumen por encima de una conversación normal me resulta doloroso. No tema, que la música se hará oír de sobra, se lo aseguro.

–¡De sobra, dice!

–Mire, conde Fosco, le agradezco la invitación, pero ya le advertí que aún no he oído ninguna ópera que me guste. Existe una incompatibilidad fundamental entre la música pura y el espectáculo vulgar. Los cuartetos de cuerda de Beethoven gozan de mis preferencias, y aun así, para serle sincero, disfruto más de su contenido intelectual que del musical.

Fosco hizo una mueca.

–¿Puedo preguntarle qué tiene de malo el espectáculo? –Extendió los brazos–. ¿No es la vida misma un espectáculo?

–Tanto color y ruido, tantas luces, tantas divas de buen año merodeando por el escenario, entre gritos y aullidos, o lanzándose de las almenas de algún castillo... Todo eso distrae de la música a la mente.

–¡Pero es que la ópera es eso! Una fiesta para la vista y el oído. ¡Tiene humor! ¡Tiene tragedia! ¡Tiene cumbres de pasión y abismos de crueldad! ¡Tiene amor y traición!

–Argumenta a mi favor mejor que yo, conde.

–Su error, Pendergast, es concebir la ópera como simple música, cuando es algo más que eso. ¡Es vida! Debe abandonarse a ella y quedar a su merced.

Pendergast sonrió.

–Mucho me temo, conde, que yo nunca me abandono a nada.

Fosco le dio unos golpecitos en el brazo.

–Tiene apellido francés, pero corazón inglés. Los ingleses son incapaces de salir de sí mismos. Llevan su conciencia a todas partes. Por ello son muy buenos antropólogos pero pésimos músicos. –Fosco resopló con desdén–. Byrd, Purcell... ¡Britten!

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