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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Intriga (Trilogía Diógenes 1)

La mano del diablo (6 page)

BOOK: La mano del diablo
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–¿Cómo está?

Pendergast detuvo sus pasos.

–Físicamente bien. Emocionalmente... todo lo bien que cabría esperar. Vamos progresando poco a poco. Ha pasado tanto tiempo...

Wren asintió en señal de comprensión, antes de introducir la mano en un bolsillo y sacar un DVD.

–Aquí tiene –dijo, dándoselo a Pendergast–. Un inventario completo de las colecciones de esta casa, catalogadas e indexadas lo mejor que he podido.

Pendergast asintió.

–Sigue pareciéndome increíble que el mayor gabinete de curiosidades del mundo esté bajo este techo.

–Es lógico que le sorprenda. Supongo que las piezas que le di le parecerían un pago suficiente por sus servicios.

–Sí, claro –susurró Wren–, más que suficiente.

–Recuerdo que tardó tanto en restaurar cierto libro de contabilidad indio que temí que su dueño empezara a inquietarse.

–El arte no entiende de plazos –dijo Wren, altanero–. Además, era tan bonito... Lástima que... En fin, el tiempo. El tiempo todo se lo lleva, como dijo Virgilio. Ahora mismo está destruyendo mis preciosos libros más deprisa de lo que soy capaz de restaurarlos.

El domicilio de Wren era el sótano número siete de la biblioteca central de Nueva York, el más bajo de todo el edificio, donde presidía una infinidad de libros deteriorados y sin catalogar, por cuyas interminables hileras nadie, salvo él, sabía moverse.

–Claro, claro. En ese caso, le aliviará saber que ha terminado su trabajo en esta casa.

–También habría inventariado la biblioteca, pero en cuanto a eso parece que ella lo tiene todo catalogado en la memoria.

Wren se permitió una risa amarga.

–El conocimiento que tiene de esta casa es notable. De hecho, ya le he encontrado una utilidad.

Wren le miró con curiosidad.

–He pensado pedirle que reúna el material de la biblioteca sobre Satanás.

–¿Satanás? Un tema muy amplio,
hypocrite lecteur.

–Cierto, pero solo me interesa un aspecto: la muerte de seres humanos causada por el diablo.

–¿Se refiere a la venta del alma? ¿Al pago por los servicios prestados, y todo eso?

Pendergast asintió.

–Sigue siendo un tema muy amplio.

–No me interesa la literatura, Wren, solo las fuentes no narrativas. Las primarias. Preferiblemente, testimonios de primera mano y de testigos oculares.

–Ha pasado demasiado tiempo en esta casa.

–Me parece provechoso mantenerla ocupada. Como bien ha dicho usted, conoce al dedillo los fondos de esta biblioteca.

–Aja.

La mirada de Wren se desvió hacia la puerta del fondo de la sala.

Pendergast se dio cuenta.

–¿Quiere verla?

–¿Le sorprende? Después de lo que pasó en verano, soy prácticamente su padrino. Olvida usted mis funciones.

–No olvido nada. Siempre estaré en deuda con usted, aunque solo sea por eso.

Fueron las últimas palabras de Pendergast antes de acercarse a las puertas del fondo y abrirlas en silencio.

Al mirar al otro lado, los ojos amarillos de Wren se iluminaron. Al fondo había una suntuosa y nutrida biblioteca compuesta por un sinfín de estanterías. Los libros llegaban hasta el techo; reflejaban en sus lomos la cálida luz de una chimenea. En el suelo, cubierto por una alfombra persa, había media docena de pequeños sofás y sillones de orejas, en uno de los cuales una joven hojeaba un gran volumen de litografías de Piranesi. Llevaba un delantal, un vestido blanco y medias negras. Cuando pasó la página siguiente, la luz del fuego iluminó sus gráciles extremidades y su pelo y ojos negros. Cerca de ella había una mesa baja con servicio de té para dos personas.

Pendergast carraspeó discretamente, haciendo que la joven levantase la cabeza. Al verles, una chispa de miedo atravesó sus ojos, pero su expresión demostró enseguida que los había reconocido. Entonces dejó el libro, se levantó, alisó su delantal y esperó a que se acercaran.

–¿Cómo estás, Constance? –dijo Wren, con toda la dulzura que podía tener su áspera voz.

–Muy bien, gracias, señor Wren. –Constance hizo una pequeña reverencia–. ¿Y usted?

–Ocupadísimo. Mis libros consumen todo mi tiempo.

–Pero ¿se puede hablar con resentimiento de esa noble ocupación?

El tono de Constance era serio, pero sus labios se curvaron en un amago de sonrisa. ¿Pícara? ¿Condescendiente? Wren no tuvo tiempo de averiguarlo.

–¡No, no, claro que no! –Trató de no mirarla fijamente. ¿Cómo podía haber olvidado su voz pausada y su lenguaje pintoresco? ¿Y esos ojos, al mismo tiempo ancianos y enmarcados por un rostro joven y hermoso? Carraspeó–. Bueno, Constance, cuéntame a qué dedicas el tiempo.

–Llevo una vida tranquila. Por la mañana leo latín y griego bajo la dirección de Aloysius. Las tardes las reservo para mí. Suelo pasarlas en la biblioteca, corrigiendo alguna etiqueta mal puesta.

Wren miró fugazmente a Pendergast.

–Después, a última hora, tomamos el té y Aloysius acostumbra a leerme los periódicos. Después de cenar, practico con el violín. Aloysius tiene la delicadeza, ingenuo de él, de hacerme creer que mi técnica es aceptable.

–El doctor Pendergast es sincero como pocos.

–Digamos que tiene más tacto que la mayoría.

–No entraré en discusiones. En todo caso, me encantaría oírte tocar alguna vez.

–Sería un placer.

Constance hizo otra reverencia. Wren asintió y se dispuso a salir, pero Constance le llamó.

–¿Señor Wren?

Wren se volvió con una pregunta en sus pobladas cejas.

Constance sostuvo su mirada.

–Gracias otra vez. Por todo.

Pendergast cerró suavemente las puertas de la biblioteca y regresó con Wren a las galerías, llenas de ecos.

–¿Le lee el periódico? ¿A ella? –preguntó Wren.

–Artículos seleccionados, como comprenderá. Me ha parecido la manera más fácil de lograr una... ¿cómo se lo diría? Una descompresión social. Ya hemos llegado a la década de 1960.

–¿Y los... merodeos nocturnos de Constance?

–Ahora que está a mi cuidado ya no necesita salir a buscar nada. Y ya he decidido dónde hará su recuperación: en la finca de mi tía, que ahora está vacía, a orillas del Hudson. Si se administra con cuidado, debería ser una buena manera de acostumbrarla otra vez al sol.

–El sol... –Wren repitió despacio la palabra, como si la paladeara–. Después de lo ocurrido, me sigue pareciendo imposible que haya permanecido aquí, tanto tiempo, en los túneles del río. De hecho, aún no sé por qué me reveló su presencia.

–Quizá porque le tomó confianza. Tenga en cuenta que le vio trabajar durante mucho tiempo, todo el verano, y que pudo observar su amor por las colecciones, que para ella también poseen un valor incalculable. A menos que hubiera llegado al extremo de necesitar a toda costa algún contacto humano, más allá del riesgo que significara.

Wren negó con la cabeza.

–Pero ¿está seguro de que solo tiene diecinueve años? ¿Seguro al cien por cien?

–Es una pregunta más difícil de lo que parece. Físicamente, su cuerpo es el de una persona de diecinueve años.

Habían llegado a la puerta principal. Wren esperó a que Pendergast sacase la llave.

–Gracias, Wren –dijo el agente del FBI mientras abría la puerta y dejaba entrar el aire de la noche, cargado de rumores de tráfico.

Wren cruzó el umbral, vaciló un momento y se volvió.

–¿Ya ha decidido qué hará con ella?

Al principio Pendergast no contestó. Después asintió en silencio.

Ocho

El Salón Renacimiento del Metropolitan Museum of Art era uno de los espacios más admirados del museo. Había sido trasladado pieza a pieza y piedra a piedra desde el antiguo Palazzo Dati de Florencia y reconstruido en Manhattan; recreaba hasta el último detalle un
salone
de finales del Renacimiento. Entre las majestuosas galerías del museo, ninguna era tan imponente y austera como esa; por ello fue elegida para el oficio fúnebre en memoria de Jeremy Grove.

D'Agosta se sentía ridículo en su uniforme de policía con la insignia dorada del departamento de Southampton y los modestos galones de sargento. La gente se volvía a mirarle como si fuera un bicho raro, pero enseguida se olvidaba de él, tomándole por un simple refuerzo policial.

Entró en el salón detrás de Pendergast, y le sorprendió ver dos largas mesas, una de ellas llena de comida y la otra con bastantes botellas de vino y alcohol como para tumbar a una manada de rinocerontes. ¡Vaya funeral! Se parecía más a un velatorio irlandés. (Durante su pertenencia a la policía de Nueva York había asistido a unos cuantos, y consideraba una suerte haber sobrevivido.) En todo caso, lo habían organizado todo muy deprisa, porque Grove solo llevaba muerto dos días.

La sala estaba llena. No había sillas, ya que la intención era que la gente alternase, no que se quedase respetuosamente sentada. Varios equipos de televisión habían instalado sus aparatos cerca de un escenario enmoquetado, donde solo había un pequeño podio. En uno de los rincones del salón había un arpa, pero el ruido de la gente casi enmudecía sus notas. Si alguien lloraba por Grove, lo disimulaba muy bien.

Pendergast se acercó a D'Agosta.

–Vincent, si le apetece algo comestible es el momento de entrar en acción. Con semejante fauna no durará mucho.

–¿Comestible? ¿Se refiere a lo de la mesa? No, gracias.

Sus escarceos en el mundo literario le enseñaron que en esos actos se servían cosas como huevas de pescado y quesos tan apestosos que daban ganas de mirarse las suelas, por si las moscas.

–¿Circulamos, entonces?

Pendergast empezó a moverse entre el gentío como una sílfide. Mientras tanto alguien había subido al escenario, un hombre impecablemente vestido, alto, con el cabello repeinado hacia atrás y un brillo de maquillaje profesional en la cara. Aún no había llegado hasta el micrófono y ya no se oía ni una mosca.

Pendergast cogió a D'Agosta por el codo.

–Sir Gervase de Vache, el director del museo.

El orador, digno, erguido y elegante, cogió el micrófono.

–Bienvenidos todos –dijo. Al parecer consideraba innecesario presentarse–. Nos hemos reunido aquí para honrar la memoria de nuestro amigo y colega Jeremy Grove, pero como le habría gustado a él, con comida, bebida, música y alegría, no con caras largas y discursos lúgubres.

Tenía un ligero acento francés.

La presencia de De Vache en el estrado hizo que Pendergast detuviera sus pasos, pero D'Agosta vio que su mirada inquieta seguía vagando por la sala.

–Conocí a Jeremy Grove hace veinte años, cuando reseñó nuestra exposición de Monet en
Downtown.
Fue... no sé cómo decirlo. Una crítica Grove, con todo lo que comporta.

Hubo varias risas de complicidad.

–Por encima de todo, Jeremy Grove era un hombre que decía las cosas como las veía, de manera inflexible y con estilo. Su ingenio afilado y sus irreverentes salidas animaron muchas fiestas de...

D'Agosta desconectó. Por su parte, Pendergast no solo seguía observando sin descanso, sino que había empezado a moverse muy despacio, como un tiburón que acaba de encontrar un rastro de sangre en el agua. D'Agosta le siguió. Le gustaba verle en acción. Siguió la dirección de su mirada y vio que al lado de la mesa había un joven muy apuesto, vestido enteramente de negro y con perilla, sirviéndose una copa de algo fuerte. Llamaba la atención por el tamaño de sus ojos, profundos y líquidos, y por sus dedos, aún más largos y estilizados que los de Pendergast.

–Maurice Vilnius, el expresionista abstracto –murmuró el agente–. Uno de los muchos beneficiarios de las atenciones de Grove.

–¿Y eso qué quiere decir?

–Recuerdo una crítica de Grove de hace unos años sobre cuadros de Vilnius. Aún tengo fresca en la memoria una frase: «Son cuadros tan malos que inspiran respeto, por no decir veneración. Hace falta un talento de unas características muy especiales para crear mediocridades de ese nivel, y Vilnius lo posee en abundancia».

D'Agosta aguantó la risa.

–Para matarle.

Se apresuró a recuperar la compostura, porque Vilnius se había vuelto y les había visto acercarse.

–¡Ah, Maurice! ¿Qué tal? –preguntó Pendergast.

El pintor arqueó sus negrísimas cejas. D'Agosta, que también había recibido malas críticas, esperaba ver algo de enfado o, como mínimo, de rencor en su enrojecida expresión, pero lo que encontró fue una sonrisa de oreja a oreja.

–¿Nos conocemos?

–Me llamo Pendergast. Hace un año, durante el
vernissage
en la galería Dellitte, charlamos un rato. Me gustaron mucho sus obras. De hecho, he pensado en comprarme alguna para mi apartamento del Dakota.

La sonrisa de Vilnius se ensanchó.

–Encantado. –Tenía acento ruso–. Pase cuando quiera. Hoy mismo, si le apetece. Así ya habré vendido cinco cuadros en una semana.

–¿Ah, sí?

D'Agosta observó que Pendergast eliminaba cualquier rastro de sorpresa de su voz. De fondo se oía la voz del director:

«... un hombre valiente y decidido, que no entró dócilmente en esa dulce noche, como diría Dylan Thomas...»

–Maurice –dijo Pendergast–, me gustaría hablar con usted sobre Grove y su último...

De repente alguien se acercó al pintor. Era una mujer madura, de cuerpo macilento, envuelta en un vestido de lentejuelas. Le seguía un hombre alto, con esmoquin negro y una calva que brillaba como una piedra preciosa.

La mujer tiró de la manga de Vilnius.

–¡Maurice, cariño, qué ganas tenía de felicitarte personalmente! La última crítica es sensacional. La verdad es que te la debía.

–¿Ya la habéis leído? –respondió Vilnius al volverse hacia la pareja.

–Sí, esta tarde –contestó el hombre alto–. Me han enviado una copia por fax a la galería.

«... y ahora una de las sonatas de Haydn que tanto le gustaban a Jeremy...»

La gente seguía hablando sin prestar atención al orador. Vilnius miró a Pendergast y, sacando una tarjeta del bolsillo, le dijo:

–Pues nada, encantado, señor Pendergast. –Se la dio–. Pase por mi estudio cuando quiera.

A continuación se volvió hacia la anciana y su acompañante, y antes de alejarse D'Agosta le oyó decir:

–No me explico lo deprisa que corren las noticias. En principio la crítica tenía que publicarse pasado mañana.

D'Agosta miró a Pendergast, cuya atención también estaba puesta en el grupo.

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